30.9.06

Stendhal 3


¿Y Fabricio? ¿Es tan estúpido Fabricio? Es, más que estúpido, tan desesperante como aquellas personas que no se salen jamás de una conducta modélica. Fabricio del Dongo es un romántico de pronóstico, antipático como casi todos los individuos típicos. Y eso que, durante la primera parte de La cartuja, después de su aventura napoleónica, a Fabricio le ocurre algo que tengo subrayado desde que era muchacho: “¿no es una triste gracia que no sea capaz de esa preocupación exclusiva y apasionada que llaman amor?”, se pregunta, cuando está convencido de que su tía Gina lo ama pero él, igual que le había pasado en la batalla y después le ocurrirá en la prisión, no siente nada. Cuando lo volví a leer recordé perfectamente la sensación que me produjo leerlo por primera vez, ese movimiento repentino e invisible de las grandes novelas, cuando de pronto, al otro lado del cambio de rasante, se despliegan como una flor que recompensa lo leído y aumenta el gozo y la fruición por lo que aún se ha de leer.
Pero en ese momento, mediada la novela, Fabricio sigue siendo un héroe. Quiero decir que yo, de adolescente, creí formulado con sus palabras un sentimiento que me comenzaba a preocupar, el hecho de no amar locamente a nadie. ¡Ni siquiera a Gina! Igual que otros sufren ceguera de amor, Fabricio padece la ceguera del desamor, ese impulso narcisista que necesita ser sublime sin interrupción y que los demás también lo sean. Esa búsqueda es el motor de la acción, la sustancia de las aventuras.
Sin embargo, a partir de ahí, Fabricio me decepciona. Decide enamorarse igual que decidió irse a la guerra, y creerse como si fuesen ciertos todos los tópicos de amor cortés que, uno por uno, va representando en su jaula de oro. Hasta el planteamiento, en medio del torrente de naturalidad que anega la novela, me resulta un poco forzado: un hombre preso en lo alto de una torre, en una celda que goza de unas vistas espléndidas, entre ellas las de un balcón donde una mujer bellísima da de comer a sus pajaritos. Uno no sabe a quién se le ha ido la olla, a Fabricio o a Stendhal. Es entonces cuando hace decir a Fabricio que se siente “enamorado del amor”, como Bustamante.
Aunque ya lo dice Gina: “la edad acaba con las aventuras, pero aumenta las dudas”. Mientras Fabricio sufre de placer en su celda y la novela se desboca de aventuras románticas, uno lee las apariciones de Gina como si fuera la única persona que sin abandonar su amor tampoco ha perdido el juicio. Y Fabricio, el héroe adolescente, es ahora uno de esos hijos criados en la inconsciencia más voluptuosa que no dejan de dar por culo hasta los treinta y tantos años.

29.9.06

Stendhal 2


Ella es Gina, la duquesa de Sanseverina. Ni Clelia, su contrincante amorosa, ni mucho menos el tontaina de Fabricio, su inalcanzable y cercano amor, se pueden comparar con Gina. Bien es verdad que cuanto más, por así decir, decepcionantes sean los otros personajes, más ha de brillar la heroína; pero también es verdad que otros personajes –el conde Mosca, sin ir más lejos– crecen a su lado hasta convertirse en indiscutibles protagonistas, y salen muy favorecidos.
El resto de las mujeres de la novela tienen algo de tontas o de malvadas. La hermosa cómica de la legua, la coima de Giletti, el cómico por cuya muerte se desencadena el drama, o bien la misma Clelia, muy mona y petrarquista, son personajes que no van más allá de su desatado amor. El amor arrasa en ellas, sobre todo en Clelia, y actúan como abducidas, y si se resisten un poco (como le ocurría a Mme. de Rênal en Rojo y negro) no es más que por cumplir un digno papel durante algunas páginas. Clelia se entrega a Fabricio como una vestal entregaría su virginidad en un altar de sacrificios, paralizada por un tormento algo gazmoño que se le pasa enseguida.
Pero Gina, que es la que más enamorada está de todas y también la que ha escogido a un amante que, además de imposible, es un niñato consentido -por ella-, sin embargo las abruma con su desparpajo. Jamás deja de hacer algo que haya dicho que va a hacer (bueno, una vez al final), aunque lo haya dicho en mitad de un arrebato, porque en su carácter enérgico los arrebatos no son sospechosos de insensatez, si acaso de imprudencia. El conde Mosca, a su lado, hace lo que haría cualquiera junto a una mujer así: conformarse con lo que le ofrece, porque cualquier mínima exigencia, cualquier mínima falta de lealtad (ay, ese "proceso inicuo") puede castigarlo con un adiós definitivo. Pero luego ella es tan noble, tan íntegra, tan agradecida (¡cómo le dice al conde que lleva cinco años respetándolo, pero que a partir de ese momento no responde de su alcoba!, ¡y cómo se traga el conde la peladilla, con qué dignidad!); es tan ingeniosa y tan capaz de hacer feliz a los demás con su existencia teatral (“he pasado una hora actuando en el teatro y cinco en el gabinete”, dice Gina mientras urde una estratagema para casar cuanto antes al marqués de Constanz, o algo así, con su odiada Clelia); es tan perfecta su proporción de azúcar maternal y afrodisíaca canela (cuando se come a besos a Fabricio, el bobo no es capaz siquiera de dejarse acometer por esa ola como una ola que se le viene encima); es, en fin, tan distinguida y tan transparente, tan espectacular y tan sencilla, tan realista y tan loca, que a su lado el perfecto amor cortés de Fabricio por Clelia parece la serenata de un poeta desnutrido. Habitar en la misma novela que Gina y no estar locamente enamorado de ella casi lo invalida como héroe.

