15.3.24

Invasión

Cuaderno de invierno, 86


Junto al prunus y al espino, rozagantes de flores, han echado flor casi todos los frutales, desde los primeros brotes de los manzanos hasta el impresionante ciruelo silvestre, que llevaba enredada una parra pero he renunciado a podarla porque cada vez que estiraba de un sarmiento caía una lluvia de pétalos, un hanafubuki como el de los cerezos, que nos ha llenado de confeti a Galán y a mí. Quedan por florecer precisamente los cerezos, y también los perales y los membrillos, pero el cambio de estación se ha consumado: la alfombra de grama, nuestro césped natural, tiene corros de un verde fresco, y hemos visto salir las primeras hojas de los frambuesos y no tardarán los groselleros. Pronto podremos pasearnos junto a ellos como en el libro admirable de Adalbert Stifter. 
Por salir salen hasta pájaros que estaban escondidos o hibernando en otros parajes, y con ellos especies humanas que en el primer fin de semana vernal llenan el valle con sus gritos. Vienen familias que no han pisado la vega desde que acabó el verano, y se llaman a voces desde los ribazos como los pastores entre las lomas de las cañadas, con esas voces antiguas, como aullidos de un lenguaje primitivo, y preparan fogatas y paellas y tiran al sembrado las cabezas y las vísceras de un pollo y un conejo, que varios cernícalos astutos aguardan, suspendidos en el aire, no sea que se les adelanten los gatos. Pero no eran desagradables aquellos ecos pastoriles, el padre que abría el tajadero y avisaba al hijo de que ya corría el agua, que estuviese atento para conducirla con la azada. Más desagradable ha sido un pájaro piparro que allá lejos ha venido con un auto, ha abierto las puertas y ha puesto Cadena Dial a todo trapo mientras echaba de comer a sus lebreles. Gracias a Dios, esta infame turba, por mucho que salga de caza, es alérgica a la amenidad de los campos, y nada más echarles unas sobras a los pobres bichos en sus cubículos inmundos se ha ido con la música a otra parte.

A pesar de todo, este ha sido el invierno más templado desde 1870, y todo indica que nos espera un largo verano sahariano que se comerá buena parte de la primavera y del otoño. Ya sé que tanto colorido en el jardín debería subirme los ánimos, pero ese calor, ese ruido…

14.3.24

Flojera

Cuaderno de invierno, 85


El primer pensamiento es el que vale. Más nos hubiera valido, como pretendíamos, cocinar el hinojo para la cena de anoche, que tiene variadas propiedades depurativas: antiguamente las madres lo mascaban y echaban el aliento a sus hijos en los ojos, para prevenirlos de complicaciones oftalmológicas, y todo el mundo sabe que no hay nada mejor para mitigar las cagantinas. No lo hicimos y me arrepiento, porque he amanecido atormentado por los retortijones, se conoce que por la miaja de fiesta que celebramos el otro día, seguramente por una lata de escabeche en malas condiciones; hasta el extremo de que me he tenido que quedar en la cama, leyendo una novela rusa que casi no podía sostener entre las manos. Por la ventana entraba el sol alegre y se oía cantar a los pájaros, pero no reunía fuerza suficiente para levantarme. Los antiguos labradores hacían de tripas corazón, si es que no podían dejar al rebaño en las majadas, con el gasto de forraje que supone, pero a veces, si caían víctimas de una grave alferecía o de un cólico agudo, con las fuerzas se les iba el ánimo y ya no volvían nunca más a levantarse de la cama. Son los célebres tumbados, a medio camino entre la siquiatría y la superstición, cuyas mujeres los trataban como una desgracia divina en vez de como a un zángano irrecuperable. Me acordaba en los ratos de mirar al techo, entre capítulo y capítulo, pero antes de dejar que entrasen los malos pensamientos volvía a los paisajes nevados y los gorros de piel de conejo, como tratando de aliviar con un frío ficticio esta temperatura tan extemporánea. Apenas he salido luego a que me diera el aire y acariciar un poco a los mastines, que se arremolinaban a mi lado sin tocarme, tan frágil y desvalido me sentían los animalicos. Y me he mantenido en pie el tiempo justo para ver las flores del melocotonero, que ya han cubierto el arbolillo, y, con más voluntad que brío, aún he abierto la manguera para regar los saúcos, cuyas hojas empiezan a brotar, y el albaricoque, de flores como perlas sonrosadas, prietas gemas que estos días empiezan convertirse en flores delicadas, pero el agotamiento ha podido enseguida conmigo y he vuelto a sentarme junto al fuego con una manta encima de las piernas, agarrándome al invierno como quien se agarra a un crucifijo.

13.3.24

Hinojo

Cuaderno de invierno, 84


De par de mañana hemos rascado el hielo en las lunas de la furgoneta cuando íbamos a por provisiones. El hielo había blanqueado los matojos y hasta que la calefacción se ha puesto en marcha íbamos encogidos y frotándonos las manos. En otros tiempos habríamos llenado los serones del tardi aselli con espinacas y coliflores, y unos hinojos que han aguantado bien el invierno, igual que los pulcros apios y las matas de fresas, o algunos ajos tiernos que vender en el mercado. Así hemos ido al centro comercial de las afueras a proveernos de lo más indispensable.
A mediodía, sin embargo, un solazo anticiclónico se había apoderado del cielo. Los perros recargaban tumbados las calorías y aquello ya no era sol de invierno que estremece la piel con sus irradiaciones. A esas horas ya sobraba la chaqueta. De manera que por la tarde nos hemos dedicado al riego en vez de a la quema, al agua en vez de al fuego, que es otro de los síntomas de que el invierno se termina, y nos hemos dado un paseo por el camino de Valdeavellano, el primero de la temporada, porque suele tener como objetivo ver qué tal andan los huertos de dos vecinos, buenos hortelanos, cuyos usos y costumbres me sirven de modelo. Uno de ellos aún no ha empezado a plantar, ni siquiera los ajos. Mal asunto, será que está algo flojo, o que prefiere dedicarse solo a los tomates. Pero el otro ya tiene los ajos crecidos y las cebollas bien tiesas, y todavía sigue recogiendo de un corro de espinacas. Me he fijado en que este año ha encalado los troncos de los manzanos, para que no se le suban los bichos, digo yo.

El sonido de la tarde eran los varios motocultores que pedorreaban por la vega. Con el anticiclón los rotovátores abandonan sus guaridas, supongo que para castrar la tierra con el hielo de las mañanas, porque ya me dijo el hortelano de los troncos blancos que aquí, salvo los ajos y las cebollas, plantar antes del 3 de mayo es tontería. Lo menos que puede pasar es que el hielo queme las flores. Bastante tenemos con los frutales, por mucho que los encalemos.

De regreso, hemos sacado uno de los bulbos de hinojo para preparar una lubina al horno, según una receta que leí en una novela. Eso que nos llevamos por delante.

