2.2.24

Ciencias borrascosas


Durante la lectura de Un verdor terrible me he acordado de un libro que Seix Barral publicó suntuosamente a finales del siglo pasado, Caos, de James Gleick, un ensayo divulgativo sobre lo que entonces ya se llamaba el efecto mariposa, desde la teoría de las catástrofes de Thom a los fractales de Mandelbrot, desde las constantes de Feigenbaum a las estructuras disipativas de Prigogine. El ensayo era muy claro —dentro de lo posible— y lo bastante entretenido como para extraer una porción de anécdotas que luego venían muy bien para lubricar las clases: bastaba nombrar el azar y recurrir a Borges para definirlo como un orden desconocido y las historias de científicos visionarios venían por sí solas.
Un verdor terrible nace del mismo patrón, y hasta bien avanzada su lectura uno no termina de entender por qué Anagrama lo ha publicado en su colección de novela y no en la de ensayo. Pero pasa con este libro como con alguna de las teorías sobre las que fabula, que no se sabe hasta qué punto es una cosa o la otra, ensayo o novela, ciencia o ficción. Cada capítulo repasa un episodio de la ciencia contemporánea protagonizado por científicos extravagantes. Labatut utiliza el género de el profesor chiflado y aplica a los problemas de la mecánica cuántica la prosa de Cumbres borrascosas. El resultado es un libro sobre los límites del conocimiento, y sobre aquellos cráneos privilegiados que se pasean por las riberas de la laguna Estigia, a ver si las ondas negras los inspiran. Por aquí desfilan alquimistas como Scheele, que para crear el más hermoso azul tuvo que sintetizar el veneno más mortífero creado hasta entonces, el cianuro; o Fritz Haber, que además de extraer suficiente nitrógeno para abonar una explosión demográfica, descubrió el Zyklon, al que los nazis, tan adictos a los venenos, dieron luego un uso muy particular. 

Labatut, con indesmayable brío, nos habla de las primeras intuiciones del matemático Schwarzschild sobre lo que tiempo después llamaríamos los agujeros negros, que ya entonces fascinaron a colegas como Einstein, o de la vida errante del matemático Grothendieck y su lejano discípulo Mochizuki, seres condenados a la inadaptación por el sobrehumano peso de su inteligencia, capaces de bajar a los infiernos de la percepción y del sufrimiento como aquel que baja a la bodega a por una botella de tinto, de retirarse del mundo para explicarlo, de negar la realidad para describirla, tan dotados para una sabiduría sobrenatural como ingenuos y hasta torpes en su análisis de las más simples y desustanciadas circunstancias cotidianas. Vivían presos de su propia luz, destilaban la esencia del universo, y se volvían majaras perdidos.

La mayor parte del libro, en realidad una historia que podría haberse contado de forma independiente, es la que se refiere a la pendencia científica que mantuvieron Schrödinger, el del gato improbable, y Heisenberg, el del principio de incertidumbre. Los dos destrozaron sus vidas en pos de una certeza incomprensible, la mecánica cuántica. Los dos llegaron al mismo terreno cenagoso creyendo que habitaban esferas incompatibles. Los dos sufrieron la incomprensión, el engaño y la enfermedad, el delirio y el dolor, la obsesión y la locura. Schrödinger se pasó de rosca en un sanatorio para tuberculosos, obsesionado con una niña como imaginada por Tim Burton y carcomido por la fiebre y la tos, de donde, sin embargo, salió con la fuerza suficiente para formular una ecuación cuya principal incógnita, la función de onda, sigue sin entender nadie, pero todo el mundo acepta como definitiva. Heisenberg, por su parte, tuvo que huir del mundo para que no lo matase su hipersensibilidad, a una isla que tiempo después serviría para explotar la munición que le había sobrado a Inglaterra en la Segunda Guerra Mundial. En ese mismo grado de inflamación estaba su cuerpo cuando llegó a la isla y su mente cuando, entre obsesiones insoportables y delirios pestilentes, empezó a vislumbrar sus complicadas teorías sobre mecánica cuántica, las que nos vienen a convencer de que las cosas solo son de algún modo cuando se las mide, cuando se las toca, cuando se las detiene. Su mente, revolucionada por una inteligencia enfermiza, era un canto a la lucidez y a la locura, las dos al mismo tiempo y en la misma caja, como el gato.

La lectura se hace apasionante porque Labatut no se enrolla con las cuestiones puramente científicas, que expone de la manera más simple y poética, pero sí con las circunstancias de genialidad insoportable con que fueron concebidas. No hay un solo personaje que no sea un enfermo mental, o más bien un elegido para enseñar el camino por el que los otros habitantes de la tierra no serían capaces de orientarse, ni siquiera de adivinarlo. Los símbolos de la niebla y de la oscuridad son el pan de cada página, las situaciones de angustia y alucinación, una fórmula constante. Si alguien se imagina que un físico teórico es un señor de traje y corbata que hace números con un lapicero de ocho a tres y luego se va a su casa y lee el periódico en un sillón pequeño junto a su esposa, está muy equivocado. En este libro todos gritan y se tiran de los pelos, todos se hunden en sus propias paranoias y emergen como un Neptuno que hubiera sacado del fondo del mar la piedra filosofal. 

Es lo que se llama una escritura romántica, imagino que tan lejana de la realidad como cercana a los fenómenos que describe. Igual que no sabemos si el gato está vivo o muerto, tampoco sabemos dónde acaba la wikipedia y empieza la fabulación, hasta dónde llega la ciencia y deja paso al cuento gótico moderno. Los pesticidas, las nuevas dimensiones o la imposibilidad de una certeza son lo bastante terroríficos como para prestarse a esta literatura de rostos cadavéricos con ojos sanguinolentos. Solo al final del libro declara su autor que «esta es una obra de ficción basada en hechos reales», y agrega una ristra de libros que el lector puntilloso puede leer para deslindar los hechos de la fantasía. No merece la pena: definitivamente, el libro es más propio de la sección de novela que de la de ensayo, y como tal supongo que hay que disfrutarlo. Los alumnos fliparían.


Benjamín Labatut, Un verdor terrible, Anagrama, 2023 (=2020), 217 p.

1 comentario:

  1. Anónimo11:34 p. m.

    Que bien descrito lo que me hizo sentir la lectura del libro.

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