23.9.06

Stendhal


Ya habrá tiempo para reconciliarse con Dickens. Sigo pensando que otra traducción menos reseca me habría hecho disfrutarlo como disfruté en su momento de otras novelas suyas. Ahora es preferible abandonar la bruma (me viene a la cabeza el señor Muñecas, un borracho que se pasa la novela cubierto de agua sucia) y marchar al lago Como, a por un placer seguro, al palacio de la Sanseverina.
La cartuja de Parma es una de esas novelas que con el tiempo acceden a la gloriosa condición de unidad métrica novelística. Ese constante cambiar de posición en el asiento que provocan todos aquellos escritores que se duermen en la suerte, que alargan sus gracias y resuelven con más soltura que enjundia los capítulos que les quedaron un poco cortos, esa impaciencia con Stendhal no existe. Uno se entrega a su novela sin reservas porque sabe que nunca se va a cansar, y que incluso admitiría relajaciones por parte de un autor que nunca se las permite. La dosificación de los elementos nace del propio ímpetu de su escritura. Da la sensación de que algo le dice siempre cuándo es momento de cambiar de tercio, y yo lo admiro igual que a aquellas personas que nunca se hacen pesadas, que siempre evitan los temas que te puedan resultar incómodos y que donde otros dicen bobadas ellos utilizan ironías.
Y todo esto lo escribe con inmaculada transparencia. No hay tretas narrativas. Es alguien que nos cuenta algo, torrencialmente, pero con un sentido de las pausas y de las aceleraciones que no puede proceder de ningún plan previo, que es puro instinto narrativo. En el laberinto de las escenas posibles su olfato siempre se orienta a la salida más airosa. Con él se siente la alegría de leer a un genio sin trampa ni cartón, la inmensa felicidad de saber que alguien nunca te va a aburrir.
Como lo cortés no quita lo valiente, o más bien al revés, semejante río impetuoso está plagado de hallazgos definitivos, empezando por la propia guerra. El punto de vista de Fabricio del Dongo en Waterloo es el que cualquier narración bélica debe tener en cuenta si quiere no ser tópica. El héroe casi nunca sabe dónde está. Escucha los cañonazos y huele la pólvora, el azufre y la carne quemada, pero no ve al Emperador, al gran instigador, a Napoleón. Duda incluso de si ha entrado en la batalla o si la batalla todavía no es eso. Es herido y robado y despreciado, pero también atendido y curado. Sufre en sus carnes ese reventón de pasiones extremas que es una guerra, pero no es capaz de encontrar el hilo, el sentido el desastre.
Otra de sus enseñanzas es que la guerra no puede durar una novela entera. Aquí hay que disfrutar, parece decirnos Stendhal, así que saca a Fabricio del campo de batalla y entonces aparece Ella.

Dickens 2


En el epílogo de Nuestro amigo común, Dickens arremete contra la situación en la que malviven los pobres ingleses cuando se publica la novela, en 1865. Si uno no hubiese leído antes la inmensa llanura por la que transcurre la narración, pensaría incluir ese alegato en una antología de defensa de los desfavorecidos cuyo primer texto fuese, naturalmente, la Modesta proposición de Jonathan Swift.
Lo malo es que el lector de ahora lee semejante proclama con un punto de estupefacción. En la época de Dickens, los ciudadanos no estaban divididos políticamente entre la izquierda y la derecha en términos de igualdad social. En ese largo final en el que Dickens va casando a cada oveja con su pareja llega incluso a empalagar un poco la severidad (la simplicidad, diría yo) de los juicios morales del autor, para bien y para mal.
Los personajes que salen bien parados nos irritan por su clasista sentido de la felicidad. Sólo ascienden de clase dos bellas damas, dos cenicientas que en realidad nacieron en un sitio equivocado, la una, Bella, en la casa de un miserable chupatintas, y la otra Lizzie, en la de un mendigo con trabajo, algo muy anglosajón, el batelero Hexam, un prehomínido que se muere enseguida. Las dos muchachas son elevadas al sitio que les corresponde, y tras ellas y sus hermosos maridos (un rico heredero que se hace pasar por muerto y un abogado que se codea con la flor y nata londinense), van los Boffin, que han fingido durante toda la novela que eran ricos para volver al estado que les hace más felices: el de criados del hijo de su antiguo dueño. Y cierran la comitiva dos frikis, gente deforme con buen corazón, gente pobre y fea y retrasada que ya tienen bastante con sostenerse el uno al otro las muletas.
Pero los que salen mal parados casi nos irritan más. Otro prehomínido batelero (el Bizco de Baroja, talmente), Riderhood, que muere ahogado en el arroyo del que nunca salió. Un buscavidas, Silas Wegg, de quien Boffin, el viejo servicial, se mofa obligándole a leerle por las tardes a Edward Gibbon, algo que Silas jamás le perdonará. Una marquesa idiota, cotilla y gorda, convenientemente ridiculizada al final de la novela por Twenlow, el único aristócrata de pata negra, porque todos los demás, todos los imbéciles, son aristócratas falsos, sobrevenidos, advenedizos.
Aun con todo, los dos personajes más odiados por Dickens no son estos despojos sin conocimiento, sino dos individuos en los que tanto cargó las tintas que le salieron mejor incluso de lo que se merecían. El uno, Charles Hexam, es un mequetrefe desagradecido que repudia a su hermana, que le pagó a hurtadillas los estudios, porque desentonará en su bien ganada posición social con ese sujeto de baja condición con el que la pobre Bella se quiere casar. Ese sujeto, cómo no, es el rico heredero, que oculta su identidad y aprovecha para educar a su prometida, para cuando la presente en sociedad.
El otro personaje despreciable, Bradley Headstone, es un anticipo clarísimo de míster Hyde; es como el Cardenio del Quijote, que le dan teleles cuando se acuerda de su amor perdido. Toda la basura en la que viven las clases humildes de esta novela le cae encima con el crimen más rastrero y la muerte más vil, como castigo por ser mediocre, por intentar medirse con un rival principesco. Su final es el de una rata indigna, el de un cobarde sin derecho a compasión.
Ambos pingajos, Charles y Bradley, son profesores en un colegio. Encima eso.

20.9.06

Dickens


Continúo con el vicio, “casi patológico”, como dice Bolo, de empalmar novelones decimonónicos igual que los fumadores desesperados encienden un cigarro con la pava del otro. La cosa obedece a razones terapéuticas que sería difícil explicar. Pero hay casos peores, desde luego: un librero de la Cuesta de Moyano me contó que Juan Carlos Onetti pasó los últimos años de su vida varado en la cama y devorando sin tregua las noveluchas que su esposa le compraba, poco menos que al peso, en una caseta especializada en Marcial Lafuente Estefanía. Al principio me produjo un poco de aprensión, como si fuera cierta la leyenda de que los alcohólicos irrecuperables prefieren un tetra–brik de Don Simón a una botella de Vega Sicilia, pero con el tiempo vas descubriendo que los efectos beneficiosos de la ficción leída no son proporcionales a su calidad, ni siquiera al deslumbramiento que nos haya podido llevar en volandas por sus páginas.
Yo, de momento, me dedico a la cerveza inglesa. Acabo de terminar Nuestro amigo común, de Dickens, a quien ya mencioné a propósito de la basura. No era raro que diese la matraca con el síndrome de Diógenes porque la novela es sobre personas que trabajan en la basura, que van llenos de ella, que la llevan en las entrañas o que, incluso, les salva la vida. Teniendo en cuenta que la traducción era penosa, como escrita por un sordo, su lectura fue como esos viajes que son entretenidos pero hacen parada en todos los apeaderos, o como esas conversaciones en las que alguien encuentra algo que decir y lo repite todo tres veces para que resulte más interesante. A espléndidas escenas, medidas, niqueladas, le seguían largas conversaciones que en inglés deben de ser graciosas. La impresión general es que, cuando algo interesante va a suceder, el tren se para y entran dos ruidosos viajeros que tampoco huelen demasiado bien.
(Hablando de olor, en una de sus páginas me enteré de que por aquella época se solían echar bolitas de mirra en los cajones, para perfumar la ropa. Así que me fui a la calle Postas, a una de esas tiendas de objetos religiosos, con estanterías llenas de copones y modelos sin masa corporal que sostienen vistosas casullas. Compré la mirra y quemé un poco en mi estudio. ¡Y qué asco! Huele como a heno podrido, huele como el frasco del perejil cuando le cambiamos el agua. Mucho cuidado con los ritos literarios. Casi me pongo malo.)
En fin, el caso es que la novela, a pesar incluso de la traducción y de un formato tan apretado que, cosa insólita, tiene menos páginas que su original inglés, plantea unas cuantas cuestiones de interés que ya comentaré otro día. Uno de los efectos secundarios de leer a Dickens es que luego cuesta un poco coger el hilo del propio pensamiento.