12.3.24

Valla

Cuaderno de invierno, 83


Lo dice Virgilio:

Hasta en días festivos unas cuantas labores 

permiten las divinas y las humanas leyes: 

ninguna religión vedó encauzar arroyos, 

o cercas ir tendiendo en el sembrado, construir 

las trampas de los pájaros, o ir a quemar yerbas 

y chapuzar la grey balante en agua sana. 


A los pájaros y a las ovejas los dejaremos en paz, y de momento ha llovido lo bastante como para no abrir el tajadero. Quedan, eso sí, algunas yerbas que quemar y que estos días de viento fuimos dejando hasta que el tiempo se calmara. Pero hoy, que también era festivo, hemos subido a reparar un recodo de la cerca, la que da al pilar del entradero, que se había quedado sin cañizo y las ramas de las arizónicas se habían metido en la alambrada, y algunas incluso crecían abrazando un alambre y había que serrarlas por ambos lados e ir astillándolas con las pinzas de podar. Tampoco hace tanto tiempo que renovamos el cañizo de esa parte de la valla, pero el viento y la lluvia lo decoloran enseguida, y por más que lo sujetemos con alambre y varillas de hierro, cada pocos años toca renovarla por completo. 

Me acordaba, mientras desenrollábamos el cañizo y lo asentábamos al bordillo del gallipuente, de cuando ayudé a mi padre a levantar esa parte de la valla. Entonces los niños no eran de cristal y nada impedía que bajaran piedras del sembrado de arriba, que aún ahora, cada vez que lo aran, saca unos piedrolos a la superficie que a veces subo a recoger para marcar el círculo de los alcorques; ni tampoco amasar cemento, llenar una gaveta y llevarla, apoyada en las haldas, hasta el sitio donde mi padre iba colocando las piedras encima del cemento, de manera que no tocasen las unas con las otras ni tampoco con los tableros del encofrado. La paleta tintineaba en la mañana soleada como un pajarillo más.

Éramos niños pero plantábamos árboles que veríamos crecidos y ayudábamos a levantar las cercas en la medida de nuestras fuerzas, y no nos pasaba nada. Hoy apenas podía con el rollo de cañizo y se me cansaba la mano de darle vueltas al alambre con los alicates. La valla luce otra vez como recién estrenada, no salen ramas al camino ni quedan agujeros por los que chafardear. Está como quedó hace medio siglo, cuando la terminamos por primera vez.

11.3.24

Herradura

Cuaderno de invierno, 82


El primer apero fue una hoz, lo que aquí llamamos corbella, para despejar aquel herbazal de juncos y carrizos, y a esa tarea nos afanábamos con entusiasmo de colonos, llevados por la ilusión de una tierra que domesticar, que hacer vivible y cultivable. Tardarían mucho tiempo en llegar las desbrozadoras a motor, entonces el único referente era el de las cosechas, agachar el lomo bajo el sol e ir aclarando el terreno. En cierta ocasión vino un listo que dijo que aquello se pegaba fuego y ya estaba, y él mismo quiso demostrarlo quemando unos matojos. Pronto las llamas prendieron en la yesca y hubo que meterse en la acequia y echar cubos de agua para que el fuego no se extendiera.
Junto a la corbella, fue necesario comprar un azadón y un rastrillo, y ese fue todo el armamento con que nos enfrentamos a un abandono de décadas, todos los fines de semana y todas las tardes de las vacaciones, desmontando los cuellos de la acequia hasta el nivel del cauce para allanarlos y ensancharlos, aunque pronto añadieron al arsenal una pala y una paleta de albañil porque había que canalizar la acequia. Con la pala vino el cemento, y aprendí entonces palabras como mechinal y estampidor, que pronunciaba con mucha corrección un vecino que era delineante. La faena entonces consistía en encofrar con gatos de hierro que sujetaban los tableros. Ese sí que era un improbus labor: había que rebajar el lecho de la acequia y sacar el tarquín a paladas antes de echar el suelo, amasado en un pequeño cráter de arena y cemento en el que se echaba el agua justa para que no se desbordase… Pero también fue menester un carretillo para transportar todos los cantos rodados lo bastante grandes como para armar las paredes de la canalización.

Al cavar los márgenes de la acequia, antes de que una pala excavadora trazara la entrada y ensanchase las terrazas, solíamos encontrar objetos que llevaban siglos durmiendo en su correspondiente estrato geológico, sobre todo fragmentos de cerámica y ladrillos antiguos, pero también tornos de tajaderos y arquetas que ocultaba la maleza. Un día apareció una herradura vieja, deforme y oxidada, que alguien dijo que era de mula y mi padre guardó y algún tiempo después, cuando ya se pudo construir un cobertizo para guardar los aperos, colgó en un clavo que había en la puerta. Ahí sigue.

10.3.24

Ajo

Cuaderno de invierno, 81


Entre los primeros recuerdos que tengo de Valdeavellano está el olor de los ajos en la mañana fría, en un huerto donde ya estaban algo crecidos. Sería en febrero, o principios de marzo, como ahora, pero las hojas ya se habían abierto y empezaban a curvarse. Recuerdo la conversación de los mayores, cómo el apoderado hablaba con entusiasmo de las posibilidades de estas tierras, que entonces no eran más que un barranco con hierbas hasta el pecho, al que generaciones de sufridos masoveros habían sacado franjas estrechas y alargadas de tierra de labor, lo que entre ellos llamaban «los cuellos». En el Archivo Provincial se conserva un documento de compraventa de 1639 por una pieza de tierra de la «partida de Sisa», pero hay otro documento de 1693 que habla de la «partida de Losgüellos (sic)», y otro, más explícito, de 1701, para la «venta de un huerto y arbolado en la partida de los Cuellos, huerta de Teruel». Fueran la misma o partidas diferentes, lo que tengo claro es que, en la época en que mis padres la compraron, esta tierra figuraba en el catastro como parte de «Los Cuellos de la Sisa». En aquella conversación de sábado, un amigo de mi padre, pintor aficionado, ocurrente y guasón, llamaba al hortelano que nos guiaba «el ruiseñor de los cuellos», porque tenía la costumbre de silbar una jota cada vez que cogía la azada para escardar los ajos.
Los puse tarde para lo que aquí es costumbre, y sembré algunos dientes pequeños del año pasado que ya empezaban a nacerse, y otros luxuriosos que compré en los grandes almacenes, con denominación de origen, gordos, lustrosos, envueltos como si fueran un perfume caro. Ya nos podíamos haber imaginado que los primeros que pitean y están tiesos y con buen color son los ajos de casa, mientras que a los otros, quizá por los potingues que les echan para que estén tan gordos, les está costando salir. A su lado, en el pedazo donde los habíamos plantado, han salido unas cuantas matas de ajetes que vamos arrancando para comerlos en tortilla. No sé qué prefiero, si su gusto exquisito o el aroma del ajo y de la tierra cuando los arranco, y que tan lejos me lleva en la memoria. Yo escuchaba muy atento al hortelano. Podía imaginar su vida, pero no que medio siglo después esos ajos me harían tan dichoso.

