27.8.23

Literatura de salón


No sé yo por qué la editorial Renacimiento, en su colección Espuela de plata, reeditó en 2022 tan descuidadamente un texto que ya había publicado en 2011. Entonces sí se preocupó de consignar el nombre del traductor, el escritor colombiano Eduardo Caballero Calderón, que en 1945 había publicado algunas crónicas de sociedad de Marcel Proust y en 1972, con el título de Crónicas, otros textos célebres, anteriores a 1905, en los que se trazan ya las líneas principales de lo que será En busca del tiempo perdido. Y eso que en el prólogo de Luis Antonio de Villena se menciona al traductor, pero no, como digo, al frente de la edición, donde sí aparecen los nombres de quien revisó la traducción y de quien revisó el texto, cuya labor, debo decir, por lo menos la de este último, Antonio Duque, es bastante deficiente: comas fuera de sitio, errores de principiante (infringir por infligir), comillas sin cerrar y descuidos por el estilo.
   Para el lector de Proust, tanto las crónicas de sociedad como los artículos puramente literarios le recordarán, las primeras, al mundo de Guermantes y a su copiosa correspondencia con Reynaldo Hahn, que amenizaba las soirées de las damas de alto copete con sus interpretaciones y era, después de amante, un gran amigo de Proust. Le llamará la atención esa insistencia en la sencillez de la verdadera nobleza, por ejemplo «la simplicidad con que habla de todo lo que se refiere al nacimiento y al rango» la princesa Mathilde, o bien esa defensa del artista sin prejuicios, que «no debe servir sino a la verdad y no debe tener ningún respeto por el rango», al tiempo que ser consciente de que «cualquier condición social tiene su interés y puede ser tan curioso para el artista mostrar las actitudes de una reina como las costumbres de una costurera». Si la dama aristocrática, como es el caso de Madeleine Lemaire, tiene, además, dotes artísticas, a ojos del joven Proust ya roza la perfección.

A Proust le interesa, en general, «el encanto de las maneras, la educación y la gracia, el espíritu», se trate de una velada exquisita o de una ceremonia religiosa. Siempre tiene a punto la pulla para el burgués mediano que aspira a lo que no es (un poco como él, todo hay que decirlo) y que encontrará su manifestación más sarcástica y acabada en el cogollito de los Verdurin. Las damas que pueblan estas crónicas tempranas son princesas de reinos perdidos, damas perturbadas por los siglos, rancias de tanto abolengo. Y a Proust le daban una ocasión magnífica para practicar un género antiguo, la crónica de sociedad, con un estilo moderno, el decadentismo de entre siglos. Proust viene de Vigny, de Villiers, y en ese irónico agasajo de oropeles y liturgias nos acordamos de un Valle-Inclán que por aquellos días escribía este tipo de «mala musiquilla de violín».

Los textos de la segunda parte (del otro librito traducido por Eduardo Calderón) ya nos llevan a un Proust de un estilo, en palabras de Villena, «más denso, alambicado y hondo», con muchas referencias reconocibles (el encuentro con Gilbert cuando eran niños, las vistas de la iglesia de Cambray, los distintos tonos de luz en el cuarto donde yace con Albertine…), algunas casi literales, y otras que nos traen al Proust más combativo, al que defendía el apoyo del estado a la Iglesia y la preservación de sus ritos litúrgicos tan solo por una cuestión de coherencia estética (otra vez Valle), y que en sus cartas ya vimos que se extendió hasta la defensa de la educación jesuítica. Y es aquí del todo patente su raíz moderna, su búsqueda de la sinestesia, el camino que viene de Baudelaire, o de Horacio, porque todo esto no deja de ser un desarrollo del ut pictura poesis: la prosa como un óleo, la pintura narrativa, el distanciamiento de la descripción artística, o el tiempo como cuarta dimensión, lo que le lleva a la idea fundamental de En busca del tiempo perdido, el carácter extratemporal de la obra artística y la búsqueda de la esencia de lo vivido a través no del recuerdo de los hechos sino de la recuperación de la sensorialidad que se experimentó al vivirlos, así como el placer de lo inminente y el deseo como fuente del acercamiento al objeto que se quiere describir. Entre Bergson y los besos de mamá, este Proust treintañero ya va acopiando materiales, como los bueyes de Laon, para la gran catedral que se propone levantar. De hecho por aquella época ya ha traducido La biblia de Amiens, de John Ruskin, y tiene muy asumido aquello de que «jamás podréis encantaros con las formas de la arquitectura si no tenéis simpatía por los pensamientos que las crearon». Es, también, la época, en la Europa culta, del wagnerianismo, del que Proust da unos cuantos ejemplos elocuentes en su defensa de que «la catedral esculpida, pintada, cantante, es el más grande de los espectáculos». 

Ese alambicamiento de que habla Villena llevará por otro sendero muy distinto a Proust del que Valle renegaría (y así lo dejó dicho), pero no es frecuente encontrar textos que los vinculen, tan aparentemente lejanos, con las mismas aguas decadentes. El Proust del espino blanco ya aspira a una profundidad que de momento suena un poco relamida; el Valle de las Sonatas no insistió en una maravillosa sensorialidad que para él no iba más allá de la guasa. 

En todo caso, no deja de ser notorio que los primeros textos de Proust ya lleven grabadas las iniciales de la obra a la que consagrará toda su vida. A los veintitantos años ya se esforzaba en describir el encuentro de su primer amor, un amor de niño, de cuando la pasión es alegría solamente, pero alegría necesaria y contagiosa, y no dejó de intentarlo hasta que el asma se lo llevó por delante, hasta que entregó su vida entera en aras de un ideal estético que él (igual que Valle, pero por otro camino) sacó del soniquete decadente para llevarlo al gran salón de la literatura.


Marcel Proust, Los salones y la vida de París, con prólogo de Luis Antonio de Villena, trad. Eduardo Caballero Calderón, Espuela de Plata, 2022 (2), 164 p.

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