En la historia de las parodias literarias hay ejemplos de obras serias tomadas en broma (si por serio hemos de tomar, por ejemplo, el Amadís o por una broma el Quijote) y, al revés, de géneros populares utilizados como bastidor del estilo sublime. Este es el caso de Daniel Deronda, escrita en 1876, tan sólo dos años después de la maravillosa Middlemarch, para quien suscribe una de las cimas de la novelística de todos los tiempos. Y si digo tan sólo es porque la densidad conceptual de la prosa de Eliot, su repujado minucioso, la orfebrería de cada periodo, casi siempre con imágenes cuyos sujetos y objetos son entidades abstractas, exige una laboriosidad para la que dos años se antojan demasiado poco tiempo. Claro que no es lo mismo la facundia victoriana de Eliot que nuestra cháchara contemporánea, ni su sintaxis ciceroniana la tiranía telegráfica que llevamos acarreando ya va para un siglo. A veces incluso da la sensación de que la autora se inspire en modelos griegos, cuando las escenas, las narraciones, ocurren tan ligeras como apasionantes ante los ojos del lector, mientras que algunos parlamentos de ciertos personajes y, sobre todo, las reflexiones con las que la autora encabeza muchos de los capítulos, se parecen al elevadísimo estilo de los discursos de Tucídides.
Y no es lo único griego, si bien no tan clásico, que trasciende de la novela. Su estructura general es, claramente, la de una novela griega: dos amantes que se separan en el primer capítulo y no vuelven a encontrarse (lo que no implica necesariamente que se queden juntos) hasta el final de la procelosa historia. En medio hay raptos, viajes, naufragios, anillos y anagnórisis de todo ripo, revelaciones de orígenes y parentescos, cofres, cábalas y lenguas ocultas, así que no es de extrañar que la autora le haga un guiño a este tipo de novelas cuando en la página 825 Isabel piensa que a la novelesca vida de su hermana Gwendoline sólo le falta «un par de corsarios para que la aventura tuviese un buen final». Casi lo consigue.
Gwendoline es, en efecto, la heroína, que conoce a Daniel Deronda en las primeras páginas, mientras ella se está dejando las joyas en la ruleta y él la contempla con una cierta simpatía protectora que será la que alimente las fantasías del lector durante casi todas la novela. Este genuino azar da paso a uno de los meandros, el de Gwendoline, tan independiente en un principio que por un lado nos parece una novela de Austen llevada al terreno filosófico y por otro introduce un factor de suspense: por qué la novela se titula como un personaje que tarda tanto en aparecer. Esta Gwendoline es orgullosa y altiva, mujer de armas tomar (y fichas del casino) que no se rebaja hasta plegarse a sus propios sentimientos. Es una versión british de una Emma Bovary menos ilusa y con un marido menos estúpido, de modo que, cuando la ruina llama a su casa, Gwendoline decide arreglar sus aspiraciones sociales y los asuntos financieros de su familia casándose con el potentado Grandcourt, un sujeto que en principio tiene encarnadura de personaje trágico pero a quien Eliot no le da ninguna oportunidad: rápidamente se convierte en el amo y señor de Gwendoline, celoso no porque sienta nada por ella sino por el puro placer de dominarla, un sujeto repelente que no se sobrepone a su repelencia, antes bien adopta el papel de malo despreciable, algo que en una novela tan llena de matices como esta no deja de ser un toque de brocha gorda. Más interesante, piensa uno, habría sido que Gwendoline sintiera la amargura de no corresponder a quien la quiere, algo que seguiría diferenciándola de Emma pero al menos le concedería a su marido alguna otra dimensión.
La que sí cambia es Gwendoline, y alterna sus ramalazos altivos con la firme decisión de no desamparar a su familia, por mucho que le repela su abominable marido, que además lleva a cuestas un pasado a la medida de su negro corazón. A ella le queda lo que le hace ir cambiando, la necesidad de ser mejor, la certeza, tan poco habitual entre los engreídos, de que no es bueno ser tan engreída. Y esa certeza es como una voz que la va guiando desde lejos, la misma que se instaló en su conciencia desde el momento en que conoció a… Daniel Deronda.