9.3.24

Aguacero

Cuaderno de invierno, 80


Toda la noche ha estado lloviendo, con fuertes ráfagas de viento que azotaban las ventanas y hacían resonar los hierros de los barandales. Casi podíamos ver cómo se vencían las copas de los cipreses con su fragor de escobas gigantescas. Cuando se calmaba la tempestad, quedaba un suave rumor de lluvia sobre el tejado y las losas del patio. En esos andantinos conciliábamos el sueño. La lluvia intensa nos mantiene en vela. Cualquiera que viva en el campo sabe que cuando el cielo se desventra lo más verosímil es que provoque alguna deshechura. La lluvia fina no solo es la más beneficiosa para la tierra sino también para el reposo de sus habitantes, porque no da tiempo a que se formen torrenteras o se tupan las acequias con palos y hierbas que arrastran las aguas desatadas, y desde luego no hay miedo a que rebosen las rejillas y se pueda inundar la casa.
A media noche se aplacó la gresca y todo fue un concierto moderado. Por la mañana, como el primer sol no iluminaba la pared oeste, hemos estirado el sueño, y al levantarnos hemos visto que los perros seguían en el invernadero tan tranquilos, ajenos a las urgencias fisiológicas, acunados por la lluvia mansa que seguía cayendo sin parar. Una gata blanca preñada cruzaba por delante del cristal y no se han dado ni cuenta. Pero lo más sorprendente ha sido levantar la vista y ver que los membrillos ya tienen hojas, que lo que ayer eran brotes diminutos que no desdibujaban el ramaje oscuro, hoy ya es un verdor más homogéneo, se han abierto los pimpollos y da la sensación de que es cuestión de horas que asomen las flores blancas. Junto a ellos, el albaricoque y el melocotonero ya están perlados de diminutos capullos de color de rosa, y da también la sensación de que la lluvia haya hecho crecer el musgo que recubre las ramas de las catalpas; al menos, con esta luz lluviosa, se ve que es mucho más intenso y llamativo. 

Es un error aquello de ver crecer la yerba como símbolo de lentitud. La yerba crece de golpe, sin que tú te enteres, mientras duermes arrullado por la lluvia, mientras la miras incluso, por más que no seas capaz de asimilar la fuerza con que se despliega. Nos avisaban de la última borrasca del invierno cuando en realidad era un chaparrón primaveral.

8.3.24

Albéitar

Cuaderno de invierno, 79


La poda, la profilaxis y la puesta a punto también les llegan a los mastines. Hoy venían los veterinarios con su botiquín a ponerles las vacunas correspondientes, auscultarlos, tomarles la temperatura y revisarles los oídos y la dentadura, y cortar un poco más de lo que lo hacemos nosotros esos espolones como cuernos que si los dejásemos crecer se les acabarían incrustando en las almohadillas de los dedos. Es curioso cómo la naturaleza de algunos animales obra en contra de ellos: también hay cabras y vacas que necesitan ser despuntadas para que los cuernos no se les metan en el ojo…
Antes íbamos con ellos a la clínica, pero entrar en la consulta era como meter un elefante en una guardería: avisábamos antes a los dueños de los perros miniatura, y sobre todo a los de los gatos, aunque los mastines, entre cautos e intimidados, entraban sin mirar hacia los lados, directamente a la consulta. Ahora son dos moles que para negarse a algo solo tienen que sentarse, y definitivamente no les gusta la ciudad artificial, de manera que cuando surge un contratiempo (pocos, porque son muy duros), viene el albéitar y les echa un vistazo. Ellos, que ya lo conocen, se portan bien, casi hacen cola para que les pongan la vacuna, con esa gravedad de niño serio, inmóviles mientras les clavan las agujas o les meten la linterna por el oído o el termómetro por el culo, y cuando la revisión ha terminado y todo el mundo se incorpora y les damos palmadas en la paletilla, ellos vuelven a su ronda habitual, a ladrar por los extremos del jardín, no sea que con el silencio sanitario se hayan acercado las alimañas, o a buscarse un sitio cómodo donde tomar el sol. 

Y lo mismo sucede cuando han estado malos de cierta consideración, Morena con unas enzimas que le salían en el oído, Galán con una pata chula. No se mueven, no se quejan, un instinto de resignación y confianza los anima, o quizá les impide temer. Se defienden del mal con inmovilidad, se acercan en todo caso para que los acaricies y sentir algo de afecto en su cuerpo destemplado. Pienso en ello cuando surge algún problema de salud, intento adaptar esa misma quietud, esa silenciosa seriedad. Intento buscar un rincón al abrigo de la lluvia y de los vientos, y espero a que el dolor se pase.

7.3.24

Jacinto

Cuaderno de invierno, 78


Aunque todavía no han brotado las hojas de los árboles, al jardín le salen los colores de un día para otro. No da tiempo a pensar que las flores nazarenas del prunus ya empiezan a salir, porque de pronto ya han salido, y lo mismo sucede con el sedum de campánula amarilla, el intenso naranja de las margaritas o las violetas delicadas. Uno sale a por una hoja de laurel y gira la vista y hay una planta en flor que ayer no estaba. No es un estallido de tonalidades ni un griterío de pájaros por la mañana. Los lilos todavía no perfuman el paseo, pero el albaricoquero ha florecido, como el ciruelo silvestre, el de las ciruelicas de pastor, que de pronto parece un ramo de crisantemos. El ambiente ya empieza a sugerir una paleta de tonos vivos, azules y carmines para pintar historias de pasiones y resurrecciones, entusiasmos y dolores, todo eso que hasta ahora sonaba con un tempo contemplativo. Abandonamos lo excepcional menudo para entregarnos a un inventario de hermosuras variegadas. Perdemos la seguridad de lo esquemático, el sosiego de lo sencillo. Es como si volvieran a repicar las campanas y hubiera que cargar los fardos para volver a la plaza del pueblo a cantar la mercancía, un aviso de tumulto y ajetreo.
En eso, supongo, consiste la astenia primaveral, en el desaliento de no abarcar tanta hermosura. Nos conformábamos con estar pendientes de avivar el fuego, nos calmaba ver el mundo en matices de gris. La limpieza del otoño era una purificación interior que ahora brota sin remedio. Los preciosos jacintos rosas ya no acompañan solamente, ya llaman la atención, la exigen, la reclaman, no se puede pasar al lado sin salirse de los propios pensamientos. El mundo se detiene a cada paso para enseñarnos lo bien hecho que está, y al mismo tiempo crece la mala conciencia de no estar a su altura. La belleza duele porque nos degrada, al menos al principio, en estos entretiempos, que es cuando con más saña suele atacar la astenia. Luego, cuando todo se confunda de verdor, cuando sea más urgente huir del calor que contemplar una forsitia, de nuevo nos retiraremos a nuestros pensamientos y el entorno volverá a su condición de acompañante, ingente, inabarcable. Su rotundidad nos dejará tranquilos. Pero ahora hay que mirar esos jacintos, como si no conmoverse con ellos fuera un crimen de vulgaridad.