17.9.06

Discurso 2


Pues nada, ya hemos pedido perdón. Qué grande es el Papa, míralo, qué humilde, qué buena persona, que antes de ponerse a discutir, sin reclamar para sí ni un gramo de razón, baja la cabeza y pide perdón. Qué hermoso todo.

Pero la cosa no es tan sencilla. Tiene su miga que una religión basada en el perdón encuentre tantas dificultades en pedirlo. Lo que dijo, por boca de su secretario Bertone, el papa Benedicto XVI fue que lamentaba que algunos pasajes de su discurso “hubieran podido resultar ofensivos a la sensibilidad de los creyentes musulmanes y fueran interpretados de un modo que en absoluto se correspondía con sus intenciones”. En ningún momento dijo, con claridad paulina, que se arrepintiese de sus palabras. De haberlo hecho, que es lo que al parecer exigen algunas autoridades musulmanas, no sólo habría reducido a un chiste la célebre infalibilidad papal, sino que además habría mentido, o al pedir perdón y arrepentirse –penitenciagite!–, o al haber pronunciado las palabras de las que se arrepentía. Lo único que ha dicho es, por otra parte, lo más razonable, que no estaba en su ánimo ofender.

Prescindiendo de que, entre quienes se han sentido injuriados por decir que el Islam se ha servido de la violencia, haya quien jura destruir todas las cruces del Vaticano, lo más llamativo de todo este asunto es que la única manera de negociarlo con sentido común es dejar de lado la razón, el logos de que hablaba el Papa en Ratisbona. Si Benedicto XVI quiere salir del jardín sin abandonar la herencia griega, debería empezar por darse cuenta de que no todos los seres humanos han leído a Platón. No todos saben que la cultura occidental ha consistido en ir separándose poco a poco del significado literal de las palabras. Esa solvencia con que negamos o justificamos nuestras palabras aludiendo a malinterpretaciones ajenas implica que nada de lo que decimos puede ser entendido en un solo sentido. Esa condescendencia necesaria que nace de comprender que las palabras dependen de demasiadas circunstancias como para ser tomadas en sentido estricto es lo que, después de muchos años de intromisiones dogmáticas del cristianismo, quizá llegue a crear un modelo de sociedad en la que tratamos de que nadie salte a las primeras de cambio, de que nadie se tome nada a la tremenda y de que todo pueda ser disuelto en un ambiente de diálogo.

Benedicto XVI está ante una de las paradojas más hermosas de la historia de la Iglesia. Para salvar la verdad, deberían empezar a prescindir de ella, o por lo menos de su exclusivo patrimonio. Los griegos, Ratzinger, los griegos.




16.9.06

Discurso

El discurso de Benedicto XVI que ha provocado todo este pollo es una magnífica pieza oratoria. El anterior Papa me resultaba en exceso populista y demagogo, siempre flotando en un mar de lágrimas, pero a éste le queda un ramalazo erudito que me encanta. El discurso de la discordia está dedicado a reclamar el puesto del que se ha privado a la teología dentro de la comunidad científica y traza un bosquejo de cómo ha ido avanzando la deshelenización del cristianismo, ese primer pacto entre fe y razón que ponía ciertos límites a la trascendencia total de Dios. Es decir, Dios era perfecto e infinito, pero en su infinitud no cabía negarse a sí mismo o violentar la razón entre los hombres. Era, por así decir, razonablemente infinito, aunque no sé si también infinitamente razonable.

El discurso mata entonces dos pájaros de un tiro: puesto que la Iglesia Católica es producto de un pacto con el logos griego, reclama para ella la autoridad moral y espiritual en el ámbito de las ciencias; y lo reclama, por otra parte, porque gracias a ese vínculo con la razón el cristianismo no se ha dado a las violentas ordalías a las que se entregan otros, así, sin señalar.

Por lo demás, las citas de Manuel II Paleólogo, un emperador de lo más curioso, son impecables: “«Dios no goza con la sangre; no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma, no del cuerpo. Por lo tanto, quien quiere llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas… Para convencer a un alma razonable no hay que recurrir a los músculos ni a instrumentos para golpear ni de ningún otro medio con el que se pueda amenazar a una persona de muerte…».

Es necesario un alto concepto de sí mismo, no obstante, para culpar a otros de lo que durante muchos siglos, también en el siglo XIV, sostuvo a la Iglesia Católica, la práctica indiscriminada del terror, y muy poco logos helenizante para no percatarse de cómo iban a sentar determinadas alusiones en determinados sitios. Las caricaturas eran vulgares dibujos y esto es un magnífico discurso (armónico, bien estructurado, con citas bien traídas y lo suficientemente exóticas, un nudo abstruso y un poderoso, un casi emocionante desenlace), pero el resultado ha sido el mismo.


Diógenes 3



Mi tía lejana era más de la parte de Ramón Gómez de la Serna, cuya tarea de escritor también consistió en una acumulación compulsiva de frases sueltas, y su casa era como una tienda del Rastro en domingo de lluvia. Ramón no limpiaba, le limpiaban, se supone, y por eso nadie ha reparado en que también pudiera sufrir un ramalazo literario del síndrome de Diógenes. Menos mal, porque si no el propio Gaudí, que pasó sus últimos años en un cuartucho lleno de gallinas disecadas y fetos de escayola, habría caído definitivamente en los manuales de psiquiatría.

