8.10.24

Biblioteca Enrique Romero Ena


A mediados de los años 70 mis padres compraron un terreno en la vega del Guadalaviar. Eran unos cuellos con bancales cerca de una granja abandonada y de una pequeña masía o casa de recreo, entre las acequias del Cubo y de Valdeavellano, que había pertenecido a las antiguas dueñas de la partida y donde poco tiempo después se instalaron Chelo Férriz y Enrique Romero, y donde Enrique, el hijo de ambos, dio sus primeros pasos. Era una casa como de cuento, con paredes blancas y columnas de ladrillo macizo en las esquinas, en las jambas y en los dinteles. Al piso superior se podía acceder desde el interior de la casa pero también desde la parte trasera, que se veía desde el camino, a través de una escalerilla que comunicaba con una puerta sobre la que había un letrero de chapa, con letras en relieve azul sobre fondo blanco: «GABINETE DE LECTURA Y BIBLIOTECA».

Tendría yo, no sé, igual catorce años cuando le dije a mi padre, que conocía a Enrique, que le preguntase si podía ver su biblioteca. Enrique había sido profesor de mi hermana en el Ibáñez Martín, y luego de algunos amigos míos en la Escuela de Maestría. Una y otros contaban historias fascinantes para un zagal como yo que estaba empezando a descubrir su amor por la literatura. El joven profesor Enrique Romero era entonces un emblema de modernidad libresca. Las autoridades educativas, bastante resecas todavía, le habían pedido que no diera clase con pantalones vaqueros, de modo que Enrique se encargó un traje con chaqueta y chaleco, todo, por supuesto, de tela vaquera. Eran los tiempos en los que el país entero estaba despertando, cuando en los institutos se empezaban a abrir las ventanas de par en par, aunque fuera invierno, para respirar lo que antes era solo imaginable, y profesores como Enrique enseñaban que lo que parecía extravagancia no era más que sentido común, algo peculiar si se quiere, pero igual de sencillo y natural.

De modo que fui un día a su casa de Valdeavellano con mi padre, y Enrique, encantador desde el primer instante, me recibió con su atuendo decimonónico, ya no vaquero, más bien como sacado de una novela de principios de siglo, con su chaleco y su pajarita y su reloj de leontina, la pipa humeante y la sonrisa afectuosa. Si cierro los ojos puedo respirar aquel aroma, el de la leña de la chimenea y el del tabaco de pipa (Erinmore, que yo fumé tiempo después) y el de la madera de las estanterías, que tantas veces olería luego en librerías de viejo de Londres o de Dublín, y sobre todo el de los propios libros, paredes enteras cubiertas de tomos antiguos y recientes, un festín para la mirada que sólo puede comprender quien haya amado vivir entre libros. Y allí, en la planta superior, en el gabinete de lectura y biblioteca, Enrique tenía su mesa de despacho antigua, su colección de relojes de bolsillo, de pipas y de estilográficas, sus lecturas empezadas, su vade de cuero viejo, y yo me senté por primera vez en un sillón de orejas frente a su escritorio y hablamos de las inquietudes literarias de un chiquillo, y allí empezó una amistad que ha durado casi medio siglo, hasta que su corazón ha dejado de latir.

Enrique dejó aquel rincón ameno de Valdeavellano y se trasladó a Sagunto, y yo salí del nido y me marché fuera a estudiar, y desde el principio comenzó entre nosotros una relación epistolar que guardo entre lo más valioso de mi juventud. Me recuerdo preparando exámenes en Salamanca cuando llegaba carta de Enrique, siempre en sobre color sepia, siempre en pliegos verjurados, siempre escrita con estilográfica, a veces con la tinta «aguachada», como decía él, si acababa de limpiar el plumín, y de inmediato lo dejaba todo para contestarle y de paso ir dejando constancia de mis vivencias y mis inquietudes, de mis lecturas y mis pasiones, también en pliegos y también con pluma, porque ya había decidido cuál era mi modelo vital, la isla de libros en la que, tarde o temprano, quería vivir.

Bastante antes de jubilarse como profesor, Enrique y Chelo compraron una casa en El Toro, que rápidamente, con el exquisito gusto de Chelo y el vivir libresco de Enrique, se convirtió en un refugio de sosiego y bienestar. Cada vez que volvía de Madrid iba a visitarlos, a charlar un buen rato y a disfrutar del ámbito de quien construye su existencia sobre un sueño literario. Enrique iba al pueblo todos los fines de semana, y allí abrió y se ocupó durante años de la biblioteca pública. Recuerdo cómo me contaba en una carta que nada más ponerla en marcha hubiera deseado que se llamase Biblioteca Julio Caro Baroja, pero que, por unas cosas o por otras, su excelente idea no llegó a cumplirse. Don Julio era otro de los referentes que compartíamos, junto con don Antonio Machado, cuya obra Enrique se sabía de memoria. Lo recuerdo citando el Juan de Mairena, sentado en su sillón giratorio, y detrás, colgada en la pared, una elogiosa carta manuscrita de don Rafael Lapesa, profesor suyo en Madrid, que Enrique tenía enmarcada y que daba idea del tipo de estudiante que tuvo que ser. Ahora, espero que a no mucho tardar, la biblioteca llevará su nombre, BIBLIOTECA ENRIQUE ROMERO ENA, y la verdad es que no se me ocurre mejor homenaje a quien hizo de los libros un mundo amable donde se respira lo mejor de cualquier tiempo pasado.

A mí se me va un amigo querido. La vida va sombreándose de muerte, como en el final de Guerra y paz. A Enrique confié mis proyectos literarios y pedí opinión sobre cuanto escribía. Él fue quien se ocupó de las gestiones para que yo publicase mi primer libro, y por supuesto quien lo prologó y lo presentó, de punta en blanco, con su pajarita inglesa, su pluma Montblanc Bohéme y un reloj dorado que puso encima de la mesa para que su alocución no se alargase con su delicioso sentido de la amenidad. Alentó mis sueños, escuchó mis devaneos, quitó hierro a mis zozobras, en decenas de cartas donde comentábamos las últimas lecturas, las noticias de un mundo que bullía, los gozos, las ilusiones, y de paso me enseñó que cada cosa tiene su nombre, y que la belleza en la escritura nace de la precisión al elegir las palabras y la naturalidad al ordenarlas. Me queda el consuelo de haber creado yo también un mundo aparte, un poco a semejanza del suyo, y de haber conocido a quien me enseñó lo más importante de mi trabajo de profesor, contagiar el amor por la lectura y enseñar a que cada cual sepa expresar lo que siente, aunque solo se dirija a sí mismo. De él aprendí que un profesor se gana el respeto del alumno con delicadeza en el trato y honestidad en el trabajo, y que siendo diferente también se enseña a ser libre. Ojalá pueda llevar un libro mío a esa biblioteca de El Toro, felizmente rebautizada, y compartir con los suyos las mejores páginas de nuestra amistad.

5.10.24

La escena desconcertante


Antes de que se publicara en España la fabulosa Memorial del convento, Saramago triunfó en nuestro país con su novela inmediatamente posterior, El año de la muerte de Ricardo Reis. Leída casi cuatro décadas después, uno toma conciencia de lo mucho que influyó en la novela española, en algunos autores (Muñoz Molina) más que en otros, hasta el punto de que podría decirse de él lo que dijo Luis Landero para defenderse de quienes le criticaban el garciamarquismo de Caballeros de fortuna, que García Márquez había «colonizado nuestra lengua». Al menos la literaria, y en cierta, quizá, más restringida forma, Saramago hizo lo mismo con Ricardo Reis.
    Esa influencia llegó al qué contar y también al cómo contarlo, novelas de trama mínima, adecuadas hasta entonces para un cuento, acaso una novela corta, y encarnado este esqueleto con episodios secundarios de carácter histórico, digresiones geográficas y culturales, o un sentido de la ambientación histórica en el que un personaje lee los periódicos de la época y las noticias se van empalmando durante un tramo del capítulo. Y todo esto se contaba con lo que pudiéramos llamar una retórica dilatoria, en la que cada episodio podía esperar y cada detalle merecía su demorado comentario. Fruto de los esfuerzos de los años 60 y 70 por desarticular el flujo narrativo, Saramago proponía largos períodos no particularmente hipotácticos, organizados en yuxtaposiciones cadentes y anticadentes que hacían de la prosa un oleaje continuo en el que se mecía el lector hipnotizado por su poderosa corriente y su espuma poética. Es esto, lo que, refiriéndose a sí mismo, Muñoz Molina llamaba «el rigor poético», lo que hacía cuajar elementos que de otro modo habrían podido parecer deslavazados.