6.3.24

Emparrado

Cuaderno de invierno, 77



Parece ser que el frío no ha dicho su última palabra y todavía quedan colas de borrasca que aventarán las flores del ciruelo, esos días malos después de que se calme el cielo, que por aquí se llaman araboques y más hacia Levante arabogues, y que sobre todo sirven para estropear los frutos. En todo caso, hoy era uno de esos días en los que se festeja la llegada de la primavera, o más bien la despedida del invierno: el día de podar el emparrado del cenador. Los vecinos hace meses que limpiaron sus parrales, pero alguna vez escuché que había que esperar a San José, aunque la fecha es como la hora de saltar la verja de los almonteños, que a veces se adelanta y uno no sabe por qué. Hoy el día era tibio y claro, y a pesar de que la noche ha sido frígida, la tierra ya ha debido de coger temperatura porque al primer sarmiento que he cortado ha salido un goterón de agua, la savia transparente que avisa de que la parra está despierta, lista para brotar.
Este cenador tiene cuatro parras, una en cada puntal,  y cada año recortamos todos los sarmientos menos, si acaso, alguna guía larga que atraviese un hueco. Alguna vez pensé en injertar las guías de manera que todas mezclasen la savia, pero hay dos variedades distintas y el resultado podría ser muy estético pero también que la uva se echase a perder. El ritual incluye no solo la poda de la pelambrera sino cortar cada sarmiento en varillas de palmo y medio que al año siguiente usamos para encender, meterlas en un saco de arpillera y dejar el suelo limpio como el suelo de una barbería poco antes del cierre. Cuando, desde arriba, vuelvo a ver solo las guías leñosas y los sarmientos cortados con las dos primeras yemas, y el brillo del círculo verde por donde mana el agua dulce, la sensación es que, por mucha ventisca y más de una noche de hielo que todavía nos esperen, el invierno ya forma parte del pasado. Quedan vástagos de membrillo por podar, queda entrar a machetazos en el bosquecillo de ailantos nuevos, quedan hierbas que arrancar y macetas que trasplantar. Quedan faenas propias del frío, pero cuando la parra ya está limpia es porque junto al arce japonés ya brotan los jacintos, diga lo que diga el calendario.

5.3.24

Parra

Cuaderno de invierno, 76


Después de podar la parra vieja les llega el turno a otras más silvestres y desmelenadas. Hay una, también bastante antigua, que para que no trepase por los cipreses la encaramos a un ciruelo seco que en verano se corona de pámpanos y lo adornan racimos dionisíacos, como una sombrilla injertada, como un paraguas conceptual. Luego, cuando caen las hojas grandes y coriáceas de la parra, se despeja el esqueleto carcomido del ciruelo, como un ovillo nudoso, hasta que le metemos la tijera con cuidado de no tirar muy fuerte de las guías, no vayamos a tronchar alguna rama de la percha que las sujeta.
Donde sí tiro con fuerza es en la parra de la acequia, una humilde vid que se chamusca cada vez que al vecino se le va la mano con el fuego del ribazo. La tierra donde medra está colonizada por ailantos invasores y zarzas de mala idea, con espinas como el pico de un halcón, y esa parra sin embargo aguanta, encaramada a una valla de alambre, y cada año los sarmientos huyen de la quema y trepan por el sauce grande, y los vamos dejando estar. Si no fuera por sus frutos sagrados, veríamos la vid como una zarza más, pero así alabamos su condición austera y sufrida, como un lujo para pobres. Este año me di cuenta de que casi había más sarmientos de la vid que ramas nuevas del desmayo, al que las hojas le crecían algo mustias, como si les faltara el aire o la luz, de manera que decidimos arrancar todas las guías de la parra que se habían enredado al árbol, por altas que hubiesen subido, por fuertes como alambres que se hubieran agarrado los zarcillos. Y así, al estirar, me caía encima una lluvia de ramillas finas y hojas secas, crujía el sarmiento grueso y en su caída iba sacudiendo la copa y arrastrando nidos de paloma. Lo que yo pensaba que no sería más que un par de guías parecidas a las que, a pesar de todo, se encaraman a las arizónicas, ha resultado ser una densa y leñosa pelambrera que tenía al pobre sauce amordazado. Esperemos que ahora crezca con tranquilidad y las ramas le dibujen arcos suaves. La parra seguirá fiel a sí misma. Seguro que del tronco negro brota un pámpano más fuerte, que dé uvas más gordas y un vino aún más peleón.

4.3.24

Yedra

Cuaderno de invierno, 75


El tópico amoroso de la yedra, «trepando troncos y abrazando piedras», como dice Góngora, dicen que procede de Catulo, del epitalamio de Manlio y Junia:

…y llama a casa a la dueña

que encadena con su amor

al esposo enamorado,

como la hiedra tenaz

al árbol todo se enreda.


A este abrazo constrictor de los amantes, indesatable, subyugante en el peor y más abrumador de los sentidos, ya Horacio le dio un toque amargo cuando, en el Epodo XV, se dirige a la amada que le engaña con dulces palabras y falsas carantoñas,


con tiernos brazos más ceñidos que la hiedra

se abraza al alto roble.


Y luego, en el Renacimiento y más allá, es difícil encontrar algún poeta que no hable de la hiedra como ejemplo de amor apasionado. La yedra entonces es frescor y celosía, pared de laberinto, tapia de rincón secreto. El locus amoenus de Garcilaso no tiene nada de tétrico:


Cerca del tajo en soledad amena,

de verdes sauces hay una espesura,

toda de hiedra revestida y llena,

que por el tronco va hasta la altura,

y así la teje arriba y encadena

que el sol no halla paso a la verdura…


    Miro, sin embargo, el viejo ciclamor del patio, que va cubriéndolo la hiedra casi al mismo paso que se va muriendo. Veo el tronco ya tupido de hojas verdes, envueltas las ramas grandes, algunas que ya crujen cuando sopla el viento, y todavía vivas, a lo que parece, aquellas a las que no ha llegado aún la yedra, que ya pronto sacarán su flor magenta ensangrentada, sus hojas como blandos corazones. 

Y lo mismo pasa en el camino umbrío de la acequia, que la yedra va alfombrando y atrofia los vástagos de los membrillos, y también, menos mal, mantiene a raya a los ailantos. Allí donde la yedra cubre el suelo ya no hay tallos ni hierba siquiera, y en los muros a los que se agarra va desencajando las piedras y deshaciendo los cementos. De modo que embellece y asfixia, adorna y estrangula. Su abrazo es el abrazo de un morir fresco y lozano, casi es posible adivinar cuándo el ciclamor acabará de secarse, cuando las guías se encaramen a la copa y las ramas tengan hojas en invierno. Aquí la yedra, volviendo a Góngora, más bien es un sudario: 


Perdí la esperanza

de ver mi ausente.

Háganme, si muriere, 

la mortaja verde.