Charles Dickens también iría en esa lista. En Nuestro común amigo, un personaje intenta meter en vereda a otro y para eso pone en medio de una cocina llena de trastos: "¿no te he dicho mil veces que no se trata de la utilidad material de los objetos domésticos, sino de su influencia moral?”. El personaje, Eugene, enumera prolijamente los objetos, se detiene un momento y dice: “Casi diré que ya siento nacer en mí las virtudes domésticas”.

Dickens tiene algo de escritor ropavejero, cualquier excusa le basta para enumerarnos un catálogo de objetos o para rellenar un par de páginas con una conversación que no va a ningún sitio. Y es lo mejor que tiene, desde luego, aunque ahora nadie aceptaría a un escritor que acumulara hermosas páginas inútiles dentro de un interesante relato, como es el caso de Nuestro común amigo, una historia de pescadores de herencias; ahora debe ser inútil todo, pero presentar un aspecto saludable y no rebasar determinado número de páginas. La excepción quizá sea el Dickens actual, John Irving, por más que Tom Wolf, también americano, no inglés, qué vergüenza, le haya intentado quitar el puesto.

La ropavejería de Dickens, esa acumulación compulsiva de barro y bruma, de detalles, historias y personajes; esa manera de escribir pictórica que consiste en ir rellenando espacios de color sin dar nunca la paliza con la más mínima monserga, sino haciendo desfilar un ejército de monigotes, todavía sigue vigente porque es a la novela lo que Heródoto a la historia. Entre nosotros, determina lo mejor de Galdós y de Baroja. Creo que Umbral hablaba también de la ropavejería de Baroja. Umbral, otro Diógenes del ombligo, suele dar en el clavo, lo malo es que luego no sabe qué colgar en él.


14.9.06

Diógenes 2


Ningún médico pondría inconvenientes a una definición del síndrome de Diógenes como aplicable a los acumuladores compulsivos de basura, una definición muy elástica porque cabe en ella desde Pedro J. Ramírez hasta Ramón Gómez de la Serna. Todo depende de la relación que tengamos con la mugre. O con la acumulación compulsiva, porque el caso más patético de esta enfermedad que yo he encontrado es el de una señora, lejana pariente mía, que acumuló durante años compulsivamente toda clase de figuritas, obsequios de convite, monigotes de propaganda, cliks de playmóbil, dedales, bolas de esas que nievan cuando se les da la vuelta, latas de esas que mugen cuando también se les da la vuelta, conchas de tellina, sortijas de plástico, soldados de aquellos diminutos que se vendían en sobres y, en general, esa clase de objetos que las madres, tarde o temprano, suelen llamar mierda.
La raíz de su obsesión era de índole sentimental. Había tenido muchos hijos, y sus hijos le habían dado muchos nietos que se criaron en casa de la abuela. Generaciones de monicacos le ponían la casa patas arriba y después dejaban los juguetes desparramados por el suelo. Cuando las hijas y las nueras dejaron de parir, y a la espera de que empezasen a llegar las nuevas remesas de bisnietos, la mujer, por esa traición de que secretamente nos culpamos al tirar a la basura un objeto que ha hecho a alguien feliz, guardó aquella masa informe de chucherías y la colocó donde pudo, es decir, por todas partes. Pero lo más terrible es que, a pesar de ser una acumuladora compulsiva de basura, mi tía lejana era muy limpia, y se pasaba el día limpiando el polvo de los juguetillos. La recuerdo subida a una silla, con un trapo en la mano y un dedo metido en el trapo con cuya uña sacaba motas de polvo alojadas en los pliegues de un guerrero árabe de dos centímetros de altura. Si el síndrome le hubiese dado de lleno, si hubiera desconectado también las terminales de la vida en sociedad y se le hubiese atrofiado la pituitaria, su situación habría sido más patética, pero ella no se habría deslomado. A los hijos, tanto trabajo esclavo les parecía una muestra más del gran corazón de la abuela, no de su tormento interior ni de su progresiva pérdida de la razón.

Diógenes


No me gusta que a los acumuladores compulsivos de basura los llamen enfermos con síndrome de Diógenes. Es otra de las malvadas erratas culturales que dejó caer el cristianismo. Diógenes no acumulaba nada, se desprendía de todo, y era ese desprecio a la propiedad y al hogar como cárcel o castillo lo que, ya desde el principio, todo hay que decirlo, más irritaba a sus contemporáneos. Los perros no acumulan nada, salvo algún hueso que tapan con disimulo, por si se quedan sin cenar. Los perros, como Diógenes, ven las cosas como son y toman el mundo por lo que vale.
La otra noche, en mitad de un telediario, vi otra vez el caso de una anciana que vivía sin salir de casa y rodeada de basura. Son frecuentes estas noticias, pero no porque sean relevantes, sino porque en el fondo es a nosotros a los que nos atrae la podredumbre. Pero este caso era especial. La cámara filmó un barrido por el salón de la señora y allí todo lo que se veía era un montón de cachivaches desordenados, como son las casas diminutas de quien ha vivido mucho tiempo. No se veían ratas ni montañas de alimentos podridos. No había nada peligrosamente sucio. Se veían figuritas antiguas, libros viejos, trastos estropeados. Se veía lo que en el cine brit hemos visto mil veces mientras suena la música del principio, la casa de alguien que socialmente ya murió hace mucho tiempo, pero sobrevive entre recuerdos polvorientos que ya no le quedan fuerzas para limpiar. Si hubiera habido mierda patológica, las imágenes habrían sido otras, eso desde luego. La prueba es que no sacaron a ningún vecino quejándose del mal olor. Un fallo de producción.
Quiero decir que, en esta desaforada búsqueda de escenas degradantes, la televisión ya no sólo recurre a casos clínicos sino que prolonga su mafiosa costumbre de hurgar en la vida de los demás. No me pareció un caso de locura sino de abandono, como cuando ya no queda tiempo ni motivos para tener limpia la casa. O, sencillamente, porque a la señora no le gustaba limpiar. Quentin Crisp, el autor de El funcionario desnudo, decía que cuando dejas de limpiar una casa la sensación de suciedad dura relativamente poco tiempo, y al cabo de tres años, milagro, la casa deja de ensuciarse. Quentin Crisp iba siempre como un pincel y sus relaciones sociales incluían toda clase de perfumes caros, pero no es que estuviera loco sino que no le daba la gana limpiar.
Una de las tretas de dominación más voraces es la que ha sustituido lo inmoral por lo patológico. En términos estrictos, y por lo que se vio en la tele, esa señora era, por así decir, más curiosa que limpia, nada más. Sin embargo, en aras de la higiene y de la sanidad mental, prohibimos que esa señora flote los últimos años de su vida en un pantano de recuerdos. A este paso, un día entrará la brigada de sanidad en mi estudio, quemará todos los libros y me meterá en un sanatorio. Según cuando lo hagan, igual hasta me hacen un favor, quién sabe.

