20.12.19

Invierno


Los ábregos serán templados pero anoche prepararon una tormenta de las de antes. Las rachas de viento escupían la lluvia en las ventanas, se metían por los canalones, que ululaban como tubos de un órgano ronco, arrastraban las sillas del jardín, algunas volaban y al caer nos daba la sensación de que un ciprés se hubiera descuajado y se precipitara con todo su estruendo sobre las tejas, y poco antes de media noche se nos fue la luz. Entre velas escuchábamos el temporal, y aún salí con una linterna para ver la magnitud de los daños. Las gotas caían como agujas en el haz de luz, ni verticales ni paralelas, el viento las mantenía en vilo dando vueltas como insectos asustados. Llamaba a los perros, pero mi voz no iba mucho más allá de mí, el viento la cortaba, hasta que en uno de los movimientos vi reflejarse los ojos de Galán, que estaba en uno de los pocos sitios que no azotaba la ventisca, resguardado en un talud al pie de los cipreses y parapetado por un seto de aligustres. En el escondrijo de la valla donde suele retirarse, Morena escuchaba con resignación los alaridos del vendaval. Muy mojado pero más tranquilo me volví a meter en casa. El servicio de averías, tras la insistencia de rigor, nos avisó de que el ventarrón había derribado una torreta y los fusibles, como esta misma mañana me confirmaba un amigo bien informado en materia de tormentas, habían estallado contra el suelo. 
Eso hizo que pasáramos la noche en la doble oscuridad del sueño y del diferencial de la luz. A eso de las tres de la mañana la tempestad se había recrudecido, me levanté a comprobar que no hubiera habido más derrumbamientos (lleva días lloviendo y los álamos que crecen en las laderas descarnadas, con las raíces a flor de suelo, son, además de los más grandes, los más viejos y endebles), me abrigué con la primera manta que encontré palpando en una silla, encendí un candil de latón que teníamos de adorno y caminé entre sombras llameantes hasta la puerta del jardín. En esas circunstancias, con aquellos pasos, a la luz insuficiente de un pabilo, como si estuviera deambulando por el desván de Cumbres Borrascosas, tuve la certeza de que, por mucho que lo llevara días mencionando, solo en ese momento había llegado el invierno.

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