2.2.25

Los poemas del buceador


Acababa de leer los Cuadernos de África, que me habían encantado, cuando, por una rara casualidad, tuve ocasión de charlar con uno de esos escritores profesionales cuyas ansias de gloria les amargan el carácter. Estábamos hablando de pintores que escriben, y yo dije que Barceló me parecía un buen poeta. «¿Barceló?», dijo, como si le hubiera insultado, algo que, retrospectivamente, y teniendo en cuenta cómo es el pájaro, me da un cierto malévolo placer. 

Pero sí, Barceló es un buen poeta, y este nuevo De la vida mía es un magnífico ejemplo. Ya el título es de Góngora, «Hermoso dueño de la vida mía», según cita completo, porque, si hay que tomar prestado, que sea del más grande. El libro, escrito en francés ("lo que escribo en catalán o en castellano me parece una mierda", le he leído en algún sitio) y profusa y gozosamente ilustrado, está compuesto por tres tipos de textos: escritos a propósito, largos de una página, no más, con un tema concreto, la infancia, los talleres, bucear. Luego están las transcripciones de los cuadernos, junto a dibujos y apuntes que podrían ser ya piezas acabadas y páginas escritas en letrajas grandes con textura de poema, igual que, en tercer lugar, los pies de foto. Se diferencian por la tipografía: regular en los textos más largos, y de dos cursivas diferentes en los otros, algunos de ellos inventarios de lugares, de autores, de peces. Cuenta Barceló que Patty Smith recitó en Nueva York fragmentos de sus Cuadernos de África, y se sorprende porque no eran más que «listas de cosas». Smith sabía que para esa lírica de inventario se necesita ser un buen poeta, y Barceló, que lo es, también nombra a Defoe entre sus lecturas. Pero no solo eso. Cuando hablo de poema me refiero, por ejemplo, a esto:


Había empezado una escultura de yeso de dos o tres metros que representaba una cerilla a medio quemar. Una mitad bien tiesa y derecha, la otra torcida. Mi hijo Joaquim me ayudaba. El yeso es agradable, se calienta y se seca muy rápido. En cierto momento me preguntó por qué modelábamos una cerilla. Le dije: mira, la parte quemada es el tiempo vivido, la parte intacta es el tiempo que queda por vivir. Tengo cuarenta y cinco años. Eso es. Segundos después vi que derramaba una lágrima.


Todo está escrito así, con esa naturalidad un poco desarticulada, de mezclas aparentes que disocian las frases hasta convertirlas en verso, imagino que como sucede con su pintura. Es prosa depurada, sin énfasis, sin ínfulas. Barceló ha depurado la prosa como, según veo en la exposición de la galería de Elvira González, ha depurado también su pintura, para que los nexos no interrumpan la secuencia de los objetos, con una claridad más tranquila, con una nitidez que se ha ido reposando en sus años de cultura dogón en Mali, en sus maravillosas acuarelas de Gao, tan simples, tan expresivas, o en sus investigaciones en la cueva de Chauvet. «Más que pintar lo que veo, veo lo que pinto», dice. O lo que una vez pintó, él o alguien que, como él, viajaba, miraba, buceaba.

Barceló se hizo famoso muy temprano. Recuerdo una foto suya, de la época de la Movida, con un desgaire petulante, muy glam, de chico moderno, rico y famoso. Pero eso se pasó pronto: cuando empezó la «danza de los marchantes» se largó del infecto mundo de la fama. Con Javier Mariscal se fue a tierras portuguesas, primero, y luego al Sáhara, donde descubrió, como Paul Bowles, el inagotable atractivo de la nada, y cambió los cócteles brillantes por una cabaña en Mali llena de termitas y de telarañas, y un tipo de vida en el que cualquier día un escorpión podía sacarle un ojo. A punto estuvo. 

Pero tampoco se detiene mucho en esos años. Le interesa más la infancia, de la que habla con entusiasmo, y con adoración en lo que se refiere a su madre, pintora también, de la que acaso heredara la necesidad del arte, una decisión irrevocable que tomó a la edad de los descubrimientos. «En realidad», dice, «no cambiamos, somos siempre los mismos», y sin embargo traza esquemas coloreados de su trayectoria vital. Va y vuelve a la infancia igual que regresa a las cuevas, incluso las construye, como horno, como estudio, como imagen. En las cuevas el artista se aísla y se refugia. La cueva es el lugar en el que se acurruca, donde sueña en posición fetal.

Su madre ha bordado muchas pinturas suyas, y Barceló habla con una mezcla de orgullo y placer de esa relación que todavía mantiene con ella, casi centenaria ya. No fue lo mismo con el padre, con quien, salvo a última hora, no se llevó bien. En algún lugar del libro dice que hay que escribir sobre los padres. Puede ser liberador, o placentero, o un tormento, pero aquí a Barceló no se le ve con ganas de sufrimientos innecesarios. Y es gratificante que sea su madre (y alguna mención esporádica a gente como el ciclista Timoner o artistas como Curro Romero o Camarón, de quienes cuenta sendas anécdotas preciosas) uno de los pocos personajes que aparecen en el libro. Alguien como Barceló podía practicar el odioso name dropping que alicata de celebridades las memorias de los personajes célebres. Aquí no. Aquí el importante es su «hermano mayor» en Mali, gente común e importante, artistas sin gloria, cuaranderos de la tribu: personajes que bullían en su pintura como los peces o los calamares, mientras buceaba en ella. Y, sobre todo, sus perros, porque ellos son los que marcan las etapas de una vida. Los nombra en torno a la pintura de uno de ellos, nadando, visto desde dentro del mar, con ese elegante avanzar sobre la nada. La letra de Barceló, al glosarlo, es como su pintura, como los trazos de sus acuarelas, irregurlar, trémula, un tanto infantil, la letra de quien anota lo que ve, no la de quien escribe lo que piensa. O quien apunta lo que ve su pensamiento, antes de que se apague su fulgor.

Al margen de esos pocos personajes, el libro habla de pintura y de su relación con la pintura. Varias veces explica por qué pinta desde dentro, con el lienzo en el suelo, paseando por él, dejando, como Pollock, que vayan cayendo cosas, porque Barceló cree en la condición orgánica de la pintura, en su ir haciéndose. Así el pintor bucea en la pintura, la llena de elementos cambiantes, putrescibles. Repite un par de veces que Keats tenía un cajón lleno de manzanas podridas que olía de vez en cuando, y Barceló hacía lo mismo con una mezcla de calamares descompuestos, petróleo y no sé qué más. Para llegar a esos olores, para llegar a sí mismo, Barceló tuvo que exiliarse en el país de la pintura. Cuenta con alegría cómo suele zambullirse en el mar cuando aún va lleno de pintura (de haberse zambullido en un cuadro) y ve los pegotes disolverse o flotar entre bancos de peces. «El cuadro en el suelo es como un fondo marino, entro y salgo». 

Como pintor, se deja llevar: «Pinto con rapidez, en el tiempo que media entre un golpe y el dolor que produce». Es decir, no premedita. Mira, vive, respira, actúa. No deja que sea su pensamiento el que tiranice a su sensibilidad. Por eso se fue a vivir al mar, al desierto, a la pintura. En vez de pensar, pinta. En vez de meditar, bucea. Su fetichismo con los talleres de sus pintores preferidos (Picasso, Pollock…) tiene que ver con ese sentido de la pintura como inmersión en un mundo aparte.  Necesita una iglesia entera abandonada, y embardurnar las luminarias con arcilla, y dibujar encima con esgrafiado, que la luz sea también la luz de la pintura, del mismo modo que bajo el agua la luz con que se ven los peces es la luz del agua.

A veces, con el frío, con el calor, la arcilla se cuartea o se hace más flexible. Las circunstancias (la época, el lugar) intervienen en la obra mientras está siendo creada, y se supone que también después, cuando pase el tiempo y su proceso de composición/descomposición siga su curso. «La pintura es siempre una cuestión de transumptio», una metamorfosis de pintura en carne, de imagen en luz, o en aura, como cuando pinta con lejía. Para Barceló evolucionar es recurrir a nuevas tácticas, ancestrales o inventadas, artilugios para conseguir el efecto imaginado, como cuando trabajaba en la capilla de Palma viendo el resultado a través de una pantalla, o montó el cirio que montó en Ginebra con un cañón de pintura, como si estuviera construyendo un techo de coral, metido en su escafandra. «Quizá todos mis cuadros sean sopas. Arros brut (arroz sucio), con un poco de todo. Un mundo comestible». Será por eso que le gusta tanto el pintor de bodegones Luis Egidio Meléndez, «el Messi de la pintura», un virtuoso lleno de granadas reventonas y ojos de besugo.

Una de esas sopas, quizá la que más orgulloso le hace sentirse, es la capilla de la catedral de Palma, a la que dedicó un precioso libro, La catedral bajo el mar. Supongo que es la pieza en la que, finalmente, pintura, escultura y cerámica llegaron a ser la misma cosa, el mismo arte, un todo indistinto. Tiene gracia que fuera el obispo, Teodor Úbeda —quien puso la paciencia y el ánimo suficientes e incluso pidió ser enterrado en ella— el que le propuso el tema, la multiplicación de los panes y los peces, que a Barceló le venía como anillo al dedo. Su pintura es, en cierto modo, ese milagro.


Miquel Barceló, De la vida mía, trad. Nicole d'Amonville Alegría, Galaxia Gutenberg, 2024, 263 p.


25.1.25

El héroe antipático


No le hace buen efecto a las novelas que el héroe no le caiga bien al narrador. He dicho el héroe, no el protagonista, que los hay entre terroríficos y repulsivos, sobre todo en las novelas de tiranos, locos y sanguinarios. En esos casos el atractivo radica en la disección de la crueldad, en el diagnóstico del mal, pero el narrador, a no ser que también sea un psicópata, se sitúa lejos, enfrente, lo describe con sus armas literarias pero lo despoja de heroísmo de cualquier clase. Porque si es un héroe verdadero, el narrador lo admira, o lo comprende, o lo defiende, o se apiada de él, y en este catálogo de sentimientos positivos entran héroes y antihéroes, según vayamos del deslumbramiento a la compasión.
Esto es lo que, a mi juicio, no encaja, salvo en un final algo confuso, en El Evangelio según Jesucristo: que Saramago ha tirado de un modelo de héroe clásico, el que se ve obligado a hacer lo que por sí mismo no hubiera tenido ganas de hacer, ni pensamiento siquiera, el modelo Héctor, el modelo Eneas, pero en ningún momento muestra por él la menor simpatía, a no ser que contemos como acto de piedad el mero hecho de sentirse obligado a ser el hijo de Dios, un sujeto, por cierto, que más parece sacado de El Jueves que de las Sagradas Escrituras. Pero Jesús arrastra su obligación y su resentimiento, su culpa y su vergüenza, como si tuviera que cargar con los pecados de los hombres a regañadientes. Es frío, desagradable incluso con su madre, nada tierno con la mujer que lo ama, María Magdalena, más bien el macho que lleva detrás a la parienta (salvo, otra vez, en el tierno final), no le da importancia a sus milagros, que más bien hace por hacer, consciente de que sólo se hacen fieles los beneficiarios, que sólo hay fe en el rendimiento. Y todo parte de una licencia mitológica que se toma Saramago en la figura de San José, un padre trágico que habría sido, tiende uno a pensar, mejor héroe que su propio hijo.

