7.11.10

El encargo perfecto


De las 116 novelas premiadas por Planeta desde 1952, entre ganadoras y finalistas, apenas llegan a una docena las que, al margen de que podamos considerarlas más o menos buenas, se han convertido en una referencia ineludible para cualquier historiador de la literatura. De hecho, al poco de aparecer, en 1954, reunió en el premio nada menos que Pequeño teatro, la primera novela de Ana María Matute, tan radicalmente distinta a lo que, Cunqueiro aparte, se escribía entonces en España, y El fulgor y la sangre, de Ignacio Aldecoa, novela que aún leemos y comentamos como ejemplo del nuevo realismo de los 50 y antesala de la gran novela de la década, El jarama.

En otras dos fechas, 1978 y 1980, los Planeta también hicieron pleno, primero con La muchacha de las bragas de oro de Marsé, aunque solo fuera por su posterior desarrollo cinematográfico, y Los invitados, de Alfonso Grosso, uno de esos escritores de oficio que vieron cómo el experimentalismo los despreciaba por populares y el posmodernismo por anticuados, a pesar de libros como Florido mayo, pero al que siempre se le acababa sacando, también, partido en el cine; y segundo, en 1980, con Volaverunt, una novela histórica de las que ahora se llevan, y con El aire de un crimen, aquella apuesta de Benet, tan necesaria en su trayectoria faulkneriana, de ensayar la novela negra, y que, y si no al tiempo, quizá sea más recordada que las que ahora figuran al principio de su perfil.

Aparte de esas novelas, pocas más merecen o han merecido la memoria común. Sender escribió En la vida de Ignacio Morel en 1969; Vázquez Montalbán, la importantísima Los mares del sur, por muchas razones que darían para varias bernardinas. Terenci Moix, a su modo, se apuntó al neomodernismo posmoderno (con perdón) en 1986 con No digas que fue un sueño, en su proyecto de ser una mezcla de Oscar Wilde con Gore Vidal a la española; Torrente Ballester dio en 1988 una sencilla lección de cómo se narra una historia en Filomeno a mi pesar, una novela que, como todas las suyas que no son complicadas, no ha tenido la consideración que acaso merecía. Y, en fin, El jinete polaco es un perfecto ejemplo del testimonialismo lírico que escondió durante la década de los 90 la falta de imaginación, y que ahora, pasado el tiempo, decantadas las palabras, está más adiposa y rosariera que otra cosa, pero sigue siendo presentada en los manuales como una buena novela.

Y pare usted de contar. Ahí se termina la más bien magra aportación de los premios Planeta a la historia de la novela contemporánea. Y lo bueno es que cada vez que han apuntado a la calidad, como sucedió a finales de los 70, no solo les ha salido igual de rentable en el momento de conceder el premio sino mucho más a largo plazo. Casi todas las novelas que he nombrado siguen estando asequibles, algunas incluso en las librerías. De las otras, la tirada pudo ser más o menos grande, pero tardó menos en evaporarse su eco que en salir de las prensas, y eso que en este capítulo son tradicionalmente muy diligentes.

Últimamente, tras años de arrastrarse por el barro con operaciones comerciales de gusto asaz chabacano, parece ser que han virado rumbo al prestigio previo, y así, en los últimos años, y sobre todo después de haber acaparado buena parte de las editoras clásicas de novela, la editorial parece haber fichado a los que los críticos siempre tratan bien, Álvaro Pombo, Millás, Savater, y ahora, tras la insignificancia del año pasado, el gran Eduardo Mendoza.

Para ellos era un negocio seguro, pero me temo que no ha salido como esperaban. Pombo mandó una cosa ya vista, repetitiva e insulsa. Millás contó su vida, y además dejó caer con displicencia progre que ya lo tenía escrito y tal y cual. Qué ridículo ese desdén hacia lo que has criticado desde siempre, mientras te metes el dinero al bolsillo. Lo de Savater fue un escándalo, ya dije que deberían haber devuelto el dinero a los incautos que lo compraron, porque aquello ni era novela ni era nada.

Y ahora, en fin, le toca a Mendoza. Estoy terminando de leer Riña de Gatos y creo que esta sí va a entrar en el exiguo grupo de las elegidas, y no solo porque la haya escrito el mejor novelista que tenemos, el más capacitado técnicamente, sino porque parece un ejemplo perfecto de lo que siempre ha ido buscando Planeta en este premio y casi nunca ha encontrado: una novela popular de calidad, que entretenga y divierta a los lectores de metro pero satisfaga a los inspectores de tramas, que reúna dotes divulgativas para ilustrar pasajes de diferentes asignaturas y pronto sea lectura obligatoria en los colegios, que pueda ser sancionada por los más estrictos veladores del idioma y eche su granito de leña en esa discusión literaria sobre la guerra civil que se ha montado ahora.

Todas y estas virtudes que comentaré cuando la termine de leer las ha ensamblado Mendoza con soltura velazqueña, y en medio de un folletín canónico ha llevado sus con frecuencia ecuánimes observaciones históricas al terreno literario del disparate. Pero de eso luego, luego.

3 comentarios:

  1. Anónimo2:33 p. m.

    Muy buena la repacitulación de la historia del "Planetas", Antonio, y suscribo todos los comentarios que haces, salvo el de Grosso, con el que no pude nunca. Me alegra también tu anticipo de la nueva novela de Mendoza, a quien espero leer después de la nueva novela de "Varguitas". Un saludo, Marcelo.

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  2. Pues creo que esta vez has pecado de indulgente con los Premios Planeta. Personalmente aún habría salvado a menos de la quema. Me encanta Marsé y además lo conozco de haberlo visto muchas veces en la playa de Calafell (1), pero "La muchacha de las bragas de oro" fue una novela oportunista de relativa calidad...

    (1). En más de una ocasión me pedía el periódico para echarle una ojeada... Hace años de esto.

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  3. Sí, sí. Si por gustos fuera yo me quedaría con dos o tres. Y la historia abstraerá todavía más. Aparte de 'El fulgor y la sangre' (que quedó segunda) quedan 'Los mares del Sur', por supuesto, y quizá lo de Sender, aunque a Sender la Historia se lo traga y lo devuelve de manera cíclica.

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