3.3.24

Plegaria

Cuaderno de invierno, 74


Qué pereza da la primavera. El frío se ensaña con sus últimos zarpazos. Eran las ocho de la mañana y los mastines, otras veces inquietos como esos purasangre que se revuelven en el arrancadero, estaban dormidos como ceporros, alargando el sueño y el calor antes de salir al día gris. Por la noche ha llovido y medio nevado y las noticias sacan carreteras blancas y narices coloradas. Uno aprovecha para estarse quieto, antes de que venga la odiosa obligación moral del pasear alegre, ese esfuerzo supletorio de captar a cada momento la grandeza del mundo, tediosa como un bello atardecer. No, hoy no se oyen pájaros, habrán vuelto a emigrar, y el campo está paralizado. Basta con echar un par de troncos en la chimenea y abrir el libro que leímos de muy jóvenes, cuando soñábamos. El invierno es un tiempo interior, unos meses antiguos, una tregua. Escucho crepitar los leños y pienso en esa definición de melancolía que tantas veces habré repetido, una tristeza placentera, no apta para emprendedores, renuente al vitalismo hiperactivo y conforme con que el día se termine. «Mane nobiscum, quoniam advesperascit, et inclinata est iam dies», quédate con nosotros, porque atardece, y el día ya declina. No te adentres en la noche, no vayas todavía al territorio de las sombras, estate aquí, sosegado, al amor del fuego, en compañía silenciosa. No te metas en bosques oscuros en busca de un amanecer que si llega tendrá que ser como el de cualquier otro día, no ninguna novedad primaveral. Y esta sensación pretérita me abriga, como si vivir y recordar fuesen lo mismo. Ya llegará la mala conciencia de no corretear entre los campos de amapolas. Déjanos, invierno, ser tranquilamente viejos. Danos la perfecta excusa del cansancio, haz verosímil la decrepitud. La vida está aquí dentro, en este libro antiguo que nos hacía sonreír de gozo en aquella deslumbrada juventud, cuando no nos importaba que su autor llevara mucho tiempo muerto porque lo sentíamos uno de los nuestros. Hemos ardido como ese leño, claro. Pronto quedarán solo las brasas y vendrá la negra noche y habrá que descansar. Pero déjanos un rato más de no sentirnos miserables, de no desear ni reprocharnos nada, aquí recogidos, posar el libro abierto en el regazo y cerrar los ojos antes de hora, como el perro tranquilo que no se quiere dar por enterado de que ya ha salido el sol.

2.3.24

Yerba

Cuaderno de invierno, 73


Vivimos en el entretiempo imprevisible. En mañanas de sol hay que quitarse la zamarra para las labores del jardín, y en las tardes de lluvia meterse en casa, cebar la estufa y mirar por la ventana. Con lo lento que aparentemente ocurre todo, la sensación de estos días es que se echa el tiempo encima. Si se levanta el cierzo hay que dejar la quema y volver a los yerbajos, que algunos empiezan a verdear entre los tallos secos de los anteriores. La mancha del boliche, esos tréboles grandotes, ya parece que se extiende, y no hay manera de bajar al huerto y no volver con colas de zorra pegadas a la chaqueta, que por algo se llaman setarias adhaerentes. En el huerto da cierto gusto arrancar las verdolagas, gruesas, blandas y rastreras, como si fueran de goma, o escarbar un poco en la tierra y buscar con las puntas de los dedos las raíces de la grama, que corren pegadas a las paredes de madera del bancal; cuando has podido agarrar bien agarrados tres o cuatro de estos tallos, estiras con fuerza y salen guías de más de un metro que van abriendo un surco por la tierra. Es lo que más cuesta, porque no basta con estirar desde afuera, como pasa con los bledos, o segarlos con el azadón como a los estramonios, que son grandes como coles, llenos de púas, sino que hay que arrancarlos desde bien abajo. Son como la «zizania in medio tritici», que dice el Evangelio, con aspecto de hierba normal y corriente pero raíces profundas que amenazan con emponzoñar el suelo. 
Lo menos latoso es arrancar las yerbas del arriate de los bulbos, entre los lirios y las dalias, que ahora no son más que un tallo frágil de color cartón. Salen bien porque la tierra es muy fosca, aunque por eso mismo se va descarnando un poco por la parte del ribazo. Mata por mata, yerbajo por yerbajo, a lo que me doy cuenta ya he depilado un buen trozo y el montón crece a la espera de que amarillee y le peguemos fuego. 

Pero da lo mismo, porque vuelve a encapotarse el cielo, caen las primeras gotas y volvemos a dejar a medias la labor. Esta vez han dicho en el parte que hasta puede nevar y todo. Igual me preparo una infusión de estos yerbajos y se me cura la murria.

1.3.24

Viaje

Cuaderno de invierno, 72


Muy de vez en cuando, irremediablemente, uno tiene que salir de casa. Pero no es un cambio tan drástico del panorama si el destino es la estación de tren, río abajo, a donde deberíamos haber ido en un tílburi para no cambiar el mobiliario del espíritu, con un caballo mohíno y cabizbajo cuando fuésemos a despedirnos, y de alegre trotecillo al reencontrarnos. No haría falta dejar el camino viejo hasta llegar al otro lado del andén, que en las ciudades pequeñas conserva ese aire fantasmal y recoleto del apeadero. Oiríamos el silbato entre los álamos, aunque ya no viéramos cómo asciende una nube de humo que se disipa entre los árboles del valle. A pesar de no tener ni siquiera dos siglos, el tren sigue metido en una cápsula ficticia, en un pasado atemporal. Entre las fotos de su inauguración en el siglo XIX y las de ahora no hay tanta diferencia como entre el camino que nos llevaría por el río y la carretera por la que tenemos que circular. Pasear por el andén, en ese silencio solo interrumpido por algún chirrido, por el aldabonazo de un cambio de agujas o por los pasos del jefe de circulación, es lo mismo que pasar unas horas en las páginas de una novela antigua. De todas las construcciones modernas que asolaron la vega, la única que no desentona es la estación, levantada con sillares de rodeno, ni los viejos hangares donde duermen las locomotoras. Pero en el aire se sigue mezclando el aroma del río con la brea de las traviesas, y las líneas del paisaje apuntan al mismo punto de fuga, igual la vía férrea que las farolas, lo mismo la tapia que los árboles de la ribera. Una curva blanda cierra el horizonte con promesas de aventura, un vacío relleno de adioses y de pájaros, que a la caída de la tarde anuncian la inminencia de la primavera. Cuando llega el tren, ese mínimo trasiego de sonrisas y maletas es el mismo que hace un siglo. Todo vuelve a despejarse de inmediato, cuando el tren vuelve a perderse por la fronda del río y uno imagina heroínas de novela diciendo adiós desde la ventanilla. Y sube contento al coche el equipaje o regresa solo y silencioso, y vuelve a remontar el río sin haber abandonado del todo este territorio de ficción en el que más a gusto se respira.