Lo que sabemos de San José es poco e inconsistente. Los Evangelios nos dicen que murió centenario, pero en la vida de Jesús apenas aparece, y mucho menos en sus últimos momentos, en los que ya se le da por muerto, lo que solo habría sido posible de haber tenido a Jesús, su primogénito, a los setenta años. De semejante aparición deslavazada Saramago toma dos hilos, uno más fino que el otro, para que cobre cuerpo la historia entera. El primero es el que todos alguna vez nos hemos planteado: cómo es posible que no le preocupase que su mujer, virgen, estuviera embarazada, o cómo es posible siquiera que fuese virgen, en un mundo de naturaleza tan proliferante; de hecho son varias las menciones a los hermanos de Jesús, que no debieron de ser concebidos por obra y gracia de otro espíritu santo. Pero ese hilo no da más de sí que las inconsecuencias propias de los textos míticos, esa inverosimilitud que paradójicamente garantiza la condición sagrada, como si nada del todo realista pudiera conseguir la elevada condición divina. 

El otro hilo también pertenece a ese catálogo de inconsistencias que con excelente humor glosaba Mendoza en Las barbas del profeta y que más de una vez se nos han pasado por la cabeza. En el episodio de la matanza de los Inocentes, cuando a San José lo avisan de que huya a Egipto, ¿por qué no avisa a los otros padres de Belén?, ¿por qué se escapa como un güino mientras los soldados de Herodes afilan sus espadas como si fueran a sacrificar corderos? El propio Saramago lo deja caer para que recordemos aquellas viejas lecturas, y dos o tres páginas después se hace él mismo la pregunta con la que el libro llega hasta casi la mitad. San José salvó a Jesús condenando a los demás, obedeció a Dios siendo un miserable, fue piadoso por insensible, y su culpa no le abandonó hasta que él mismo se metió en la boca del lobo y fue crucificado sin haber cometido el delito de rebelión de su amigo Ananías, al que había ido a rescatar. Todo cuadra: el hijo expiará los pecados del padre, los mismos que a él le dieron la vida, y el padre muere como habrá de morir el hijo, por meterse en una rebelión contra las autoridades civiles y religiosas, romanas y judías, que ni le iba ni le venía.

Entre este final del padre y el simétrico final del hijo, que se empeña en ser tomado por un rebelde político, como le ocurrió a su padre terrenal, y en morir como él murió, hay un largo desierto, en este caso marítimo, en el que la figura de Dios cumple con todas las contradicciones de la teología: si lo sabe todo, por qué no impide lo más trágico; si su poder es infinito, por qué deja escrita una historia tan espantosa. Cristo nos inspira, por fin, cierta ternura cuando se entera, por boca de Dios, y en presencia de un Demonio que demuestra tener más humanidad que el Supremo Hacedor (le ofrece a Dios que lo perdone para no condenar ni llevar después por el camino del mal a tanto desgraciado), de cuántos mártires van a sufrir tormento y morirán en su nombre, una de las enumeratio más largas que uno haya leído nunca, todos los santos por orden alfabético; bueno, no todos, falta alguno como San Serapio, que también tuvo una muerte espantosa pero dio lugar a un cuadro hermosísimo de Zurbarán. Jesucristo escucha la inacabable retahíla de pedecimientos, incluidos los de los apóstoles que lo siguen, y decide acabar con el asunto, sin caer en la cuenta de que, teológicamente hablando, eso Dios también lo tiene previsto. 

Y así, después de alguna curiosa variante del Evangelio, por ejemplo la no muerte de Lázaro (porque, según María Magdalena, su hermana según alguna tradición medieval, no está bien que alguien muera dos veces), Jesús obra unos cuantos milagros un poco mecánicamente y se entrega a la que piensa que es su obra final, su renuncia al cargo: convertirse él y sus apóstoles en una banda de perseguidos que con su muerte ahorren sufrimientos o por lo menos apaguen la sed de crueldad que ha demostrado tener Dios. El mismo Judas, como le pasó a Longinos, («el que le clavó a Jesús una lanza en la Cruz») es aquí presentado como un colaborador necesario, como un trágico personaje imprescindible, que al menos tiene la dignidad de prestarse voluntario cuando Jesús pide que alguien lo vaya a denunciar, él que es el único que no ha de morir torturado sino por su propia mano.

Así es que este héroe antipático, que ni sabía por qué estaba donde estaba y no encontraba más que reproches hacia quienes le dieron la vida, acaba harto de su misión divina, la fuerza, la acelera, con la decepción de que también eso estaba previsto, en un juego que si resulta un poco facilón por una parte (cuestionar las incongruencias de la teología son casi un abuso de la razón), no es, sin embargo, en absoluto revelador, que es lo que tendría que ser un libro así: no aporta perspectivas nuevas, formas distintas de ver. Cuenta lo que ya sabíamos como si aún no lo supiésemos, dice lo obvio como si anunciase la buena nueva, como si nos abriese los ojos. A veces pienso que este tono paradójicamente homilíaco es el típico de los espíritus parroquiales que por no meterse a curas se hicieron dirigentes vecinales o filósofos ateos, predicadores de catecismos elementales.


José Saramago, El Evangelio según Jesucristo, trad. Basilio Losada, Seix Barral, 1992, 341 p.





13.1.25

Amor omnia interrumpit


Tras la poca gracia que nos hizo La balsa de piedra, las primeras páginas de Historia del cerco de Lisboa, siguiente novela de Saramago, nos llevaron de regreso a los dos libros que hasta entonces más nos habían gustado. El hermosísimo pasaje del almuédano ciego con el que se inicia el libro tenía otra vez el regusto de Memorial del convento, esa prosa levantada, sinuosa, síntesis moderna de épica y de lírica, entonces con la construcción del convento y, en paralelo, los amores de Blimunda y Baltasar. Pero también nos traía a la memoria al protagonista de El año de la muerte de Ricardo Reis, el tipo de hombre ya maduro, solitario, pudoroso, que incuba en soledad venganzas mínimas y amores desvaídos. En este nuevo libro, la parte épica era el asedio de Lisboa, entonces ocupada por los musulmanes, allá por el siglo XII, y la lírica la cantan los amores de Mogueime y Ouroana, ambos miembros de esa plebe que era carne de cañón o descanso de guerrero, y que representan el espíritu rebelde y defensor de la dignidad popular que nunca falta en las novelas de Saramago. El contraste con la actualidad, la parte Reis, le corresponde a Bernardo Silva, un corrector editorial al que se le ocurre variar un pasaje de un tomo sobre el cerco de Lisboa, y, donde dice que los cruzados ayudaron a tomar la ciudad, añadir un No que por fuerza cambia la historia entera. 
    Al mismo tiempo, y al igual que Reis se enamoraba un poco despegadamente de su asistenta, aquí Silva se enamora como un pardal de su editora, María Sara, y en ese momento el lector ingenuo, poco dado a los prejuicios biográficos, cierra el libro para comprobar una fecha en las biografías que circulan por la red, porque tiene la impresión de que la novela llevaba un rumbo y el amor la tuerce, y lo que era una fabulación acerca de cómo cambiar la historia (y la pregunta subsiguiente, si no será toda la historia producto de algún cambio, de algún no en lugar de un sí), y del papel que los actores secundarios, los editores, los copistas, los traductores, los correctores y demás intermediarios tienen en la fijación de la historia, ya en la época en la que la novela fue publicada pero mucho más ahora, cuando no es escándalo plagiar ni mentir ni cambiar las fechas de sitio, cuando el rigor académico es un requisito menor y cualquier tiempo pasado es más objeto de opinión casi que de estudio; lo que era, en fin, una meditación histórica y metaliteraria se convierte, con la falta de premeditación que requieren estas cosas, en una novela sentimental. Y las fechas coinciden: nada más terminar La balsa de piedra, Saramago se enamoró de Pilar del Río y ese amor debió de ser el que desequilibró la formidable máquina con la que los cristianos tenían previsto asaltar las murallas de Lisboa y el que, dos novelas después, apartó a Basilio Losada y sus maravillosas traducciones en favor de las de su amada Pilar.

Todo eso se nota en la novela. Saramago iba trenzando su soberbio ejercicio de expolitio, un argumento que es como una antigua máquina de guerra, un aparato formidable y complicado que avanza con extrema parsimonia, una historia tan bien escrita como difícil de continuar, porque a ver quién justifica que sin ayuda de los cruzados pudieran los cristianos asaltar o sitiar siquiera una ciudad que podría entonces llegar, con cálculos que el propio autor no considera descabellados, al medio millón de habitantes, si bien esas y otras son «suposiciones de un narrador preocupado de la verosimilitud más que de la verdad, que tiene por inalcanzable», cuando su nuevo amor lo convence para que sea él quien reconstruya de nuevo la historia a partir de ese No con que la saboteó sin conseguir que la editora, la misma María Sara, lo pasase por alto, pero consiguiendo, lo que son las cosas, que se enamorase de él.

A partir de aquí la novela se centra, por un lado, en encontrar un hilo de verosimilitud que cambie la historia, y por otro en gustarle a la editora. Bernardo Silva es un cincuentón que se teñía el pelo y por efecto del amor siente el impulso quijotesco de ser quien es, con una mujer, dice, quince años más joven que él (Pilar del río era todavía más joven que Saramago), lo que da lugar a fragmentos que suenan a episodio compartido, a meter la historia personal en la falsa historia, la vida en la novela, como esa discusión sobre la edad de los amantes un muy mucho apastelada, como de sonrisa boba, sobre todo porque el narrador, encima, se quita años, que es como si se volviese a teñir el pelo.

Todo eso está muy bien si no fuera porque interrumpe la deliciosa música del almuédano con que arrancaba la novela. Ahora es el hombre maduro el que por obra del amor hace que la historia suene incluso un poco ridícula, como sucede en el episodio en el que Bernardo Silva le lee a María Sara la historia del milagro de la mula, y lo que leído al margen del amor es un relato interesante, si nos lo imaginamos como lectura de cama en voz alta resulta un rollo insufrible, lo bastante como para que María se vuelva a pensar eso de liarse con el corrector. O la misma escena sexual, tan capítulo octavo, con ese realismo de manos grandes llenas de pelos, ese amor al embozo de la cama que por otra parte, y ya no es novedad, tanto nos recuerda a lo que no mucho después escribiría Muñoz Molina, si bien él nunca cometió el desliz de dejar el rastro macho en el detalle de quién hace la cama y quién prepara la comida. Eran otros tiempos.