La idea, la trama mínima, era en este caso ciertamente original, pero también desconcertante. Por lo primero, Reis vuelve de Brasil cuando muere su creador, Fernando Pessoa, con cuyo fantasma tratará durante los siguientes nueve meses, el tiempo que tarda en formarse un ser humano y el que, según la novela, tarda un fantasma en desvanecerse por completo. Ricardo Reis asiste, desde Lisboa, a los turbulentos años 30, atento a las atronadoras algaradas españolas y a su estallido final, y conoce a dos mujeres, la hija de un notario viudo que viaja para visitar a un médico que intente —infructuosamente— curar a la joven de un paralís en el brazo izquierdo, y Lidia, la camarera del hotel donde Reis se hospeda al llegar a Lisboa (y donde conoce a Marcenda), hermana a su vez de Daniel, un joven marino, revolucionario de izquierdas, entusiasta del Frente Popular español.

Entre estas dos mujeres está la trama, pero también el lado desconcertante de la novela. A través de Marcenda conocemos al doctor Reis, que conversa educado y distante con los millonarios españoles que han huido a refugiarse bajo el ala de la dictadura portuguesa, entre ellos un tal don Camilo en el que quizá alguien habrá visto una discreta puya a otro Nobel de literatura, y eso que, como ya ocurría en Levantado del suelo, ciertas técnicas narrativas que Cela usó en San Camilo 36 de manera deslumbrante le sirvieron a Saramago (y a Muñoz Molina en La noche de los tiempos, lo que son las cosas) para subir la potencia de la prosa cuando se trata de retratar el caos de la guerra. El caso es que Marcenda es lo que pudiéramos llamar una niña bien a la que Reis galantea cortésmente hasta conseguir el tesoro de un casto beso y las renuncias agitadas de una dama trágica. Bien. Es de suponer que es eso lo que había. Pero también es de suponer que alguien como Reis, aun con el desapasionamiento lírico de Pessoa, no trataría a la otra, a Lidia, la camarera, como la trata en la novela. Lidia es el vínculo con lo popular, la imagen con la que ilustrar lo mejor de la gente humilde. Pero Reis se acuesta con ella antes de besarla, ni mucho menos de rondarla, y lo que deja a uno perplejo es cómo, cuando Reis se instala en un piso, la llama para que le limpie la casa, la manda a bañarse porque está sudada de tanto trabajar, se la tira cuando sale de la bañera y luego, sin ofrecerle siquiera que se vuelva a dar un baño, le dice que ya se puede marchar. No encuentro más parangón a esa actitud que la de Torrente, el personaje de Santiago Segura, muchos años después, y es posible que se atenga a los parámetros del realismo social que quiere describir Saramago a través de Lidia, sin tapujos ni paños calientes, pero a uno lo deja un poco descolocado que el mismo héroe que detesta las diferencias sociales, que describe los métodos para mantener contento al populacho y que no escatima desprecio al hablar de los poderosos, sea el que trata de ese modo a una mujer como Lidia. Da la sensación de que Saramago, el mismo que ha creado a esa mujer encantadora, impone al personaje un papel más severo que el que el personaje quisiera tener, como si fuera el juez despiadado que no permite que la inercia de la narración haga navegar la novela hasta puertos más amables. El final, por ejemplo, lógico si nos atenemos al fundamento de la historia, a la idea de la que partió, deja a los personajes condenados a lo que representan, no a lo que son. Reis, el heterónimo de Pessoa, no es más que otro fantasma y su tiempo se termina, pero entretanto tiene la oportunidad de hacer cosas de vivo que sin embargo le prohíbe el narrador.

Estas sensaciones solo se tienen cuando el lector se entrega a un personaje, por más fantasma o heterónimo que sea, porque solo con los, por otra parte, impresionantes frescos del Carnaval de Lisboa, de la delirante peregrinación a Fátima o de los sucesos del Motín de los barcos del Tajo contra el régimen de Salazar, en los que murieron doce marineros, entre ellos el hermano de Lidia, solo con esas páginas maestras no nos habría llevado Saramago hasta el final con el afán del lector que siente y vive lo que está leyendo. Solo con las páginas del Libro del desasosiego y los versos que sirven de diálogo entre Pessoa y Reis (a veces remetidos de modo que alteran un poco el ritmo narrativo, todo sea dicho), no seguiríamos teniendo la sensación de que la novela tiene una intensa fuerza poética, y que Saramago había llegado con ella a una naturalidad de su propia voz que ya no iba a perder, y que a tantos discípulos habría de ilustrar.


José Saramago, El año de la muerte de Ricardo Reis, trad. Basilio Losada, 1985, 357 p.

26.9.24

Naturaleza lírica


Antes de empezar con la clave de bóveda de Saramago que es El año de la muerte de Ricardo Reis, hemos retrocedido a esta colección de relatos de 1978, a medio camino entre el intelectualismo libresco que ya vimos en Manual de pintura y caligrafía y el descubrimiento de la naturaleza, por así decirlo, que iluminaba las, a mi juicio, mejores páginas de Levantado del suelo. Y así, de las seis piezas que componen Casi un objeto, las mejores son sin duda las que se lanzan a la lírica descriptiva como atmósfera envolvente de la fábula, sobre todo la historia del centauro, y las peores aquellas que, en aras de una estructura tan cuidada como confusa, desaparece la frescura que todo relato, a fin de cuentas, debe tener. Decía Poe que la primera norma para escribir un cuento es que se pueda leer —y escuchar— en un sola sesión, como un solo golpe de imaginación. Y ahí es donde, en algún caso, aparece el único defecto que uno le encuentra a veces a Saramago, la prolijidad, el exceso gratuito, aquello de lo que podría prescindirse sin dañar la intensidad ni la hondura del relato y cuya presencia lo lastra de un plomizo regodeo. 
Será por la cercanía —o, más bien, por mi muy limitada cultura literaria—, pero no me cuesta establecer vínculos entre lo que escribe Saramago y otros libros escritos en castellano. Si en el Manual de pintura… la influencia de Cortázar flotaba como el humo de una sesión de Thelonius Monk, aquí es aún más nítida (es decir, más espesa), sobre todo en el relato ‘Embargo’, en el que resuenan títulos tan célebres como ‘La autopista del sur’, ‘No se culpe a nadie’ o incluso ‘Casa tomada’, o en el que abre el libro, ‘Silla’, al margen de que pueda o no referirse a la lenta podredumbre de la tiranía («Cae, viejo, cae»), con ese tono entre científico y filosófico de las andanzas de la carcoma y esa distancia irónica con que Cortázar explica el absurdo de lo más cercano. En ambos casos, y también en el de ‘Cosas’, a esta vena cortazariana se le transparenta la plantilla kafkiana, que llevada al extremo siempre produce efectos muy cercanos al surrealismo. La extraña inconsistencia de la realidad es un trasfondo de pesadilla sobre, en este caso, la imposibilidad del sometimiento absoluto de la población, fábula orwelliana que resulta, sin embargo, densa, cargante, innecesariamente prolongada.

Pero hay otro autor argentino del que no es difícil acordarse leyendo cuentos como ‘Reflujo’ y, sobre todo, ‘Centauro’. En ‘Reflujo’, que por otra parte nos recuerda a El testimonio de Yarfoz, novela de Ferlosio que se publicaría casi diez años después, la idea es el negocio de la muerte con la excusa de su desaparición de la vida pública, la construcción de un perfecto cementerio que, como diríamos ahora, interactúa con la realidad más o menos viva que lo rodea, y eso que es un cuadrado perfecto. También aquí el rey muere no sin antes darse cuenta de que ni se pueden poner puertas al campo ni a la muerte ni a la vida, ni mucho menos a su gran proyecto funerario. Aquí la gracia está precisamente en la poca sangre, en la frialdad arquitectónica de la narración, en el engranaje intelectual de la fábula, en el brillo del acero con que da la sensación de que está escrito.

El otro relato evidentemente borgiano es, decimos, ‘Centauro’, el mejor del libro si no fuera por un final en el que la blanditia viene a estropearlo un poco, porque después de tan hermosa y potente narración la cosa naufraga en una escena que más parece sacada de un King Kong en blanco y negro que del elevado clasicismo en el que se inspiraba. Salvando la sorpresa innecesaria de la naturaleza del protagonista (podía haber dicho que es un centauro en la primera línea y lo habríamos leído con el mismo placer), el arranque del relato es fabuloso, en el doble sentido de traer una fábula clásica como la que trajo Borges con el Minotauro, con esa misma mezcla de fuerza y de malancolía, y en el de que esas páginas son de lo mejor que uno ha leído de Saramago, quien supo ver que en la descripción de la naturaleza también habitaba la más alta poesía. Huye el mito de los hombres racionales que quieren cargárselo a pedradas, se alía con otros mitos (como don Quijote) y debe guarecerse de la ignorancia y la superstición, y se convierte, así, en el último mito, porque 


el mundo transformado persiguió al centauro, le obligó a esconderse. Y otros seres tuvieron que hacer lo mismo: fue el caso del unicornio, de las quimeras, de los hombres lobo, de los hombres con pies de cabra, de aquellas hormigas que eran mayores que zorros, aunque más pequeñas que perros. Durante diez generaciones humanas, este ueblo diferente vivió reunido en regiones desiertas. Pero, con el pasar del tiempo, también allí la vida se volvió imposible para ellos y todos se dispersaron…


    El relato pierde parte de su grandeza en ese final con dama del bosque en el que chirrían un poco esas costumbres tan de la época de sacar mujeres «completamente desvestidas», y adornarlas con descripciones de su desnudez que suenan más a macho tecleante que a personaje mitológico. ‘Centauro’ es, insisto y en cualquier caso, lo mejor del libro, el relato que más se aleja de la prolijidad y al que menos agrava el mensaje, que en este caso no es una queja contra la persistencia del absolutismo sino un lamento por la muerte de la fantasía.

