Le pongo
número a la entrada porque no es la primera vez que hablo aquí de esta novela.
Es posible, además, que sea la novela que más veces he leído de Baroja.
Teniendo en cuenta que Luis Murguía (y Baroja, que la escribió con 48 años) se
aproximan ya a doblar el cabo de las tormentas, puede decirse que la he leído
en casi cada edad de aquellas por las que pasa el narrador. Las primeras veces,
el punto de llegada, escéptico y desengañado, conforme con la vida invernal,
con esa independencia triste que se ha ganado, me parecía entonces el atributo
definitivo del héroe. La vida le lleva luego a uno por otros caminos, pero ese
fondo de renuncia, esa misantropía casi natural que se va forjando en Luis
Murguía son más o menos los mismos que uno tiene ahora, a la misma edad con la
que el protagonista termina su relato. Entonces eran los sueños de un muchacho
apartadizo; ahora son las certezas de un hombre alejado.
Es
posible que esta sea la primera gran novela “de después de 1914”, fecha en la
que el propio Baroja encuentra un cambio en su carrera. Antes, en palabras de
Baroja que leo en el tomo de Mainer, todo giraba en torno a “violencia,
arrogancia, nostalgia”, y después lo dominaban “historicismo, crítica, ironía y
un cierto mariposeo sobre las ideas y sobre las cosas”. La sensualidad pervertida es de 1920. Desde que ocho años antes,
en 1912, escribiera El mundo es ansí,
Baroja no había vuelto al tipo de novela urbana, contemporánea, que había
venido practicando regularmente desde principios de siglo, y con la que había
conseguido sus piezas más duraderas. Desde entonces se había metido en esa
lectura de largo verano que son las Memorias de un hombre de acción, veintidós
novelas de pluma y espada que le llevarían a mediados de los años treinta,
salpicadas por piezas de otro palo como El laberinto de las sirenas (1923), El
gran torbellino del mundo (1926) y Las veleidades de la fortuna (1927), pero ya
en otro orden barojiano, el orden del mariposeo.
Vista
así, la vida de Baroja da un cambio no tanto en 1914 como en 1912, cuando se
compra Itzea, la casa de Vera de Bidasoa, “buena para fábrica o convento”, según
la anunciaban los vendedores. Allí Baroja, en efecto, se recluyó para fabricar
sus propios episodios nacionales, sus a partir de entonces frecuentes libros de
ensayos, que son novelas de no ficción, y de vez en cuando, cuando estaba en
Madrid, en invierno, en la mesa camilla, con el brasero, volvía a un tipo de
novela que ya solo se podía escribir desde la nostalgia, no desde la rabia ni
desde la idea. La arcadia vasca a la que desde Madrid le había dedicado lo más
sentimental de su literatura se realizaba en un entorno a lo Montaigne. A
partir de entonces Baroja escribió una única novela o ensayo en varias docenas
de volúmenes. Se convirtió en personaje de sí mismo para siempre, y la potencia
creadora iría sesteando hasta que la vida y la literatura fuesen una misma cosa
y pudiera escribir sus memorias.
De toda
esa segunda etapa, La sensualidad
pervertida es su última gran novela madrileña,
por oposición a las novelas de Itzea.
Es crítica e irónica, y por momentos tronchante, pero en ella el personaje, y
la ficción, son cañamazo del ensayo. Los diferentes fracasos sentimentales de
Luis Murguía sirven para poner ejemplos de una idea que recorre la novela
entera: es muy cansado ir detrás de las mujeres y que no te acabe de cuadrar
ninguna; es decir, es muy cansado compaginar las urgencias de la biología y los
dictados del pensamiento crítico, la atracción irresistible y la misantropía
(Baroja no es misógino, es misántropo, es decir, misógino y andrófobo).
La arquitectura novelística, en
efecto, ya no tiene ese impulso dramático, esa compasión por el héroe. Ahora el
héroe y el autor vienen a ser la misma cosa, y uno no se tiene compasión por sí
mismo; si acaso, se contempla con ironía. El argumento es la vida misma, poco a
poco, mujer a mujer, decepción a decepción, todo recamado de escenas sueltas y
diálogos brillantes, en un tempo narrativo que va a toda pastilla, que pasa por
las cosas pero no tiene demasiado interés en rebuscar en ellas. Ese no
detenerse, escribir como el que recoge fichas, una tras otra, sin modulaciones
dramáticas, ese irse dejando construir de la novela la separa de los otros dos
personajes de la trilogía, César Moncada y Sacha Savarov, porque ellos eran,
cómo decirlo, héroes exentos, y Luis Murguía es, sin tapujos, Baroja mismo.
Iturrioz y Arcelu, que aquí se llaman Luis Murguía, son ahora los
protagonistas. El Baroja que narraba en un segundo plano es ahora la novela entera.
Si esta novela es novela es porque para contar sus andanzas eróticas existenciales
tenía que hablar en sentido figurado, sobre todo cuando salen tantas.