La novela, hacia el final, llevada del impulso amoroso, traslada a la ficción medieval los amoríos algo cursis del corrector que la escribe, en una metaficción candorosa y blanda que tiene que recuperar el relato del asedio a Lisboa, de un modo, otra vez (ya le pasó en Memorial del convento, y quizá sea su único defecto, si lo es), demasiado resumido, sobre todo si lo comparamos con la solemne, por momentos majestuosa cadencia de la prosa en sus largos fragmentos medievales. Y así pasa muy rápido el asalto con las máquinas de guerra, y más rápido aún, no más que apuntado, el asedio y la hambruna, y la venganza de Ouroana contra quienes abusaron de ella, y la justa reclamación de Mogueime en cuanto a la igualdad en el trato y en el pago de soldada con respecto a los cruzados, a los que se fueron y a los que se quedaron. Amor omnia vincit, sí, incluso la lógica narrativa, que aquí queda un tanto deslavazada, como si Bernardo Silva tuviera prisa por ponerle punto final y volverse a la cama con su amada.


José Saramago, Historia del cerco de Lisboa, trad. Basilio Losada, Seix Barral, 1990, 315 p.

8.1.25

Sangre de pichón


Las nuevas ediciones de La plaza del Diamante incluyen en la faja de portada los elogios de García Márquez, que llegó a considerarla, con la moderación que lo caracteriza, «la más bella novela que se ha publicado en España después de la Guerra Civil». Pero tampoco hace falta leer con lupa sus palabras para darse cuenta, una vez leída la novela, de que la fascinación de García Márquez no se debió tanto a la historia como a la prosa con que está contada. Si de historias y de personajes se trataba, más tuvo que interesarle, en el caso de que la leyese, Las ratas, de Miguel Delibes, que también es del año 62, porque lo que cuenta Rodoreda es un testimonio de supervivencia vital y emocional con una guerra de por medio que no aportaba más novedad que la voz narrativa. Pero esa novedad lo era todo, y lo sigue siendo en la traducción de Sergio Martínez, que suena estupendamente, y suena, también, a un traductor que ha sabido escuchar la prosa de García Márquez.
    Supongo que entre las muchas tesis doctorales sobre novela del siglo XX alguna habrá que rastree los caminos de la voz, es decir, de la táctica del te voy a contar, en una primera persona que no es el autor, quien no habla con sus palabras ni cuenta su vida, sino alguien que rara vez se ve en el trance de escribir un libro. En la verosimilitud de esa voz están los límites de la poesía que incorpora. Ciñéndonos a la literatura de posguerra, y por más que les pese a muchos, ese tratamiento de la voz empieza con una mirada al clasicismo del Lazarillo, la de Cela en su Pascual Duarte. Pero menos de diez años después Delibes publicó uno de sus hitos fundamentales con el Diario de un cazador, una pieza maestra del despojamiento, de cómo un escritor puede dar la voz a quien no la tiene y de ese esfuerzo de generosidad puede salir una obra de arte. Entre esa novela (y alguna otra de Delibes) y La vida perra de Juanita Narboni, de mediados de los 70, habría que echar un vistazo a cuántas novelas escalaron esa cumbre de humildad, cuántas fueron capaces de poner por escrito los pensamientos, las penas y las fantasías de una persona corriente, y cuántas de ellas alcanzaron la impresionante altura poética de La plaza del Diamante.

Tampoco creo que le beneficien mucho aquellos elogios que se refieren sólo al qué cuenta la novela y no al cómo lo cuenta. En los últimos años por lo menos, esos elogios tienden al reduccionismo, bien sea porque la colocan en la estantería de literatura femenina, o en la de los perdedores de la guerra, aquellos que soñaron con un mundo mejor y se dieron de bruces con la más absoluta miseria, cuando no con el dolor y con la muerte, o, incluso, en la de la literatura catalanista, unos porque Quimet, el primer marido de Natàlia, se alista en los escamots del Estat Català y luego lucha y se deja la vida como miliciano en el frente de Aragón, y otros porque Antoni, su segundo marido, es algo así como el paradigma del catalán prudente y ahorrativo, y todos, en fin, porque los milicianos de la novela son buenas personas y los señores que una vez dieron trabajo a Natàlia se han avinagrado con la guerra. Afortunadamente para la novela, sin embargo, en ninguno de esos aspectos cumple con la ortodoxia: el buen miliciano es un machista de catálogo, y el buen tendero, alguien por quien sentir más pena que pasión. El hambre hace que se tuerzan los renglones de la causa, y no faltan personajes que se quejen de que aquello es un sindiós, nunca mejor dicho, «y una señora dijo que ya se veía venir hacía tiempo y que estas cosas de un pueblo en armas siempre pasaban en verano, que es cuando la sangre hierve más deprisa», y en todo caso, como dijo su amigo Cintet, «la historia más valía leerla en los libros que escribirla a cañonazos». Y, en fin, Colometa fluctúa entre el prototipo de mujer sometida al patriarcalismo de la época que finalmente encuentra el sitio que le pertenece y el de quien se encoge de hombros y apechuga con lo que la suerte le depara. Pero no deja de ser irónico (y un tanto folletinesco, dicho sea en su favor) que sea la guerra y la miseria la que libre a la protagonista del marido machista, y su propia desesperación trágica la que, a pique de cometer una barbaridad, le haga encontrar un buen hombre ex machina que le devuelve las ganas de vivir. Ya de muy jovencita su padre le decía que había nacido exigente, «pero lo que a mí me pasaba es que no sabía muy bien para qué estaba en el mundo».

Por ese lado, en fin, la historia sería una de tantas, la de la mujer que asume la existencia que le toca, que se harta de los caprichos del marido, que cría a sus hijos como puede y que para salir adelante tiene que ponerse a servir, en una estructura que, guerra mediante, la hace bajar a los abismos del hambre y la locura y, cuando pasa la tormenta, la deja en la orilla con la serenidad de la madre que ve a su hija bien casada y a su hijo hecho y derecho, y vestido de militar, en una apoteosis final en la que brillan los que están y, sobre todo, los que faltan, esa hermosa galería de secundarios que hacen de la novela un lugar acogedor: la sabia y generosa señora Enriqueta, los amigos Cintet o Mateu, buena gente que refrena como puede las salidas de tono de Quimet, o los mismos niños, niños vivos que cambian y son cambiados, que crecen sanos y pasan hambre, y brillan lozanos y tienen rincones oscuros en su corazón.

Pero todo eso está contado, decíamos, con una voz muy especial. En la edición de Edhasa que he leído viene un prólogo de la autora de 1982, pocos meses antes de morir, en el que, aparte de ver la novela como algo muy lejano, da unas cuantas pistas interesantes para que nos hagamos una idea de la música que escuchaba mientras la componía. Dice que puede haber algún parecido con el Joyce del Ulises en el stream final (el único capítulo que se me ha hecho un poco largo), pero mucho más con algún que otro cuento de Dublineses y, añado yo, con cierto gusto por los juegos melódicos verbales («en el cuello de las ranitas había cintitas pasadas con un entredós haciendo cricrí») y en una noción del tiempo que volvía la mirada a los años 20. También dice que al principio quería montar con las palomas un guirigay kafkiano (y en cierto modo lo consigue), y que entre las lecturas que le servían de modelo estaba la Biblia, algo que se nota en un recurso muy frecuente en la novela, el de la repetición de palabras y conjunciones en series rítmicas regulares, que le da a la prosa un efecto, a veces, paradójicamente desarticulador, pero siempre poético. Copio algunos ejemplos:


«En la calle había niños con palmas lisas y niños con palmas rizadas y niños con carracas y niñas también con carracas, y algunos en vez de carracas llevaban mazos de madera y jugaban a matar judíos por las paredes y por el suelo y por encima de una lata o de un cubo viejo y por todas partes».


«Con la ganancia de la resauración de los muebles del señor d e la calle Bertran se compró una moto de segunda mano. Compró la moto de un señor que se había muerto en un accidente y al que no habían encontrado hasta el día siguiente de ser cadáver. Con aquella moto íbamos por las carreteras como una centella alborotando a las gallinas de los pueblos y asustando a las personas».


«Cruzado el patio se pasaba a una galería con techo y el techo de esta galería era el suelo de la galería descubierta del piso que eran los bajos por la parte de arriba»


O este otro que da idea del tipo de tiempo moderno en el que vive la narradora:


«Y sentí de una manera intensa el paso del tiempo. No el tiempo de las nubes y del sol y de la lluvia y del paso de las estrellas adorno de la noche, no el tiempo de las primaveras dentro del tiempo de las primaveras y el tiempo de los otoños dentro del tiempo de los otoños, no el que pone las hojas en las ramas o el que las arranca, no el que riza y desriza y colorea las flores, sino el tiempo dentro de mí, el tiempo que no se ve y nos da forma».


Estos recursos poéticos pueden aflorar en forma de ritornelos como el de «una carcoma dentro de la madera», que habla de los muebles y de su marido y de sus propios sentimientos, o en imágenes que rompen las costuras de la mera descripción, por brillante que sea: «ojos de menta tranquila», «olor a sábana cansada», «sucio de polvo y cargado de comida», «brillante como agua negra, y unas pestañas de artista», «y en una mano tenía un paipái con pájaros muy lejos», etc., etc. 

Esta música es la que le gustaba a García Márquez, esta forma de encontrar imágenes restallantes en las más sencillas observaciones, o de componer una escena preciosa con el sentido literal de una metáfora, un recurso que Gabo emplearía hasta el empalago. El estilo de Rodoreda también pasa por la Biblia antes que por el sensorialismo de las heroínas de Caterina Albert, porque a Colometa incluso le parece que en el parque Güell hay «demasiadas ondas y demasiados pinchos». La suya es otra clase de modernidad.


Mercè Rodoreda, La plaza del Diamante, trad. Sergio Fernández, Edhasa, 2021, 235 p.