11.9.06

Middlemarch 2


Salvo en el caso de Álvaro Pombo –que le está sacando un partido formidable a lo poco que nuestros escritores frecuentan el XIX inglés– las novelas sobre el bien dormitan en el pabellón de los novelistas mojigatos. La literatura moderna lleva mucho tiempo convencida de que tanta bondad, más que imposible, es de mal gusto. Por eso, cuando alguien afronta el bien como contrario de la mojigatería y los buenos sentimientos como incompatibles con la hipocresía religiosa, el resultado corre un riesgo que va de lo naïf a lo panfletario, salvo que se cimente sobre un héroe de verdad.
O una heroína. Dorothea Brooke (más tarde Dorothea Casaubon y finalmente Dorothea... –no, esto no debe decirse–), la heroína de Middlemarch, la madonna mayor rodeada de otras madonnas menores como Mary Garth, es uno de estos personajes. Las mismas razones que tuvo para permanecer junto al viejo erudito Casaubon son las que luego le empujaron a... (no, esto tampoco debe decirse), es decir, una confianza ciega en sus principios; una confianza, diría yo, previa, como es el genio de algunos artistas que no necesitan del tesón para triunfar. Durante las primeras 500 páginas, uno se ve inclinado a sospechar que Dorothea es un poco boba. Al pobre Casaubon, su marido, la autora le pega unos palos inclementes. Dan muchas veces ganas de decirle “oiga, señora, que ese tipo no es tan malo”, lo cual diría mucho en su favor, ciertamente, porque George Eliot prodiga la rara habilidad de presentarnos a los personajes con un deliberado exceso de dureza, para que los juzguemos mal, por así decir, y sean ellos, a lo largo de la novela, los que al rebelarse contra el dictamen de la autora cobren una viveza –un estar vivos– y una autenticidad que de otro modo quedaría muerta bajo los mandobles de su creadora. Eso Tolstoi lo borda.
Pero ni Dorothea era tan boba, si bien se piensa, ni tenía por qué no serlo: casarse con un viejo achacoso que guarda una fortuna y está siempre metido en su biblioteca no es un mal plan; hacerlo a los veinte años, sin embargo, es un crimen. Pero el pobre Casaubon casca muy pronto, la recompensa a tanta bondad, tanta resignación y tanto callado sufrimiento llega casi con prisas. Creo que es la única vez en toda la novela que he visto a Eliot con prisas, cuando se quería deshacer de Casaubon. Hasta Raffles (el borracho que llega al pueblo en plan cabo del miedo y... –no, no–) merece una muerte de más páginas. Casaubon se para como un reloj. Se muere en la postura de los vivos, como Unamuno, otro que tal.
Lo curioso es el fenomenal pollo que monta Eliot para que Dorothea tenga la oportunidad de que sus deseos se cumplan bajo la apariencia de un rigor moral que puede dejarla sin amistades en una ciudad tan apretada como Middlemarch, donde sólo se piensa en las herencias y en los milímetros insalvables que separan unas clases de otras. Es imposible no disfrutar del brío con que Eliot maneja entonces tres historias distintas (la sonrisa de Mary Garth y los bolsillos rotos de Fred, la estúpida de Rossamon y el bienintencionado Lydgate, aparte de la propia Dorothea y...) y desemboca en una acción heroica que, si se piensa, no lo es tanto, empezando porque todos lo estábamos deseando. Da la impresión entonces de que Eliot maneja con potente parsimonia un tiro de tres pares de caballos sin que ninguno tropiece ni cabecee. Es entonces cuando surgen como una flor las rehabilitaciones morales y más desfavorecidos salen los moralistas de toda la vida, y cuando se crea un estado de ánimo en el lector que no puede mas que beatificar a Dorothea e incluso a... (no, no, esto tampoco).
En el siglo XX fueron más escrupulosos. En el siglo XX Casaubon habría sido un viejo enfermo durante medio siglo más, y la única redención habría sido matarlo. Eliot le hizo ese favor a Dorothea: también se sacrificó por ella.

7.9.06

Roseta 1


Desde que éramos muy pequeños, mi padre nos enseñó a usar veinticinco palabras para pedir las cosas en la mesa, ni más ni menos. Las comidas eran muy divertidas. No sólo se trataba de usar el número exacto de palabras, sino de contar las que los otros pronunciaban por si nos podíamos cazar en un renuncio. Naturalmente, el juego era un secreto entre mi hermano, mi padre y yo. Mamá nunca supo de qué nos reíamos.
–Estoy seguro de que el asado está igual de bueno que siempre; soy yo, es mi cuerpo el que necesita un poco más de sal –decía mi padre.
–Toma, papá, pero recuerda lo que te dijo el doctor Margulis a propósito de la circulación de la sangre y todas aquellas arterias que nombró –le contestaba yo, y entonces los dos mirábamos a Roger, que ya tenía sus buenos quince años, solo es dos años más joven que yo, pero le costaba más trabajo hilar las frases. Papá y yo lo mirábamos sonriendo. Él bajaba la cabeza y se frotaba los dientes con los labios, y al final decía:
–Así no vale, vosotros ya sabéis lo que tenéis que decir, os lo habéis aprendido de memoria y hacéis como que os lo inventáis ahora.
–Me parece deplorable que desconfíes de nuestra buena voluntad, jovencito, y harás muy mal en esta vida si culpas a otros de tus derrotas.
–Papá, –intervenía yo– Roger no ha fallado, tan sólo ha dicho que no se lo sabía de memoria, pero ahora ya sabe que nosotros tampoco, ¿verdad, Roger?
–¿Sé puede saber de qué coño estáis hablando? –decía mamá, harta de no enterarse de nada. Pero entonces papá ya nos tenía dicho que cuando mamá se molestase debíamos dejar el juego de inmediato.
Siempre me quedaré con la duda de si mamá podía jugar o no al juego de las veinticinco palabras. Papá decía que no, que de ninguna manera, pero no porque no la considerase capaz y de algún modo temiera humillarla, sino porque estaba seguro de que se pondría hecha una furia y lo acusaría de estar volviéndonos locos a Roger y a mí. Y sin embargo yo creo que le habría venido muy bien. Ella no sabía medir sus palabras, pero si hubiese aprendido a contarlas estoy segura de que no habría sufrido tanto por nosotros.

