13.5.10

Fin del 98, y 6

Me da pereza ser tan minucioso con el resto del libro de Mainer, pero no alegrarme de algunos hallazgos. El primero es que se trata de una historia en el tiempo, es decir, que establece períodos concretos sin atender a obras que los excedan, a no ser que ya estén en esta época previstas o anticipadas. Vemos el funcionamiento general de la literatura, y empezamos por esos primeros increíbles años, de 1902 a 1913, con sus preparativos finiseculares. Azorín aparte, los breves capítulos que Mainer dedica a Baroja, Unamuno y Valle–Inclán, amén de contundentes, también son una apuesta concreta y un intento por abandonar los tópicos. Baroja se nos presenta como un novelista de acción. La comparación entre La voluntad y Camino de perfección no admite dudas, pero también se detiene en las novelas de Paradox, toda una declaración de principios sobre la alergia que Baroja tuvo a soltar el rollo, su amor por una clase de imaginación que yo terminé de comprender sólo cuando la vi pintada por su sobrino, don Julio Caro. Y está muy bien que Mainer trate La lucha por la vida, entera, como lo que verdaderamente es, la primera gran novela española del siglo XX, a la altura de las grandes novelas de los 80 del siglo anterior, absolutamente moderna y con una personalidad indiscutible. Mala hierba es una novela libre, pícara y presolanesca, aún más radical en sus planteamientos estéticos que la maravillosa La busca. Y la tercera es la novela del anarquismo, con afecto pero sin propaganda, y una honda ternura, pintada con carbones de la cruda realidad. Deberíamos empezar la lectura de Baroja prescindiendo de los títulos individuales, tomando cada una de sus trilogías por novelas autónomas, aunque no lleven un mismo personaje como hilo conductor, caso de Las ciudades, que yo sigo leyendo como una sola novela en tres partes, y a pesar de que Baroja se inclinase más por plantear argumentos y personajes distintos en cada entrega. Pero cuando se presentan las Memorias de un hombre de acción como lo que son, una sola novela moderna, por ejemplo en los tres volúmenes que ocupan en las Obras completas de Galaxia–Gütengerg (los que salen en la cabecera de este blog, por cierto), su lectura no solo resulta coherente desde el punto de vista artístico sino incluso del argumental, teniendo en cuenta el complejo mundo que relata.

Mainer, en fin, se sacude los extendidos prejuicios de un Baroja que siempre hubiera sido viejo, y presenta a un narrador intenso, macizo, que ha llevado la poda no solo a la prosa sino sobre todo al contenido de la prosa. Baroja es el novelista que más cosas cuenta, que menos se demora. La frase desnuda no sólo carece de adjetivos gratuitos, sino de acontecimientos prescindibles. Esa vida resumida en pocas líneas es una pintura rápida con trazos de dureza y de ternura, algo en lo que Baroja sigue siendo un maestro absoluto.

Y yo que no quería glosar… Seré más breve. Unamuno aparece en este libro como lo que fue, un hombre atormentado. Pero quizá también un pobre hombre atormentado, como se desprende de la rigurosa anécdota que cuenta Mainer. Siempre se ha sabido que Unamuno tuvo un hijo que enfermó de hidrocefalia, pero no se suele contar que cuando Unamuno lo supo sufrió un ataque de culpa y se refugió en el convento de San Esteban, mi edificio favorito de toda Salamanca. Mainer habla de la célebre crisis del 97 (con qué avidez se lee el Diario íntimo de aquellos días), pero, puestos a buscar una anécdota, quizá las había igual de significativas pero menos crueles, porque lo que queda, ahora, no es el trauma del escritor sino su cobardía. A mí me hace más gracia decir que después de tener seis hijos, a los sesenta años, consintió en operarse de fimosis. Por lo demás, y a pesar de que Mainer reconoce, menos mal, la huella de Galdós, lo que dice de Amor y pedagogía, que es una novela programática de cómo escribiría siempre ya, me parece demasiado condescendiente. La inclinación al esquematismo y a los símbolos gruesos no siempre dice más de lo que escribe. Para llegar a Niebla todavía le queda un rato, su sermoneadora personalidad es demasiado absorbente (¡y él que propugnaba la desaparición del narrador, precisamente a partir de esta novela!), y desde luego no tiene el grado de madurez artística de La busca o Sonata de otoño. Unamuno es intenso, acaso el más intenso, por otros escritos que no fueron estas primeras novelas. Los demás ya son lo que serían.

Con Valle–Inclán es muy justo: Mainer prescinde del anecdotario de rigor (es el propio rigor el que acaso se lo impida, aunque da la impresión, por momentos, de que sea el carácter) y habla desde estos primeros momentos de lo que siempre fue don Ramón, un maestro de una estética propia. Los consabidos referentes decadentistas ya están superados por el discípulo. También La guerra carlista, como las Comedias bárbaras o las Sonatas son obras únicas dispuestas en varios movimientos, pero tienen una grandeza que Mainer subraya a cada paso, sobre todo por sus dos vehículos de extrañamiento, el pasado y el territorio mítico galaico. No, Valle–Inclán no escribía bernardinas, y ese mismo rigor con que Mainer explica su compleja condición estética es un modo de poner el anecdotario, el personaje, en el sitio que le corresponde. Yo también soy de la opinión de que el suntuoso cinismo de Valle, su sobrecogedora teatralidad están por encima de cualquier ismo y responden ya desde estas fechas a lo que luego llamaremos esperpento.

Pero lo llamaremos luego, o en otro momento, pero ya no aquí.

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