6.1.25

Nombres de flores



Hay libros que no engañan pero sí que decepcionan. Su propuesta es clara ya desde el principio, un esquema que se repite en cada capítulo y que sólo varía en las distancias crecientes en las que se aleja de lo que se podría esperar. En el caso de El jardín contra el tiempo, la decepción es obra del prejuicio: uno ha leído lo suficiente sobre horticultura y jardinería como para saber cuál es el modelo de libro que anda buscando, el testimonio de una cercanía, de un contacto con los grumos de la tierra y con las hojas de las plantas, un ver crecer y desfallecer, un lento asombrarse, un rápido gozar. Los libros sobre jardines tienen algo de robinsonianos, la epopeya del individuo sin más armas que unos aperos rudimentarios y una voluntad indeclinable. Quien ha vivido la experiencia de anotar días y días cómo amanece en un jardín, cómo el tiempo (el del reloj y el del cielo) va dictando sus normas y regalando sus sorpresas, enseguida detecta cuándo un libro ha salido del ordenador y no del invernadero, como es el caso de este de Olivia Laing. 
El punto de partida es la idea un tanto difusa del jardín como paraíso privado, el hortus conclusus que va más allá del recogimiento monacal y puede ser un ámbito de libertad en medio de una sociedad mezquina, o un experimento de socialismo compasivo entre las zarzas salvajes del capitalismo, o, al revés, un monumento al liberalismo repulsivo entre campos de avenas locas que sueñan con la libertad. Así, cada capítulo de El jardín contra el tiempo se centra en un personaje histórico cuya vida tuvo algo que ver con los jardines o con lo que pudiéramos llamar el espíritu de la tierra. Y como es muy inglés, no parte de Virgilio sino de Milton y su paraíso «como fracaso», en una primera digresión que se aparta por completo del asunto para divagar sobre símbolos y significados, eso que al botánico aficionado tan al fresco le trae. Al mismo tiempo (y entre cuestiones personales, traumas infantiles y divorcios paternos que podría haberse ahorrado), el aglutinante de divagaciones tan dispersas es, por un lado, la rehabilitación de un jardín en Suffolk que perteneció a Mark Rumary, y por otro, en cada capítulo, una ristra de nombres de flores que huelen, sobre todo, a pantalla líquida, no al pétalo que uno toca con los dedos. Las mareantes congeries de especies botánicas pruducen el mismo efecto que pasearse por la planta de perfumería de El Corte Inglés: uno se emborracha de oler cientos de perfumes precintados. Salvo en el caso de que uno lea el libro en un soporte electrónico y pueda tocar con la yema del dedo cada nombre de flor para que lo traslade a la correspondiente foto de la wikipedia, seguir cabalmente estos párrafos que adornan cada capítulo exigiría tener delante una enciclopedia, o leer al lado del ordenador, nunca en un banco del jardín.

Pero esos aglutinantes, que, por otra parte, son lo que esperaríamos que fuera el libro entero, no suponen ni un detallado recuento de los trabajos de rehabilitación ni tampoco una descripción comprehensible del jardín, del que uno sólo se queda en la mente con colores chillones y bancales atestados de flores de vivero, sin que, salvo un poco al final, cuando llega el cambio climático, tenga uno la sensación de que son plantas en el tiempo, que no todas están en flor a todas horas, ni sus colores son los mismos en los días que dura su floración. La rehabilitación es un género muy popular desde la llegada de internet. De hecho, y quizá por las pesquisas que uno hace sobre el particular, en Facebook no dejan de aparecerme reels en los que un chino limpia un jardín abandonado a base de agua a presión. Es el mito de la reconstrucción reducido a unas imágenes aceleradas, que es a lo que se parece este libro, como si demorarse en la poda de una yedra pudiera aburrir al lector y la autora prefiriera exasperarlo. El ensayo salta de los eléboros a la guerra civil inglesa con la fluidez con que un dedo va cambiando de pantalla en Instagram, para que no nos aburramos…

Ya es algo mosqueante que alguien que declara haber ido de niña a los jardines de Sissinghurst no cite ni de pasada The land, el último gran poema sobre el paso de las estaciones en el campo, por más que nombre —siempre de pasada, dos o tres veces— a su autora, «la mismísima Vita» Sackville-West, quizá la primera fuente que una crítica inglesa de jardinería debería manejar. Sí aparecen, faltaría más, Capability Brown, el creador del paisaje inglés, o el poeta Horace Walpole, pero sería mucho pedir que, ya que se remonta a Milton y los tiempos de Cromwell, hubiera recurrido al Cyder de John Phillips, o, más tarde, al The seasons de James Thomson, que sólo asoma porque fue lectura favorita del poeta John Clare, al que la autora dedica las, para mi gusto, mejores páginas del libro.

La triste historia de John Clare, el campesino pobre y gran poeta que acabó sus días loco perdido, sirve para introducir otro elemento estructural del libro que en ocasiones se tiñe de binarismo woke, el aspecto social de la jardinería. Clare reaccionó contra los cercamientos o privatizaciones de tierras comunales en la primera mitad del XIX, algo que tiene su continuidad con los proyectos socialistas de Owen o William Morris, en el sentido de un postjipismo comunal, o, en el otro, de los terroríficos Middleton, creadores de jardines que adornaran sus fortunas de negreros, o la decadencia de La Foce, la mansión aristocrática italiana traspasada por el fascismo y por la guerra. El heteróclito batiburrillo es aceptable por separado y con independencia del tema general que lo reúne todo, y trae lecturas que hace años disfrutamos como la de Sebald y Los anillos de Saturno, pero los capítulos trazan senderos que se bifurcan y separan del concepto del que partían, y marchan hacia paráfrasis bibliográficas divulgativas que no acaban de sostener más edificio que el del jardín como territorio de la paz y el amor, en una casa de campo suntuosa, con jardinero a sueldo y un mogollón de especies exquisitas compradas por catálogo. Será por dinero.


Olivia Laing, El jardín contra el tiempo. En busca de un paraíso común. Capitán Swing, 2024, 269 p.



31.12.24

Unos kilos de más



Como diría un taurino, Tormenta de verano es una novela un tanto atacada de carnes, con bastantes más páginas de las necesarias, aunque ese es un criterio que en la época en que fue escrita (1962) no tenía la misma vigencia que ahora; ni que antes de entonces, todo sea dicho. Los manuales la consideran heredera directa del objetivismo de El Jarama, pero hay varios elementos que la separan de lo que pudiéramos llamar una panorámica ortodoxa, y otros que la hacen ciertamente importante para lo que estaba por venir.

    La separan, sobre todo, el lenguaje y el punto de vista. Las novelas sin acción sólo se sostienen por la suficiencia de la prosa con que están escritas. Si El Jarama es una grata y constante sorpresa por el oído finísimo de su autor, en Tormenta de verano encontramos una lengua un poco grasienta, con el insistente vicio de los posesivos para nombrar partes del cuerpo («metió sus dedos en mi pelo»), de los clichés de novela o cine norteamericanos («déjame que te vea», dicho como fórmula de saludo, cosa que en la lengua corriente aquí no ha dicho nadie nunca, por ejemplo, o el reincidente «hum», sacado de los tebeos, por no hablar del «accioné el conmutador» para el simple gesto de encender la luz), hiatos cacofónicos como «el viento hinchaba algunas persianas», «en las huertas atardecía aún», o expresiones tan difíciles como «el té regularizaba mis jugos gástricos», «con la cabeza doblada sobre un hombro, contemplé la espalda de Elena, corta y llena», «en la ventana persistía un coágulo de claridad», «me senté a contemplar el mar, que lanzaba unas pequeñas olas muy espumosas», «la otra tenía unas cortas piernas», «nos besamos durante unos segundos, los cuerpos apretados», «el olor de su carne me puso contento», «las adelfas rojeaban el verde de la planta», «proyecté esperar un cuarto de hora más», «verifiqué los botones del pantalón», unidas a una afición por el sudor y los malos olores que permea y humedece la novela entera, supongo que a propósito: «Un penetrante olor a sudor, a tabaco, a madera mojada, se mezclaba al perfume de Elena y al aroma de su cuerpo», «en la depilada axila de Elena se mantenían unas diminutas gotas de sudor», «sudábamos mansamente. Angus se lavó en el bidet», «me quedé con el olor de ella bien dentro», «se les veían más que a las mujeres las rodajas de sudor de los sobacos en las camisas», etc., etc. Con esta prosa maloliente no es de extrañar que Juan Benet despachase las novelas de García Hortelano diciendo que sus personajes no hacían otra cosa que ponerse un whisky y darse una ducha. Menos mal. Como eran amigos, Benet no aludió al aire de ceniza fría, a la tonelada de cigarrillos que se fuman sus personajes, a veces con una rapidez inverosímil, y eso que a uno le gusta el humo en las novelas, pero no la persistente sequedad en la boca de su personaje principal…

    No, la prosa por sí misma no sostiene la novela. No es que sea descuidada, sino que le falta oído musical y le sobra sebo léxico. Hay páginas enteras de diálogos que consisten en que los personajes se saludan o se cambian de sitio o se pasan a otra casa o se encienden un cigarro, y en este andar de un lado para otro sin hacer ni decir nada sustantivo se pasa el rato y uno no sabe si la sensación de hastío se transmite adrede o se consigue sin querer. Y no mejora las cosas el hecho de que una novela que emplea tan prolijamente los recursos del hablar por hablar propios del objetivismo esté contada en primera persona, lo que dificulta y no poco las exigencias técnicas, y que se empeñe en dar una visión, que es una forma suave de aludir a la novela de tesis de toda la vida. Los personajes son cuarentones con dinero que viven en una colonia privada y entretienen su spleen bebiendo como cosacos y fumando como carreteros. El protagonista está casado con una mujer que no se da cuenta de que su marido es amante de una amiga y vecina y de una prostituta pobre, un trío que sin embargo no termina de colmar sus ansias de huir de un entorno tan opresivo. Los hombres beben whisky y hablan de negocios, las mujeres preparan fiestas y toman el sol, todos y todas parlotean desustanciadamente en la veranda (palabra demasiado repetida) de sus chaletes de clase alta, y tratan al servicio y a los aldeanos del pueblecito pesquero con el suficiente desprecio como para que el lector capte la crítica social, mientras los niños, ay, van filtrando tanto desmadre en obsesiones insanas y morbosa soledad.

    Y sin embargo se mueve. Y sin embargo se sostiene. Lo importante de esta novela está en que tanto cigarro hablado va llenando ese mismo retrato social sobre el cenicero de un crimen sin resolver, que finalmente no es crimen y su resolución tampoco salpica a nadie porque los señoritos no pagan por sus caprichos. Por mucho que hablemos con cierta sorna de Tormenta de verano, no nos cabe duda de que la serie Carvalho de Vázquez Montalbán parte de esta idea de montar el realismo social en el chasis de una novela policiaca. De pronto se cuelan diálogos/interrogatorio y desde el principio hay un cadáver desnudo en la playa, y todos los elementos están minuciosamente desperdigados y hay un inspector empeñado en saber la verdad. Asistimos a los inicios de un culturalismo posmoderno en el que la novela popular es la percha donde se cuelga el realismo serio, o no serio, porque esa táctica llega hasta nuestros días y ha dado ingente cantidad de novela pseudonegra de ambiente pseudosocial. Mientras Luis Martín Santos hacía un Galdós pasado por Joyce, es decir, retrataba las distintas clases y ambientes de una ciudad y ajustaba el lenguaje a cada situación, García Hortelano fundía sus entretenimientos personales, la novela negra, con sus deberes profesionales, la denuncia social. Tiempo de silencio pasó a la historia como una gran novela, pero no tuvo verdadera continuación; de Tormenta de verano llegamos a sonreírnos, pero no solo contribuyó a una prematura moda del género como excusa, sino que sembró la semilla de grandes novelas como las que poco después habría de escribir, por ejemplo, Juan Marsé. La prostituta inculta y pobre, la Angus, la res marcada en la ingle, y también el mejor personaje de la novela, está ya en la onda de lo que luego nos deslumbrará con Pijoaparte.

