14.8.23

Lo que no se marchita


Cuando uno llega al final de En busca del tiempo perdido tiene claro que el prestigio de la obra es inversamente proporcional al número real de sus lectores. Este último volumen es una buena prueba de ello. Su primera mitad, aproximadamente, es una entretenida, por momentos rocambolesca historia sobre los dos grandes personajes masculinos de la obra, Robert de Saint Loup y el barón de Charlus. La segunda es una larga y sombría reflexión sobre la necesidad extratemporal de la literatura y un rosario de personajes convertidos en estantiguas: la necesidad de la escritura llega, precisamente, cuando aparece la sombra de la decrepitud y de la muerte. Al poco de cerrar la obra, el narrador (el propio Proust) hace una confesión pavorosa:

De joven tuve facilidad, y a Bergotte le parecieron «perfectas» mis páginas de colegial. Pero, en vez de trabajar, viví en la pereza, en la disipación de los placeres, en la enfermedad, en los cuidados, en las manías, y ahora emprendía mi obra en vísperas de morir, sin saber nada de mi oficio.


 Sí: la enfermedad, la decrepitud y la muerte son los grandes temas de este libro, y de entre ellas nos llega especialmente la desaparición de Saint Loup, a quien están reservadas las mejores páginas. No dudaría un momento en señalar la carta que le envía desde el frente al narrador, con el relato de la muerte del joven Vaugoubert, como la página más hermosa de todo el libro, plena de vigor y de entereza, fresca y clara como solo puede ser aquello que se admira. Saint Loup, ya lo hemos dicho, es el trasunto del gran amor de Proust, una idea de la virilidad homosexual que contrasta, como la noche y el día, con el morboso Charlus. A pesar de que Saint Loup empieza casándose con Gilberte y engañándola sin rebozo con muchas mujeres precisamente para que no se descubra su inclinación homosexual, su voluntaria participación en la guerra (que tanto nos recuerda a la del gran Andrei de Guerra y paz) lo convierte en un hombre noble y valiente, por más que Proust lo meta de rondón en el hotel de Jupien, donde el barón de Charlus da suelta a sus perversiones. Uno habría querido que Saint Loup siguiera, que la novela fuese toda suya, que siguiera mandándole cartas al narrador, y sin embargo muere como mueren los seres queridos, con todo por hacer, de buenas a primeras, por más que sea víctima de su propio heroísmo y caiga mientras cubre la retirada de sus tropas. Pero muere, se va, desaparece. No sé si Proust lo hizo adrede, pero su pérdida es una descripción exacta del significado de la muerte, esa frialdad absurda, ese cortar por lo sano, mientras otros (Charlus) siguen páginas y páginas, opinando y degradándose, pero el bueno de Robert permanece desaparecido y ahí continuará.

Charlus es, más que nunca, la contrafigura de Saint Loup, la otra cara de la homosexualidad. En el hotel de Jupien colecciona golfos que se parecen a Morel para que lo encadenen y lo azoten, y le mosquea el hecho de que no sean lo bastante crueles, que su imaginación no llegue a los extremos vomitivos del placer que el viejo solicita. Allí reúne a una clientela repulsiva que simboliza la impureza de todo lo que en Saint Loup es claro y natural, por más que también se tenga que esconder. Allí se opina de la guerra en términos entre cínicos y germanófilos, se juega con las medallas como si fueran naipes (que le caen al sucio Morel, no al bravo Saint Loup, quien precisamente la pierde en un descuido), allí se busca el extremo del placer como solo los más ricos han sabido siembre corromperse.

Pero incluso estas escenas nos dicen algo de Proust que hasta cierto punto resulta desconcertante. Sus escenas novelescas recurren a los mismos tópicos de teatrillo que al principio. Si la primera vez que vimos, en el tomo cuarto, creo, las andanzas de Charlus es porque el narrador lo escuchaba detrás de una pared, ahora las ve a través de un ventanuco, o bien en una habitación contigua que le proporciona Jupien, como por el ojo de la cerradura, en una solución de vodevil que da un poco de risa. Fuera de esas escenas, la novela se abandona a una reflexión constante, en ocasiones contradictoria, porque el propio Proust desconfía de los artistas que teorizan en vez de dejar una imagen patente de su tiempo. Y así nos quedan en la memoria hechos concretos, pasajes particulares, Mme. Verdurin comiéndose un cruasán mientras el enemigo hunde el buque Lusitania, o la agonía y muerte de la Berma, tan balzaquiana, tan Papá Goriot, con una hija sin vergüenza que prefiere abusar de la mala salud de su madre para presumir ante quien desprecia a la otrora gran artista, que es, además, quien le da de comer. Es tremendo ese relato, pero Proust prefiere dar más cuerda a las opiniones de Charlus sobre la guerra o a esa sombra, también muy tolstoiana, que va encapotando de muertes el final. Hablando de los que ya ni siquiera pueden acudir a las fiestas, en este caso a la de la duquesa de Guermantes, Proust se refiere a «esos enfermos que llevan años muriéndose», y que «parecen figuras yacentes que el mal ha esculpido hasta el esqueleto en una carne rígida y blanca como el mármol, y tendidos sobre su tumba». Amarga ironía la de un escritor que aproximadamente se sentía así cuando estaba escribiendo este volumen, lleno de notas en papeles aparte, de huecos ilegibles, de una especie de derrumbamiento estético sobre el que ya no le dará tiempo a poner orden, como si esa exaltación estética de la guerra que pronuncia Saint Loup, como un espectáculo wagneriano (tan ominoso en esa época), fuera consumiéndose entre los vapores nauseabundos de la vejez y de la muerte.

Pero queda, insisto, esa muerte fresca de Saint Loup, esa belleza inmarcesible de lo que desaparece antes de tiempo, ese consuelo de lo hermoso, lo único que podía consolar al propio Proust, lo único que puede consolar a sus lectores.


Marcel Proust, El tiempo recobrado (En busca del tiempo perdido, 7), trad. Consuelo Berges, Alianza, 1985 (=1969), 422 p.

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