El libro se cierra con otra versión moderna de una fábula clásica, en este caso, al menos en parte, y sin trágico final, de Hero y Leandro, adobado con un recurso narrativo muy de aquella época, también en España, la descripción brutal de la castración de un cerdo, sin ahorro de sangre ni de costumbres tan bárbaras como darle de comer al animal sus propias criadillas. Contrasta la escena con el amor adolescente de los dos muchachos en el río, que precisamente se disponen a gozar de lo que al cerdo le han quitado. Digo que es muy de la época porque semejantes rústicas barbaridades quedaban muy bien en relatos y cortometrajes, un surrealismo de aldea que por lo visto es menos localista de lo que yo pensaba. 


José Saramago, Casi un objeto, trad. Eduardo Naval, Alfaguara, 2022 (=1978), 162 p.

24.9.24

Florida voz


Muy cerca del final de Levantado del suelo, en la página 402, Saramago deja caer un «florido mayo», como aquella novela de Alfonso Grosso que se añadió a la lista de versiones joyceproustfaulknerianas que en España había iniciado Martín Santos con Tiempo de silencio. Fueron años de monólogos interiores, de mezclas de voces y cansinos barroquismos, esa paradójica elevación a un cielo plomizo de las más terrestres pasiones. No sé si Saramago lo cita adrede o no, ni si su trato con la novela española de la época (la suya es de 1980) daba como para establecer ahora conexiones, pero es difícil no hacerlo, no ya con la generación de las melopeas de conciencia, sino con otra, anterior y en principio distante de lo que representó en España Saramago, la generación del Delibes de Los santos inocentes, que solo es un año posterior a Levantado del suelo, o la del Cela de San Camilo 36, al que tanto nos recuerda la parte final del libro, ese ritmo, esa forma de yuxtaponer voces distintas, sentencias amargas, verdades frías. No creo que Delibes leyera esta novela, a pesar de que se publicó un año antes de que saliera su preciosa historia, que a veces, leyendo a Saramago, suena como «el gran grito de milana solitaria» en el jornalero que el señorito latifundista trata como a un perro, o peor, en el lacayo que tiene que cargar a las espaldas el bidón donde los señores hacen puntería, para que cuenten los agujeros, y luego echárselo otra vez a las espaldas para dejarlo en el mismo sitio y que los otros sigan disparando. O como Juan Maltiempo contando los días de aislamiento, en «una aritmética inventada por locos, se pone uno a contar, uno, tres, veintisiete, noveta y cuatro, y al final el error es nuestro, sólo han pasado seis días». Son meras coincidencias porque no puede haber leído el uno lo del otro, pero el tema es el mismo, el latifundio inhumano, la geórgica triste y hermosa de los jornaleros, como esa congeries de labores del campo (p. 110) que el narrador remata con un «santo Dios, qué montón de palabras, tan bonitas, palabras que enriquecen el léxico, bienaventurados los que trabajan» con el que, de paso, menciona la esencia del género, la elevación de lo humilde, la exquisitez de las penurias, la hermosura dolorosa de los trabajos y los días. 
Estaba, en cualquier caso, en el ambiente, en la época, en el florido mayo de las técnicas narrativas, de los cambios de narrador y de los largos periodos sin nexos subordinantes (cosa que luego tanto hará Marías), rematados muchas veces con una cláusula afilada con ironía, lo que también huele al Cela de aquellos años y, lo que son las cosas, reaparecería luego en Muñoz Molina, uno de los autores que más lo han detestado; curioso puente el que, sin querer, claro, tendió Saramago entre los dos. Y también estaba en el aire la misma estructura del libro, tres generaciones de Maltiempos/Buendías, desde el borracho Domingo («bebiendo se huye más»), cuya mujer, Sara, tiene algo de Úrsula, al sobrio Juan y el levantisco Antonio, con «amores contrariados» y bravas mujeres como Gracinda Maltiempo, la esposa de Manuel Espada, que va con él a encabezar la rebelión porque «ya no hay quien retenga a las mujeres» (p. 368), que han pasado de la sumisión supersticiosa y animal a la lucha compartida y al respeto, del mismo modo que Portugal pasa del latifundismo de los años 20, de todos los Norbertos y Robertos y Adalbertos que, como en España, dejaban perder las cosechas para castigar a los jornaleros cuando reclamaban algo tan escandaloso como trabajar ocho horas, a los militares vueltos contra el apolillado Salazar, que metieron un clavel en el cañón de sus fusiles. Y no faltan las historias tan crudas que parecen fantásticas, como la del hijo y el padre obligados a pelearse para regocijo de los guardias, e historias fantásticas que sin embargo son ejemplo del realismo imaginativo que tan bien había empleado, por ejemplo, Delibes en Las ratas, como son las formas de cazar conejos apuntándoles a las orejas o las andanzas míticas del bandolero Gato, que no son tan fantásticas porque «los hombres están hechos de tal modo que incluso cuando mienten dicen otra verdad» (p. 339). Hay, sí, un realismo discretamente fantasioso, oculto en el torrente poético de la crudeza y el testimonio de la rebelión, pero un aire que no tiñe, que solo de cuando en cuando va perfumando de garciamarquismo alguna que otra página y deja un rastro de almendras amargas.

Se dice que fue este el libro en el que Saramago encontró la voz, la integración de los diálogos en el flujo de la prosa con el solo expediente de una letra mayúscula, el constante ir variando los tonos y los narradores (aquí hasta la patria habla en primera persona) y el segmento poético, con versos hernandianos, «la sangre protestaba insatisfecha»  (aparece en la novela un Miguel Hernández «de Fuente Palmera», igual que un buen samaritano llamado Ricardo Reis), o alejandrinos que no irían mal en una geórgica, «se levanta de repente una perdiz silvestre», y que supongo que en portugués suenan tan bien o más que en la traducción de Basilio Losada.

Levantado del suelo es la novela del latifundio, de las hormigas que por fin levantan la cabeza, de los peones que se ponen de acuerdo y dicen que no, de los pobres que sufren palizas de muerte pero son leales a un destino compartido por el país entero. Cuando esta novela se publicó, hacía solo seis años que las fuerzas armadas portuguesas habían derribado el régimen de Salazar y una dictadura tercermundista que llevaba medio siglo sometiendo a sus ciudadanos, de manera que hay un júbilo final, un epinicio apoteósico, una sinfonía de esperanza en el remate de un libro que es un testimonio. Tiene su gracia que Saramago se dejara de intelectualismos herméticos y se abandonara en brazos de la poesía desatada justo para celebrar que en su país ya se podía vivir con dignidad. Es difícil que una celebración de la lucha y la victoria como es esta novela no acarree el lastre del panfleto ideológico. No es así en Levantado del suelo: aquí triunfa la literatura, y quizá sea esa la más alta de sus virtudes.


José Saramago, Levantado del suelo, trad. Basilio Losada, Alfaguara, 2022 (=1980), 436 p.

17.9.24

El mapa fantasma


Lo menos hará diez años desde que el abogado Alfonso Casas me enseñara su colección de reliquias de la batalla de Teruel encontradas por esos páramos pelados. Allí había cascos, tarjetas, insignias, latas de conserva y toda clase de restos de munición que uno pueda imaginar, y solo era una pequeña parte, me dijo entonces, de la magnitud colosal del armamento que unos y otros emplearon para conquistar, defender y reconquistar esta pequeña capital de provincia, la primera que el ejército republicano tuvo bajo su control y la que obligó al ejército franquista a retrasar su entrada en Madrid. Teruel ha sido siempre cruce de caminos, apeadero sangriento, lejos de todas partes y en medio de los más negros destinos.
Alfonso Casas lleva treinta años pateándose trincheras y parapetos, casamatas y nidos de ametralladora, rascando con los dedos en la tierra, en busca de algún fragmento de aquel infierno, al tiempo que va recopilando testimonios de toda clase y materiales bibliográficos: cartas desde el frente, informes oficiales, notas de prensa, cablegramas del alto mando, memorias y estudios que, casi por decantación, han ido dando forma a este estudio.