Pero Deronda tarda casi cuatrocientas páginas en reaparecer, y lo hace en una escena dickensiana, cuando conoce a Mirah, un personaje que fluctúa, en su aparición inicial, entre la Nelly de La tienda de antigüedades y la Bella de Nuestro amigo común, con la que guarda alguna que otra similitud más. Este segundo meandro de la novela griega tiene tan poco que ver con el de Gwendoline que durante varios cientos de páginas uno se pregunta si no se trata de dos novelas distintas, o por lo menos de dos historias que habrían podido funcionar perfectamente por separado, la una con un marido algo menos enteco y la otra con unos personajes un poco menos fanatizados. Deronda encuentra a Mirah, digamos, de forma providencial, cuando la pobre muchacha ha podido escapar de las garras de su malvado padre, que se estaba aprovechando de ella, etc. Pero Mirah no es solo la oponente narrativa de Gwendoline, sino una de las llaves que introduce a Deronda en la verdadera sustancia de la novela, la búsqueda de sus orígenes. Al mismo tiempo que asistimos a una galería de reconocimientos y reencuentros, sobre todo el de Mirah con su hermano Morcadai, vemos también cómo el auténtico meollo de la narración está en la condición judía de Deronda, algo que su madre se comprometió a ocultarle para que no fuera educado con el mismo rigor fanático con que el patriarca Charisi quiso someterla a ella. De modo que Deronda fue educado como un caballero inglés, ajeno por completo a sus orígenes hebreos, por más que haya algo en ese mundo que lo atraiga.
Las dos vertientes se unen en un episodio ciertamente logrado. El barco de Gwendoline navega por el Mediterráneo, en un velero donde su ominoso marido la lleva poco menos que secuestrada, hasta que el velero se estropea y tienen que atracar en Génova, adonde, por una de esas casualidades que sólo sucedían en las novelas bizantinas, Deronda ha acudido para conocer a su madre, sin ninguna duda el mejor personaje (junto con, quizá, el reverendo Gascoigne, cuyo atildado discurso siempre resulta entretenido), una diva en sus últimos amenes, digna y coherente, sin melodramas ni arrepentimientos (el reverso, en cierto modo, del malvado padre de Mirah), que explica a Daniel por qué se deshizo de él cuando era sólo una criatura, pero se aseguró de que fuera educado como un señor, lejos de las, para ella, insoportables obsesiones religiosas de su familia.
¿Con quién se queda Daniel, con Gwendoline, que finalmente queda libre del marido, o con Mirah, que por fin queda libre de su insistente padre? Merece la pena leer la novela para saberlo, porque la respuesta da sentido al libro entero. Eliot abordó el tema del incipiente sionismo pero también el del fanatismo contumaz, tejió con los hilos del folletín pero también con los cables de la reflexión. El resultado es un libro a menudo prolijo, de lenta digestión, cuyo empeño de llevar un género tan humilde y azaroso a terrenos más profundos se apoya en una prosa fastuosa de matices, recamada de disquisiciones. No es el inagotable placer que supuso (y seguirá suponiendo, seguro) la lectura de Middlemarch, quizá porque el férreo dominio de la autora sobre la narración hace que las ingenuas expectativas del lector se vean de algún modo defraudadas, pero es Eliot, la gran arquitecta de novelas, la delicada escultora de personajes. Aunque quizá sea el azar, el puro azar, lo único que, a pesar de los muchos elementos azarosos que utiliza, la autora se negó a dejar que campara a sus anchas en la narración. Quizá sea eso lo que echamos de menos.
George Eliot, Daniel Deronda, trad. Catalina Martínez Muñoz, Alba, 2025, 951 p.
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