20.2.24

Flor

Cuaderno de invierno, 62


Solemos comparar la vida con las estaciones. Cada cual la empieza por la que más le conviene, casi siempre por la primavera. Otros renacemos en otoño, maduramos en invierno, decaemos en primavera y en verano nos apelmazamos. Por eso los primeros anuncios clásicos de la primavera me producen más astenia que alegría. La flor del almendro, que antes era un aviso lejano, ahora es el anuncio del calor. El mundo pierde sus matices. Todavía queda un tercio del invierno pero como no venga una borrasca despistada ya podemos ir barriendo la leñera. Apenas hemos quemado las varas de la poda y ya se ve crecer la hierba entre las cenizas. 
Semejantes cambios del tiempo hacen pensar en la vida no como una sucesión de estaciones sino como el desarrollo de una sola. Este invierno tendrá noventa días, los años de una larga vida. Llevamos poco más de sesenta y da la sensación de que todo ha concluido y que no han de volver las nieves de antaño, y que si vienen será para helar las flores adelantadas. Los almendros, más que un principio, anuncian un final. Son como una flor en el ojal de un jubilado, que respira hondo y se prepara para una larga travesía del desierto hasta que el agua se termine y entre la arena brille la blancura de los huesos, esos «albentia ossa» de que hablaba Tácito. Esa flor tan tópica y tan tierna es el principio de una estación anodina que durará ocho meses de sopicaldo. Veo los árboles nevados y ya yo me dan ganas de celebrar los ciclos ni las resurrecciones. Es más bien como si un sudario caliente se hubiera posado sobre los bosquecillos. Anoche ya no encendimos la chimenea, esa fue nuestra manera de certificar que acaban las agitaciones del frío.

Pero la falta de entusiasmo no les quita la belleza. Son las primeras y también la medida de la hermosura simple, de líneas claras, el blanco intenso con el morado leve, los sépalos de un verde claro, de un verde todavía verde, que asoman entre los pétalos y rodean el ramillete de estambres amarillos. Nos atrae por lo que nos queda de insectos, como si fuésemos a libar en ellos una vida más larga, sin tanto calor. Nos consuela ser abejas que se afanan en su dulce trasiego, por más que cada año el panal se vaya derritiendo más temprano.

4 comentarios:

  1. Alfredo Rizo6:45 p. m.

    Para extraer lo extraordinario de lo cotidiano hay que saber recorrer el camino contrario sin perderse: hacer cotidiano lo extraordinario. Y ese camino trazas en tus aportaciones en este blog. “No se puede hablar sin decir yo”, dejó escrito Samuel Beckett lo que viene a decir que la realidad se ve, exclusivamente, desde el ser que uno es. Es hermoso el prisma a través del que haces literatura cada día.

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    1. Anónimo8:00 p. m.

      Pues ya te puedes imaginar, Alfredo, de dónde saqué la idea. De 'Las horas solitarias', cómo no, aunque yo, aquí en mi Itzea particular, lo fui podando todavía más.

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  2. Anónimo3:43 p. m.

    Bella prosa.

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