La batalla de Teruel fue una conjunción de la siniestra parsimonia con la que Franco planteó una guerra de desgaste y aniquilación, y la entusiasta pero mal organizada respuesta del ejército gubernamental. Mientras Mussolini se desesperaba por la calma con la que Franco se tomaba las matanzas, en el bando republicano no había una sólida estructura de mandos intermedios que garantizase una coordinación eficaz. Unos no tenían prisa por terminar la escabechina, y los otros demasiada por alardear de victorias puntuales. Negrín reprochando en Barcelona a Indalecio Prieto, ministro de Defensa, su falta de optimismo es una triste imagen que simboliza un aspecto demasiado importante de lo sucedido. Y uno se espanta al saber que semejante carnicería, en el fondo, no empezó más que como una maniobra de distracción. Entre proteger el paso hacia Levante de las tropas republicanas e impedir el avance hacia la capital de las franquistas, el resultado fue una de las páginas más desalmadas de la guerra civil española, y eso que tuvo unas cuantas.

Casas repasa minuciosamente, con escrúpulo de abogado serio, el transcurso de aquella contienda, desde que el general franquista Rey d’Harcourt asentó sus reales en Teruel después de la sublevación, hasta que el general Varela entró apartando aljezones con la punta de la bota. Entretanto, dos meses de inhumana destrucción, de lucha encarnizada y penurias insoportables en medio de uno de los más duros temporales de nieve que se recuerdan. Quien no moría de un balazo, moría por congelación, o porque se le caía la casa encima, o de hambre y de sed. Y ese es el principal problema con el que se enfrentan los libros sobre la batalla de Teruel, el de reflejar, además de las operaciones bélicas, el espanto inenarrable que tuvieron que soportar los combatientes, muchos de ellos forzados por la casualidad o por la geografía, y, sobre todo, los civiles, masacrados por sus compatriotas, desvalijados por sus iguales, cuando no martirizados por extranjeros a los que, como dijo el otro, nadie había dado vela en nuestro propio entierro. La carta desesperada y con faltas de ortografía, escrita en una trinchera a quince grados bajo cero por un soldado raso comido por las pulgas, vale tanto como la orden de ataque redactada por oficiales bien abrigados en la seguridad de un cuartel general, entre sacos de tierra o muros de hormigón. El mapa del teatro de operaciones (una expresión tan cínica como certera) es igual de relevante que esa lata de sardinas sin abrir que Casas se encontró en un barranco y que, más de medio siglo después, contenía una especie de «paté untoso» no muy distinto al que cualquier soldado de entonces, y la mayoría de los vecinos de la ciudad, se habrían comido con los ojos cerrados y les habría sabido a gloria.

Estos dos extremos, el de los mapas y el de los diarios, el de las órdenes y el de los recuerdos, son los que Casas se propone conjugar en este libro. Sin solución de continuidad se yuxtaponen cuestiones de poliorcética y escenas imborrables, cifras escalofriantes e historias que la transmisión oral ha cubierto con el barniz de la epopeya. Casas nombra a los generales y a los soldados, a los ministros y a los vecinos evacuados; de los unos se ha informado con rigor documental, y a los otros ha ido a escucharlos, se ha sentado con ellos y ha anotado sus palabras. Entre el tratado militar y el ejercicio de historiografía oral, entre Martínez Bande y Ronald Fraser se sitúa, creo yo, el empeño de este libro, que si bien basa su estructura en la cronología de las operaciones militares, también aporta testimonios de primera mano; por algo Casas ha sido también durante todos estos años inmejorable guía de muchos descendientes de figuras ilustres que pisaron el averno, y de mucha figura ilustre cuyo antepasado anónimo se dejó la vida en estas tierras inclementes. Y no soslaya extremos que pudieran connotar un juicio interesado: tanto cuenta el bárbaro escarmiento contra soldados traicionados por su propio instinto de supervivencia como el buen trato que, en general, el ejército republicano dio a los cautivos, y es igual de relevante la firmeza imperturbable de los defensores franquistas que el no menos despiadado trato que sus propios correligionarios les brindaron. 

Uno cierra los ojos y trata de imaginar lo que debió de ser el avance de la caballería del general Monasterio a través de los páramos helados del campo de Visiedo, una visión irreal, fantasmagórica, como el hecho de que tanta gente se sometiera a un sufrimiento tan atroz y a una muerte tan segura. Esos campos entre el Guadalaviar, el Jiloca y el Alfambra ya entonces solo eran visitados por yuntas de mulos que labraban la tierra polvorienta, pero en la cruel asepsia de los mapas eran vías de comunicación, zonas de repliegue, campos de batalla, la guerra como un juego de generales sobre marañas topográficas en las que un hombre no es más que un punto indistinguible en el trazado de una flecha. 

Quizá por eso hay que reprochar, más a la editorial que al autor, el que no haya señalizado más el texto, con mapas que orientasen las descripciones y un índice onomástico que agilizara las consultas. Así uno debe ir cotejando el texto con alguno de esos mapas del ejército que son los únicos donde aparecen rincones desiertos, inhabitables, que sin embargo para un general eran un buen sitio donde hacer que sus tropas se murieran de frío, mapas de la muerte donde solo se ven líneas de ataque.


Alfonso Casas Ologaray, Teruel. El Stalingrado español. Renacimiento, col. Espuela de Plata, 2024, 319 p.

12.9.24

Whisky de los 70



Hará bien el lector que se adentre en la obra de José Saramago en no empezar por el principio, no ya por su primeriza La viuda, que se publicaría en castellano a finales de siglo, sino por este Manual de pintura y caligrafía, que es de 1977, y se nota. Hay libros cuya lectura exige no perder de vista las circunstancias en que fueron escritos, porque de lo contrario pueden parecer un tostón presuntuoso, antes incluso de que al llegar al final el juicio no mejore en absoluto. Si uno ha leído, por ejemplo, Amor en días de furia, la única novela —creo— que escribió el poeta Lawrence Ferlinguetti, esta otra novela de Saramago se comprende mejor, no porque sea incomprensible, en absoluto, por más que divague sobre el utilidad del arte y las relaciones entre la pintura y la escritura, sino porque a estas alturas los personajes que presumen de distancia, que se sientan en el suelo «de espaldas al diván» a escuchar jazz y frecuentan el sexo de capítulo octavo, como diría Cortázar (quien también frecuentó esos personajes), ya nos resultan algo revenidos, pero en su época eran de lo más moderno. Decía Juan Benet que en las novelas de García Hortelano los personajes no hacían más que darse duchas y ponerse un whisky, y con semejante piropo (menos mal que eran amigos) ya sabe uno de qué pie cojea toda la obra de Hortelano. En esta novela de Saramago hay alguna que otra ducha pero sí se ponen vasos de whisky y las sábanas quedan manchadas después de esos encuentros amorosos en los que no hace falta decir nada, y que suenan más a fantasía del autor que a vivencia del personaje. Luego todo se cierra en unas pocas páginas con amores inverosímiles, tramas políticas, encuentros con la policía y el renacer de un hombre nuevo que cuando llega a su casa se da una ducha y se pone un whisky.
En este caso, el protagonista de Manual de pintura y caligrafía es un retratista nada orgulloso de sí mismo («sé muy bien quién soy, un artista de poca categoría que sabe su oficio pero a quien le falta genio, talento incluso») al que una familia de empresarios ha encargado un retrato que el protagonista empieza dos veces y no acaba ninguna, una porque lo tacha y otra porque el cliente no lo quiere, en una escena que da muy bien el tono kafkiano que a veces toma el personaje con ese distanciamiento de impostada seriedad. El pintor escribe, y el escritor escribe sobre el hecho de escribir, «juego con las palabras como si usase colores y los mezclara en la paleta», algo que en los 70 todavía tenía su gracia, y busca el conocimiento en la desfiguración y, como su clientela, él también tiene «ese aire que decimos civilizado, con algunos detalles de intelectualidad y de simplicidad pretenciosa».

Especialmente interesantes son sus viajes por la pintura italiana, por más que ocupen el espacio que uno esperaría que ocupasen los hechos, la narración, algo de lo que ya hablamos a propósito de Memorial del convento, del que aquí encontramos algún detalle premonitorio al hablar de los pájaros de Trubbiani, «construidos de cinc, aluminio y cobre, estas aves de alas largas, sujetas a mesas de tortura, inmovilizadas en el instante anterior al de la muerte…». Mucho arte, sí, y mucho libro sobre otros libros (Robinson, del que cita largos fragmentos, igual que de algún pesado texto marxista, o las Memorias de Adriano, La cartuja de Parma, y, sin nombrarla, claro, la Historia de la pintura en Italia) y mucha autocrítica de espejo deformante, como cuando juzga lo que está escribiendo como páginas «demasiado artificiosas para mi gusto y en las que me dejé arrastrar por no sé qué tentación de virtuosismo loco, contrariando la severa regla que me había impuesto de contar lo acontecido, y nada más». Pero protagonista y autor están más pendientes de la definición por oposición, tan del estructuralismo de la época («Unos y otros separados de mí. Y yo de mí mismo») y de la autoflagelación pretendidamente cínica, como cuando el personaje no se arrepiente de confesar que mientras llevaba a los padres de un preso político a verlo a la cárcel él se excita con la hermana, que va de copiloto y con la que protagonizará un final de amor meloso tan redentor como inevitablemente cursi. 

