5.12.13

Baroja enamorado


Al leer Laciudad de la niebla me quedé con la impresión de que María Aracil debería haber seguido contando la historia en primera persona, porque su voz era verosímil, se la oía a ella, no a Baroja, sin dejar de saberse quién lo había escrito. Eso es algo que no todos saben hacer. Pero Baroja, entonces, aparecía en Londres, vestido de Iturrioz, y eso exigía mala leche, que es lo que Baroja quita a sus personajes femeninos para darles voz, de modo que a partir de entonces escribió en tercera persona hasta terminar el libro. Tanto María Aracil en La ciudad de la niebla como Sacha Savarov en El mundo es ansí, cuando hablan en primera persona, son Baroja sin mala leche, y en el caso de Sacha, que es rusa, utiliza una prosa más musical, más amplia, con ese periodo equilibrado que Baroja, como buen escritor tacíteo[1], evitaba por sistema. Hay descripciones de Sacha que podría haberlas firmado sin duda un modernista de la época (1912), un modernista que no fuese cursi, queremos decir, y que tuviera el sentido del ritmo de las buenas novelas líricas. No es tan sonoro, desde luego; es más discreto, más encapotado, más ruso, pero el ritmo está muy medido y todas las frases muy rematadas. No se trata de un hallazgo fonético, de estar oyendo a Sacha, sino literario, de estar leyendo a una mujer inglesa que ha leído Ana Karenina.
               El mundo es ansí procede al revés que La ciudad de la niebla. Allí el arranque lo contaba María, y aquí se ocupa Baroja. Debe de ser que, como era una novela tan europea, Baroja pensó en empezar in medias res, con la boda de Velasco y Sacha, de la que apenas se dice nada porque de inmediato el narrador se remonta a la vida de Sacha en Moscú, su amistad con Vera (muy parecida a la amistad de María con Natalia) y sus amores nonatos con el severo ruso Leskoff, sacado directamente del Padres e hijos de Turgueniev, un tipo huraño, de melena grasienta y nariz afilada, y en fin un buen tipo, coherente y leal; pero también su primer matrimonio con Klein, un hombre de acción disuelto en arrebatos de ruso. Ahora Sacha ya no es tanto Karenina como Kitti, y su Klein es el esforzado Levin, pero ni Sacha es tan candorosa ni Klein tan concienzudo, y enseguida se sale de la santidad tolstoiana para enfangarse de atrabilis dostoievskiana.
               Así que lo manda a la mierda y se va a Florencia con su hija pequeña y la niñera. Estas novelas de Baroja tienen eso, que la gente se enfada por algo y cambia de país y se va a vivir a un hotel y a describir, ya en primera persona, hermosas tarjetas postales que están entre lo más interesante de esta novela, el esfuerzo estilístico de una prosa lírica sin desparrames, delicadamente femenina, y yo creo que lo consigue. Claro que también se toma sus descansos, porque Sacha, de Florencia, después de unos cuantas historias laterales de mujeres engañadas por chulánganos y de la guía turística habitual, ella, despreciando a los conquistadores italianos, se casa con un pintor español, Velasco, que es por donde había empezado la novela. En realidad, cuando Sacha llega a Biarritz, antes de pisar un pueblo de la Rioja ya con la boina 98 en la cabeza, es como si se terminase una novela. Baroja entonces interviene. Esos cambios de rumbo de sus novelas parecen eso, intervenciones, como si la novela hubiese llegado a un punto final demasiado prematuro y hubiera que bajar a las vías para ponerla otra vez en funcionamiento. Así que, después de recorrerse media Europa, acaban en la Rioja, y al día siguiente en Sevilla, y a ellos se ha unido el técnico en reparaciones argumentales, Baroja, esta vez disfrazado de Iturrioz, a su vez disfrazado de Arcelu, un tipo que, al contrario que Iturrioz, sí que tiene inclinaciones sentimentales. Arcelu, el amigo bueno (en César o nada también hay un Pílades sensato, Alzugaray o algo así), da un repaso al tema de España en una larga conversación en la que Sacha dice más o menos lo que los contertulios de Sócrates. En esos momentos, con esas intromisiones (estábamos asistiendo al derrumbamiento del matrimonio de Sacha, no a una discusión sobre el tipo ibérico y el semítico, luego incluso del tipo gorila y del tipo mono, tan barojianas), es cuando uno se plantea si estos retales remetidos quedan bien o mal. Desde ahora da la sensación de que Baroja no se entrega completamente al mundo interior de Sacha porque le apetece descansar de ese leve amaneramiento de su voz que tan bien le sale, y se toma un refrigerio. Pero también es la ortodoxia impresionista: una mancha de esto, otra de aquello. Baroja cifra la continuidad en otras virtudes, empezando por la variedad. El conjunto, acabada la novela, suele darle la razón, y aquí también, por más que no quede tan redonda como otras. Creo que Arcelu habla demasiado tarde. Llega tarde a la novela, no le dan tiempo a nada, al pobre, y su conversación, muy interesante, remansa el sentimiento desbocado que esperábamos y lo concentra en una última secuencia.
               Ese episodio final de El Puerto de Santa María, intenso y bien resuelto, la verdad es que compensa. Sacha es entonces una Nora engañada muy españolamente por su Juanito Velasco, con una bailarina de flamenco, la Coquinera. Baroja lleva tiempo hablándonos, un poco a lo Montesquieu, de cómo son las mujeres españolas, sometidas voluntariamente a un sujeto que en el mejor de los casos se deja gobernar dentro de casa, donde las tiene secuestradas. Cuando Sacha le dice a Juan que se quiere separar, sus palabras son de drama ibseniano:

