23.9.06

Stendhal


Ya habrá tiempo para reconciliarse con Dickens. Sigo pensando que otra traducción menos reseca me habría hecho disfrutarlo como disfruté en su momento de otras novelas suyas. Ahora es preferible abandonar la bruma (me viene a la cabeza el señor Muñecas, un borracho que se pasa la novela cubierto de agua sucia) y marchar al lago Como, a por un placer seguro, al palacio de la Sanseverina.
La cartuja de Parma es una de esas novelas que con el tiempo acceden a la gloriosa condición de unidad métrica novelística. Ese constante cambiar de posición en el asiento que provocan todos aquellos escritores que se duermen en la suerte, que alargan sus gracias y resuelven con más soltura que enjundia los capítulos que les quedaron un poco cortos, esa impaciencia con Stendhal no existe. Uno se entrega a su novela sin reservas porque sabe que nunca se va a cansar, y que incluso admitiría relajaciones por parte de un autor que nunca se las permite. La dosificación de los elementos nace del propio ímpetu de su escritura. Da la sensación de que algo le dice siempre cuándo es momento de cambiar de tercio, y yo lo admiro igual que a aquellas personas que nunca se hacen pesadas, que siempre evitan los temas que te puedan resultar incómodos y que donde otros dicen bobadas ellos utilizan ironías.
Y todo esto lo escribe con inmaculada transparencia. No hay tretas narrativas. Es alguien que nos cuenta algo, torrencialmente, pero con un sentido de las pausas y de las aceleraciones que no puede proceder de ningún plan previo, que es puro instinto narrativo. En el laberinto de las escenas posibles su olfato siempre se orienta a la salida más airosa. Con él se siente la alegría de leer a un genio sin trampa ni cartón, la inmensa felicidad de saber que alguien nunca te va a aburrir.
Como lo cortés no quita lo valiente, o más bien al revés, semejante río impetuoso está plagado de hallazgos definitivos, empezando por la propia guerra. El punto de vista de Fabricio del Dongo en Waterloo es el que cualquier narración bélica debe tener en cuenta si quiere no ser tópica. El héroe casi nunca sabe dónde está. Escucha los cañonazos y huele la pólvora, el azufre y la carne quemada, pero no ve al Emperador, al gran instigador, a Napoleón. Duda incluso de si ha entrado en la batalla o si la batalla todavía no es eso. Es herido y robado y despreciado, pero también atendido y curado. Sufre en sus carnes ese reventón de pasiones extremas que es una guerra, pero no es capaz de encontrar el hilo, el sentido el desastre.
Otra de sus enseñanzas es que la guerra no puede durar una novela entera. Aquí hay que disfrutar, parece decirnos Stendhal, así que saca a Fabricio del campo de batalla y entonces aparece Ella.

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