La novela, en fin, «duró el tiempo preciso para que acabara un hombre y empezara otro», para que desapareciera el pintor mohíno y apareciera el artista comprometido, para que se diluyera el viajero diletante y tomara forma el amante entusiasmado, y uno piensa, al acabar su lectura, que ese deambular por los Museos Vaticanos, ese jugar con las palabras y ver de lejos a los otros era, a fin de cuentas, mucho más interesante que el apaño narrativo de amor sincero y Revolución de los Claveles con que la novela se termina, y no será la última vez.

Pero Saramago es Saramago, y con navegar en su prosa tenemos más que suficiente, por mucho que el retrato quede embadurnado de agorera distancia, culturalismo selecto y, sí, pedantería setentera, con más humo que luz. Y aun así uno encuentra, igual que el protagonista cuando vaga por los museos italianos, páginas que poner en la vitrina, relatos insertados que sin duda deberían figurar en su antología definitiva, en este caso uno que voy a copiar entero porque me recuerda a lo que dice Virgilio de las crías del ruiseñor y a lo que dice Lampedusa de su encuentro con la caza. Aquí ya está, creo, el Saramago crudo y desnudo, destemplado y lírico que luego tanto nos habría de gustar.


En lo alto de un árbol (olivo, para decirlo todo) hay un pájaro. Un pardillo. Abajo, con un tirador en las manos, moviéndose lentamente, un chiquillo. El cuadro es clásico, y el objetivo simple. Ninguna crueldad: los pardillos nacieron para ser apedreados, y los niños para apedrear a los pardillos. Así es desde el principio del mundo, y, del mismo modo que los pardillos no han emigrado a Marte, tampoco los chiquillos se han recogido a conventos, aplastados por los remordimientos. (Cierto es que eso le aconteció al piloto que lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima [¿o sería quizá la de Nagasaki?] pero la excepción, esta vez, no confirma la regla.) Dicho esto, tensas las gomas, hecha la puntería, allá va la piedra. Pero el pardillo no cayó. No cayó y tampoco alzó el vuelo. Se quedó en la misma rama, en el mismo sitio, piando de una manera que parecía indefinida, pero que, como se supo más tarde, era de abandono. La piedra le había pasado al lado, arrancando dos hojas de olivo que fueron cayendo, oscilantes, como péndulos de un hilo que ampliamente se fuera distendiendo hasta el suelo. El chiquillo se quedó sucesivamente molesto, asombrado, contento. Molesto porque había fallado, asombrado porque el pardillo no había alzado el vuelo, contento por esta misma razón. Otra piedra al tirador (también llamado tirachinas), nueva y más primorosa puntería, y el rápido ruido de la fricción del aire, el zumbido. Disparada en vertical, la piedra rebasó el árbol y se convirtió en un punto negro que se fue reduciendo contra el fondo azul del cielo, casi en la frontera blanca de una pequeña nube redonda, y, llegando a lo alto, se detuvo un instante, como quien aprovecha para ver el paisaje. Luego, como un desmayo, se dejó caer, decidido ya el punto en que otra vez iba a acomodarse en la tierra. El pardillo seguía en la rama. No se había movido, ni se había enterado, el pobre, piaba sólo y sólo sacudía las plumas. De molesto-asombrado-contento, pasé a sentirme sólo avergonzado. Dos piedras, un pájaro quieto y vivo. Miré a mi alrededor, para ver si alguien era testigo de mi pobre puntería. El olivar estaba desierto. Se oían sólo cantos rápidos de otras aves, y quizá, allí a pocos metros, un lagarto verde, a la entrada del agujero, en el escondrijo de un árbol, me mirara con sus ojos fijos y pétreos, tratando de percibir lo que veía. Voló la tercera piedra, y otra, y otra. Siete u ocho piedras fueron disparadas, cada vez menos firmes, cada vez con más trémula mano, hasta que, sin que el pardillo se hubiera movido, sin que hubiese dejado de piar, una piedra al azar, sin fuerza casi, le dio en pleno pecho. Cayó el ave de rama en rama batiendo las alas, con ese rumor afligido de quien se despide de la elástica firmeza del aire, y acabó cayendo a mis pies, sacudiendo en espasmos las patas y abriendo como dedos las apenas formadas rémiges (rémiges, artemages, esta lengua no es la nuestra). Era un pardillo joven, que aquel mismo día debía de haber abandonado el nido por primera vez, tan joven que aún tenía la boquera amarilla en el pico. Había conseguido reunir fuerzas para volar hasta aquella rama y allí se quedó, para recobrar energías en las alas y en su pequeña alma. Qué hermosas, vistas desde encima, las copas redondeadas de los olivos, y a lo lejos, si vista de pardillo no engaña, aquellos otros árboles que eran fresnos y chopos, plantados en fila, cubiertos de hojas que parecían manitas llamando a alguien o abanicos que hacían nacer el viento. Levanté al pardillo del suelo. Lo vi morir en mis manos en cuenco, velarse primero la pupila negra, luego el párpado casi translúcido moverse de abajo arriba y quedar así, dejando sólo una rendijita por donde la mirada pasó aún, en la última película del tiempo que restaba. Murió en mi mano. Primero estuvo en ella vivo, y luego murió. Volvió a morir en Venecia, preso con grilletes y candados a un banco de tortura. La cabeza, un poco de lado, volvía hacia mí un ojo dilatado de horror. ¿Qué muerte es la verdadera? Viajando hacia atrás en el tiempo y desplazándose entre tanto en el espacio, sobre Italia y Francia, y España, o planeando, muerto, sobre las aguas rejuvenecidas del Mediterrá-neo, el pájaro de Trubbiani, de cobre y aluminio, fue a posarse en la palma de mi mano, a ocupar el lugar del cuerpo aún tibio, pero ya enfriándose, del otro pájaro asesinado. En el olivar caliente y callado, el niño empieza a distinguir que los crímenes son y tienen dimensiones. Se lleva a casa el pardillo muerto y lo entierra en el huerto, junto a la valla adonde no llega el azadón: un túmulo para la eternidad.

José Saramago, Manual de pintura y caligrafía, trad. Basilio Losada, 2022 (=1977), 286 p.  

8.9.24

Los pájaros y el templo


En su Viaje a Portugal, al entrar en la iglesia del monasterio de Batalha, José Saramago, el viajante, habla del placer que lo inunda, y se fija en el juego de espacios que  describen las altísimas columnas, a medida que uno avanza por la nave y van apareciendo las capillas. 


O estático torna-se dinâmico, o dinâmico detém-se para ganhar forças na imobilidades. Seguir ao longo destas naves e passar por todas as impressões que um espaço organizado pode suscitar. Porém, não tarda o viajante a reconhecer que não estava tudo dito: pela porta entraram três andorinhas que voaram, aos gritos, nas alturas da nave, e então uma nova impressão tomou, um longo arrepio, assim ficando provado que sempre se pode ir mais longe acrescentando à linguagem outra linguagem, à abóbada a ave, ao silêncio o grito.


Leí este pasaje al salir del impresionante edificio manuelino, sus claustros, sus capelas imperfeitas, sin terminar, apuntado apenas el arranque de los nervios de la cúpula, o su sala capitular, construida por condenados a muerte, bajo cuya clave se sentó su arquitecto, Alfonso Domingues, nada más desmantelar la cimbra, mientras todo el mundo miraba desde las ventanas convencido de que se iba a derrumbar. En ese convento late una armonía sobrecogedora de sobria exuberancia, de austeridad monumental, de apabullante desnudez. Por muy decorados que estén los pórticos y los remates, conmueven en su sencillez flamígera, con las abundancias góticas pero también la claridad renacentista, sin ese amontonamiento adiposo que vendría luego en el Barroco. En el convento manuelino el espacio y el tiempo vienen a ser algo parecido, grandioso, inacabable, y al mismo tiempo recoleto. La nave central tiene una altura mareante, pero es una cáscara de nuez bajo el firmamento que aspira a sugerir. Dice Saramago que mejor habría sido pasar por este monasterio en avión, para no tener que detenerse en explicarlo, una tarea más difícil, dice, que la victoria sobre los españoles que sirvió de motivo para construirlo.

