Al leer Laciudad de la niebla me quedé
con la impresión de que María Aracil debería haber seguido contando la historia
en primera persona, porque su voz era verosímil, se la oía a ella, no a Baroja,
sin dejar de saberse quién lo había escrito. Eso es algo que no todos saben
hacer. Pero Baroja, entonces, aparecía en Londres, vestido de Iturrioz, y eso
exigía mala leche, que es lo que Baroja quita a sus personajes femeninos para
darles voz, de modo que a partir de entonces escribió en tercera persona hasta
terminar el libro. Tanto María Aracil en La
ciudad de la niebla como
Sacha Savarov en El mundo es
ansí, cuando hablan en primera persona, son Baroja sin mala leche, y en el
caso de Sacha, que es rusa, utiliza una prosa más musical, más amplia, con ese
periodo equilibrado que Baroja, como buen escritor tacíteo[1], evitaba por sistema. Hay
descripciones de Sacha que podría haberlas firmado sin duda un modernista de la
época (1912), un modernista que no fuese cursi, queremos decir, y que tuviera
el sentido del ritmo de las buenas novelas líricas. No es tan sonoro, desde
luego; es más discreto, más encapotado, más ruso, pero el ritmo está muy medido
y todas las frases muy rematadas. No se trata de un hallazgo fonético, de estar
oyendo a Sacha, sino literario, de estar leyendo a una mujer inglesa que ha
leído Ana Karenina.
El mundo es ansí procede al revés que La ciudad de la niebla. Allí el
arranque lo contaba María, y aquí se ocupa Baroja. Debe de ser que, como era
una novela tan europea, Baroja pensó en empezar in medias res, con la boda de
Velasco y Sacha, de la que apenas se dice nada porque de inmediato el narrador
se remonta a la vida de Sacha en Moscú, su amistad con Vera (muy parecida a la
amistad de María con Natalia) y sus amores nonatos con el severo ruso Leskoff,
sacado directamente del Padres
e hijos de Turgueniev, un
tipo huraño, de melena grasienta y nariz afilada, y en fin un buen tipo,
coherente y leal; pero también su primer matrimonio con Klein, un hombre de
acción disuelto en arrebatos de ruso. Ahora Sacha ya no es tanto Karenina como
Kitti, y su Klein es el esforzado Levin, pero ni Sacha es tan candorosa ni
Klein tan concienzudo, y enseguida se sale de la santidad tolstoiana para
enfangarse de atrabilis dostoievskiana.
Así que lo manda a la mierda y se va a Florencia con su hija pequeña y la
niñera. Estas novelas de Baroja tienen eso, que la gente se enfada por algo y
cambia de país y se va a vivir a un hotel y a describir, ya en primera persona,
hermosas tarjetas postales que están entre lo más interesante de esta novela,
el esfuerzo estilístico de una prosa lírica sin desparrames, delicadamente
femenina, y yo creo que lo consigue. Claro que también se toma sus descansos,
porque Sacha, de Florencia, después de unos cuantas historias laterales de
mujeres engañadas por chulánganos y de la guía turística habitual, ella,
despreciando a los conquistadores italianos, se casa con un pintor español,
Velasco, que es por donde había empezado la novela. En realidad, cuando Sacha
llega a Biarritz, antes de pisar un pueblo de la Rioja ya con la boina 98 en la
cabeza, es como si se terminase una novela. Baroja entonces interviene. Esos
cambios de rumbo de sus novelas parecen eso, intervenciones, como si la novela
hubiese llegado a un punto final demasiado prematuro y hubiera que bajar a las
vías para ponerla otra vez en funcionamiento. Así que, después de recorrerse
media Europa, acaban en la Rioja, y al día siguiente en Sevilla, y a ellos se
ha unido el técnico en reparaciones argumentales, Baroja, esta vez disfrazado
de Iturrioz, a su vez disfrazado de Arcelu, un tipo que, al contrario que
Iturrioz, sí que tiene inclinaciones sentimentales. Arcelu, el amigo bueno (en César o nada también hay un Pílades sensato,
Alzugaray o algo así), da un repaso al tema de España en una larga conversación
en la que Sacha dice más o menos lo que los contertulios de Sócrates. En esos
momentos, con esas intromisiones (estábamos asistiendo al derrumbamiento del
matrimonio de Sacha, no a una discusión sobre el tipo ibérico y el semítico, luego
incluso del tipo gorila y del tipo mono, tan barojianas), es cuando uno se
plantea si estos retales remetidos quedan bien o mal. Desde ahora da la
sensación de que Baroja no se entrega completamente al mundo interior de Sacha
porque le apetece descansar de ese leve amaneramiento de su voz que tan bien le
sale, y se toma un refrigerio. Pero también es la ortodoxia impresionista: una
mancha de esto, otra de aquello. Baroja cifra la continuidad en otras virtudes,
empezando por la variedad. El conjunto, acabada la novela, suele darle la
razón, y aquí también, por más que no quede tan redonda como otras. Creo que
Arcelu habla demasiado tarde. Llega tarde a la novela, no le dan tiempo a nada,
al pobre, y su conversación, muy interesante, remansa el sentimiento desbocado
que esperábamos y lo concentra en una última secuencia.
