14.2.24

Hoyo

Cuaderno de invierno, 56


Hoy había que cavar un hoyo para trasplantar un aligustre que ha crecido, acaso demasiado, en un macetón de barro. Los hoyos tienen algo de arqueológicos. Igual que con los terrones del huerto, no me conformo con dar cuatro golpes de azadón y sacar después la tierra con la pala, si es que cabe. Por algún curioso trastorno necesito ir excavándolo muy poco a poco, trazar un cuadrado de lados muy rectos e ir sacando limpias las paredes con el palanquín, y agacharme con una paleta de albañil y con ella ir repasando los bordes, las rebabas, con la idea de avanzar hasta un cubo perfecto de unos cuarenta centímetros de arista en el que quepa no solo la raíz del aligustre sino una cama de abono y un relleno de tierra buena. Al avanzar con la paleta van saliendo tierras de distintos colores, capas de arena de cuando allí se hizo una obra, cascotes de ladrillo, raíces de árboles que hace mucho fueron arrancados. El hábitat dormido del subsuelo va saliendo y yo lo destajo y lo voy amontonando junto a las hojas secas para formar un mantillo con el que pueda luego cubrir el suelo alrededor del tallo. Cuando la cosa se pone dura, lo relleno de agua y espero a que la absorba, y otra vez voy sacando fragmentos, contando raíces, haciendo palanca con la punta de la paleta para liberar guijarros incrustados en la tierra. 
Hago las cosas que no se han de ver como si hubiera que dejarlas a la intemperie. Hace muchos años leí un libro que me impresionó, Dios lo ve, del arquitecto Óscar Tusquets. Era un recorrido por aquellas obras concebidas para llegar a la máxima perfección posible y que nadie las viera nunca, desde los retratos que se metían en los féretros de los antiguos egipcios, de un naturalismo sobrecogedor, a estructuras de metal que servían de armadura para construcciones de cemento. Intentaré que este hoyo, cuando lo termine, sea una escultura de aire, un volumen perfecto y vacío, y lo miraré un rato y es posible que incluso le saque otra foto, poco antes de meter el mazacote del aligustre, que ya solo al entrar descarnará la tierra, y rellenarlo rápidamente para mantenerlo vertical. El agua con que lo riegue luego se ocupará de ablandar las paredes y deshacer las diferencias. No solo quedará oculto sino que dejará de ser.

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