    No sabemos qué habría dado de sí esta novela si se hubiese ajustado a las convenciones proporcionales del género policiaco que la estructura o si hubiera sido escrupuloso con el método neorrealista que la rellena. La mezcla no salió del todo bien, pero dio mucho de sí. 


Juan García Hortelano, Tormenta de verano, ed. Antonio Gómez Yebra, Castalia, 1989 (=1962), 433 p.

20.12.24

Ferlosio encadenado, 2



En la bernardina anterior me ocupaba de la introducción de Mario Crespo López a su edición de El Jarama en la editorial Cátedra, de lo que plantea y recoge, y de la proporción en que lo hace. En esta propongo algunas cuestiones que no encuentro tratadas con el detenimiento que a mi juicio merecían, y dejo para una última la parte que considero más floja de la edición, sus notas a pie de página. 
Creo que ya es hora de que nos deshagamos de tópicos epocales y veamos esta impresionante novela como un método narrativo que no  se reduce al tiempo en el que fue escrita ni desarrolla una técnica pasajera. Las interpretaciones historicistas, como comentaba en Ferlosio encadenado, elevan la novela a los altares pero la desecan como modelo narrativo del todo vigente. Se puede seguir escribiendo como en El Jarama, se puede aprender a mirar como miraba Ferlosio, y se puede, por encima de todo, aprender a escuchar.



La técnica del objetivismo


Ferlosio se sometió a esa técnica de la que ya hemos hablado y que consiste en que el autor no escribe nada que no sea dicho o pueda ser percibido por algún personaje. No hablamos solo de percepción auditiva o visual, de lo que se comunica en los diálogos o de esos maravillosos ejercicios de precisión poética que componen el otro lenguaje de El Jarama, el de las descripciones, de las que también hablaremos. Entra en la norma lo que resulta perceptible por cualquier sentido, por ejemplo el olor: «El humo no se veía; sólo sentía el olor» (415), y se equivocaba Goytisolo al decir que el verbo sentir, en la frase «Sentía todo el peso de la cabeza en el esfuerzo de su mano», era «un verbo inoportuno» con el que el narrador sólo consigue «imponer su presencia», y así lo cita el editor. Pero aquí «sentía» es un verbo que indica sensorialidad, tacto, sensación de peso, no sentimiento de ninguna clase. Por esa misma razón, también habría sido inoportuno decir a qué olían las comidas de los domingueros, y se dice, por ejemplo en «se sentía el acre olor del aceite quemado” (650), también con el verbo sentir, en cuya acepción de oír, por ejemplo, sigue siendo de uso corriente.

Sí hay otros casos, muy pocos, en los que el narrador se salta sus propias y estrictas normas. En el hermoso microcuento lírico de su encuentro con la niña, se dice del personaje que «no le importaban los zapatos» (p. 259), a pesar de lo cual ya va a ser, durante toda la novela, el hombre de los zapatos blancos. Algo parecido sucede cuando se dice que «Sebastián no sabía qué contestar» (p. 480); aunque se pueda tomar como una actitud, imaginar su reflejo gestual, el narrador podía haberlo descrito sin recurrir al, fuera de los diálogos, prohibidísimo verbo saber. Y también cuando se marchan ya los parroquianos y Lucio quiere despedirse de Justina; ella está ya «tendida en la cama», y el narrador nos dice lo que oye, pero también que «no quiso levantarse» y que «sintió grima».

El narrador tampoco puede resumir ni aclarar. Una frase como «discutían en el grupo cercano de partos y de abortos» (p. 401) implica una reelaboración de lo escuchado, algo que sólo aquí sucede en toda la novela. Pero se trata de un caso aislado. Incluso cuando habla de «los otros cinco madrileños» (p. 530) y el editor anota que se trata de una intromisión del narrador, de saber más de lo que han dicho los personajes, en este caso sí se dijo, y el autor lo recuerda. Ocurre algo parecido con los nombres: sólo cuando son introducidos en el diálogo, el narrador empieza a utilizarlos fuera de ellos, como sucede con el impertinente Aniano (p. 299) o el bonachón Felipe Ocaña (p. 361).

Y eso por no hablar del registro, del cuidado que tiene Ferlosio de que nadie diga lo que no le corresponde. El único caso, y no estoy seguro, en el que percibo un error de registro es cuando el alcarreño , hablando de la muerte de Lucita, dice que ha dejado este mundo «en el momento más efervescente» (p. 690). Bien es cierto que el lenguaje popular madrileño abunda en cultismos, y ya se ocupó hace muchos años Zamora Vicente de estudiarlo respecto a Luces de Bohemia. En El Jarama hay unos cuantos casos entre los que quizá se encuentre este. Tan solo anoto que, a estas alturas, suena un poco raro.



La descripciones


El objetivismo es una estética de la precisión, una lírica del nombrar las cosas, del no le toques ya más, algo que Ferlosio sólo transgrede en algunas hermosísimas descripciones con metáforas, casi todas, animales, y la mayoría referidas al paso de la luz. Pero tampoco necesita de comparaciones para llegar a esa tersa poesía: «El sol traspasaba la entrerrama y se iban corriendo las sombras en el suelo» (p. 266).

En esta otra de la página 267, Ferlosio sólo incluye una comparación, «como piel de liebre», porque «ciego» es acepción, metáfora sobrevenida, y el resto es precisión descriptiva con recursos como la frecuencia de verbos a principio de frase o el impresionante ritmo del periodo:


Al otro lado no había árboles. Veían, desde lo tibio de la sombra, unos pocos arbustos en la misma ribera, y atrás el llano ciego, como una piel de liebre, calveándose al sol. El agua corría ya tan sólo por los ojos centrales del puente. Había dejado en seco los dos primeros tajamares, en la parte de allá. La sombra de aquellos arcos cobijaba otros grupos de gente, acampada en la arena, debajo de las bóvedas altísimas.


Ni que decir tiene que el fragmento acaba con un sonoro endecasílabo heroico esdrújulo.

Entre las más largas y hermosas (si es que hay unas más bellas que otras) destaca la que ocupa un fragmento completo (pp. 276-279), «Vagaba el humo por los campamentos…», que ha dado para mucho comentario y que el editor profusamente anota. Interesan, de esas anotaciones, el hecho de que Gullón contara «al menos 28 endecasílabos» en el fragmento, como ya habíamos comentado, así como el no muy marcado punto de vista de Daniel, quizá el más melancólico de los muchachos, pero también, por ejemplo, el análisis que Femenías hizo del uso del perfecto y del imperfecto, «una pugna silenciosa entre el pretérito indefinido, sobre el que progresa el relato, y el imperfecto, empeñado en sostener un gesto, una presencia antes de que el tiempo la borre…». En la novela no siempre es así, desde luego. A veces sí se distingue esa acción perfectiva/imperfectiva en una misma frase, por ejemplo en «Se atragantó a la último y se incorporaba» (265), «recogió la correa del perro y escapaba hacia el agua» (276), pero otras veces la contundencia del perfecto contrasta con el carácter más durativo del imperfecto, incluso para el mismo verbo: «—Pues claro —dijo Sebas—; eso es lo bueno. Todos a la vez. /—¿Ya estáis —les decía Miguel a los otros, que llegaban en ese momento». En otros casos esa alternancia enfrenta al diálogo (perfecto) y la narración (imperfecto): —Fíate tú —dijo Mely. / Pasaba Fernando nuevamente y dejaba en la mesa su vaso vacío. Zacarías volvía a llenar los de ellos. / —Pues allí en las Palmeras, el amo —comentó—… (p. 534). Y ello al margen de otros usos coloquiales, no estilísticos, del imperfecto, como en vez del condicional: «nos evitábamos» (p. 544). En este apartado, sin embargo, uno acaba por pensar que para el autor la eufonía es criterio más importante incluso que el aspecto verbal. 

Esta descripción, cómo no, ha dado pie a mucha exégesis guerracivilesca, como comentaremos cuando nos refiramos a las notas a pie de página en otra bernardina. Sí es cierto que incluye más elementos trópicos, metáforas, comparaciones, pero la fuerza poética sigue residiendo en la precisión descriptiva y en el ritmo. La hemos transcrito con los endecasílabos en negrita y los tropos en cursiva. En cuanto a los endecasílabos, no señalo tantos como Gullón porque sólo tengo en cuenta los que aparecen delimitados por signos de puntuación, pues hay, por ejemplo, casos de polisíndeton, que también refuerzan el lirismo del fragmento, dentro de los que podría distinguirse alguno que otro más («hervía densamente una paella», sin ir más lejos): 


Vagaba el humo por los campamentos. Se deshacía hacia las copas de los árboles, con un olor de guisos y de arbustos quemados. Hervía densamente una paella en el corro vecino y la mujer de negro se apartaba de las llamas y el humo que querían subirle a la cara. La veía Daniel afanarse, recogerse las puntas del pelo chamuscado. Le enseñaba las corvas, muy blancas bajo la tela negra igual que la sartén, cada vez que volvía a doblarse para hundir la cuchara en el espeso burbujeo. Llegó la niña, chorreando, con su traje de baño celeste. Le pasaba a la madre por el cuello aquel brazo delgado y brillante de agua y la besó el carrillo afogonado. «¡Ay, quita, hija mía; que me mojas…!» Y saltaron sus piernas desnudas por cerca del fuego. Recogió la correa del perro y escapaba hacia el agua. Los ojos de la madre la siguieron, sorteando los troncos, hasta que el flaco cuerpecillo se encendía, dorado, bajo el sol. 

Allí, en la luz tostada y cegadora que quemaba los ojos, multitud de cabezas y de torsos en el agua rojiza, y miembros instantáneos que batían la corriente. Hervía toda una dislocada agitación de cuerpos a lo largo del río, con la estridencia de las voces y el eco, más arriba, de los gritos agigantados y metálicos bajo las bóvedas del puente. Un sol blanco y altísimo refulgía en la cima, como un espejito oscilante. Pero abajo la luz era roja y densa y ofuscada. Aplastaba la tierra como un pie gigantesco, espachurrando contra el suelo relieves y figuras. Ya Daniel se había puesto bocabajo y escondía la cara. Luego un estruendo nuevo, un rumor imprevisto y asordante, llegaba a sus oídos. Levantó de repente su cuerpo entumecido, y en la luz que cegaba sus ojos entrevio a las personas del río agitando los brazos. Saludaban al tren. Retumbaba en lo alto del puente, por encima de todo, con un largo fragor redoblante, con un innumerable ajetreado tableteo, que cubrió toda voz. 

