8.11.09

Ópera y zarzuela

Aprovecho el fin de semana largo para ver en el Liceu de Barcelona la ópera El rey Roger, de Szymanovski, basado en Las Bacantes de Eurípides: Penteo (el rey Roger), alarmado por la presencia revolucionaria de Dioniso (el pastor), se viste de mujer para ver a las bacantes entregadas a sus ritos vitivinícolas. El rey Roger sale aquí triunfante, como si el fin de la tragedia fuera reconciliar a Apolo con Dioniso, algo nietzscheanamente imposible, pero en Eurípides las bacantes matan a Penteo, que se sube a un abeto para fisgar y las bacantes arrancan el árbol de cuajo (tengo que mirar si ese abeto es el mismo en el que luego, en la Eneida, se apoya un Polifemo ya tuerto).

Cuando voy a una ópera, más que espectador me siento curioso. Hay muchas cosas que ver y oír simultáneamente, y como tampoco está estipulado que sólo se disfrute de ella viéndola como un todo (es decir, ajustando las dosis de atención a las jerarquías de importancia), yo viajo por los detalles: paso un rato mirando al del trombón, y luego me detengo en un miembro del coro y sus evoluciones por una escalera semicircular blanca por donde se desparramaba el sangriento vino, o sigo un acto entero a las bailarinas, magníficas, o miro a la soprano reptar mientras no canta, o vuelvo al del violón, o me detengo en los descomunales cráneos de vaca y de carnero que portan las danzantes, o incluso en la sombra de los pajarracos modernistas de las lámparas.

Quizá llevado por el prejuicio fácil de que estuviera cantada en polaco, veía con más frecuencia de la necesaria símbolos cristianos oscurantistas, pero también el rojo sangre sobre el blanco frío permanente, y cierta rigidez en la locura que afortunadamente compensaba la coreografía, sin duda lo que más me gustó, teniendo en cuenta que la sustancia de todo está en la danza dionisíaca, más ardiente y enloquecida que la palidez de gestos de la soprano. De que cantasen bien o mal no tengo nada que decir. Y de la música, que me pareció impactante y digerible. Wovon mann nich sprechen kann…

Pero la ópera no terminaba en el escenario. No había estado nunca en el Liceo, ni antes de pegarse fuego ni después de reconstruirlo milimétricamente. Recuerdo la broma que escribió Mendoza cuando se discutía si levantar un Liceo moderno o reconstruirlo en plan Dresde, como si no hubiera pasado nada: “Yo quería mucho a mi abuelo”, escribió, “pero cuando se murió no pensé en tener otro exactamente igual”. Al final se optó por que fuera el mismo por dentro y distinto por fuera, aunque la fachada de cine de pueblo permanece porque sin ella el símbolo no funciona: la burguesía catalana no era ostentosa por fuera; sólo lo era por dentro. En eso se diferencia Barcelona de Valenca: los valencianos sólo son ostentosos por fuera. El caso es que si estás en el palco tienes una perspectiva similar a la del que tiró la bomba, o a la de cualquiera de las familias de monóculo que en la época del marqués de Ut se enseñoreaban por dentro del club privado, y algo menos por fuera. Y si sales del palco estás en cualquier teatro moderno, rectilíneo, enmoquetado y de maderas claras.

La reconstrucción semi-exacta la pagó la Generalitat, pero una de las primeras dependencias que reconstruyeron fue el club privado, en el primer piso de una entrada un poco peterburguesa, con ese verde tan ruso que parece el óxido de cobre de las estatuas portuguesas y esos adornos atestados de ángeles inflagaitas y guirnaldas de flores gordas repintados de purpurina. El club, por supuesto, sigue siendo privado.

Pero bueno, estos detalles mendozianos también son entretenidos, sobre todo si uno no viaja para ver defectos ajenos sino para disfrutar de sus virtudes. Barcelona me pareció una ciudad mucho más limpia y relajada, mucho menos histérica y agresiva que este Madrid asalvajado en el que a veces da grima vivir. Pero eso ya no es de la ópera. A ese tema le dedicaremos una zarzuela.

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