Echarse a perder


El otro día echaron por la tele (me encanta ese verbo, tan pecuario) un reportaje sobre Francisco Umbral, a quien leí mucho en mis años mozos y de quien ahora ya casi nadie se acuerda, y eso que escribió más que El Tostado. A principios de los 90, cuando estaba en su apogeo, Umbral escribió unas Memorias eróticas que, un tanto en la estela estética de su venerado Cela, estaban llenas de tías buenas, cachondas y follaoras. «Erotismo de taberna», las llamó mi gran amigo Fernando Maniá, argentino de gustos refinados, que no había leído nada de Umbral y fue a empezar por ahí… Lo que no había hecho Cela, nunca, es exhibir su propia vida como materia literaria. Escribió unas deliciosas memorias infantiles (La cucaña, La rosa) y una serie más o menos formal (Memorias, entendimientos y voluntades) , pero no sacó sus intimidades al mostrador de la casquería, al menos con tanta explicitud. Umbral sí, y en ese libro en concreto dio la sensación de cumplir fielmente con la norma del buen seductor: el que más ha fornicado es quien de menos conquistas presume. Y al revés, claro.
Umbral también fue pionero en utilizar la enfermedad y la muerte de sus seres queridos como materia literaria. Mortal y rosa es un libro contradictorio: la prosa umbraliana nunca llegó a tan alto grado de lirismo, y sin embargo queda el rastro equívoco de sacar tajada literaria del propio dolor y del sufrimiento ajeno. En eso, desde luego, sí que ha hecho escuela, y ahora ya es casi un género literario escribir sobre intimidades patológicas, lo que todavía tiene un pase, pero también sobre el sufrimiento de los allegados. Uno debe de estar un poco anticuado, pero escribir un libro sobre la enfermedad de tu hijo (Sergio del Molino, a quien Savater llama aquí «mindundi servicial») o sobre la muerte de tu mujer, a un barojiano contumaz como yo le sigue pareciendo un caso de impudicia desleal. El propio Baroja escribió unas muy largas memorias y en ellas no tuvo la necesidad de rellenar páginas y páginas con ese tipo de exhibicionismo morboso.

Carne gobernada, el último y breve libro de Fernando Savater, se ha hecho famoso por algunas opiniones que le han costado que lo echasen (en otra acepción) del periódico El País, pero es un libro de encargo que, por más que lo edite Ariel y que uno lo encuentre en los estantes de filosofía, está lleno (relleno, más bien) de ese tipo de desvergüenza, que no es lo mismo que ausencia de prejuicio: una buena parte está dedicada a la enfermedad y muerte de su mujer, a la que él llama Pelo Cohete, tema sobre el que ya escribió un libro, creo, y al que cada año dedicaba una columna en El País, alguna de las cuales vuelve a colocar aquí. Y otra parte se la lleva una buena moza con la que a Savater, a la vejez, le han salido las viruelas eróticas. Estupendo, piensa uno, hay gustos para todo, pero uno no se gasta veinte pavos en cotilleos de alcoba, y preferiría no asistir al desdén con el que habla de sus premios literarios, con los que presume de haber ganado dinero suficiente con el que salir corriendo al Houston de turno para curar a su Laura. No hay mucho petrarquismo  en ello. Unas memorias de senectud de Ortega Cano habrían sido menos engañosas. 

Lo que el lector va buscando del libro es otra cosa que se reduce a un capítulo y a unas cuantas opiniones dispersas. Savater se ha emancipado de la obligación moral de ser de izquierdas, ha trascendido la idea de que la derecha en España es retrógrada por definición, para lo que le ha servido de inestimable ayuda el mejunje que con el sagrado título de progresista muchos socialdemócratas de toda la vida nos tenemos que tragar. Así lo explica en un par de largos artículos que aquí también coloca y que deberían, piensa uno, haber servido como punto de partida para una reflexión más profunda. Lo que hay, en cambio, es una enunciación interesante pero sesgada, en la medida en que no se desarrolla.

Hay asuntos en los que Savater da en el clavo pero escamotea su complejidad, primera obligación de un filósofo (de la que él, por lo que dice aquí, se siente libre porque ya le aburre la filosofía). Un ejemplo claro es el asunto del feminismo. No es difícil estar de acuerdo con Savater en que cierta izquierda iletrada introdujo una especie de dictadura caprichosa de la discriminación positiva en la que hasta el mero hecho de hablar, de usar la gramática, ya sirve para definirse y de paso destajar los buenos de los malos. No se me olvidará jamás la sentencia que un líder provincial y provinciano del PCE le echó (otra acepción) a un tipo inteligente y libre: «Es que no se define». Eso fue a mediados de los 80… Pero volvamos al asunto. Dice Savater: «Ahora lo que prevalece bajo apodo de feminismo es el erotismo más anticuado y reaccionario que pueda imaginarse, inventado por mujeres que consideran a todos los hombres que las desean como violadores a los que hay que domesticar», dicho a propósito del resbaladizo concepto del consentimiento, falacia que da por hecho que la mujer está siempre a verlas venir y es el hombre el que tiene que pedir permiso. Pero sabe Savater que usar así el diccionario no es más que otra imprecisión. Lo importante es de qué armas legales puede disponer una mujer para defenderse de la fuerza bruta. El asunto exigiría hilar más fino, pero Savater dispara por elevación: «Es evidente que vivimos en plena cruzada contra la heterosexualidad, que ahora siempre resulta algo sospechosa y en el fondo poco digna para la mujer o quien se autodetermine como tal». Otra vez habría que darle la razón, pero solo en principio: por mucho que lo defendiera en su momento Lidia Falcón (y hoy en día Beatriz Gimeno), ser lesbiana no es un deber moral de las mujeres. No podemos dejarnos llevar por las falacias generalizadoras, ni creer que la espuma de las olas contiene los mismos elementos que el fondo del mar.  

El propio Savater incumple así uno de los pocos principios referidos estrictamente a la filosofía de que habla en este libro: «…enseñar filosofía puede inculcar el aprecio por lo discutible, y eso sí que es provechoso». Lo malo es que casi todas las opiniones críticas que vienen después son demasiado tajantes para tenerlo en cuenta, pero no para montar el jaleo que de paso ha publicitado este libro, y de qué modo. Las entrevistas promocionales agotaron el contenido polémico, unas pocas páginas en las que se queja del giro sumiso que ha dado El País, teledirigido por el PSC, obediente ante los escandalosos privilegios que el separatismo tiene en España. A mí también me pone de los nervios que sea un partido obrero el que dé carta de naturaleza al supremacismo identitario. «¡Los enemigos no son esos, son los otros!», gritaba el bueno de Francisco Frutos a estas nuevas generaciones telefónicas cuando exaltaban el nacionalismo, avaricioso y clasista, como una conquista de la izquierda. El viejo dirigente comunista se murió sin que le hicieran ni caso, y Savater, si no se lo tomase tan a la ligera, dejaría de pasar por un Tamames más y daría contenido intelectual a la mala leche que mucho votante de izquierda lleva acumulada. Así ganará mucho dinero con sus encargos, pero, en cuanto a lo que de veras importa, el otrora filósofo no parece estar por la labor. Quienes lo leíamos en El País seguimos disfrutando de su prosa viva, rica y perspicaz (Cabrera Infante decía que Savater era quien mejor usaba el castellano), pero también nos irrita un poco esa superficialidad tan desganada. El libro termina con una, esta sí, hermosa oda al mar. Lástima que antes haya echado por la borda buena parte de nuestras ilusiones.


