2.9.06

Non fiction


No, no voy a leer la última novela de Muñoz Molina, por lo menos de momento. Creo que la última vez fue con Plenilunio, en una época en la que aún sentía una especie de responsabilidad moral hacia las novedades. No obstante, he husmeado un poco en su contenido y me han saltado a los ojos como gotas de grasa fría las características de su literatura que menos me gustaron desde un principio: la manía de contar su vida, la total ausencia de sentido del humor y la radical incapacidad de adoptar una voz que no sea la suya.
En eso soy exigente, mira. Las buenas novelas parten siempre de la impostura, llegan a la verdad a través de la ficción, no al revés. Este fin de semana, por ejemplo, me he hundido en el sillón con una edición de Middlemarch en papel biblia, tan hermosa por sí misma que aunque me canse la leo por el delicioso tacto de sus páginas. Pero no puedo evitar, casi a cada párrafo, la tentación de levantarme y volverme a leer Emma, quizá porque, aun tratándose de alguien de la talla de George Elliot, echo de menos el sutil oído de Jane Austen, su capacidad para describir a un personaje haciéndolo hablar. Elliot nos cuenta con profusión y buena prosa toda clase de detalles psicológicos de un personaje que a fin de cuentas habla igual que todos los demás. Es la voz de Elliot, no la de los personajes, y la verosimilitud empieza por ahí.
Pues con Muñoz Molina me pasa un poco lo mismo. Creo que fue él quien dijo que el verdadero valor de una novela se mide a los diez años de su publicación. ¿Quién se tragaría ahora la lírica rosariera de El invierno en Lisboa? ¿Quién tiene ahora estómago para digerir al obeso jinete polaco, a no ser que quiera escuchar su propia vida a través de otro? Pero en el caso de que el lector no sea de su generación sino de alguna anterior o posterior, ¿quién tiene ganas ahora de que alguien le cuente su vida en 600 páginas y no emplee ni un solo rasgo de ironía, ni uno solo? ¿Cómo es posible que alguien privado del sentido del humor se repute discípulo de Cervantes?
Los últimos 80, con tanto testimonialismo y tanta polla, llenaron los escaparates de muy buenos escritores (Ardor guerrero es impresionante) que no sabían inventar, o que, como le ocurría a Pla, no creían en la novela, no les gustaban las novelas. Pero Pla no cometió el error de meterse en un jardín que en el fondo le aburría, y cuando lo hizo (La calle estrecha) no se llegó a notar la diferencia. A Baroja, que también era un gran escritor de su propia vida, no se le cruzaban los cables cuando se metía en la piel de Aviraneta. Pero esta generación de Muñoz Molina sigue considerando la novela una cosa de juventud, el preámbulo de la literatura seria. No se les puede juzgar como novelistas sino como memorialistas líricos, y cuando se meten en la pura ficción, en la invención absoluta (Los misterios de Madrid), lo hacen como si se estuvieran tomando un descanso, como si fuera un divertimento, y muchas veces les sale un churro.
Es verdad que a Muñoz Molina le sobran recursos, y que durará más Carlota Fainberg que Sefarad, más El dueño del secreto que Beatus Ille, y no porque sean libros más flojos o más fáciles de leer, sino porque son novelas, novelas de verdad. A él nunca le pasará lo que a Julio Llamazares con El cielo de Madrid, que da vergüenza leerla; es tan escandalosamente mala que uno termina apiadándose del autor, como si fuese la historia de alguien al que se le ha olvidado escribir. No: si leyese ahora a Muñoz Molina, diría que es una hermosa historia, espléndidamente escrita, pero dudo de que allí escuchase a más ser vivo que a su inconfundible autor.
En esa generación, el espacio de la inventiva lo ocupan otros, pero Mendoza y Pombo les quedan antes y después ya viene Sánchez Piñol y Ruiz Zafón. A Muñoz Molina le ha ido tan bien que uno esperaría verlo competir con La ciudad de los prodigios o con El metro de platino iridiado, y no convertirse en uno de esos escritores que van a los congresos y firman manifiestos y asumen cargos políticos, pero no acaban de sacar la novela que les dé derecho a ser tan grandes novelistas como personajes públicos. ¿Tiene guardad en su cabeza Muñoz Molina esa novela? Con la potencia de su prosa (yo siempre me lo imagino cargado de espaldas sobre un teclado por el que vuela a 400 pulsaciones por minuto) y las aclamaciones que colecciona, uno está por ver su Ana Karenina, su Fortunata y Jacinta, por citar las dos novelas que me han solucionado el invierno. Pero no creo que esté interesado. En España, el dueño de una buena prosa ya no necesita más, y, una vez colocado, ya no se le exige más. Cervantes, al que tanto cita Muñoz Molina, siempre parece como un tipo secundario que se ríe viendo a los personajes en su imaginación, dejándolos estar, sin interferir en ellos. Siempre he pensado que la parte más pesada del Quijote es la historia de Zoraida y el capitán cautivo, sencillamente porque ahí Cervantes ya no es sólo un testigo, ya es parte de la historia. Pero para llegar a eso Muñoz Molina debería desprenderse de sí mismo, no estar encima de sus personajes con esa vara moral que nos hace ir bajando la nuca conforme pasan las páginas. La gran prosa de Muñoz Molina puede que sea lo que le impida llegar hasta una verdadera novela. Y no es para que se duema en los laureles: puede terminar como Francisco Ayala, con sus huesos paseados entre las sonrisas de los poetas oficiales y con una obra que ya no interesa a nadie.

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