En todo caso, entre la marabunta
de mujeres que repelen a Luis Murguía, hay dos arquetipos de mujer barojiana
que sobresalen un poco, la una porque aparece con más frecuencia y la otra porque es la
última gran decepción. Se puede decir que Murguía ha ido desechando mujeres porque
no le cuadraba ninguna o porque no quiere que le hagan daño, hasta que encuentra
una, la de siempre, la rusa, la extranjera, la dulcinea, que sí le gusta, pero
esta se le va en un giro teatral de última hora que tampoco es muy convincente,
después del realismo impresionista y plagado de personajes con que nos ha ido
contando su perversión sensual, y después de que por fin, y muy discretamente,
en elipsis barojiana, nos haya dado entender, por fin, que echó un polvo con
Bebé.
El
primer arquetipo es la Filo. Es de la misma pasta que Lulú, más resabiada por
los palos que le ha dado la vida, pero igual de noble. Una mujer sencilla,
valiente, trabajadora, con la que Murguía no se arregla porque, ay, resulta que
la Filo escogió a Lozano cuando eran jóvenes, no a él, y encima Lozano le hizo un hijo,
antes de dejarla tirada. Murguía está a gusto con ella, pero no puede soportar
la idea, tan masculina, de que cuando él la quiso ella lo rechazase; de que,
cuando él soñaba con ella, ella estuviera revolcándose con su amigo. Estas
heridas estúpidas, hijas de un orgullo insano, a veces duran toda la vida. La
Filo y Murguía siguen siendo amigos, y hasta cierto punto lamentan no haberse
hecho compañía para siempre. Acostarse al final con Bebé viene a ser como
reparar de un modo chapucero el no haberlo hecho con la Filo.
El otro
modelo es Ana, la rusa de París. En España, para Murguía, no hay más que mujeres
retorcidas, primitivas, fanáticas o gordas. A las mujeres españolas las
describe según divertidos métodos etnográficos: reparadas, belfonas,
platirrinas. Tan solo la Anthoni, una criada vasca que es de la estirpe de Lulú
(o de aquella Quenoveva de Zalacaín),
y Charo, la mujerona que nos ha vuelto locos a todos los adolescentes, y que
yo, cuando la leí por primera vez, recuerdo que me la imaginaba como Charo
López, se salvan de la quema. Pero cuando Adela lo toma como padre de la pobre
Adelita (que es como el Luisito de El
árbol de la ciencia pero en niña) mientras el verdadero padre se lava las
manos con su amante y sus negocios, Murguía se revuelve contra quien lo quiere
porque lo utiliza.
Pide demasiado Murguía. Se
asombra de que Joshe María Larrea (el tipo de Julio Aracil, un hombre de
acción, sin escrúpulos ni complejos) pase por alto tantas cosas con tal de
mojar. Murguía no. Murguía es un romántico hiperestésico que no soporta la
mugre bohemia ni los defectos demasiado humanos. Solo cuando sale de España, en
ese París de paseos junto al Sena y de hotelitos con damas internacionales,
conoce a una mujer que le llega de verdad, Ana, exactamente igual que Sacha, y
él se comporta con ella como Arcelu con Sacha Savarov, y termina igual de
escaldado. Más, porque en esta ocasión ha sido la casualidad, la carta que no
llegó, el malentendido, lo que desbarata cualquier ilusión y lleva a Murguía a
su punto de partida.
Ya huyo sistemáticamente de las
mujeres; no quiero darme a mí mismo el espectáculo de un viejo rijoso y
ridículo.
Nada de
grandes proyectos ni de grandes esperanzas; nada de lazos apretados. He llegado
a lo que en mi juventud me parecía la más triste necesidad de la vida: la
necesidad de la limitación. Me contento con tener un pequeño éxito de conversación
en una reunión de señoras, con llevar a casa una chuchería antigua que me
parezca bonita y comprar algunos libros.
Baroja,
digo, escribía esto con 48 años, en una de sus novelas más biográficas. No creo
que en su vida hubiera tenido tantas mujeres a tiro, pero sí que se sentía así,
que esas palabras son de Murguía y son de Baroja. Tampoco parece lamentar nada,
porque a fin de cuentas no ha sido víctima de las mujeres sino de su propio
carácter, e insiste en que se siente mejor que cuando era joven, menos
presionado por las necesidades biológicas. Ya conoce sus límites. Esa ataraxia
que va buscando en tantas otras novelas parece que se ha formado por sí sola,
que la ha formado la edad, no la voluntad. La llaga protectora que le salió al
árbol con la picadura del cínife ya está completamente formada. El hombre ya
sabe lo que le mortifica, y que su sentido de la lucidez no admite excepciones.
“No me gusta la gente”, dice en alguna ocasión. Y eso es todo, pero para
pensarlo y decirlo con la suficiente seguridad se necesita casi medio siglo de
dudas.
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