Y eso que venía de Alcobaça, cuyo convento es de una grandiosidad más doméstica. Allí me deslumbraba la cocina, alicatada hasta el lejano techo, el refectorio con su púlpito de piedra para amenizar las comidas con sagradas lecturas, o el claustro que ahora está decorado con evónimos pero en su tiempo sirvió para plantar berzas y lechugas: la vida cotidiana del convento cisterciense, no su fastuosa teatralidad espiritual, tan manuelina, por otra parte. Allí metía la cabeza por la inmensa chimenea y calculaba los espacios asignados a los monjes en el dormitorio comunal, donde caben, sin amontonarse, varios centenares. Allí pensé en la tierra, no en el cielo, pero la alegría sobrecogedora viene a ser parecida. La diferencia está en las golondrinas, esas andorinhas que me recordaron otro pasaje subrayado hace muchos años en el Memorial del convento. «Asciende hasta las bóvedas el canto de los pájaros», dice allí, y es posible que Saramago se acordase, porque su Viaje a Portugal lo publicó trece años después. Los pájaros y el templo, y esa placidez que uno siente cuando viaja por un país tan amigo, sin embargo, de la profusión ornamental, sobre todo cuando está relacionada con la muerte.

Y quizá de ahí, de esa primera impresión que Saramago tuvo que sentir muy joven, naciera el Memorial del convento. Allí también se habla de la construcción de un gran monasterio, en principio para ochenta, pero luego para trescientos monjes, en Mafra, por capricho del rey Juan V, «por un voto que hizo si le nacía un hijo», razón tan peregrina como la que sirvió para levantar el de Batalha, que fue la victoria de Aljubarrota contra los españoles; y allí también hay un espíritu alado que recorre el libro entero, un ingenio volador que solo en parte es fantasía, porque ya nos anota Basilio Losada, en la deslumbrante traducción que le valiera el Premio Nacional en el 86, que fue Bartolomeu Lourenço de Gusmão, el Padre Volador, quien «inventó el globo aerostático y fue uno de los precursores de la aeronáutica». Ambos hechos históricos, el convento gigantesco y el primer avión, sirvieron a Saramago para armar esta maravilla, la que definitivamente lo consagró como el gran artista que es. El trabajo de Losada en la traducción, su esfuerzo por conservar las secuencias rítmicas, los versos entretejidos, la poesía que respira por las páginas, dan fiel idea de la extraordinaria belleza del original.

Porque la historia que nos cuenta el Memorial del convento vuela muy alto pero no se aparta de tan sólidos cimientos. Nos habla de Baltasar, que perdió una mano en la guerra, y de su amada Blimunda, mujer de una pieza, con extraños poderes adivinatorios que llevan al padre Lourenço a pedirle que vaya mirando el interior de los hombres y recolectando sus voluntades, que serán el carburante para su proyecto volador, la passarola, un cacharro davinciano que funciona con «sol, ámbar, voluntades, imanes y laminillas de hierro». Son estos dos elementos, el templo de piedra y el pájaro de hierro, los que estructuran la narración con el peregrinaje de los tres amigos hasta que logran armar el aparato y volar, en una escena que está entre el viaje en globo del Libro de Alexandre y las piruetas del barón Münchhausen, hasta que aterrizan entre los arbustos y la acción se llena de procesiones sagradas, comitivas reales y yuntas de bueyes en fila interminable para transportar un pedrusco que sirva de dintel al pórtico del monasterio. Saramago se extiende en la poesía de esos inventarios, de los séquitos floridos y las hileras de hormigas humanas, de sus trabajos y sus días, en un manuelismo verbal que hace honor, ya lo creo, a la belleza que se propone retratar, y sin embargo resuelve con demasiada prisa, a mi juicio, acontecimientos que hubieran requerido algo más de paciencia. Así sucede con la huida y muerte de fray Lorenzo (feliz casualidad que este Lorenzo también case en secreto a los amantes), perseguido por la Inquisición, que se ocupa de arrastrar piedras imposibles pero considera pecado emular las dotes de los pájaros. Y también con el último viaje de Baltasar, una vez que encuentra la nave voladora y por un azar narrativamente coherente vuelve a ascender a los cielos, o con la búsqueda final de Blimunda, que recorre los caminos en busca de su amado, hasta que lo encuentra en un auto de fe resuelto en media docena de líneas. 

El libro es de tal hermosura que toda esta desproporción entre lo narrado y lo descrito tiene que estar hecha a propósito. Saramago va de las fatigas a los oropeles, del suelo por donde se arrastra la miseria y la vanidad al cielo por el que vuelan los corazones limpios, o las cenizas que se lleva el mismo viento que avivó la hoguera, pero los hechos, lo que se dice los hechos que hacen avanzar la acción, no la piedra ni el monasterio, no el pájaro ni el amor, se narran con sorprendente economía. Da igual. Quizá sea que uno acaba la lectura con ganas de quedarse más tiempo contemplando la gloria del espacio y de la luz, como en los conventos por cuyas alturas gritaban las golondrinas.


José Saramago, Memorial del convento, trad. Basilio Losada, Seix Barral, 1986, 287 p.

24.8.24

Fantasía natural



Compré Gotas de Sicilia por error, es decir, porque el texto de la solapa me llevó a una conclusión equivocada, pero he de decir que si el texto hubiera sido más fiel al contenido, nos habría proporcionado el mismo placer; o más, porque yo iba buscando libros sobre Sicilia, sobre su historia y sus gentes, al estilo del hermoso Sicilia paseada, de Vincenzo Consolo, y me imaginé que con semejantes credenciales el bueno de Camilleri habría dado una visión distanciada y, si no turística, sí para uso de viajeros cultos. Eso es lo que se desprende de líneas como estas:


En las páginas de Gotas de Sicilia desfilan las imágenes de la tierra natal de Camilleri, síntesis de un amor antiguo y sanguíneo y en las que brilla todo el ingenio y el carácter de la isla.

Son retratos y recuerdos que se transfieren de la memoria al papel de una forma única e irrepetible…


La palabra relato sólo aparece en el último párrafo del texto de contraportada, y de una forma lo bastante ambigua como para que el lector no sepa que se trata de siete cuentos siete, todos protagonizados por personajes sicilianos, y algunos, es verdad, tramados a partir de hechos reales, pero otros pura y divertida fantasía.

Así pues, ‘El tío Cola, «pirsona limpia»’, es un monólogo contado por el gánster Nicola Gentile, siciliano que hizo carrera en Estados Unidos y luego volvió a Italia y prosiguió con sus negocios. Sin embargo, nos dice Camilleri, entonces (años 50) la mafia  (la Cosa Nostra, en este caso) extorsionaba y cometía sus desmanes y atropellos, «una idea perversa y criminal, sin duda, pero alejadísima de la idea de masacre». El tío Cola sabe las teclas que tiene que tocar y a quién hay que engañar para conseguir una parcela de poder oscuro, pero no es ese asesino a destajo que nos hemos acostumbrado a imaginar. El monólogo, además, utiliza un idiolecto trufado de dialectalismos italianizantes que a mi juicio el traductor ha vertido en un lenguaje convincente, y eso que no sé cómo es el original pero sí he leído las explicaciones del propio traductor. Un ejemplo: 


Estrapo un lado del paquete: dentro había denaro, en billetes de cien. Me prendió una arrechera que ni te cuento, suelto una manata al paquete que lo tiero al suelo. El tipo se pone amarillo como un morto, le manca el rispiro y me sale diciendo…


Se sigue sin dificultad y consigue plasmar el tipo que representa el viejo mafioso, uno de estos, digamos, desalmados de buen corazón que parecen salidos de una academia telúrica para amantes de la buena vida y alérgicos al trabajo.

Pero Sicilia no es solo la esencia Corleone. En ‘¿Quién ha entrado en el estudio?’, el protagonista es Arfredu, tío del narrador, médico y filántropo, nigromante casi, creador de santos, incluso de uno para casar solteras, una especie de San Antonio de andar por Porto Empedocle, por no hablar de sus inventos pioneros, desde una central eléctrica a un váter elevado sobre el mar; de su afición, también prematura, a la apiterapia, o de su facilidad para convertirse en delfín, en un rasgo que recuerda a la sirena de Lampedusa, al menos en la manera de imaginar. Lo mejor del relato, no obstante, no son las sesiones espiritistas o los estrepitosos juegos para niños, sino la razón por la que el narrador se convirtió en su sobrino preferido: porque se coló en su biblioteca y descubrió que amaba la literatura.

Entre los cuentos más, digamos, antropológicos, me ha divertido mucho ‘El vino gusta a San Caló’, ambientado en la fiesta de San Calógero , a la que no sé por qué no ha ido Cristina García Rodero a sacar fotos de surrealismo popular (seguramente sí lo ha hecho). Es una fiesta que recuerda de algún modo al salto de la verja de Almonte, pero sin ese componente violento y desesperado de los rocieros, igual de tumultuoso pero más alegre, con un desparrame menos trágico; eso sí, tan vinoso y pagano que la propia Iglesia trató de meterlo en vereda, y de ahí parte el argumento de la historia. Claro que, tanto en Italia como en España, poco tiene la Iglesia que hacer en los divertimentos con que ha consolado a sus pobres feligreses desde el principio de sus tiempos.

