30.9.06

Stendhal 3


¿Y Fabricio? ¿Es tan estúpido Fabricio? Es, más que estúpido, tan desesperante como aquellas personas que no se salen jamás de una conducta modélica. Fabricio del Dongo es un romántico de pronóstico, antipático como casi todos los individuos típicos. Y eso que, durante la primera parte de La cartuja, después de su aventura napoleónica, a Fabricio le ocurre algo que tengo subrayado desde que era muchacho: “¿no es una triste gracia que no sea capaz de esa preocupación exclusiva y apasionada que llaman amor?”, se pregunta, cuando está convencido de que su tía Gina lo ama pero él, igual que le había pasado en la batalla y después le ocurrirá en la prisión, no siente nada. Cuando lo volví a leer recordé perfectamente la sensación que me produjo leerlo por primera vez, ese movimiento repentino e invisible de las grandes novelas, cuando de pronto, al otro lado del cambio de rasante, se despliegan como una flor que recompensa lo leído y aumenta el gozo y la fruición por lo que aún se ha de leer.
Pero en ese momento, mediada la novela, Fabricio sigue siendo un héroe. Quiero decir que yo, de adolescente, creí formulado con sus palabras un sentimiento que me comenzaba a preocupar, el hecho de no amar locamente a nadie. ¡Ni siquiera a Gina! Igual que otros sufren ceguera de amor, Fabricio padece la ceguera del desamor, ese impulso narcisista que necesita ser sublime sin interrupción y que los demás también lo sean. Esa búsqueda es el motor de la acción, la sustancia de las aventuras.
Sin embargo, a partir de ahí, Fabricio me decepciona. Decide enamorarse igual que decidió irse a la guerra, y creerse como si fuesen ciertos todos los tópicos de amor cortés que, uno por uno, va representando en su jaula de oro. Hasta el planteamiento, en medio del torrente de naturalidad que anega la novela, me resulta un poco forzado: un hombre preso en lo alto de una torre, en una celda que goza de unas vistas espléndidas, entre ellas las de un balcón donde una mujer bellísima da de comer a sus pajaritos. Uno no sabe a quién se le ha ido la olla, a Fabricio o a Stendhal. Es entonces cuando hace decir a Fabricio que se siente “enamorado del amor”, como Bustamante.
Aunque ya lo dice Gina: “la edad acaba con las aventuras, pero aumenta las dudas”. Mientras Fabricio sufre de placer en su celda y la novela se desboca de aventuras románticas, uno lee las apariciones de Gina como si fuera la única persona que sin abandonar su amor tampoco ha perdido el juicio. Y Fabricio, el héroe adolescente, es ahora uno de esos hijos criados en la inconsciencia más voluptuosa que no dejan de dar por culo hasta los treinta y tantos años.

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