29.10.19

Calabaza


Desde la azotea sigo muy atento el proceso de autosuficiencia del granjero de más abajo. Frente a los corrales, más allá del estercolero, hay una fanega de cultivo dividida en dos franjas longitudinales. En la de la izquierda cultiva pipirigallo, y en la de la derecha calabazas. La alfalfa va cortándola y dejándola secar antes de dársela a las cabras y a media docena de ovejas, de manera que siempre hay al menos tres verdes diferentes: el claro y turgente de los nuevos brotes, el cenizoso de los ya cortados y el más oscuro de la siguiente siega. En la otra franja, en primavera reparte el estiércol con una excavadora, todo se anega de floripondios y hojas como platos, hasta que se van secando y emergen las calabazas forrajeras, blancas y como jaspeadas de azul, las más amarillas y las naranjas. 
La producción va íntegra a los cerdos y las gallinas, a un burro que rebuzna por las noches y unos pavos blancos que caminan sueltos como sandalios entre los rastrojos. Engordan por momentos, pero aún les quedan dos meses de vida. Los cerdos se alimentan con las calabazas y las calabazas se alimentan con los cerdos, y este círculo tan sencillo que nos enseñaban con diagramas en la escuela es un espectáculo de autoabastecimiento cuando lo miro desde arriba, lejos de la peste que despide el muladar.
Ahora el diagrama escolar tiene más que ver con cómo confeccionar una calabaza de película para hacer el tonto el día de Ánimas. Se diría que la pobre calabaza ha subido de rango: ya no es símbolo de decepción, de poca cosa, de suspenso, de fracaso, sino que ha sobrevivido por su aspecto, y eso que su sabor, asada, es insuperable. Como con todo, basamos el reencuentro en la sofisticación. La calabaza ya no es el trozo de carne anaranjada que mi madre ponía encima de la caldera, como los boniatos, a que se fuese asando, sino un plato vintage que nos hace parecer expertos sin prejuicios en los placeres de la vida natural. La estética lo salva todo. Aún deben de andar por ahí un puñado semillas de distintas calabazas, de peregrino, de cacahuete, unas con lágrimas de cirio, o con aire de amuleto, qué se yo. El dueño de la finca, por si acaso, ya las ha recogido todas, no sea que entre estetas y veganos se quede sin comer el burro.

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