Middlemarch


En medio del incomparable placer que representa leer novelones del siglo XIX, siempre hay una marea de fondo, un runrún desesperante, la imposibilidad de que en nuestro tiempo se escriban novelas como aquellas. Hace poco leí Un hombre implacable, de Ellmore Leonard (el autor de Jackie Brown) y al final tuve la sensación de haberme terminado de leer un listín telefónico adornado con más de ochocientas balas: las frases no iban más allá de “Fulano hizo esto”, “Mengana dijo lo otro”, pero ni las acciones ni las palabras se permitían ni la más mínima demora, no fuese a ser que el lector se impacientase. A fin de cuentas, Ellmore practica un género rápido y cortante, pero algo parecido me sucedió al comenzar la lectura de Hasta que te encuentre, el novelón de mil páginas que ha publicado John Irving. Y eso que Irving sí es santo de mi devoción y estoy seguro de que me terminará enganchando, pero de momento encuentro ambas novelas igual de soporíferas, de tan rápidas.
No seguí con Irving porque iba buscando un cierto estado de ánimo que difícilmente consigo con la literatura que ahora se nos vende. Ahora las novelas publicables deben estar escritas para gente a la que no le gusta leer, y eso hace que las grandes conquistas de la narratividad hayan quedado proscritas. En Middlemarch no hay asuntos que interesen por sí mismos. Voy por la página quinientos y pico y todo lo que puedo decir –todo aquello de lo que puedo informar– es que hay una muchacha, Dorotea, que se casa con un viejo erudito, Casaubon, y trata de tapar con ingenuidad y buenos modales sus ansias de juventud, es decir, lo mismo que podría decir de Emma Bovary, de Ana Karenina, de Ana Ozores o de Effi Briest. Pero en Middlemarch la autora tiene el buen gusto de no hacer de ese asunto ni siquiera el centro de la narración, porque el centro es la narración misma, el estar ahí, esa metamorfosis que nos hace oler la madera del suelo donde sucede una escena, que nos hace ser uno más de los que están allí hablando. A veces uno descubre, después de cincuenta o sesenta páginas, que todo lo que ha avanzado el argumento cabría sin apreturas en dos o tres frases breves. Para entonces, uno ya no desea nuevos acontecimientos porque en el mundo que retrata Eliot los acontecimientos no son sucesos llamativos sino cosas que pasan; si acaso se los inventa con la excusa de menudencias que tampoco van a ningún sitio, pero que, en conjunto, en esa última transformación de una novela en nuestro cerebro, cuando nos sentimos llenos de ella y somos capaces de vernos y ver a los demás desde dentro de ella, procuran un placer y una sensación de conocimimiento que inevitablemente nos hace sentirnos mejores, más a gusto con nosotros mismos.
Además, la vida en provincias es así, desde luego, como la retrata Elliot, pero es también así la vida entera, ahora y en 1830. Decía Mendoza que cuando leyó Guerra y paz por vez primera tuvo la enfermiza sensación de que la realidad, la vida, era lo que había en el libro, no fuera. Y es verdad: en estas novelas uno no tiene prisa por reanudar la lectura para ver qué pasa, sino para estar un rato allí metido. La proporción entre la extrema lentitud de lo informado y el extremo brío de lo narrado es la única fórmula novelística que me convence, porque, diga lo que diga la televisión, es la que más se parece a la vida.
Pero ahora los lectores (y sobre todo los editores) no son lectores de novelas sino de periódicos. Les ocurre lo mismo que a los fumadores de cigarrillos cuando quieren pasarse a la pipa, que no saben fumar sin prisas, que no saben disfrutar del tabaco, ni de su aroma ni de su presencia. Les atrae sólo el objeto, ellos mismos fumando en pipa, pero a las primeras chupadas compulsivas, de fumador de retrete, se queman la lengua y vuelven a dejar el novelón abandonado.
Me voy a leer las otras quinientas páginas que me quedan. La mañana está fresca y nublada, y en la biblioteca del viejo Casaubon, ahora que el doctor Lydgate le ha prohibido que estudie tanto, se debe de estar divinamente. Dorotea sólo la utiliza para sus entrevistas con Will, pero aun así no descorre las cortinas, la mantiene en penumbra.

4.9.06

Nighthawks


En su versión teatral del cuadro Nighthawks, Douglas Steinberg ha propuesto a los personajes, a tres de ellos, una identidad que en su mínima expresión, es decir, lo que son antes de empezar la obra, venía hoy resumida en El País: “La pelirroja se llama Mae; fue corista de Ziegfeld y ahora es la dueña del dinner. Su marido es el camarero, se llama Quig y acaba de volver de ultramar. El hombre del sombrero se llama Sam y es un parroquiano habitual.”
Es sabido que la mujer del cuadro era la de Hopper, que es el hombre que hay a su lado. Pero parece ser que Steinberg ha dejado caer la posibilidad de que Hopper sea el hombre de espaldas, cuya identidad, dicen, articula las incógnitas del drama.
Me sorprende, sobre todo, que Steinberg vea en el camarero al marido de la dueña. No me cuadra. El camarero es un Norman Rockwell de calendario y la mujer es la que pintó desnuda muchos años depués Lucien Freud. El camarero tiene pinta de llamarse Bernie, y con esa nuez y esas orejas podría ser el padre de la chica. Las ropas gremiales de Norman Rockwell siempre visten a personajes contentadizos, conscientes de su pequeño papel en el mundo, pero en cierto modo orgullosos de decorar la idea de una América sana y obediente. No, ese camarero no está casado con la dueña del local, ni siquiera es su padre. No es que esté fregando un vaso, sino que ya se encorva para descansar, y no sabe cuándo acabará su suerte y tendrá que volver a pedir trabajo.
La chica tampoco es la dueña. Está un poco desmejorada, el tupé le viene grande, como si fuera el peinado que llevaba cuando estaba un poco más gorda. El pelo le nace demasiado atrás, parece un mimo con peluca, pero su gesto de depositar la mirada en las yemas de los dedos mientras piensa lo siguiente que va a decir es el de quien está muy preocupada, o bien el de quien, después de una conversación desagradable, está en esos momentos en los que ya todo se ha dicho y no cabe sino repetir lo mismo. Su mirada se ha cansado de mirar fijamente a los ojos de alguien, y ahora, más tranquila, ya sólo mira sus dedos.
El hombre no es un simple parroquiano. Más bien un compañero de fatigas. La postura de la mujer delata que se toma con él confianzas que no se tomaría con un amante, confianzas que sólo se tomaría con su marido, con quien es poco probable que acuda a las tantas a una cafetería, con esos pelos. Él tiene pinta de ser un chófer a la puerta y ella la encargada del local de al lado. Han pasado a tomar un café con Bernie y de paso poner verde al capullo de su jefe, todavía de francachela mientras los japoneses acaban de atacar Pearl Harbour. Bueno, ese dato es histórico y no sirve. Están hartos de una mierda de trabajo de la que no tienen previsto salir, pero su hartazgo no se nota en sus miradas. A ella se le ve en el pelo, y a él en los hombros, que los lleva un poco encogidos.
¿Y el otro, el que está de espaldas? Conviene desnudarlos un poco a todos. El hombre al que sí se le ve la cara es un muchacho que ha aprendido a ser elegante y a no decir tonterías, pero en sus facciones hay un granjero de los que le gustaban a Norman Rockwell. El traje engaña, y más en la distancia. Al que está de espaldas el traje le viene pequeño y el sombrero yo diría que también. Es poco traje para su cuerpo, la sisa le tira bastante. Sostiene un vaso por la base y en él, igual que la chica, deposita la mirada, pero lo hace de lado, algo que sólo hacemos cuando nuestro pensamiento ha llegado a un punto sin retorno, cuando estamos convencidos de que tenemos razón o de que tenemos miedo, cuando la boca se arquea y la cabeza se ladea, y los ojos se abren más de lo normal, con abertura de susto pero mirar cansado. Ese hombre no los está vigilando. Se ha hecho un silencio espeso y entonces Bernie ha dicho algo. Ha dicho algo como: “Ya están vaciando el local. Ya no hay nada en los escaparates. Ese sí que es un buen negocio, sí señor”.
Entonces Sam le ha contestado: “Bueno, Bernie, ésta es la tuya. Cómpraselo al viejo Mason e instálate por tu cuenta”.
Y Berni ha dicho: “Yo ya no me instalo más que en la tumba”. La chica iba a seguir con la broma, pero de pronto le ha parecido mal. Tenía los ojos muy abiertos para hablar pero ha bajado la vista hacia las yemas de sus dedos y escucha compasivamente a Bernie. Después de eso, hay un largo silencio, y la chica, por fin, mete baza: “Es verdad, está en un sitio magnífico, pero no creo que sea de Mason. Ya habría puesto una casa de putas, ¿no os parece? Nos podríamos asociar los tres, y así le daban por el culo al sinvergüenza de Mason. ¡Yo sí que sabría sacar partido de esos escaparates, y no tener siempre puestos cuatro vestidos viejos! Todo estaba lleno de mierda. No puedes vender en este país un jodido botón si todo lo tienes lleno de mierda. Puedes vender tu alma y tu cuerpo si te da la gana, pero no puedes tenerlo todo tan sucio. ¿Tú sabes de quién es el traspaso, Bernie?
“Mío”, dice el hombre que está de espaldas.

