28.11.19

Hoja, 2


Los años han ido estableciendo un protocolo para barrer las hojas. En la cuesta de la entrada, flanqueada por chopos blancos, ya han caído todas las que tenían que caer. Es la primera parte que se barre. Un año, en previsión de que el viento no las volviese a esparcir en tanto las metiésemos en sacos o las quemásemos, echamos estas hojas entre un seto de aligustre y un talud de tierra descarnada. Esa noche los mastines durmieron en la gloria, a la intemperie pero resguardados, en contacto con la tierra pero en su forma más blanda posible. Desde entonces no hubo motivos para no incorporarlo a la costumbre, que además ha traído alguna otra, porque de aquí a un mes los mastines habrán deshecho por aplastamiento casi toda la hojarasca, y será el momento de añadir una nueva capa de tierra para que las hojas, que sirvieron a los perros de descanso, sirvan de alimento a los frutales que jalonan la bajada.
El cepillo de barrendero es una herramienta extraordinaria. Sin demasiado esfuerzo, uno va empujando la sonora ola de hojas pardas, amontonándolas, y después, más meticuloso, repasa la tierra y el polvo que quedó entre las arrugas del cemento. Trabajar despacio con grandes volúmenes que pesan poco, y con una sola herramienta que lo mueve todo, arrullado por la música de la hojarasca, es mucho más entretenido que aventar las hojas con una máquina que pedorrea. Hacerlo por partes, hasta que llegue el invierno, sirve para que las pocas que quedan en las ramas tengan su compensación con las que yacen en el suelo. Los bosques no dejan de estar coloridos y hermosos cuando pierden la hoja, es entonces cuando traspasan a la tierra su policromía, hasta que cae la nieve y todo se convierte en craso lodo. 
Cuando empiezas a quemar las hojas quemas el otoño al mismo tiempo, fundes los ocres en gris ceniza. El fuego vivificará todo lo que se quiera pero en este caso colabora con un invierno abstracto y sin huellas, un minimalismo del que, a su tiempo, también sabemos disfrutar. Pero queda poco más de tres semanas para que cambie la estación, hay que preparar un bidón nuevo y convertirlo en estufa. Somos humanos, no solo es un placer disfrutar de cómo cambian los colores, sino también ver cómo se destruyen. Luego vendrá, dice Virgilio, «esparcir ceniza inmunda por la tierra».

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