25.8.23

Contradanzas palatinas


Ya desde sus primeros escritos sobre el gran mundo parisino, Proust reconocía la deuda literaria que tenía con el duque de Saint-Simon y los cuarenta y tres volúmenes de sus memorias (si bien Proust leía los trece de la edición de Chéruel) del inacabable reinado de Luis XIV, el Rey Sol. Y no es para menos: tanto la sintaxis, melodiosa como una contradanza palatina, galante y mordaz, como los espléndidos recursos narrativos, todos de raigambre clásica, debieron de fascinar a un autor que en cierto modo se limitó a ponerlos al día. Consuelo Berges tradujo algunos fragmentos relacionados con la parte que más atañe a los borbones en España en varios deliciosos crisolines, aparte de una antología que «alegremente» Bruguera tituló como Memorias. Su última y hermosísima contribución a que Saint-Simon fuera conocido en España son estos Retratos que publicó Tusquets en el 85, cuando la gran traductora ya se retiraba a descansar. Solo por el maravilloso castellano que utiliza ya merecerían la pena estas memorias, por no hablar de los jugosos retratos de las favoritas del rey y de sus extravagantes descendientes. Habrá sin duda una legión de novelistas que copieteen retratos tan impresionantes como el de la duquesa de Berry: con unos cuantos añadidos anacrónicos y rellenos melindrosos, habrán compuesto una porción de novelones de kiosko, que ahora se pagan bien. 
Pero Saint-Simon, pese a la magnitud asombrosa de su obra, nunca rellena. Él bebe en las fuentes de Salustio para sus retratos bien medidos, de estructura trágica, en los que siempre hay más espacio para las semblanzas detalladas y los finales tremendos como el de Maulévrier, «a quien las más locas y más peligrosas pasiones, llevadas al extremo, hicieron perder la cabeza y la vida, trágica víctima de sí mismo». Saint-Simon es un moralista conservador, desde luego, pero no renuncia al regocijo liviano (de Tito Livio) y a una suerte de praeteritio que justifica sus anécdotas picantonas. «No se hallarán en testas Memorias», dice, «más intrigas galantes que las que no pueden eludirse para el necesario conocimiento de cuanto importante o interesante ocurrió en los años que abarcan». Y son, desde luego, muchas y muy jugosas, casi siempre acompañadas de disculpas como la que precede al relato de cómo la duquesa de Bourgogne se ponía en público lavativas con la jeringa que le metía una dama de compañía: «Nunca me atrevería a escribir en unas memorias serias el hecho que voy a contar si no sirviera mejor que ningún otro para mostrar hasta qué punto había llegado [la duquesa] a atreverse a todo y a hacerlo todo con ellos». Y así se suceden anécdotas escatológicas y delirantes, desde la afrenta que sintió el cardenal Bouillon porque la futura princesa de Ursinos habría empapelado sus habitaciones de color morado, o el susto de muerte que le pegó Monsieur le Duc a D’Antin, hijo de la Montespan, o sea bastardo del rey, fingiendo un ataque enemigo, porque D’Antin, a pesar de tener buen juicio y ser «capaz de hablar a cada cual en su propio lenguaje» (cosa que también agradaría luego a Proust), era más cobarde que insensato; hasta otras anécdotas directamente guarras como la vez que el duque de Vendôme recibió al obispo de Parma en su chaise percée y nada más saludarlo le enseñó el culo para que el obispo le viera una pústula que le había salido, o aquella otra ocasión en que Madame de Chevreuse, víctima de la insensibilidad del rey durante los viajes, en los que no permitía más detenciones que las que a él le petasen, no se aguanto más y terminó aliviándose en la capilla de una iglesia que encontraron mientras Su Majestad se había detenido a merendar. 

Otras veces Saint-Simon nos fascina con el tipo de favorita «lisonjera y reptilesca», como las madamas de Montespan o de Maintenon, pájaras piparras que manejaban al rey a su antojo, un sujeto que por otra parte se dejaba manejar por casi todo el mundo y se refugiaba en el consuelo de una insensibilidad sin límites. Pero como «en la corte todo acaba por saberse», Saint-Simon, sin más deslealtad que la certeza, informado siempre de primera mano, nos deleita en soberbios pasajes como el del miedo a la muerte de la Montespan, el sometimiento zalamero de la de Ursinos, el final indigno de «aquella alemana arrogante y orgullosa» que fue sin embargo princesa palatina, o el impactante retrato de la duquesa de Berry, sus extravagancias, sus ansias de libertad enloquecida, su sometimiento por amor al tal Rions, quien para Saint-Simon no era más que un pelagatos y por quien la duquesa no solo traspasó todos los límites sino que terminó dando la vida por culpa del purgante mortífero que le aplicó un cortesano resentido, si bien, anota el autor, en la autopsia «se halló también el cerebro en muy mal estado».

Esta mezcla de lo ridículo y lo patético, lo histórico y lo intrahistórico, lo trágico y lo cómico, tan bien dosificada, forma la poética de Saint-Simon, algunos de cuyos aspectos, por ejemplo el de la mesura, el de las proporciones (incluidos esos abalorios de nombres y títulos y vestimentas que son como el decorado frívolo de los palacios), Proust no siguió, ciertamente, al pie de la letra. El propio Saint-Simon lo deja claro al final de la historia de la duquesa de Bracciano, princesa de los Ursinos. Copio entero el párrafo porque es toda una poética sobre cómo se tiene que narrar:


Quien la haya conocido a ella nunca se consolará de que no hayan quedado unas memorias de Madame de los Ursinos, por la claridad y el ingenio que habría puesto en ellas; en cambio, lamentará menos la falta de las del señor de Lauzun, ya que la exuberancia de su ingenio, hasta en el relato a sus amigos de los hechos de su tiempo ponía tal confusión, tan indistinto encadenamiento de toda clase de anécdotas y tan frecuentes y largos paréntesis a medida que el tema le arrastraba, que costaba trabajo seguirle y desenredar el caos de la narración.


Al margen de la pulla a Lauzun, no sé si Proust tuvo en cuenta del todo ese exquisito sentido de la mesura, que quizá sea el que tantos siglos después siga manteniendo como el primer día, con la ayuda, para nosotros, de la sabia mano de Consuelo Berges, el atractivo y la hermosura de estas Memorias.


Duque de Saint-Simon, Retratos proustianos de cortesanas y otros personajes de sus memorias, ed. y trad. Consuelo Berges, Tusquets, 1985, 257 p.

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