2.9.06

Brucelosis 2


Gijs van Hensbergen también compara en su libro los “bosques de símbolos” de Gaudí con la obra contemporánea de Calatrava o Gehry, cuya Ciudad del Vino, en La Rioja, se acaba de inaugurar. También la historia está enferma de brucelosis. Picasso se reía de aquella arquitectura entre naïf y colosal, del mismo modo que Gaudí despreciaba las formas mastodónticas de la Capilla Sixtina, sin las que, por cierto, Picasso no habría sido Picasso. A Gaudí lo enterraron con la Bauhaus y la nueva estética industrial, que en tiempo récord fabricó suficientes líneas rectas para llenar entero el siglo XX. Años después, la fiebre ondulante vuelve a dignificar esa montaña de curvas derretidas que es la Casa Milá, incluido el carnaval de la azotea. A la arquitectura narrativa se le ha dado carta blanca después de un siglo de inhabilitación forzosa.
El fundamento de semejante postergación está entre las mejores paradojas del siglo pasado. El modernismo quería una arquitectura para la alegría, para la emoción fugaz. Creía que el arte impresiona los sentidos y abona la reflexión posterior, la recreación del espectador. Era un arte popular en la medida en que sus clientes no buscaban más que impresionar, pero a los arquitectos les correspondía dar a esa vulgar ambición un contenido poético. Era la libertad desparramada, de acuerdo, pero también una invitación mucho más, digamos, democrática.
Y fue precisamente la democracia lo que vino a salvar la línea recta. Seguimos siendo hijos del racionalismo alemán de los años treinta, que ha servido para construir ratoneras de protección oficial y también para salvar la cara de mucho insulso delineante. Hubo unas décadas negras, a finales de siglo, en que la iniciación exclusivista y dictatorial se erigió también como salvaguarda de una estética “para todos”. Era tan de mal gusto disfrutar de una fachada modernista como pintar una flor. Aún recuerdo el comentario de Calvo Serraller cuando Antonio López llevó su obra al Reina Sofía a principios de los noventa: “luego hay unas acuarelas de flores que serán del agrado de las señoras”. Ese tono despectivo, esa soberbia del iniciado, el que pertenece al selecto club de los que comprenden las cosas, de los que saben, es la que ha protegido mucha mediocridad con el asentimiento estupefaco de sus usuarios.
Entonces a pocos les preocupó cómo Gaudí levantaba cúpulas del revés, y ahora no sé a cuantos les preocupará, aparte de a las señoras, la hermosa flor que ha levantado Gehry. Lo sabremos cuando en una ciudad pequeña el consistorio tenga arrestos para dejar a un arquitecto municipal que construya lo que le salga de las narices, con tal de que no abuse de la línea recta.


P.S.: Si quieres una versión más contundente del mismo asunto, escucha esto:


(vanguardiasartísticasneoyorquinas).mp3

Brucelosis


En la primavera de 1911, en Barcelona, el arquitecto Antoni Gaudí enfermó de brucelosis, una infección que recibe también el nombre de fiebre ondulante, nada más apropiado al temperamento estético del arquitecto. Lo he leído en el amenísimo libro de Gijs van Hensbergen que Plaza y Janés publicó en 2002. El autor sugiere que Gaudí pudo contraer la enfermedad por su costumbre de almorzar leche con lechuga. Empleaba, como escudilla, una lechuga especial, estriada, estéticamente más interesante que la lechuga normal, y de su cada vez menor apego a la higiene cabría deducir que la leche procedía de alguna cabra descontrolada, de esas que pacían extramuros del suntuoso parque Güell.
El caso es que los síntomas se desataron y Gaudí tuvo que pasar una larga temporada en Puigcerdà. No sólo se trataba de flojera física y dolor intenso en las articulaciones, sino de unos violentos cambios de humor que el artista, pese a sus convicciones místico–vegetarianas, no podía sujetar: de buenas a primeras montaba en cólera, y para no herir a quienes le acompañaban solía concentrarse en un silencio atormentado que da miedo imaginar. La verdad es que, aparte de la leche, el alcoholismo irreprimible de su querida sobrina Rosita y la muerte de su anciano padre obraron en la mente de Gaudí como si sus cálculos sobre la cripta del Park Güell hubieran sido inexactos y al quitar las cimbras y los estampidores se le hubiera caído entera en la cabeza. La cripta no se hundió, pero el arquitecto sí.
Aparentemente Gaudí había pasado de largo por la Semana Trágica, en una actitud que a veces recuerda la de James Joyce cuando estalló la Primera Guerra Mundial: “Ah, sí, me han dicho que hay una guerra por ahí...” Pero me resulta imposible que un beato franciscano como él ignorara la procesión de ira que bramaba contra el marqués de Comillas y de Eugeni Güell. Era imposible que quien purificaba su sangre compadeciéndose de los obreros no sufriera jamacucos neurálgicos al ver la actitud de sus mecenas; o que quien recuperó la mística para la catedral de Palma fuera insensible a los gritos desesperados del proletariado catalán. De ahí, pienso yo, le vino la brucelosis, de la tremenda contradicción ultracatólica de quienes consideraban que los obreros merecían ser obreros porque si hubieran sido mejores habrían sido burgueses. Eso es lo que opinaban sus amigos, sus clientes, sus pacientes mecenas, sus párrocos orondos. Quizá fue la sensibilidad que los ultras mojigatos no suelen tener la que le infectó de fiebre ondulante. Los ultracatólicos de ahora están más sanos porque sus sonrisas de caballo bien alimentado son inmunes a las contradicciones, no están infectadas de piedad.