Fernando Savater, Carne gobernada, Ariel, 2024, 173 p.

29.2.24

Sarga

Cuaderno de invierno, 71


Después de la barrida general de ayer, nos han sorprendido las sargas cargadas de flores, los sauces grises que crecen por toda la ribera. Ya habíamos visto verdear algún desmayo, que es el sauce lánguido y vistoso de los jardines privados, el sauce decorativo, babilónico y prerrafaelita. Estos otros, las sargas, son como parientes pobres, asilvestrados y resistentes, de hojas más pequeñas, de flores más duras, arbustos de rama tiesa que no se cimbrean hasta el suelo ni los mece cualquier brisa. No son sauces para piscinas de riñón, como esos que se ven cuando te asomas por las celosías de las casas de postín, sino para remansos del río. De hecho, un poco más abajo, en un recodo del Alfambra, está el famoso Pozo de la Sarga, donde antiguamente acudían los zagales a darse un chapuzón. No muy lejos estaban las piscinas de tapias altas y plátanos amaestrados, de damas ociosas y camareros con pajarita, pero en el río se juntaba la chiquillería ruidosa y temeraria, que se colgaba de las ramas de la sarga para tirarse al pozo igual que Tarzán se columpiaba con las lianas. El sol se reflejaba entre las aguas removidas, los muchachos salían con la sonrisa chorreante y los pies manchados de tarquín, alguno con un cangrejo en la mano. Entre los sauces de las piscinas, los niños de casa bien estrenaban bañador y se acercaban al bordillo con cautela, siempre con un aya pendiente de que no se resbalaran. La naturaleza también parece guardar estos extraños equilibrios: el árbol suntuoso es más frágil y enfermizo, víctima de plagas y de heladas, pero el arbusto silvestre crece haciendo frente a las adversidades; sus flores no son campánulas fragantes, pero no hay ventisca que las arranque; sus ramas no dibujan sentimientos, pero sirven para que los niños se agarren en tardes de risa y aventura.
Tenemos dos sargas ya enraizadas en maceta que antes de que acabe el mes pensábamos plantar junto a la acequia. Pero la sarga es más dura de lo que parece. Igual que el romero, que se extiende sin que apenas lo cuidemos, la sarga crece en pedregales y no le asusta la sequía, de modo que, aunque la reguemos con frecuencia mientras se hace moza, podremos plantarla cerca de la casa, donde podamos verla desde la ventana, cuando nos brille al sol de la memoria el griterío de la infancia.

28.2.24

Ventolera

Cuaderno de invierno, 70


Todos pensábamos, también los árboles, que esto había terminado. El ciruelo ruin no sabíamos si aguantaría porque, además de desmedrado, el pulgón se ceba con él, y sin embargo se cuajó de flores como nardos, y el sauce se estaba tiñendo de un verde azulado y asomaban las hojas de los membrillos, antes incluso de que nos diera tiempo a podar los vástagos chupones. Pero un cierzo criminal volvió a poner las cosas en su sitio. Había que caminar encorvados, con las manos a resguardo para que no se nos abriesen los nudillos, cuando salíamos a comprobar que el viento rabioso no había destrozado nada, y lo que nos encontramos fue el suelo cubierto de semillas de arizónica, todo alfombrado de granos amarillos, como si se hubiera volcado un cargamento de mijo. El viento había sacudido los cipreses y el plátano enorme, donde siempre quedan unas cuantas hojas tiesas, testarudas, estaba limpio como la patena, tan esquelético como un frutal recién plantado. Hace falta una noche de ventisca para barrer las huellas del pasado, incluso aquellas hojas que se habían quedado milagrosamente colgadas del cerezo, momificadas de un año para otro, o las que se habían arremolinado en los alcorques como dispuestas a quedarse allí hasta que las sacáramos nosotros. Todo fue aventado por un airazo inclemente. Cuando subimos a ver si había desperfectos en la acequia, nos encontramos una empalizada de capitanas, esas grandes bolas como lámparas de pita, leñosas y punzantes, que habían caído rodando hasta el valle desde el páramo abierto y los campos de secano. También los sembrados han quedado limpios de polvo y paja, y por un momento parecían un campo de batalla en el que un ejército de escarabajos se hubiera lanzado al ataque. Hemos ido sacando con la horca las capitanas que dando botes llegaban a saltar la tapia y se quedaban atascadas en el cauce. El viento había también derribado un chopo muerto que llevaba años esperando a que lo arrancásemos. Ha habido que serrarlo y apilar los tarugos para quemarlo en la chimenea. 
Las cosas no desaparecen poco a poco. Toda muerte acaba siendo de repente, cuando a la extrema debilidad aún le quedaban días de aguantar tranquila bajo el tibio sol. Siempre llega el viento crudo que termina de un plumazo con los ciclos, sin contemplaciones, y lo deja todo listo para empezar de nuevo, como si nada hubiera sucedido.

27.2.24

Oro en paño


Al volver a Femeninas, tantos años después, uno no se encuentra con nada parecido a un libro primerizo, pero tampoco, simplemente, con el decadentismo con el que se ha resumido esta primera etapa de Valle-Inclán. La muy medida construcción de las historias ya es obra de un escritor sin prisas, y el modernismo no se limita a la fastuosidad exótica y musical sino que llega a los orígenes mismos de la modernidad. Los críticos han encontrado en Salammbó (más que nada porque la cita el propio Valle-Inclán en La niña Chole) el origen de esta nueva mujer fatal, sádica y distante, con la que los decadentistas se emplearían a fondo, pero no he encontrado referencias a Poe, un autor que impresionó a los jóvenes noventayochistas (su huella en algún cuento de Baroja es evidente) y que estableció los fundamentos estructurales de la narración moderna, aquella que ocupa casi toda su extensión en ambientaciones estáticas que se resuelven en finales súbitos e impresionantes, que es como están diseñadas, por ejemplo, todas las narraciones de Femeninas.
Lo único que puede tomarse como primerizo quizá sea la insistencia en algún que otro tema decadente y ciertos rasgos de estilo en los que ya no incurriría, sobre todo el del psicologismo, que en La condesa de Cela llama la atención como un añadido prolijo. Entre esos temas recurrentes está el de la madre que quiere ocultar a sus hijos sus liviandades (la misma condesa de Cela), por más que ella misma sea hija de mujer fatal, un tema que después desarrolla con fuerte carga de cinismo en Epitalamio, donde la madre casa con su amante a su propia hija, casi una niña, para disfrazar así sus amoríos. 

En ocasiones, esa narración descriptiva reduce a lo mínimo el desenlace sorprendente (algo que frecuentará después en Corte de amor), como sucede en Tula Varona, una mujer que reúne «todas las excentricidades y todas las audacias mundanas de las criollas que viven en París: jugaba, bebía y tiraba del cigarrillo turco…». Tula seduce con juegos equívocos a Ramiro Mendoza, quien, por cierto, habla como un Rubén Darío de ocasión, y quizá por eso Tula lo despache con desprecio: «Tiene usted contestaciones de almanaque», le dice, y el lector se acuerda del Valle siempre distante, jamás meloso ni complaciente con la misma estética por la que transita.