Y pasaba de largo, dejándose atrás los adioses no oídos, los brazos levantados a los fugaces, incógnitos perfiles de sus cien ventanillas. El puente se quedó como temblando, tras el vagón de cola, recorrido por un escalofrío. Un silencio aturdido se poblaba de nuevo con las voces de antes. Veía Daniel a una mujer, en la orilla, las faldas remangadas por mitad de los muslos, enjabonando a un niño desnudo. Se iba desbaratando lentamente el ancho brazo de humo que el tren había dejado sobre el río.


Aparte de que en «querían subirle a la cara» el verbo querer tiene una acepción aspectual incoativa que desharía la metáfora, la mayor parte tiene como base metonímica la personificación de partes del cuerpo, «saltaron sus piernas desnudas», «los ojos de la madre la siguieron», «el flaco cuerpecillo se encendía», «multitud de cabezas y de torsos en el agua rojiza», «miembros instantáneos que batían la corriente», «hervía toda una dislocada agitación de cuerpos», «levantó de repente su cuerpo», «fugaces, incógnitos perfiles», y no incluyo «los brazos levantados» porque antes ya nombra a «las personas del río agitando los brazos». El humo, el sol, el fuego o el tren protagonizan otras personificaciones, algunas hiperbólicas, muy expresivas: «vagaba el humo», «las llamas y el humo que querían subirle a la cara», «la luz tostada y cegadora que quemaba los ojos», «la luz era roja y densa y ofuscada» (donde ofuscada es hipálage, porque la luz ofusca, deslumbra, no es deslumbrada), «aplastaba la tierra…», «dejándose atrás los adioses no oídos», «recorrido por un escalofrío», «un silencio aturdido se poblaba» (otra hipálage). Y las comparaciones, en fin, son pocas: «la tela negra igual que la sartén», «como un espejito oscilante», «como un pie gigantesco», «se quedó como temblando», y eso que la comparación es uno de los recursos más a mano del objetivismo cuando el narrador no quiere expresar el pensamiento de un personaje sino tan solo sugerirlo a partir de sus gestos o actitudes. 

Sin embargo, y aun tratándose del texto poético más largo de la novela, buena parte —más al principio que al final— sigue siendo descripción precisa y objetiva, pero merced al ritmo intensamente lírica. La descripción se abre con una escena muy hermosa, la de la madre («la mujer de negro» con las corvas blanquísimas) afanada en la paella, defendiéndose del fuego, doblándose para revolver el guiso, protegiéndose las puntas del cabello, a la que acude la niña, «con su traje de baño celeste», y besa a la madre, que finge un cariñoso enfado por estar mojándola al besarla; y se cierra, después de la descripción del sol cegador sobre los cuerpos de los bañistas, que hierven como la paella, y del tren que deja temblando el puente, con otra mujer «enjabonando a un niño desnudo», con lo que ya nos dice bastante sobre cómo están compuestas las familias, qué hacen y no hacen sus distintos miembros, cómo son. Daniel lo mira todo pero en un momento dado «se había puesto bocabajo y escondía la cara», inmediatamente antes del «estruendo nuevo» que tanto ha dado que hablar, como si sucediera dentro de su cabeza, en su recuerdo, en su conciencia lastimada. El paso del tren es un alarde aliterativo de tes y de erres, que copio señalando en negrita las consonantes y vocales que aliteran y marcando sus acentos rítmicos, que podríamos calificar de anapéstico, es decir con predominio de secuencias de dos átonas seguidas de una tónica: 


Retumbába-en lo-álto del puénte, por encíma de do, con un lárgo fragór redoblánte, con ún innumeráble-ajetreádo tabletéo, que cubrió toda vóz.


A partir de ahí, las consideraciones simbólicas del sol, del fuego, y del tren, que son las que han ocupado a los críticos, tampoco añaden mucho a la impresionante belleza de la descripción. Da la sensación, en esta y en otras, de que Ferlosio se desfogase en ellas de los estrictos requerimientos en la transcripción de los diálogos, que no pocas veces tienen, también, aliento poético. Pero lo que nunca abandona es la poesía de la descripción exacta: «Empujaban pesadamente el agua con sus rodillas» (306), dice de los bañistas, o cuando, hablando de los abejarucos, anota que «pasaban altos, recortados, con un rumbo indeciso, planeando con las alas inmóviles, por cima de los árboles. Chillaban ajenos» (402). En ocasiones, tan sólo un adjetivo se sale de la descripción precisa, pero aumenta, y de qué manera, la intensidad poética: «Desde la sombra de los árboles, cegaba los ojos el fulgor exasperante de la otra ribera, batida por el sol» (397). Pero la novela está llena de descripciones casi técnicas, como la del juego de la rana, los movimientos, las posturas (432, 459), o sencillos detalles narrativos que impresionan por su hondura poética: «Justina le arreglaba el cuello del vestidito y le quitaba una hoja seca de madreselva de entre el pelo» (459). Las más abundantes descripciones tienen como objeto el tiempo reflejado en la luz, que cae «sobre lo limpio y lo sucio, sobre lo nuevo y lo viejo»(442-3), o la espléndida de «Bajaba el sol…» (512). Otras cuantas descripciones se sustentan en la comparación del paisaje con animales, preferentemente con rebaños, como en la que comienza en «Valles abajo del Jarama…» (598), preciosa descripción, entre lírica y épica, en la que se compara el paisaje crepuscular con «un alejarse de grupas errabundas, gigantescos carneros de un rebaño fabuloso». Se apresura el editor a anotar la idea del «rebaño sacrificial», siempre pendiente de todo lo que pueda ir anunciando la tragedia. Pero resulta llamativo que no comente el hermoso alejandrino con el que se cierra la descripción: «Tito le puso a Lucita una mano en la nuca».

Hay, en fin, una muy curiosa descripción, también sobre cómo la luz se refleja en los objetos (p. 366) que a los muchos endecasílabos incorporta la novedad de los compuestos poéticos: «multiverde», «ultrametálico», «entrelucían», «rebrillando», «cuadrazules». Su inconfundible perfume homérico —aplicado a una comida campestre, lo que también resulta significativo—, nos lleva a una consideración biográfica que a falta de documentación más precisa tan solo se puede sugerir. Sí sabemos que Rafael Sánchez Ferlosio y Agustín García Calvo se conocían desde principios de los años 50, y que las traducciones de épica antigua de García Calvo, que culminaron años después con sus versiones íntegras de la Ilíada y de La naturaleza de las cosas, empezaron muy temprano, así como sus estudios de rítmica, entre los que, por cierto, hay un muy interesante análisis rítmico del comienzo de Dientes, pólvora, febrero. García Calvo insistió desde el principio en traducir los compuestos homéricos en compuestos castellanos, «retemblaba», «alticeñida», «cardibravíos», «terrinacidos», «belquilibradas», encuentro nada más abrir, al azar, su versión de la Ilíada, que con ser cuarenta años posterior a El Jarama, tiene que ver con los primerísimos estudios de prosodia de García Calvo, allá por el 54, y sus primeras traducciones rítmicas. No tiene mayor recorrido, pero ¿no podría ser esa breve descripción llena de compuestos poéticos una especie de broma entre amigos? Supongo que sí, pero también que no tiene la suficiente importancia como para ponerse a investigarlo.



Los encinares


Puestos a lanzar hipótesis gratuitas, vaya esta otra: que algunos materiales que formaban parte de aquella novela previa, Los encinares, de la que formaba parte el cuento Dientes, pólvora, febrero, fueron reciclados para la parte de El Jarama que se ocupa de los aldeanos, del pastor, de Lucio, del alcarreño… El capítulo que sigue a la descripción que comentábamos, la entrada del algualcil y el carnicero y la conversación que sigue («Estábamos hablando de la vida», otro endecasílabo —p. 279—), sobre todo el pasaje en el que todos miran la «rueda de buitres en el cielo» (283) tiene todo el sabor de aquel maravilloso cuento y de lo que nos imaginamos que tuvo que ser, si es que fue, la novela Los encinares, de la que en El Jarama tendríamos unos membra disiecta cuyo hermosísimo lenguaje contrasta con los diálogos desustanciados de los muchachos, en una reedición del viejo tema del campo y la ciudad cuya evolución define bien el hombre de los zapatos blancos: «Antes éramos los de los pueblos los que íbamos a pasarnos las fiestas a las capitales. Ahora, en cambio, son los de las capitales los que se vienen al campo». Entre los muchachos, solo Carmen, cuyo papel es muy secundario, declara, en una de sus contadísimas intervenciones, que a ella los pueblos no le disgustan pero tanto Mely como Fernando se le echan encima: para Mely, conocerse todos debe de ser «el tostón número uno», y para Fernando es siempre lo mismo, «igual que el trabajo». Carmen resume el ideario: «Estás tranquila y a gusto con lo que tienes y se acabó», que es la verdadera clave que distingue a los dos grandes grupos de personajes. Sebastián, con su humor de hombre sano, lo resume de otro modo: «A mí lo que más me gusta de los pueblos son los higos chumbos».

Hay, es cierto, rescoldos de tremendismo, por ejemplo en la historia que le cuenta a Lucio el hombre de los zapatos blancos sobre por qué rompió la relación con su familia (378-9), lo que da lugar a un lúgubre y sentencioso pensamiento de Lucio: «Cuando uno sale torcido de su casa, con culpa o sin ella, torcido andará ya siempre por el mundo». O un cierto tono solanesco en algunos fragmentos, como uno de los episodios que protagoniza la coneja, que pasa de ser un animal simpático que contemplan los niños a un bicho al que maltratan los zánganos desalmados de los domingueros madrileños, que juegan con él hasta que la ventera los pone en su sitio, pasando por el desaprensivo punto de vista del cuñado de Ocaña («En pepitoria están mejor») cuando los niños se interesan por ella. Y es también algo solanesco el ambiente en el que el juez toma declaración a los testigos del ahogamiento de Lucita, la bodega de Aurelia, con esa mezcla de crudeza y naturalidad que había puesto en circulación otro discípulo de Solana, Camilo José Cela.

