La
tercera novela de la trilogía La selva
oscura quizá sea la menos interesante para lo que íbamos buscando. El
conjunto, a partir de la sorprendente La familia de Errotacho, es de una
especie de desmoronamiento narrativo. En El cabo de las tormentas la trama ya
se había disgregado en centones hilvanados con los viajes de Fermín Acha y el
matrimonio Vidart, Míchel y Anita, una pareja sonriente, anuente, y más atrezzo que otra cosa.
El inteligente, el ocurrente, el capitán tan es Fermín Acha, que en Los visionarios los lleva en un Ford-T a
recorrer Andalucía en los primeros días de la Segunda República.
El
problema (para mí) de esta novela es que se trata de un documento excepcional
para saber lo que Baroja/Fermín opina de los Borbones en general y de Alfonso
XIII en particular, al que pone tibio, pero también de los republicanos de nuevo cuño, de los revolucionarios al calor del hambre, de los arribistas y de los mangoneadores. Al Borbón, nada más empezar, lo llama inútil y cobarde sin descanso y
de todas las formas posibles, egoísta patológico, soberbio, mentiroso. Una
perla. El sarcasmo amargo sofoca la escena de chimenea en que transcurre la
conversación, en las habitaciones de la vieja condesa de Zorita, que está muy
delicada. Participan el pusilánime marqués y su hijo Roberto, idealista de derechas y
un duque, primo del marqués, algo más morigerado. “¿Qué ópina usted de la caída
de la monarquía y del triunfo de la República?”, pregunta el marqués a un
doctor “muy famoso” que ha examinado a la marquesa y charla un rato con los
familiares, mientras ella descansa. En ese momento empieza la entrevista
con Baroja sobre la monarquía y el triunfo de la República que no solo anegará
esta primera parte sino casi todas las demás.
Los
comienzos de los capítulos (en libros los divide aquí Baroja) nos ilusionan por
lo que tienen de libro de viajes, de descripciones de tipos y de paisajes. La
visión andaluza de Baroja es bastante inclemente, desde luego. Lo andaluz per
se y lo andaluz por contagio, porque hasta el Rinconete y Cortadillo le parece “una cosa falsa, inventada, que no
tiene realidad ninguna, pero que produce el entusiasmo de estos amanerados y
bizantinos eruditos españoles”. Con
Zurbarán ya es otra cosa (“¡qué manera de ver la realidad más irreal!”): lo
llama visionario y habla de un “realismo
alucinado”, un poco como treinta años antes se hablaba de El Greco, en los
tiempos de Camino de perfección.
En todo
caso, la entrada en Andalucía es muy hermosa, y la página que de vez en cuando
le dedica a los paisajes, pero todo consiste en sacar actores del conflicto, exagerados
hasta que se ajusten a las ideas del autor. Naturalmente que hubo caciques como
el repulsivo Don García, que cuando llegase la guerra se convertirían en
bestias salvajes, y curas idiotas y pazguatos,
como el cura de Castrillo, o fanáticos, como aquel cura con el que viajan al País
Vasco para relajarse de tanta zeta, y revolucionarios ignorantes, amarrados más
a la rabia que a la idea, o a una idea rabiosamente comprimida. Los casos que
cuenta, entre pintorescas divagaciones sobre bandoleros célebres y escenas de
librería de viejo, son ejemplos, exempla, y como tales hay que tomarlos si a
uno no quiere decepcionarle el que no se detenga en ninguno más allá del somero
argumento. Célebre es la crítica llena de mala baba que le dedicó Borges a este libro, un Borges, por cierto, más patriota que crítico, y que había leído las lindezas de Baroja sobre los americanos en Juventud, egolatría.
Borges no vio más que su propa ira, pero hay al final un episodio que obliga a repensarlo todo, La ruina de la casa de los Baenas, el más
interesante desde el punto de vista narrativo. Sin dejar de ser un ejemplo más de
la entrevista sobre el tema (más bien, sobre nuestra incapacidad racial para
afrontarlo) plantea una situación compleja cuyos actores son cada uno de los
tipos que ha ido antes despellejando uno por uno en distintos capítulos, el cacique, el señorito, el anarquista,
el perdulario, etc., a los que ha reunido apara dar forma a una historia que lo
contenga todo. Baroja viaja a Córdoba con su equipo (Fermín Acha y el
matrimonio Vidart) y pegan la hebra en el jardín del hotel con un magistrado
que entra y sale, que se sube y se baja de la novela igual que del tranvía, como dijo Julio Camba.