Femeninas es también una fragua donde Valle-Inclán moldea por primera vez temas sobre los que volverá de manera brillante. Octavia Santino es un ejemplo muy particular. La historia de la dama moribunda a la que acude a ver su amante dará lugar a la Sonata de otoño, y una primera versión anterior a la de Femeninas ya la había publicado Valle-Inclán en México, en El Universal, en 1892, con el título de La confesión, que alude al macabro final en el que Octavia, en sus últimos estertores, confiesa a Perico Pondal que le ha sido infiel y el amante trata de sacarle con violencia el nombre de su rival… Valle-Inclán ya había publicado un relato anterior a esta escena muy poco antes, ¡Caritativa!, que desechó para esta versión final, todo lo cual da idea de que hizo y rehízo desde el principio, desde antes incluso de publicar su primer libro. El buen artista es el que sabe podar, y salvo esos excesos (brillantes, por otra parte) de La condesa de Cela, la verdad es que Femeninas es una pieza de orfebrería, pensada y compuesta con meticulosa paciencia, donde no falta el humor cínico que ya será para siempra una marca de fábrica no amparada solo en las exquisiteces modernistas sino en un oído muy fino para el desparpajo popular y teatral. Baste la reacción de Octavia cuando cree morir y Perico le ofrece llamar a un sacerdote:


—Entonces, ¿quieres que venga un confesor? Yo también había pensado en ello… Gravedad no la hay, eso no…

La enferma vaciló un momento; luego, volviendo a él los hermosos ojos, nublados por la calentura, exclamó con dolorosa resolución:

—¡No, no!… Prefiero condenarme así… ¡Anda, dame un beso!


Quizá el más flojo de los cuentos sea La generala, tanto por el tema (la joven dama, casada con un viejo, que se divierte con jovencitos modernos) como por el desarrollo, esa seducción bruscamente interrumpida que ya hemos visto en Tula Varona. Valle-Inclán también había publicado una primera versión de este cuento con el título de El canario, pues es la excusa de alta comedia, que se ha escapado un pájaro, la que Curra pone cuando está tonteando con el joven Sandoval y el general Rojas llama a la puerta. Lo más interesante quizá sea el motivo novelesco por el que se encapricha de Sandoval, que solo en su presencia Curra permite que el general fume, y la conversación sobre literatura en la que Sandoval defiende a d’Aurevilly y Curra a Alphonse Daudet, al mismo tiempo que desdeña el naturalismo de escritores tan olvidados hoy en día como López Bago.

Pero Femeninas también atesora dos obras maestras definitivas, inexcusables en cualquier antología, La niña Chole y Rosarito. La niña Chole, para cuya ambientación Valle-Inclán emplea reportajes de sus andanzas en México y, sobre todo, de su travesía a bordo del Dalila, ya forma parte desde sus inicios de un empresa mayor. Su subtítulo, Del libro Impresiones de tierra caliente, por andrés Hidalgo, ya indica que esta brillantísima narración no parará en convertirse en la gran novela de tierra caliente que es la Sonata de estío. Y también, como decíamos, es evidente que Valle ha trasladado al Caribe el ambiente lujoso y demoníaco de la Cartago de Salammbó, una libro que, por lo que dice algún especialista, formaba parte de sus más queridas lecturas infantiles. Y es verdad, no solo por el aire sacerdotal y desalmado de la niña Chole o su trato con los esclavos, sino por esa prosa recamada que sin embargo no cae en los vicios de la prolijidad o el abigarramiento. Las descripciones del gentío que llena el barco son impresionantes, la misma escena final del gigante negro lanzándose al mar a por un tiburón para regalárselo a la niña caprichosa es un prodigio de escritura, no compuesto de ornamentaciones modernistas al uso, como se suele dar por hecho, sino por una precisión verbal y un sentido del ritmo que nadie de su tiempo había conseguido. No es extraño que Murguía, en el prólogo, alabe tan sinceramente la madurez del estilo de Valle y le augure un brillante porvenir, con esa mezcla de sensibilidad y malicia, de oropel y mala leche que tanto partido le supo sacar don Ramón. 

Pero si en La niña Chole ya está definida esa prosa insuperable, tan precisa y sensorial como poco recargada, que llegará en las Sonata a una de las cumbres de la prosa castellana, en Rosarito se juntan otros elementos sobre los que Valle-Inclán volverá una y otra vez hasta el fin de sus días. Aparece aquí, por primera vez, a pesar de la Brumosa compostelana en la que transcurre La condesa de Cela, ese territorio mítico de la Galicia de las Comedias bárbaras, de tantos cuentos y piezas teatrales y de tantos pasajes de La guerra carlista, y se nos presenta, todavía no del todo definido, el gran don Juan Manuel de Montenegro, que aquí es todavía una mezcla del hidalgo tremendo con el que acaban sus propios hijos y el malévolo seductor que fraguará poco después en El marqués de Bradomín. De hecho, el final recuerda bastante al de la Sonata de primavera, por más que el viejo don Juan Manuel también vaya detrás de las mozas jóvenes, aunque formen parte de la familia. Pero la prosa de Rosarito, aun perfumada con la misma esencia modernista, ya va más allá, a una cadencia galaica, a un timbre heroico que no podía encontrarse en las filigranas decadentes. Leer ese cuento es abrir el portón del gran pazo valleinclanesco. No es raro que volviera una y otra vez sobre él, que lo rehiciera y lo reutilizara. Es el emblema de lo que habría de conseguir.

El libro de Espasa que dormía en el estante, junto a las obras completas que editó Sánchez Zas para la Biblioteca Castro (y que debo decir que pecan de exceso de fidelidad a las primeras ediciones, sobre todo por lo que atañe a la puntuación, errática en ocasiones, ni sintáctica ni rítmicamente justificable) se completa, además de con un prólogo de Zubiaurre, con la novela corta Epitalamio, más tarde reconvertida en Augusta, que ya hemos comentado que es una variación de La condesa de Cela, más larga pero menos prolija, más provocativa y descarnada, llena de perturbadores elementos eróticos y retazos de, esa sí, decadente crudeza. La historia de Augusta y Attilio Bonaparte ya pisa los terrenos prohibidos que descubrió Valle-Inclán en Rosarito, y si recurre a la pastorela al estilo de Daudet, también vuelve al tema de la mujer enloquecida de aburrimiento y deseo, pero no al estilo de Gautier sino, otra vez, al de Flaubert, de quien solo he podido encontrar una alusión en boca de Valle-Inclán: «¡Flaubert, ese mal empleado de Hacienda!», dijo allá por 1929. No era raro en él, ni en ningún dandy de cualquier época, echar tierra sobre sus maestros.


Ramón del Valle-Inclán, Femeninas. Epitalamio, ed. Antonio de Zubiaurre, Espasa-Calpe, 1978, 205 p.

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