También tiene que ver con el culto popular ‘Los primeros comicios’, sobre la graciosa competencia entre monárquicos y campesinos lampedusianos, comunistas y socialistas garibaldinos y democristianos de imposibles equidistancias, a propósito de las primeras elecciones regionales silicilanas en 1947. La cuestión, que no voy a desvelar porque tiene mucha gracia, es que cada facción quiere que el Cristo de la Pasión lleve una bandera distinta, en consonancia con sus respectivas adscripciones ideológicas, y que el padre Aurelio, responsable de la procesión, tiene que decidir con qué bandera viste al santo, o lo desnuda. Camilleri aclara, al final, que lo sucedido, por disparatado que parezca, sucedió de verdad en su pueblo, Porto Empedocle, el sitio donde, ya que estamos, se localiza la célebre Vigata, que es donde está la comisaría de nuestro querido Montalbano…

Porque el exceso es pariente de la fantasía, y el apasionamiento se lleva bien con lo increíble, de modo que a Camilleri no le cuesta nada (es más, también parece verídico) jugar con la falsa erudición, a lo Borges pero más festivo, en ‘Hipótesis sobre la desaparición de Antonio Patò’, donde se cuenta cómo el pueblo no acepta la verosimilitud de una escapada común y corriente (dos amantes aprovechan una función teatral para huir) y sí las descacharrantes hipótesis de ilustres científicos y expertos en supercherías. Casi igual de fantástico es el titulado ‘Andanzas de un lunario’, con la particularidad de que aquí todo es verdad, cómo se difundió una publicación dirigida a la cultura popular en los años 20 del siglo pasado, con investigaciones y propuestas más propias de los creadores de sirenas que de los etnógrafos del momento. Pero, eso sí, muy sicilianas.

En este ambiente tan divertido y delirante, casi está de más, incluso por su muy breve extensión, el cuento ‘El sombrero y la boina’, fábula de ideología simple que casi sabe a poco en un conjunto tan barroco y desmelenado. Si lo que sugería la nota de contraportada es que Camilleri presenta la peculiar forma de ser siciliana, fantasiosa y excesiva, en eso, al menos, sí que da en el clavo. Pero con decir que es un libro estupendamente bien escrito que juega con la, en Sicilia, difusa frontera entre realidad y fantasía, ya habríamos tenido suficiente, y también lo habríamos leído.


Andrea Camilleri, Gotas de Sicilia, trad. David Paradela López, Gallo Nero, 2021, 102 p.

21.8.24

Un último tributo


Nada más aparecer La llama inmortal de Stephen Crane, en una entrevista que concedió a El País, Paul Auster decía que no se trataba de una biografía «ni mucho menos una obra de crítica literaria, algo que detesto». En la introducción al libro es igual de claro: «No lo enfoco como especialista o erudito, sino como viejo escritor sobrecogido por el genio de un autor joven». Y así es: no es propio de un crítico hurgar en aquello que pueda ser útil para el creador, ni muchas veces para el lector. Lo que hizo Auster es una lectura exhaustiva de la obra de Crane, las seis mil y pico páginas escritas, sobre todo, en los últimos cinco años de su vida, y un recuento de su odisea vital al hilo de cinco estudios de dos autores, Stanley Wertheim y Paul Sorrentino. A ellos se debe, aproximadamente, «la mitad» de las más de mil páginas que componen el libro de Auster, porque la otra mitad es ese análisis, libro a libro, página por página, de la escritura de Crane, con minuciosos resúmenes de los argumentos de cada novela, de casi cada cuento y de muchos artículos, y abundantes fragmentos que dan forma, también, a una antología del autor. Y es en esta lectura, en los detalles que no pasan desapercibidos a un narrador como Auster, donde radica la novedad del libro más allá de su valor recopilatorio, como de extensísima introducción a la obra de Crane. Lo demás corre por cuenta de la tensa y subyugante prosa de Auster, en cuyas manos cualquier anécdota se transforma en episodio narrativo, y cualquier circunstancia vital en fragmento épico. Está escrito por un incondicional, es una hagiografía sin tapujos, y así la acepta el lector, que la consume con la misma fluidez adictiva que el resto de sus novelas.

El personaje, desde luego, se prestaba. Crane es un pionero del tipo de escritor norteamericano que se bebe la vida a morro, que está en todos los saraos y en todos los entierros, que prueba el sabor de la pólvora y del vino añejo, y que luego se convertiría en una forma de estar en el mundo, desde Hemingway (que además era medio pariente suyo e incondicional admirador) hasta, por ejemplo, William Vollman, quien se ha jugado varias veces la vida por su afición a no escribir de oidas. En sus algo menos de veintinueve años de vida, a Stephen Crane le dio tiempo a varias intensas historias de amor, desde el primero «y el más perdurable» con Lily Brandon a su matrimonio medio secreto con Cora Howorth, la mujer con la que vivió sus mejores y más productivos años, ya en Inglaterra, en un castillo medieval húmedo y frío que deterioró más si cabe su salud y visitado —y querido, y admirado— por celebridades como Joseph Conrad, Henry James, Ford Madox Ford o H. G. Wells, todos por aquel entonces, salvo James, también jóvenes con un esplendoroso porvenir.

Pero entre aquellos primeros pasos y la fiesta final en ese castillo a Crane le dio tiempo a estar en varias guerras, la de Grecia, la de Cuba, y a cruzarse con forajidos de frontera y salvar el pellejo de milagro en varias ocasiones, una de las cuales le dio para escribir una obra maestra, El bote abierto, la historia de un naufragio que terminó con bien de puro milagro. Le dio tiempo a conocer al futuro presidente Roosevelt y a provocar con sus artículos el desafecto hacia el Partido Republicano, a defender con gallardía a la prostituta Dora Clark y a tener que marcharse de los Estados Unidos por la implacable persecución de la corrupta policía neoyorquina. Vivió como un bohemio, derrochó lo poco que ganó, jamás quiso vivir de otra cosa que no fuera la literatura, pasó hambre y frío y se expuso a morir de un balazo para aspirar el perfume de la guerra. Y, además, se convirtió en un clásico de la literatura universal.  

El repaso a su carácter tiene más rasgos todavía de la hagiografía clásica. Ya desde niño era «un chico sincero, aunque no siempre recto ni obediente, y en el fondo de su conflictivo corazón metodista acechaba un rebelde callado que de cuando en cuando se transformaba en un temerario bravucón». Cuando, a los siete años, prueba la cerveza (que, como el tabaco, no dejaría de consumir hasta el final), su reacción ante la extrañeza de sus compañeros no deja lugar a dudas: «¿Cómo iba a saber a qué sabía si no la probaba? ¿Cómo vas a saber las cosas a menos que las hagas?». Por lo demás, y durante toda su vida, 

«se sentía mucho mejor agarrado con las uñas al borde de un precipicio que sentado en una blanda butaca frente a un confortable y cálido fuego». No solo no era hábil para los asuntos prácticos ni nada que remotamente se pudiera calificar de hacendoso, sino que tampoco podía estarse quieto sin seguir dilapidando su existencia. Los años que pasó con Cora en Inglaterra fueron de relativa tranquilidad, si es que puede llamarse tranquilidad a la pelea constante por pagar las facturas del despilfarro en que se había convertido su vida. Pero su integridad como artista no admitía concesiones. Cuando Cora le insiste en que escriba algo más comercial para pagar las facturas de la comida diaria (no digamos de las fiestas multitudinarias), el joven Crane es inflexible: «Sólo escribiré para un hombre…», «ese hombre soy yo». Bien es cierto que durante unos meses cedió y escribió Active Service, que para Auster es «la novela más extensa que jamás publicó; y también la peor». 

Lo suyo era un fuego demasiado vivo. Como dice Claude Bragdon (y de ahí nos dice Auster que ha sacado el título para su libro), Crane era «un muchacho sincero y fogoso, con una llama interior más viva que la de otros hombres: tan grande, en realidad, que incluso entonces lo estaba consumiendo». Y lo más sorprendente de todo es que era consciente de que pronto se consumiría por completo. Entre los temas predilectos de su obra está el encuentro imprevisto con la muerte, o la imposibilidad de escapar a ella, como en ‘El hotel azul’, y «a los veinte años ya andaba soltando indirectas sobre el limitado futuro que le esperaba». No perseguía el éxito, que reconoció que le decepcionaba. Lo suyo era una búsqueda de la excelencia personal, de la satisfacción de lo recién escrito, y de la decisión irrevocable de no hacer otra cosa en su vida, por más que al hacerlo se sintiera, según lo ve Auster, como «el Capricho  cuarenta y tres» de Goya, el del sueño de la razón. No obstante, por las últimas palabras que le dirigió a su amada Cora, poco antes de morir con los pulmones hechos migas, nadie diría que se iba con la conciencia devastada: «Me voy de aquí tranquilo, buscando el bien, firme, resuelto, invulnerable».

