16.2.24

Selva

Cuaderno de invierno, 58


Todos los inviernos digo que voy a limpiar la parte de abajo. Cuando se desnudan los membrillos, el sauce y la noguera que jalonan el cuello de la acequia, siempre me digo que de este año no pasa. La parte de abajo se quedó como esos nombres no especialmente precisos que persisten por alguna razón añadida. Podríamos llamarla de algún modo más poético, el paseo de los membrillos, por ejemplo, pero eso implicaría sanearlo, limpiarlo de ramas cortadas que amontonamos a modo de empalizada para que los perros, sobre todo Galán, no empujen la valla, y de chupones que les salen a los membrillos y a los odiosos ailantos. Habría que arrancar las zarzas y levantar la yedra que repta por el suelo, y rastrillar las capas de mantillo que se van superponiendo cada otoño y descargar el talud que lo separa de la parte más civilizada del jardín. Lo llamamos la parte de abajo como podríamos llamarlo el trastero, el sitio al que no da tiempo a ir para ordenarlo antes de que la primavera vuelva a ponerlo intransitable. Deberíamos afanarnos durante muchos días para traerlo a pliego, o contratar maquinaria que desmontara el talud y albañiles que levantaran un murete y abrieran una senda de sablón. «Y entre tanto pasa el tiempo sin remedio, pasa y seguimos dando vueltas a los detalles, cautivos del amor…», dice Virgilio, y ya solo van quedando fuerzas para mantener aquello que levantaron los bríos de la juventud. Hay partes del jardín que nos recuerdan lo que ya no ha de cambiar, quizá porque tampoco es necesario avasallarlo todo. Son lugares que gozan de una cierta independencia, con esa tolerancia selvática, un tanto inglesa, tan distinta del rigor francés cartesiano en el que nada puede quedar sin la huella de su domador. Nos limitaremos a podar los membrillos, a ver si no se hielan este año, y a quemar los palos de ailanto y a despejar una hilera de tierra para que las calabazas lo enmarañen todavía más, pero también este invierno nos olvidaremos de los sueños de extrema, rectilínea pulcritud. Los mastines en sus rondas han abierto un caminillo por el que se puede pasar cuando bajamos a tirar los cubos de ceniza, y tienen un corro despejado donde se tumban a observar los rebaños de cabras que pastan en el maizal de más abajo. Con eso, de momento, es más que suficiente.

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