3.8.23

Noyer le poisson


Creo que es así como en francés se dice lo que aquí llamamos marear la perdiz. En ninguno de los cinco tomos anteriores de En busca del tiempo perdido había tenido esa sensación, un innecesario alargamiento de algunas reflexiones, efecto, a mi juicio, de un recurso dramático, el giro imprevisto, la sorpresa por carta, al que en otros volúmenes, sobre todo en los impresionantes segundo y tercero, no había recurrido. En ellos la prosa era una música continua de la que no faltaba ni sobraba nada, en la que no había sensación de avance pero tampoco de reiteración. De esta La fugitiva, en cambio, apareció en los años 80 una versión muy reducida, más de la mitad, que tradujo Javier Albiñana para Anagrama, y en la que Proust insistía en ese componente dramático que exige los no muy bien tratados giros de guion, sobre todo tres: el hecho de que Albertine muera, el que no se sepa si Andrea mienta o no sobre la homosexualidad de Albertine y el de que se nos informe de que en realidad Albertine no ha muerto, todo ello aderezado con otras sorpresas menores pero igual de artificiosas y folletinescas: que Robert de Saint-Loup acabe casándose con la hija de Swann y Odette y, nada más casarse, finja tener amantes femeninas cuando en realidad los tiene masculinos, lo uno con la sobrina (o hija) de Jupien y lo otro, mira por dónde, con Morel, el favorito de Charlus.
De toda esa hilatura sicalíptica, solo la muerte de Albertine da para una larga y jugosa reflexión sobre la duración del recuerdo, por más que —y eso lo vemos desde el principio— ese amor parezca una excusa para el lucimiento poético, no un sentimiento verdadero. Proust no había abandonado el decadentismo, y buena prueba es el espléndido pasaje de Venecia, a mi juicio lo mejor del libro y entre lo más impactante de la novela entera, un prerrafaelitismo literario que por sí solo habría dado para una pieza exenta, incluida la aparición de Mme. de Villeparisis y el viejo Norpois y el viaje de regreso en tren con su madre. Pero en el resto, los cambios de argumento no tienen preparación: alguien trae un telegrama donde dice que ha muerto Albertine o que en realidad no ha muerto, da igual, porque «ahora que Albertina, en mi pensamiento, no vivía ya para mí, la noticia de que vivía no me causó la alegría que hubiera creído». Alguien hace averiguaciones sobre las costumbres lésbicas de Albertine pero el conflicto entre verdad y mentira que representa Andrea se resuelve con otra vuelta de tuerca que vuelve a la situación inicial. Incluso la noticia de que Albertine no ha muerto solo sirve para darse cuenta de que el amor sí ha muerto, o que quizá nunca terminó de nacer.

Hay un exceso de especulación en este tomo, y con ello me refiero al desdoblamiento gratuito de los pensamientos: alguien dice algo pero quizá mienta o quizá no; si miente, es posible que los afectados por su mentira sean como uno creía o no; si no miente, son otros los que mienten y sus mentiras…, etc., etc. A eso es a lo que llamo marear la perdiz, a continuar por sendas ya trilladas, a ver si ocurre algo mejor, a jugar a los conejos y a las chisteras, a la sorpresa y al resulta que, cuando no necesitábamos nada de eso, ni mucho menos los caprichos morbosos que a veces se da, por ejemplo el de subir a su casa a una niña abandonada para, en apariencia, no abusar de ella sino convertirse en su benefactor, algo de lo que sus padres no están convencidos y que al gendarme solo le llama a aconsejar al narrador que otra vez sea más ladino; o hablar tan campante de las sustitutas, mujeres que solo sirven para recuperar el recuerdo de otras mujeres, y que en realidad no le gustan, ni ellas ni las recordadas. Cuando, ya llegando al final, añade la farse de Saint-Loup, casado con la hija de Swann, coleccionista de amantes, libertino de manual, uno se sonríe al darse cuenta de lo mal que el narrador finge no saberlo, no haberlo siquiera imaginado, cuando desde el principio todos tenemos claros que es Saint-Loup, y no Gilberte ni Albertine ni la duquesa de Guermantes ni su propia abuela, quien de veras atrae sexualmente al narrador. Juega Proust a esa forma de ironía trágica en la que solo el protagonista (en este caso también narrador) es quien no sabe lo que está pasando y está clarísimo para todos los demás, incluido el público. Pero eso, según leíamos hace mil años en la biografía de Painter, era un misterio hasta para el propio Proust. Uno no sabe, en fin, por qué le atraían las mujeres, o decía que le atraían. Saint-Loup se espanta cuando ve una foto de Albertine, «gruesa y morena», pero el decadente narrador no ve en ello inconveniente alguno: «Dejemos las mujeres bonitas para los hombres sin imaginación».

El gran Proust no es ese. Me atrevería a decir que ni siquiera es el Proust del alarde, que, sobre todo en este libro, siempre acaba sonando a velada musical. El gran Proust es el que más ha tomado de Saint-Simon, el que nos mete en un salón y nos pone a escuchar a los demás, sean personas o monumentos, músicos o escritores. Al dramatizar, al introducir hechos, acontecimientos, sorpresas, todo eso, Proust desvía el cauce del río con métodos demasiado drásticos: uno va navegando al pairo de la prosa cuando, de pronto, ocurre algo que lo reconfigura todo y al mismo tiempo multiplica las posibilidades de alargamiento. 

Balzac, que novelaba como nadie, murió con varias espinas clavadas, entre ellas la de no haber triunfado como dramaturgo. Es un poco lo que le pasa a Proust. Si A la sombra de las muchachas en flor y El mundo de Guermantes son monumentos literarios ajenos a las teatralidades, al resumen y a la sorpresa, La fugitiva (o Albertine disparue, que es como se retituló su versión abreviada) es un intento de ir más allá que por sí mismo resulta, en ocasiones, algo decepcionante. Claro que uno vuelve a leer el pasaje de Venecia y vuelve a dar la lectura por bien empleada, como la primera vez.


Marcel Proust, La fugitiva (En busca del tiempo perdido, 6), trad. Consuelo Berges, Alianza, 1986 (=1968), 299 p.

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