Pero hay frases que parecen sacadas de aquel célebre cuento: «Ya venían con el cuerpo por la parte somera y lo traían entre cinco o seis hombres, acompañándole a flote por el agua, como se empuja una barca hacia la orilla» (641), o el parlamento del pastor sobre el Jarama (697) en su conversación con Lucio, uno de los grandes personajes de la novela, que en cierto modo la domina sin levantarse de la silla. Lucio, represaliado republicano que pasó por la cárcel de Ocaña (razón por la que cuando nombran al taxista se resiente como si le tirase una úlcera), es el Séneca de la novela, pero un Séneca sin afectaciones, de un hablar melodioso, nítido, implacable. Se necesita tener alma de poeta involuntario para decir frases como esta: «No hay más que ver que en el invierno te restriegas la cara con nieve y se te pone en seguida igual que una amapola» (300). Lucio habla con retranca de campesino, como cuando se refiere al taxista (el que se llama Ocaña): «Este ya puede agarrarse al volante de firme, con esos cuatro lobeznos en casa pidiendo pan» (365), o hace reír a la concurrencia cuando dice que la férula del padre de Ocaña, cuando le duele, no da una en asunto de meteorología, o desprecia las corbatas: «La prenda más inútil. Ni para ahorcarse vale, por ser corta» (453). En su manera de hablar hay un deje que tiene también algo de celiano, en frases como «En todavía tengo yo la señal del muerdo que me atizó uno negro que tuvo mi cuñada», deliciosa observación que por su tono, por su claridad, por su hermoso castellano me recuerda una anécdota que contaba el hijo de Cela, de una vez que, en pleno sueño, había dicho, con toda claridad:  «Eso debe de ser que al niño le ha sentado mal una lata de escabeche en malas condiciones». Magnífico.

Pero Lucio es algo más que su espléndido castellano. Es algo así como la conciencia de la novela. Su reflexión sobre la juventud y la vejez tiene aires de sustancia: «—De lo que ya no andaría yo tan seguro —dijo Lucio— es de eso de que la vida les merezca más la pena a los jóvenes que no a los viejos…» (691), a propósito de que los viejos la desperdician menos, o tienen más conciencia de lo pronto que se acaba…



Personajes


Sorprende al releer esta novela la insistencia, desde Castellet hasta Mainer, desde que salió hasta nuestros días, en esos juicios sumarísimos que como pájaros negros y arbitrarios la reducen a un alegato desesperanzado, y hacen de sus personajes víctimas de una situación histórica que los ahoga y de la que no saben cómo salir. Sorprende porque hay poco de eso en la novela. La historia de El Jarama sucede cuando sucede, como es natural, pero sus personajes no están más influidos por la historia que por su edad y condición social, y esa influencia no es distinta en esencia a la de otras épocas más boyantes o liberadas. Los jóvenes tienen prisa y se quejan y se abruman, y no todos; los maduros se preocupan por el futuro, sobe todo ellas, e intentan divertirse lo que pueden, y los viejos saben de la vida lo bastante como para no desesperarse con lo que ven, antes bien practicar un estoicismo de aldea que les hace estar, si no contentos, al menos lo bastante tranquilos como para no querer empeorar la situación. Eso sucedía en los años cincuenta del siglo XX y en los veinte del XXI, con Franco y con la democracia, con ríos y con playas, con ventorros y con turismo rural. La incidencia explícita de las condiciones políticas se reduce a ciertas alusiones al inmovilismo de la jerarquía social y a una pareja de guardias que llaman la atención a una muchacha por ir en bañador, la misma a la que luego están a punto de multar cuando, tras la muerte de Luci, pierde los nervios y un amigo tercia por ella, porque las otras aprensiones morales (los dictados patriarcales, por ejemplo) no sólo no son exclusivos de la época sino que abundan los casos de mujeres que ya no están para obedecer al andoba de turno ni quedarse en casa con la pata quebrada.

Pero es que ni siquiera el resumen tradicional de la novela (una pandilla de jóvenes que vana a pasar un domingo al río) se corresponde con el contenido, que tiene tanto o más de los dueños de la venta y los parroquianos que acuden por allí, cuyas apariciones alumbran las páginas con su sabrosa y delicada forma de expresarse y con su sabia forma de entender la vida. Los críticos se han empeñado en reducirla a ese argumento y a que todo gire en torno a la muerte de Luci, que todo sean avisos y anticipos, símbolos y agüeros, como si la novela entera fuese un mero preámbulo para una muerte que, cómo no, ha merecido las más estrafalarias interpretaciones. Con razón se lamentaba Ferlosio de haber matado a Luci, y no solo porque se saltaba el proyecto panorámico de la novela, sino porque la convertía en alpiste para críticos miopes y cenizos.

El Jarama es un colosal ejercicio lingüístico, un herbario de sociolectos que hay que sistematizar de algún modo si se quiere presentar una edición crítica en condiciones, algo que no hace la que estamos comentando. Está el lenguaje más escueto y superficial de los jóvenes y el más amplio y sentencioso de los viejos, que coincide con los de los que vienen de Madrid y los que viven en el campo, de tal modo que las excepciones son las de aquellos que tienen motivos para pertenecer o aspirar al otro grupo lingüístico. Son los casos, entre los jóvenes que vienen de Madrid con Luci, de Sebas, el mecánico, el más sensato y optimista de todos, el menos flojo y quisquilloso, pero también el que, sin querer, o queriendo exprimir un poco más el jugo del domingo, dará pie a que se consume la tragedia; y también de Zacarías, el parlanchín, trasunto, en joven y apuesto, del viejo y tullido Coca-Coña, un curioso engendro de mala sombra y buen talante (cf. 508, o la escena en la que lo devuelven a la silla de ruedas). Coca-Coña encarna un tipo de trato que ahora resultaría escandaloso, tanto por cómo le hablan a él como por lo que él dice a los demás, por ejemplo al tuerto («ese ojo que tienes en la cara que parece un huevo cocido»). El insulto descarnado es una forma de confianza, aunque dé asco… Sebas y Zacarías comparten de algún modo el lenguaje de los parroquianos de la venta, los carniceros, el gran Lucio, viejo represaliado, o ese hombre triste que lleva los zapatos blancos. Pero los jóvenes que aparecen entre estos últimos, el que se molesta porque Lucio lo llama de tú, de nombre Aniano, o el novio de Justina, representante de botones, que se enfada con ella porque la muchacha —poco melindrosa y algo cervantina— está jugando a la rana, pertenecen a un grupo de descontentos más bien estúpidos, hasta el punto de que da la impresión de que esos dos grupos de edad tan definidos, y con tan pocas excepciones, se corresponden con la idea que el propio Ferlosio tiene de la ciudad y de la juventud en general. Todo lo tedioso y anodino de la novela tiene que ver con esos jóvenes tan característicos, me temo, como los de cualquier época, porque la gente curtida en el trabajo o en la vida (jóvenes como Sebas o como Justina, adultos como Mauricio o como el Chabarís, viejos como Lucio o como el pastor) representan la disposición y la experiencia, que muestran con un lenguaje mucho más rico que el de los aburridos o celosos o irascibles jovenzanos.

Los sociolectos, por supuesto, no se quedan ahí. Ferlosio borda los de las madres parlanchinas (la mujer de Ocaña y la dueña de la venta), incluso con acentos peculiares (la cuñada catalana), además de la polvorienta retórica del guardia o el lenguaje judicial del atestado, registros lingüísticos que retratan a sus usuarios mejor que cualquier etopeya. Y eso por no hablar del bajo continuo del lenguaje poético de las descripciones, nacido de la extrema precisión, pero también de la imagen luminosa.

El objetivismo no es una desaparición del narrador ni mucho menos una eliminación de la omnisciencia, algo sencillamente imposible desde el mismo momento en que un escritor elige una palabra, una escena, un personaje, y no otros. En este, digamos, enfrentamiento lingüístico entre el campo y la ciudad que supone El Jarama no es difícil saber lo que piensa el autor de unos y de otros, de la sabiduría de Lucio y la idiotez de los domingueros, ni distinguir la comprensión e incluso afecto con que trata al hombre de los zapatos blancos de la distancia con que trata al irritable Fernando, o la gracia que le hace el extravagante Coca-Coña y la antipatía que siente hacia el joven Aniano, o bien cómo toma partido entre dos formas de independencia femenina, la más directa y sencilla de Justina o la flatosidad inconformista de Mely. Y ya hemos mencionado que eso sucede hasta en la forma de hablar, hasta en la longitud de los periodos, más largos, precisos y rítmicos en el caso de los aldeanos, más breves, telegráficos incluso, pero también triviales de los chicos de ciudad, y más hondos, irónicos y sentenciosos los de los personajes viejos que los de los jóvenes, por supuesto.

La forma de presentar a los personajes es paulatina, vinculada siempre a un detalle, en diferentes planos de protagonismo, y sin entrar en otras consideraciones físicas que las de Coca Coña, la deformidad de cuyo cuerpo es minuciosamente descrita, la cabeza incrustada en el tórax, la mandíbula de rana, cuando no es el propio Coca-Coña el que describe a los otros parroquianos, como al tuerto, de cuyo ojo malo dice que parece un huevo cocido… Pero, al igual que al melancólico hombre de los zapatos blancos no le agrega más descripción física que la de algún gesto, a la parlanchina y simpática mujer de Ocaña la llama gorda sin más miramientos, y a Justina nos la imaginamos por cómo tira los tejos, o al pastor por cómo cuenta las cosas como mirándolas de lejos, o por esos arranques que hablan de su espíritu sumiso (p. 596) o sus pensamientos sombríos (682); o al bueno de Ocaña por cómo discute sobre educación con su mujer (el clásico, universal reparto de papeles entre la madre exigente y el padre consentidor) o por cómo, sin resultar desagradable y desde su experiencia como taxista, habla de un detalle que dice mucho de toda una época: «Ese debe de ser de los que pasan hambre en casa, con tal de ir bien vestidos por la calle», algo que no era del todo infrecuente. Cualquiera de los que pasa el domingo bebiendo vasos de vino entiende el verdadero problema de los jóvenes que vienen a pasar el día, que viven, como dice Macario, en «la edad de lo inconsciente» (679), lo que no sólo explica el comportamiento de los domingueros madrileños sino el que ha provocado la muerte de Lucita.

En todo caso, y no sólo en la venta, es inútil buscar a un villano. Puede haber idiotas como Ananio, algún pobre hombre como el novio de Justina, voceras como Fernando, pero hay una comprensión general, el narrador no se ensaña con nadie, por más que alguno haga el ridículo. Ferlosia practica lo que podríamos llamar un realismo comprensivo, porque la realidad se encuentra en la constatación más que en el juicio.

