7.9.06
Roseta 1
Desde que éramos muy pequeños, mi padre nos enseñó a usar veinticinco palabras para pedir las cosas en la mesa, ni más ni menos. Las comidas eran muy divertidas. No sólo se trataba de usar el número exacto de palabras, sino de contar las que los otros pronunciaban por si nos podíamos cazar en un renuncio. Naturalmente, el juego era un secreto entre mi hermano, mi padre y yo. Mamá nunca supo de qué nos reíamos.
–Estoy seguro de que el asado está igual de bueno que siempre; soy yo, es mi cuerpo el que necesita un poco más de sal –decía mi padre.
–Toma, papá, pero recuerda lo que te dijo el doctor Margulis a propósito de la circulación de la sangre y todas aquellas arterias que nombró –le contestaba yo, y entonces los dos mirábamos a Roger, que ya tenía sus buenos quince años, solo es dos años más joven que yo, pero le costaba más trabajo hilar las frases. Papá y yo lo mirábamos sonriendo. Él bajaba la cabeza y se frotaba los dientes con los labios, y al final decía:
–Así no vale, vosotros ya sabéis lo que tenéis que decir, os lo habéis aprendido de memoria y hacéis como que os lo inventáis ahora.
–Me parece deplorable que desconfíes de nuestra buena voluntad, jovencito, y harás muy mal en esta vida si culpas a otros de tus derrotas.
–Papá, –intervenía yo– Roger no ha fallado, tan sólo ha dicho que no se lo sabía de memoria, pero ahora ya sabe que nosotros tampoco, ¿verdad, Roger?
–¿Sé puede saber de qué coño estáis hablando? –decía mamá, harta de no enterarse de nada. Pero entonces papá ya nos tenía dicho que cuando mamá se molestase debíamos dejar el juego de inmediato.
Siempre me quedaré con la duda de si mamá podía jugar o no al juego de las veinticinco palabras. Papá decía que no, que de ninguna manera, pero no porque no la considerase capaz y de algún modo temiera humillarla, sino porque estaba seguro de que se pondría hecha una furia y lo acusaría de estar volviéndonos locos a Roger y a mí. Y sin embargo yo creo que le habría venido muy bien. Ella no sabía medir sus palabras, pero si hubiese aprendido a contarlas estoy segura de que no habría sufrido tanto por nosotros.
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Es que lo tuyo por los novelones gordos es casi patológico.
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Algunas lecturas para desengrasar:
La vida secreta de Walter Mitty, de J. Thurber.
El joven audaz sobre el trapecio volante, de W. Saroyan.
Matrimonio por interés y otros relatos, de M. Zóschenko.
Un buen método de medir las palabras es contarlas con los dedos de la mano derecha cinco veces sin que se note que lo haces.
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