Pero luego hay otro que conoce a unas señoras que hay en la mesa de al lado y a
las que le pasó la historia con la que se remata el libro para que quede el sabor de haber leído una novela.
Una familia de postín, los
Baena, se entrampa con un usurero, don Segundo. Este le pide, muy a lo
Torquemada, para casarla con su hijo, a Milagritos Baena, que no quiere saber
nada de un advenedizo como él. El
usurero, en su papel más clásico, empieza a apretar el nudo, lanza una
campaña de insidias contra los Baena, una página densa que con otra idea más
folletinesca de la novela (a esas alturas Baroja ya solo creía en los
resúmenes) habría sido más que suficiente para componer la novela entera.
Cuando llega la república, el usurero, antes afiliado a la Unión Patriótica y “entusiasta
del dictador”, y su hijo mayor “aparecen como republicanos radicales y amigos
de los directores de la Casa del Pueblo”, con lo que la campaña contra los
Baena empieza a serlo contra las familias linajudas, “explotadores natos de los
oprimidos”.
Se publicó en la ciudad una hoja
llena de horrores y de calumnias, pagada por don Segundo, sobre todo contra los
Baenas: el padre había sido un vicioso y un alcohólico; la madre, una
hipócrita; la hija mayor, una loca histérica y lesbiana; a la menor se le había
visto salir de una casa de citas con un militar forastero, y el hijo prostituía
a las pobres muchachas que iban a servir a su casa.
Estas
hojas se mandaron a todas las casas pudientes del pueblo. por el momento, no
hubo nadie que tuviera el valor de reaccionar contra la calumnia. Las tres o
cuatro familias residenciales quedaron sometidas a la mayor humillación. A los
Baenas ya los visitaba únicamente el cura, don Juan Castrillo, y algunos pocos amigos
fieles casi de ocultis. Tal suele ser la cobardía de la gente de los pueblos.
La plebe
tiene en épocas revueltas la pretensión de ser infalible. Si elogia o abomina,
siempre es con razón, y, aunque la injusticia sea palmaria, no la reconocerá de
ninguna manera. La ciudad mordió el cebo echado por don Segundo y sus amigos. Parecía
imposible hacer reaccionar la opinión. El pueblo creía que la campaña contra
los Baenas era de pura moralidad.
La cosa
no acaba ahí. Muerto el patriarca de los Baena, la mujer y las hijas se tienen
que marchar a un cortijo, La Solanilla, sobre todo porque el tonto del cura,
don Juan Castrillo, organiza con ellas una especie de procesión de damas
monárquicas y las pone a cantar, en el año 31, el himno de riego versionado:
Pediremos a Dios que nos triga
un Borbón, un Borbón, un Borbón
Claro
que, al irse al cortijo, se topan con la otra parte del asunto. En esa misma
Casa del Pueblo con la que simpatizaba el usurero vive otro amante despechado
de Milagritos, pariente suyo, que se había convertido en “un revolucionario
peligroso de acción y en jefe de la Juventud comunista”, quien seguramente, a
pesar de haber dado su palabra, anda detrás de un ataque al cortijo del que las
mujeres, madre, hija y sirvienta, deben defenderse a tiros como en las novelas
de Jane Smiley. Al tiempo, se organiza una intentona revolucionaria, se prende
una fábrica de harina y mueren dos revolucionarios, uno de ellos el amante
despechado, al que, por su origen, llamaban El Señorito. Las mujeres huyen a
Madrid, se quedan sin nada y Fermín se
ofrece a buscarles un empleo. Milagritos aún suspira por El Señorito, el niño bien que se hizo revolucionario, igual que despreció al ganapán que se hizo niño bien. Fin del libro, fin de una buena historia que ha
durado solo las últimas páginas de un libro de opiniones ácidas, como si
Baroja, al terminar, quisiera dejar claro que si no ha escrito esa novela es
porque no le ha dado la gana, porque habría que reescribirla, y porque sirve de corolario, de broche final. Baroja escogió el método del centón, mucho más acusado que en las
otras dos novelas. No era decadencia sino quintaesencia. “La más declaradamente rapsódica”, dice Mainer en su
biografía de Baroja. Es un modo de decirlo.
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