Esta presentación de los personajes a diferentes nivelas y a propósito de algún detalle que los va identificando es muy clara en el caso de los jóvenes bañistas. Ya desde el principio vinculamos a Daniel con el alcohol (el «alcol», como se escribe en la novela), a Luci con sus secretillos e inseguridades, y a Mely con su carácter insolente. Pero Ferlosio aguarda a incluir más identificaciones, y así páginas después vendrá la del carácter pendenciero de Fernando (326) en su riña con Tito, por más que luego, cuando Mely se ponga chula con los guardias, se muestre de lo más prudente… El resultado de esta primera entrega de caracterizaciones es que Luci, Tito y Daniel se acaban destacando como los más descarriados, quizá por eso acaban bebiendo juntos. 

Más tarde sale a escena Miguel, que sube al bar a por las fiambreras, donde un «acérrimo del cante» lo sobrevalora por las dotes que mostró el año anterior, y poco después Sebas, que adquiere, junto con su novia Paulina, auténtico protagonismo. Sebas tiene «manos duras como herramientas» (366), y su sentido práctico es proverbial: «¿La navaja de Sebas? ¡Qué preguntas! Ese trae más instrumental que el maletín de un cirujano» (369). Sebastián sale a escena por su buen humor, aparte de porque es el único que lleva moto. Es como Lucio de joven: limpia la navaja con el labio («Aquí no se pierde nada») y se le ocurren mejunjes repugnantes pero nutritivos: «¿Y qué tal estaría el mantecado, con el aceite éste de las sardinas en conserva?». Su novia, Paulina («¡Cochino!») se pone negra (370-371). Es, sin duda, la pareja más simpática de la novela, lo que dice mucho de las querencias del autor. El sentido práctico de Sebas le lleva a rebelarse contra el aburrimiento: «Esto está muerto. Hay que animarlo de alguna manera» (409) Cuando está hablando con Miguel y Alicia (474-5) sobre su posible boda, en una de las pocas conversaciones de intervenciones extendidas entre los jóvenes, Sebastián muestra no creer en cumplidos familiares, ante la idea de que casarse es dejar de aportar a la familia. Su actitud es incluso temeraria: «El chiste está precisamente en arriesgarse» (480). Y es él el que propone un último baño, cuando ya ha oscurecido (600), aunque también es él el que, cuando se da cuenta de que Luci está en apuros, se desase de Paulina, que no quiere que vaya, y acude nadando a socorrerla. Páginas después, en el atestado del juez, sabremos que los otros bañistas que acudieron, buenos narradores, le dijeron que se saliese porque apenas sabía nadar (729), y lo veremos exhausto en la orilla, a punto de haber caído él también. Esa escena, con Paulina tratando de impedir que se juegue la vida, es intensísima. La misma Paulina es quien antes (265) ha dado la clave que arruinará toda la jornada: «Parece que no podéis pasaros sin beber» 

Mely, junto a Sebas el otro personaje qué más protagonismo adquiere, es irritable y presumida («Tenía las axilas depiladas» (377), dicho en endecasílabo), y su filosofía de vida es algo frenética: «Yo siempre tengo prisa de que se pase el tiempo» (376). Fernando la ilustra sobre las leyes cuarteleras (450): «Todo el que está debajo anda buscando siempre alguien que esté más debajo todavía», cuando comentan el amago de multa que casi le ponen a Mely, quien se muestra independiente y levantisca: «Yo no me dejo pagar ninguna multa de nadie». El monólogo sobre su padre contrasta con el que poco después, en la venta, pronuncia el alcarreño sobre el mismo tema. Es un buen momento para contrastar los lenguajes de los jóvenes de ciudad y los viejos de pueblo (588-90 y 595, respectivamente). Cuando muere Luci y llegan los guardias, Mely pierde los estribos (648 ss.): «¡Gentuza!», los llama, mientras otro, «el de Medicina», intenta que el guardia no tome nota para denunciarla. La actitud de Mely no parece que sea contestataria sino arisca, con peor genio que conciencia política.

Los otros jóvenes se mantienen en un plano más discreto. El narrador no cae en la trampa del melodrama cuando Tito no hace mucho caso a Luci, si bien esa decepción quizá sea la que la lleva a beber luego con él y con Dani. Tito es, primero, víctima de Fernando; luego, compasivo con Dani, y finalmente compañero de borrachera de Luci. Muy avanzada la novela (p. 558) sabemos que trabaja como dependiente en un comercio, y lo sabemos porque lo dice él, cuando dice que, si tuviera fantasía para escribir novelas, no tendría el trabajo que tiene.

Carmen y Santos son los más desdibujados. De Santos sólo sabemos que le divierte ver cómo se pelean los niños (375), y de Carmen que le gustan los pueblos. Pero Santos sí es el encargado de aludir claramente a ese desánimo que según los críticos tiñe la novela entera, cuando los muchachos hablan de adónde se irían si pudiesen. Santos solo piensa en ir a Astorga, que es lo que se podría pagar. «La fantasía no paga billete», le dicen, en una conversación en la que hablan todos pero Ferlosio apenas indica quién interviene, lo que también es una forma de juzgarla…

Los otros jóvenes, los que organizan un bailongo con la gramola o se divierten maltratando a la coneja, y quizá como reflejo de la pastosidad reinante, casi únicamente entablan diálogos de besugos, muy elocuentes pero que no ayudan a la fluidez del relato. Con ellos, con su juerga desganada, es con los que llega el verdadero tedio. No es la situación, son ellos. Aunque tiene gracia, en fin, que Zacarías, el único joven que habla por extenso, algo que de continuo hacen los adultos y los viejos de la venta, lo hace porque se acaba de fumar un porro de kifi (y de paso el lector se pregunta si el largo monólogo de Mely sobre su padre no será efecto de que le ha dado también alguna que otra calada…). Pero cuando los madrileños la emprenden con la coneja, Faustina, la mujer de Mauricio, les echa una bronca y los retrata: «¿Qué le parece los niños estos malcriados?». Y aún después les tiene que llamar la atención porque ponen los pies encima de las mesas y no tienen respeto a nada: «¡Pues buena la que me ha caído a mí esta tarde de tener que andar a cada momento de niñera con ustedes, vamos!» (635). Cuando una de las chicas se emborracha, Lolita, encontramos el único ejemplo de lo que pudiéramos llamar stream of conciousness en la novela, que Ferlosio reduce a media docena de líneas porque, pese a que lo borda, no es ese el lenguaje que le interesa. Es más difícil hablar como el viejo Lucio que quitarle las comas a una melopea.



La escritura fonética


Tampoco se ha parado el editor en un detalle estilístico que a mi juicio es de la máxima importancia. Ferlosio sabía que si reproducía la lengua de los personajes acudiendo a su transcripción fonética iba a salirle un engrudo ilegible, aparte de que atentaría contra la dignidad de esos mismos personajes. Imitar el acento (y más aún ponerle comillas o cursivas) es siempre degradante y no tiene ninguna gracia. Al mismo tiempo, sin embargo, quería dar cuenta cabal de cómo hablaba la gente, y vaya si lo consiguió. Un detalle significativo es la casi total ausencia de participios en -ado en los diálogos, no así en las descripciones o en los fragmentos narrativos. Pese a que en Madrid no se relaja tanto la intervocálica sonora, en los pueblos sí, y los clientes de la venta y vecinos del lugar lo más lógico es que así lo hicieran. La mejor manera era que no los usasen, salvo en algunos casos como insultos: «¡Alobao!», «jodía rana» (473), «chalao» (495), y en algunas locuciones o apotegmas: «un sitio tirao» (593), «Lo pasao pasao» (535), «Gandhi clavao» (393), cuando están hablando del taxi de Ocaña, en una escena ciertamente divertida. También lo usan los vendedores cuando gritan, tanto el de manises: «¡Qué rrricos! ¡Tostaos!» (345), como el de helados:  «¡Mantecao helao!» (370) Pero no hay más participios sin la -d- intervocálica, ni siquiera en una locución adverbial como «en todavía» (297) que no nos habría sorprendido sin esa -d-. Y cuando el Chamarís, que para decir adiós dice «Tamañana» (663), dice una frase hecha como «que le quiten lo bailado», más tarde lo repite y añade: «¿verdad, usted?». Es obvio que en este caso se trata de una hipercorrección del habla un tanto remilgada del Chamarís, lo que de paso sirve para caracterizarlo. Claro que la respuesta amarga de Lucio no tiene ningún remilgo: «¡Que me devuelvan lo bailado!» (622).

Aparte de «tamañana», hay algunos otros casos de aféresis: «Taluego» (336), dicho en labios de una niña; «Amos, calla» (369) o, en general, elisiones, siempre justificadas. Petra dice «A qué tó» en un contexto que contrasta con el idiolecto algo más refinado de su cuñada catalana, Nineta. Cuando el guardia Gumersindo, en una escena tan lograda como graciosa, a pesar de las circunstancias, e ilustrativa de cómo eran entonces las comunicaciones y las relaciones jerárquicas, se dirige al Secretario por teléfono,«¡Bien, Srsecretario!», dice. Y aún hay otros dos casos en los que la escritura literal habría resultado casi inverosímil, como «alcol» por 'alcohol' (337), que luego se repite, o «Coperativa», como dice Carmelo (690). Ambos casos casi han especializado su significación según se usen con elisión o sin ella, y por supuesto según su registro idiomático.

Hay muy pocos casos más. De hecho, en las correcciones de ediciones posteriores, Ferlosio sustituía, por ejemplo, «¿A míi?» por «¿A mí?», prueba de que dejaba la escritura fonética para casos estrictamente necesarios, algunos de los cuales merecían una explicación del narrador, como en «—Faustiná —la saludaba el nuevo carnicero, cargándole un aento de confianza en la última A”.

Y salvo un caso de onomatopeya, cuando el hombre de los zapatos blancos se refiere a un relámpago («fsss…» —688—), hay otros dos pasajes en los que el narrador también justifica por qué reproduce la desviación: el castellano deficiente del alemán Esnáider y la dificultad para pronunciar las erres de Macario. En el primero, el narrador reproduce los errores morfosintácticos, no así los fonéticos; en el segundo, transcribe la forma de hablar de Macario porque Coca-Coña lo imita, pero no porque lo diga Macario, quien sin embargo (672) sí dice «para alante», y cuando Coca-Coña lo agarra por las solapas para que diga un trabalenguas lleno de erres, sí dice «¡Que no lo digo, no te empeggues!» (676). A veces es el autor el que aclara cómo pronuncia Macario (692): «Me gustaría a mí verlo, nada más por el ojo de una cerradura, la vidorra que se tiene que pegar por ahí por esas capitales —ceggadura decía, y vidogga—», poco antes de que sea el propio Macario el que lo diga (693): «si no tienen cabida el chismoggeo ni la intriga».

No he encontrado más casos. Anotar las cuestiones relativas al español coloquial daría para un libro entero, porque El Jarama es un tratado imprescindible sobre cómo se hablaba en España a mediados del siglo XX. No obstante, llamaremos la atención sobre algunos rasgos al hablar de las notas a pie de página de esta edición, pero eso será en otra bernardina.

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