1.3.24

Viaje

Cuaderno de invierno, 72


Muy de vez en cuando, irremediablemente, uno tiene que salir de casa. Pero no es un cambio tan drástico del panorama si el destino es la estación de tren, río abajo, a donde deberíamos haber ido en un tílburi para no cambiar el mobiliario del espíritu, con un caballo mohíno y cabizbajo cuando fuésemos a despedirnos, y de alegre trotecillo al reencontrarnos. No haría falta dejar el camino viejo hasta llegar al otro lado del andén, que en las ciudades pequeñas conserva ese aire fantasmal y recoleto del apeadero. Oiríamos el silbato entre los álamos, aunque ya no viéramos cómo asciende una nube de humo que se disipa entre los árboles del valle. A pesar de no tener ni siquiera dos siglos, el tren sigue metido en una cápsula ficticia, en un pasado atemporal. Entre las fotos de su inauguración en el siglo XIX y las de ahora no hay tanta diferencia como entre el camino que nos llevaría por el río y la carretera por la que tenemos que circular. Pasear por el andén, en ese silencio solo interrumpido por algún chirrido, por el aldabonazo de un cambio de agujas o por los pasos del jefe de circulación, es lo mismo que pasar unas horas en las páginas de una novela antigua. De todas las construcciones modernas que asolaron la vega, la única que no desentona es la estación, levantada con sillares de rodeno, ni los viejos hangares donde duermen las locomotoras. Pero en el aire se sigue mezclando el aroma del río con la brea de las traviesas, y las líneas del paisaje apuntan al mismo punto de fuga, igual la vía férrea que las farolas, lo mismo la tapia que los árboles de la ribera. Una curva blanda cierra el horizonte con promesas de aventura, un vacío relleno de adioses y de pájaros, que a la caída de la tarde anuncian la inminencia de la primavera. Cuando llega el tren, ese mínimo trasiego de sonrisas y maletas es el mismo que hace un siglo. Todo vuelve a despejarse de inmediato, cuando el tren vuelve a perderse por la fronda del río y uno imagina heroínas de novela diciendo adiós desde la ventanilla. Y sube contento al coche el equipaje o regresa solo y silencioso, y vuelve a remontar el río sin haber abandonado del todo este territorio de ficción en el que más a gusto se respira.

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