Ese episodio final de El Puerto de Santa María, intenso y bien resuelto, la
verdad es que compensa. Sacha es entonces una Nora engañada muy españolamente
por su Juanito Velasco, con una bailarina de flamenco, la Coquinera. Baroja
lleva tiempo hablándonos, un poco a lo Montesquieu, de cómo son las mujeres
españolas, sometidas voluntariamente a un sujeto que en el mejor de los casos
se deja gobernar dentro de casa, donde las tiene secuestradas. Cuando Sacha le
dice a Juan que se quiere separar, sus palabras son de drama ibseniano:
-…
Separémonos.
-
Hablas en serio, ¿Sacha?
-Sí,
hablo en serio. Eres un egoísta; no has tenido consideración ninguna conmigo.
Yo no te he pedido nada, y tú me has tratado con una brutalidad, con una
crueldad que ya me ha sublevado. No quiero estar más aquí. Me voy.
Y se va. El epílogo
es gracioso, porque Sacha se da cuenta de que forma parte de la incesante
crueldad de la existencia el herir aun siendo herido, el sufrir sin ser
consciente de a quién hieres con tu sufrimiento. Sacha es de esas mujeres que
hubiera sido muy feliz con un hombre leal a su esposa y a su hija, que sin
privarse de conocer el mundo las tuviera siempre en el centro de su vida, un
marido culto y viajado, crítico con el atraso social y defensor de la igualdad
de la mujer. Sacha empieza la novela estudiando medicina, igual que su amiga
Vera, y si no continúa es por no admitir la severidad de su maestro y casi
amante Leskoff. Sacha es la Electra que el joven Baroja había aplaudido diez
años antes, la mujer que a pesar de todo lucha por su independencia sin
renunciar a lo que podríamos llamar con infinitas precauciones su condición
femenina. Sacha no necesitaba a un pintamonas como Juanito Velasco sino a un
intelectual cínico y volteriano, un buen hombre que la llevara en palmitas y
fuera feliz llevándola, que hiciese reír a su hija y sentirse protegida, que no
la agobiase a ella ni la encerrase ni la condenase a nada. Sacha hubiera necesitado
alguien como Arcelu, o sea alguien como Iturrioz, o sea alguien como Baroja.
Está visto que, para un escritor, la mejor forma de que una heroína le salga
bien es enamorarse de ella.
[1] Me
refiero a la manera de escribir, aunque me extraña que, por ejemplo, el retrato
de Sejano que pinta Tácito en los Anales
no le gustara a Baroja, que se decantaba, sorprendentemente, por Suetonio. En Juventud, egolatría le dedica este
párrafo a Tácito: “Otro gran historiador romano teatral, melodramático,
solemne, lleno de grandes gestos, es Tácito; también da una impresión
sospechosa, de poca veracidad. Tácito tiene algo de inquisidor, de un fanático
de la virtud. Es un hombre de una postura austera y moral, una de esas posturas
que con frecuencia sabe tomar un perfecto canalla”.
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