24.10.09

El ánima del bosque

Hoy se celebra en Aguilar de Alfambra la Fiesta del Chopo Cabecero. Chabier de Jaime Lorén me invitó a ir a cuenta de un artículo que publiqué en el Diario de Teruel y que luego él incorporó en un libro dedicado a esta especie tan particular. Las circunstancias me lo han impedido, pero no dedicar unas líneas, otra vez, a este tótem vegetal cuya existencia está empeñada en prolongar gente tan activa como Chabier.

En pocas ocasiones cuadra tan bien el título de bosque animado como si se trata de estos chopos. En efecto, tienen alma humana: su fisonomía se modifica en favor de su longevidad, y su belleza nace no del tiempo sino del uso del tiempo. Cuando estos árboles no eran reliquias, no había año, a veces ni siquiera época del año, en la que no se modificase su estructura como se modifica la presencia de un huerto o de un bancal. Una vez tocaban los ramones verdes, otras las ramas gordas: una vez había que quitar la pelambrera; otras, los gruesos troncos para vigas, y dejar una cicatriz cuyas líneas son como esos trazos autosuficientes que tampoco son los que cría la naturaleza sino los que provoca el hombre. El ánima se manifiesta entonces en una figuración metafórica del árbol que se sale de su simbología natural.

Una vez hablé del ciprés de Silos porque, aparte de lo que le cantó Gerardo Diego (que no fue más que una oda a sus líneas naturales, no modificadas por el hombre), me llamó la atención por un detalle del todo humano: para ver la copa era necesario abandonar el resguardo del claustro. La única imagen completa permitida era un contrapicado que multiplicaba la sensación gótica de elevación al cielo. Ese ciprés había conseguido un alma por la vía arquitectónica, porque nadie lo había enderezado ni mucho menos podado. El chopo cabecero, en cambio, está siempre en campo abierto. Sus troncos no se espigan, pero sus ramas sí, y con un dramatismo que reconocemos de inmediato porque lo hemos provocado nosotros. Pero en ningún momento tenemos sensación de ver un árbol mutilado, como tampoco tenemos la sensación, al contemplar un huerto, de que sea tierra esclavizada. La diferencia es que ambos desprenden, sobre todo el chopo, una impresión de simbiosis natural, igualan el río y el hombre, se justifican en el equilibrio del fruto y del trabajo, de las podas y la edad; de la hermosura, en fin, que no nos llega forzada, maniobrada, sino como nos llega una parra rodrigada en un sauce, o un membrillo al que se despojó su condición de arbusto para convertirlo en arbolillo.

Lo que se discutirá esta tarde en Aguilar (más bien se afirmará, supongo) es que su desaparición puede evitarse de dos maneras: petrificándolo como pieza de museo etnográfico, ejemplo rústico de lo que ya no está, o bien readaptando sus utilidades a los tiempos que corren. En la Iglesuela del Cid, hace algunos años, a nadie se le pasaba por la cabeza que sus característicos azagadores flanqueados por muretes de piedra seca podían convertirse en una pequeña industria entre pedagógica, turística y artesanal, pero que en cualquier caso sirve para crear nuevas construcciones de piedra seca, no sólo para contemplar las que otros levantaron. Si sólo trataran de conservarla para pasto de las cámaras, quizá se garantizase también su conservación, pero su ánima se habría muerto.

Las autoridades y los grupos conservacionistas pueden (deberían) crear un parque natural de chopos cabeceros, o por lo menos conservar los que ahora se aburren, se van haciendo viejos y se mueren sin nadie que los asee ni les prolongue la vida. Pero el ánima es útil. Los bosques animados viven, funcionan, sirven para algo, no son sólo los árboles parlantes de los cuentos, que siempre parecen reos de algún crimen cometido en vida. Es verdad que ahora la simbiosis es la no agresión, el puro conservacionismo estético. Los chopos cabeceros necesitarían una recalificación que garantizara su conservación, es decir, ser tratados como especies de jardín. La gente ya no pone vigas de madera, pero sí forra las de cemento para que lo parezcan; ya no utiliza las ramas verdes para el ganado, pero sí busca la carne alimentada sin artificios y asada con leña. Cuantos más supermercados se inauguran, más proliferan los delicatessen. El chopo cabecero debería refundarse con utilidades exquisitas, con simbiosis modernas, que no por sofisticadas dejan de ser naturales. Toda tradición sagrada, por otra parte, tuvo un punto de partida. Estos viejos guardas de ribera ya tuvieron una que ahora concelebramos en su agonía. Pero se merecen otra.


1 comentario:

  1. Este verano estuve en Aguilar donde se llevó a cabo una exposicicón sobre Vicente Blasco Ibáñez, originario de ahí. Me encantó el pueblo. Hay un grupo de personas que están llevando a cabo unas actividades culturalres de gran altura. Esta que abordas en tu extraordinaria entrada sobre los chopos cabeceros es una muestra más. Siento un profundo afecto por esta modalidad de chopos y se me encoge el alma cuando contemplo década tras década el estado de abandono y postración en que se hallan.(Me refiero a los da Aliaga). Nadie los poda ni asea. Llegará un momnto en que se desgajarán y entonces vendrán los lamentos acostumbrados, a toro pasado...

    Espero que el acto de Aguilar conciencia a quien corresponde y se tomen medidas para su supervivncia

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