
El discurso mata entonces dos pájaros de un tiro: puesto que la Iglesia Católica es producto de un pacto con el logos griego, reclama para ella la autoridad moral y espiritual en el ámbito de las ciencias; y lo reclama, por otra parte, porque gracias a ese vínculo con la razón el cristianismo no se ha dado a las violentas ordalías a las que se entregan otros, así, sin señalar.
Por lo demás, las citas de Manuel II Paleólogo, un emperador de lo más curioso, son impecables: “«Dios no goza con la sangre; no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma, no del cuerpo. Por lo tanto, quien quiere llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas… Para convencer a un alma razonable no hay que recurrir a los músculos ni a instrumentos para golpear ni de ningún otro medio con el que se pueda amenazar a una persona de muerte…».
Es necesario un alto concepto de sí mismo, no obstante, para culpar a otros de lo que durante muchos siglos, también en el siglo XIV, sostuvo a la Iglesia Católica, la práctica indiscriminada del terror, y muy poco logos helenizante para no percatarse de cómo iban a sentar determinadas alusiones en determinados sitios. Las caricaturas eran vulgares dibujos y esto es un magnífico discurso (armónico, bien estructurado, con citas bien traídas y lo suficientemente exóticas, un nudo abstruso y un poderoso, un casi emocionante desenlace), pero el resultado ha sido el mismo.
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