La bohemia trágica, sobre todo si un autor es tan bueno y muere tan joven, puede dar cuerpo al libro entero, pero en este caso, al menos para mí, el alma se la da el análisis de su obra, de sus tácticas y sus impulsos narrativos, escrito desde la admiración sin límites y las ganas de aprender, todavía, de un viejo escritor que está a punto de cerrar una carrera literaria formidable. Y Auster se fija en su «detallismo precoz» ya desde el principio, desde aquellos relatos de Sullivan County que 


contienen ráfagas de brilante prosa y prefiguran el sello estilístico de Crane y muchas de sus obsesiones: uso abundante de coloridas imágenes para expresar tanto estados emocionales como experiencias sensoriales, un don para metáforas inesperadas y símiles impresionantes, una visión animista de la naturaleza (árboles, piedras y plantas del bosque están vivos), un enfoque desapasionado del personaje que plantea el aislamiento del individuo ante un universo indiferente y un análisis detenido de la metafísica del miedo, el mismo miedo que discurre por cada párrafo de La roja insignia del valor, que Crane empezaría a escribir solo dos años después.


Algunas de sus máximas estilísticas me provocan entusiasmo incluso, como aquella de que «predicar no es propio de un artista», algo que deberían tatuarse todos los aspirantes a escritor, en vez de esos mamarrachos con que se embadurnan. Y me sorprende, muy gratamente, que ya desde el principio Crane hubiera rechazado la tentación de la prisa. Se vive a tumba abierta, pero se escribe muy despacio. Bien es cierto que Crane escribe antes de que la máquina de escribir pusiera a tantos autores a componer libros obesos, pero hay un fragmento de su amigo Frederic Lawrence que Auster nos transcribe y que es lo más próximo a un manual de instrucciones que se me ocurre:


Permanecía mucho tiempo sentado, encerrado en sus pensamientos, hasta que concebía la siguiente frase. Hasta que la tenía bien formulada no cogía la pluma. Luego escribía despacio, con esmero, con aquella caligrafía redonda tan legible, resaltando cada signo de puntuación, rasgo que siempre ha caracterizado sus manuscritos. Rara era la vez que un signo o una palabra requería corrección. Al completar la frase, se ponía en pie, volvía a encender la pipa, deambulaba por la habitación o se ponía a mirar fijamente por la ventana. Normalmente permanecía en silencio, sumido en profundas reflexiones, pero a veces se ponía a cantar una melodía popular o alguna coplilla indecente repitiendo una y otra vez el mismo compás mientras esperaba a que le viniera la inspiración […]. Muchas veces una sola página significaba una jornada entera de trabajo, y esa producción en raras ocasiones excedía las dos o tres páginas. A veces no mojaba la pluma en el tintero durante varios días seguidos. Sin embargo, a paso lento pero seguro, el manuscrito siguió creciendo y así se creó Maggie: una chica de la calle.


Eso desde que empezó a escribir, frase a frase, palabra por palabra, «como si cada frase fuese una pequeña obra en sí misma», lo que también invita a contemplarla, no solo a leerla. A Crane esa meticulosidad compositiva le llevó a técnicas que a finales del XIX pueden, según Auster, considerarse pioneras, como lo que pudiéramos llamar «la escritura cinemática», el guion de cine como novela (antes de que hubiera cine, por supuesto), así como la descomposición del relato en fragmentos aparentemente inconexos, sobre todo en sus descripciones de batallas o de situaciones trágicas, o el uso de diferentes puntos de vista para un mismo relato, según el personaje desde el que se esté narrando el pasaje, por no hablar de sus retratos psicológicos o de esa especial habilidad para profundizar en los personajes a partir de conversaciones aparentemente inocuas. Crane se fijó en «la mezcolanza de emociones e impulsos contradictorios que bombardean continuamente la conciencia», lo que sería el tema de buena parte de la novela del siglo que se avecinaba. Y todo ello con un sentido poético de la escritura: «di todo lo que puedas diciendo lo menos posible».

Por otra parte, y teniendo en cuenta que, a partir de Maggie, una chica de la calle, «todas sus obras de ficción más importantes tratarían de situaciones extremas, de cuestiones de vida o muerte: guerra, pobreza y peligro», forma parte de la huella estilística de Crane el contacto directo con aquello que nos cuenta. No participó, por edad, en ninguna batalla de la Civil War, y sin embargo, según también aporta Lawrence, «se pasó años recabando recuerdos de los veteranos de la guerra civil, de sus experiencias de la vida cotidiana en el ejército, de modo que sabía más de la guerra desde el punto de vista del soldado raso que la mayoría de los historiadores». Y lo mismo cabría decir de aquellos episodios (un naufragio, la vida en el inframundo urbano) de los que había sido víctima, más que testigo, a veces por propia voluntad. «¿Cómo iba a saber lo que sentían esos pobres diablos si yo iba bien abrigado?», dijo cuando estuvo a punto de coger una pulmonía por guardar cola con los mendigos.

«La reputación de Crane», nos dice Auster, «se asienta en seis obras fundamentales: Maggie, La roja insignia del valor, ‘El bote abierto’, El monstruo, ‘La novia llega a Yellow Sky’ y ‘El hotel azul’», comentadas aquí con todo detalle, pero para muchos lectores de dentro y fuera de los Estados Unidos Crane será siempre el autor de La roja insignia del valor, un libro que «nació de la desesperación», de no tener lo imprescindible para sobrevivir, y que de inmediato lo convirtió en una celebridad. Por muy buenas obras que escribiera después, Crane dejó en esa novela muestras de todo el arte que le daría tiempo a desarrollar: el análisis del miedo y la vergüenza, sobre todo aquella que uno siente cuando no hay testigos para corroborarla o denunciarla; la descripción alucinada e inconexa de lo que en realidad es una batalla, al menos la realidad que inauguró Stendhal; la compresión poética de la escritura, de modo que cada párrafo sea esencial para la comprensión del conjunto. Y resulta muy gratificante que Auster se acuerde de Raskolnikov para ilustrar un personaje que, como el Henry de Crane, trata de ocultar un crimen con otro y él mismo se convierte en su más implacable fiscal.

En La roja insignia del valor Crane escribió incluso más alta poesía que en sus libros de poemas, «tan agresivamente antilíricos», que tanto recuerdan a «las descarnadas canciones de Blake», el poeta al que Auster solo nombra una vez, a propósito de Los jinetes negros, y en quien el lector está pensando casi desde los primeros versos que cita. Y no solo Blake: a pesar de que nombre a Cervantes, hablando de ‘El hotel azul’ y el sueco que se ha vuelto loco de tanto leer noveluchas del Oeste, es raro que alguien como Auster no se acuerde de Borges y ‘El hombre de la esquina rosada’, o que no traiga a colación más a menudo a Faulkner, quien yo diría que tiene mucho de Crane y al que Auster solo menciona una vez y no para hablar precisamente de influencias.

El legado de Stephen Crane es, en fin, el del «primer modernista norteamericano, el principal responsable de cambiar el modo en que vemos el mundo a través de la lente de la palabra escrita», ahí es nada. Según Auster, volveremos a ver esa «distancia irónica del narrador» en Joyce, en Hemingway o en Camus, y en todos los que se afanaron a hurgar con pasión en las interioridades del personaje nunca antes tratadas. Sin su obra no se entiende el Lord Jim de su gran amigo Conrad, y sus retratos de una mente en crisis (en One Dash—Horses) serán el pan de cada día en el siglo XX. Su manera de saltar de un personaje infantil a otro para componer un mosaico recurrente llegará hasta Sherwood Anderson, el padre del cuento norteamericano contemporáneo, y su afán de concentración narrativa, que a fin de cuentas tiene el mismo fundamento que la concentración poética, está en la médula de la obra del propio Auster.

Paul Auster terminó este libro en 2020, tras más de dos años de apasionada relectura de la obra de Crane y de las más importantes investigaciones sobre su vida. Se nota, en su entusiasta escritura, que es un homenaje a quien de muy jovencito lo deslumbró, cuando Crane todavía formaba parte de las lecturas obligatorias en el instituto, como si, a los setenta y tantos años, cerrara el círculo con quien lo hizo soñar en ser un escritor profesional. Aquel maestro murió muy joven, a una edad en la que Auster apenas empezaba a sacar la cabeza con sus poemas. Quién le iba a decir que después de este largo tributo ya solo escribiría un ensayo contra la proliferación de armas en Estados Unidos, Un país bañado en sangre, y una última y breve novela crepuscular, Baumgartner. Pudo completar una carrera que Crane, a pesar de que al final, quizá, su estrella se estuviese apagando, en el fondo solo tuvo tiempo de empezar. Aunque pudo asomarse a la vejez, Auster también la terminó demasiado pronto.


Paul Auster, La llama inmortal de Stephen Crane, trad. Benito Gómez Ibáñez, Seix Barral, 2021, 1033 p.

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