-… Separémonos.
- Hablas en serio, ¿Sacha?
-Sí, hablo en serio. Eres un egoísta; no has tenido consideración ninguna conmigo. Yo no te he pedido nada, y tú me has tratado con una brutalidad, con una crueldad que ya me ha sublevado. No quiero estar más aquí. Me voy.

Y se va. El epílogo es gracioso, porque Sacha se da cuenta de que forma parte de la incesante crueldad de la existencia el herir aun siendo herido, el sufrir sin ser consciente de a quién hieres con tu sufrimiento. Sacha es de esas mujeres que hubiera sido muy feliz con un hombre leal a su esposa y a su hija, que sin privarse de conocer el mundo las tuviera siempre en el centro de su vida, un marido culto y viajado, crítico con el atraso social y defensor de la igualdad de la mujer. Sacha empieza la novela estudiando medicina, igual que su amiga Vera, y si no continúa es por no admitir la severidad de su maestro y casi amante Leskoff. Sacha es la Electra que el joven Baroja había aplaudido diez años antes, la mujer que a pesar de todo lucha por su independencia sin renunciar a lo que podríamos llamar con infinitas precauciones su condición femenina. Sacha no necesitaba a un pintamonas como Juanito Velasco sino a un intelectual cínico y volteriano, un buen hombre que la llevara en palmitas y fuera feliz llevándola, que hiciese reír a su hija y sentirse protegida, que no la agobiase a ella ni la encerrase ni la condenase a nada. Sacha hubiera necesitado alguien como Arcelu, o sea alguien como Iturrioz, o sea alguien como Baroja. Está visto que, para un escritor, la mejor forma de que una heroína le salga bien es enamorarse de ella. 




[1] Me refiero a la manera de escribir, aunque me extraña que, por ejemplo, el retrato de Sejano que pinta Tácito en los Anales no le gustara a Baroja, que se decantaba, sorprendentemente, por Suetonio. En Juventud, egolatría le dedica este párrafo a Tácito: “Otro gran historiador romano teatral, melodramático, solemne, lleno de grandes gestos, es Tácito; también da una impresión sospechosa, de poca veracidad. Tácito tiene algo de inquisidor, de un fanático de la virtud. Es un hombre de una postura austera y moral, una de esas posturas que con frecuencia sabe tomar un perfecto canalla”. 

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