3.3.24

Plegaria

Cuaderno de invierno, 74


Qué pereza da la primavera. El frío se ensaña con sus últimos zarpazos. Eran las ocho de la mañana y los mastines, otras veces inquietos como esos purasangre que se revuelven en el arrancadero, estaban dormidos como ceporros, alargando el sueño y el calor antes de salir al día gris. Por la noche ha llovido y medio nevado y las noticias sacan carreteras blancas y narices coloradas. Uno aprovecha para estarse quieto, antes de que venga la odiosa obligación moral del pasear alegre, ese esfuerzo supletorio de captar a cada momento la grandeza del mundo, tediosa como un bello atardecer. No, hoy no se oyen pájaros, habrán vuelto a emigrar, y el campo está paralizado. Basta con echar un par de troncos en la chimenea y abrir el libro que leímos de muy jóvenes, cuando soñábamos. El invierno es un tiempo interior, unos meses antiguos, una tregua. Escucho crepitar los leños y pienso en esa definición de melancolía que tantas veces habré repetido, una tristeza placentera, no apta para emprendedores, renuente al vitalismo hiperactivo y conforme con que el día se termine. «Mane nobiscum, quoniam advesperascit, et inclinata est iam dies», quédate con nosotros, porque atardece, y el día ya declina. No te adentres en la noche, no vayas todavía al territorio de las sombras, estate aquí, sosegado, al amor del fuego, en compañía silenciosa. No te metas en bosques oscuros en busca de un amanecer que si llega tendrá que ser como el de cualquier otro día, no ninguna novedad primaveral. Y esta sensación pretérita me abriga, como si vivir y recordar fuesen lo mismo. Ya llegará la mala conciencia de no corretear entre los campos de amapolas. Déjanos, invierno, ser tranquilamente viejos. Danos la perfecta excusa del cansancio, haz verosímil la decrepitud. La vida está aquí dentro, en este libro antiguo que nos hacía sonreír de gozo en aquella deslumbrada juventud, cuando no nos importaba que su autor llevara mucho tiempo muerto porque lo sentíamos uno de los nuestros. Hemos ardido como ese leño, claro. Pronto quedarán solo las brasas y vendrá la negra noche y habrá que descansar. Pero déjanos un rato más de no sentirnos miserables, de no desear ni reprocharnos nada, aquí recogidos, posar el libro abierto en el regazo y cerrar los ojos antes de hora, como el perro tranquilo que no se quiere dar por enterado de que ya ha salido el sol.

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