Non fiction


No, no voy a leer la última novela de Muñoz Molina, por lo menos de momento. Creo que la última vez fue con Plenilunio, en una época en la que aún sentía una especie de responsabilidad moral hacia las novedades. No obstante, he husmeado un poco en su contenido y me han saltado a los ojos como gotas de grasa fría las características de su literatura que menos me gustaron desde un principio: la manía de contar su vida, la total ausencia de sentido del humor y la radical incapacidad de adoptar una voz que no sea la suya.
En eso soy exigente, mira. Las buenas novelas parten siempre de la impostura, llegan a la verdad a través de la ficción, no al revés. Este fin de semana, por ejemplo, me he hundido en el sillón con una edición de Middlemarch en papel biblia, tan hermosa por sí misma que aunque me canse la leo por el delicioso tacto de sus páginas. Pero no puedo evitar, casi a cada párrafo, la tentación de levantarme y volverme a leer Emma, quizá porque, aun tratándose de alguien de la talla de George Elliot, echo de menos el sutil oído de Jane Austen, su capacidad para describir a un personaje haciéndolo hablar. Elliot nos cuenta con profusión y buena prosa toda clase de detalles psicológicos de un personaje que a fin de cuentas habla igual que todos los demás. Es la voz de Elliot, no la de los personajes, y la verosimilitud empieza por ahí.
Pues con Muñoz Molina me pasa un poco lo mismo. Creo que fue él quien dijo que el verdadero valor de una novela se mide a los diez años de su publicación. ¿Quién se tragaría ahora la lírica rosariera de El invierno en Lisboa? ¿Quién tiene ahora estómago para digerir al obeso jinete polaco, a no ser que quiera escuchar su propia vida a través de otro? Pero en el caso de que el lector no sea de su generación sino de alguna anterior o posterior, ¿quién tiene ganas ahora de que alguien le cuente su vida en 600 páginas y no emplee ni un solo rasgo de ironía, ni uno solo? ¿Cómo es posible que alguien privado del sentido del humor se repute discípulo de Cervantes?
Los últimos 80, con tanto testimonialismo y tanta polla, llenaron los escaparates de muy buenos escritores (Ardor guerrero es impresionante) que no sabían inventar, o que, como le ocurría a Pla, no creían en la novela, no les gustaban las novelas. Pero Pla no cometió el error de meterse en un jardín que en el fondo le aburría, y cuando lo hizo (La calle estrecha) no se llegó a notar la diferencia. A Baroja, que también era un gran escritor de su propia vida, no se le cruzaban los cables cuando se metía en la piel de Aviraneta. Pero esta generación de Muñoz Molina sigue considerando la novela una cosa de juventud, el preámbulo de la literatura seria. No se les puede juzgar como novelistas sino como memorialistas líricos, y cuando se meten en la pura ficción, en la invención absoluta (Los misterios de Madrid), lo hacen como si se estuvieran tomando un descanso, como si fuera un divertimento, y muchas veces les sale un churro.
Es verdad que a Muñoz Molina le sobran recursos, y que durará más Carlota Fainberg que Sefarad, más El dueño del secreto que Beatus Ille, y no porque sean libros más flojos o más fáciles de leer, sino porque son novelas, novelas de verdad. A él nunca le pasará lo que a Julio Llamazares con El cielo de Madrid, que da vergüenza leerla; es tan escandalosamente mala que uno termina apiadándose del autor, como si fuese la historia de alguien al que se le ha olvidado escribir. No: si leyese ahora a Muñoz Molina, diría que es una hermosa historia, espléndidamente escrita, pero dudo de que allí escuchase a más ser vivo que a su inconfundible autor.
En esa generación, el espacio de la inventiva lo ocupan otros, pero Mendoza y Pombo les quedan antes y después ya viene Sánchez Piñol y Ruiz Zafón. A Muñoz Molina le ha ido tan bien que uno esperaría verlo competir con La ciudad de los prodigios o con El metro de platino iridiado, y no convertirse en uno de esos escritores que van a los congresos y firman manifiestos y asumen cargos políticos, pero no acaban de sacar la novela que les dé derecho a ser tan grandes novelistas como personajes públicos. ¿Tiene guardad en su cabeza Muñoz Molina esa novela? Con la potencia de su prosa (yo siempre me lo imagino cargado de espaldas sobre un teclado por el que vuela a 400 pulsaciones por minuto) y las aclamaciones que colecciona, uno está por ver su Ana Karenina, su Fortunata y Jacinta, por citar las dos novelas que me han solucionado el invierno. Pero no creo que esté interesado. En España, el dueño de una buena prosa ya no necesita más, y, una vez colocado, ya no se le exige más. Cervantes, al que tanto cita Muñoz Molina, siempre parece como un tipo secundario que se ríe viendo a los personajes en su imaginación, dejándolos estar, sin interferir en ellos. Siempre he pensado que la parte más pesada del Quijote es la historia de Zoraida y el capitán cautivo, sencillamente porque ahí Cervantes ya no es sólo un testigo, ya es parte de la historia. Pero para llegar a eso Muñoz Molina debería desprenderse de sí mismo, no estar encima de sus personajes con esa vara moral que nos hace ir bajando la nuca conforme pasan las páginas. La gran prosa de Muñoz Molina puede que sea lo que le impida llegar hasta una verdadera novela. Y no es para que se duema en los laureles: puede terminar como Francisco Ayala, con sus huesos paseados entre las sonrisas de los poetas oficiales y con una obra que ya no interesa a nadie.
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.