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1.3.20

En la muerte del padre


Prescindamos de los nombres por el momento. 
Al mes de fallecer su padre, el vástago más joven de una famosa familia de artistas e intelectuales comienza un diario en el que volcar recuerdos y sensaciones. Se pasea por salas vacías, toca los objetos y escucha el mundo del que fueron testigos. Y atiende los asuntos de la familia, al tronco de cuyo árbol genealógico, la ciudad de Madrid, le han ido saliendo ramas exóticas y sinuosas: las brumas vascas, el sol de Málaga, los recuerdos italianos, la Pampa argentina y un Méjico de blanco y negro, escenario de una época que siempre permaneció en penumbra. El protagonista tiene, también, algo de inglés en su afición de rendir tributo a los lugares donde fue feliz describiéndolos con detalle, de mostrar el afecto que siente por ellos sin recurrir a odas pomposas ni alharacas metafóricas sino al inventario de todo aquello que conserva vida; y algo de napolitano en el humor airado, crudo y exquisito, brillante y directo. Cada lugar trae un recuerdo del padre, imágenes que el hijo describe con un dolor sin aspavientos, disuelto en los trabajos y los días, en el galpón de una hacienda indiana engrasando una máquina vieja, en la rosaleda poética del Mediterráneo, dando de comer a unas gallinas, en las salas de cristales de la capital, presentando el libro de un ilustre antepasado, o guardando turno en un ambulatorio con su madre, el tipo de personaje cuya reaparición siempre se agradece. O en un avión, una aeronave transoceánica o un taxi avioneto, el único lugar donde no se es de ningún sitio y tampoco se está tan mal.
El personaje vive y recuerda y el tono va variando del dolor implícito en las más hermosas descripciones, y hay unas cuantas, brillantes por precisas e ingeniosas, a esos intermedios de humor ácido como los que dedica a los curiosos impertinentes que acuden a visitar la casa de sus antepasados, o a los escritores que se pasaron de rosca en su afición por algún artista de la familia, de los que el protagonista se defiende con tanta gracia como mala uva. Solo esta capacidad poética, este hablar impetuoso y refinado, esta indignatio elegante, sería suficiente para disfrutar del libro. El ritmo que consigue con su escritura desatada, el cambio de escenarios, las piezas de orfebrería campestre, provinciana, urbana, siempre con el ojo atento a esos gestos que definen, y esa composición, digamos, a manchas de color, van uniéndose en el camino final, en los últimos acontecimientos, en el hijo a solas con el padre, sin flores ni reproches, con actos, con detalles, en un aterrizar del viaje alrededor de la familia entera, pero sustanciados en un cuerpo ya sin vida. El tiempo ha ido agregando fragmentos que son piezas de pequeñas y grandes historias, de anécdotas jugosas y experiencias desgarradoras, todo sin perder en ningún momento el ritmo de una prosa estupenda, la viveza ni el sentido del humor.
Traigamos, ahora, los nombres. 
El autor de este relato intenso y variado es Pío Caro-Baroja, hijo de Pío, sobrino de Julio, nieto de Carmen y sobrino nieto de Pío Baroja, y sus santos lugares, además del barrio de los Jerónimos de Madrid en el lado oeste del Retiro, «nuestro barrio de toda la vida», son la finca de Churriana que Julio Caro adquirió por consejo de Gerald Brenan y, principio y final de todos los viajes, Itzea, el ser vivo por el que se pregunta, «¿qué tal está Itzea?», como si fuese un familiar, la casa que en 1912 compró y arregló Pío Baroja en Vera de Bidasoa, y que asistió, entre la lluvia y el rumor del arroyo que lame sus cimientos, a un siglo de vida familiar y de historia intelectual de España. Ahora el autor la vive y la respira y se asusta «ante la idea de un futuro sin ilusiones, decayendo poco a poco y sobreviviendo con el único consuelo de refugiarme en Itzea, rodeado de retratos y de los restos materiales de vuestro paso por la tierra».
En la bibliografía barojiana hay algunos títulos muy especiales que funden la saga familiar, más o menos intensamente, con el centro de su mundo, Itzea. El primero es Las horas solitarias, ese modélico dietario que escribió Pío Baroja en Vera de Bidasoa y que oportunamente cita Pío Caro-Baroja. Le sigue el maravilloso Los Baroja, de Julio Caro Baroja, verdadero monumento a la escritura memorialista en castellano. En ambos libros Itzea era el centro, pero no el todo; el sitio que convoca las palabras, que reúne la historia y la familia, que se abre, sobre todo con Julio, a otros paisajes, al Mediterráneo, al Sáhara, sin perder nunca de vista ese centro grave que es Madrid. Antes fue escrito, pero leído mucho después, Recuerdos de una mujer de la Generación del 98, de Carmen Baroja, en el que Itzea es, más que nunca, un refugio de tiempos convulsos, lleno de hermosos e ingratos recuerdos. Y el cuarto es el Itinerario sentimental (guía de Itzea), de Pío Caro-Baroja, por cuyas páginas he paseado hasta conocer cada rincón, la cera de cada mueble, el papel pintado de cada salita, los barcos que cuelgan de las vigas del desván o la ventana donde pintaba Julio Caro, el escritorio de don Pío junto a la ventana, los tomos verdes y rojos de la Loeb Classical Library en el gabinete de don Julio y la mesa venerable que armó el tío Ricardo para los encuentros familiares. La generosidad de los Baroja les ha jugado alguna mala pasada, «alguna vieja», como decía don Julio, que se les llevaba un libro en el refajo del chándal, incluso algún investigador que aprovechaba luego cualquier ocasión para traicionar la confianza con que lo habían agasajado. El Itinerario sentimental tenía esa emoción de las descripciones fieles, como un reunirlo todo y limpiarlo y colocarlo otra vez en su sitio. Los Baroja, todos, prefieren expresar sus sentimientos describiendo con pulcritud los objetos y las circunstancias que fueron sus testigos, no desmelenándose con elegías aparatosas ni especulando con lo inefable, y unos para fabular y otros para investigar o recordar han llevado esta técnica de la lírica de inventario, las alcándaras vacías del Cid o el humilde mobiliario de Robinson Crusoe, a una altura, para mí, proverbial. 
A esos libros itzeanos se sumó hace poco el ensayo de Carmen Caro Jaureguialzo El grito del capitán Chimista, en la benemérita colección Baroja & Yo, y ahora El cuaderno de la ausencia, de Pío Caro-Baroja, que acaba de salir. Sirva todo ello para hacerse cargo de la responsabilidad que implicaba este título. En la muerte del padre, el hijo, que saca adelante la editorial que fundó su abuelo, escribe una elegía y convoca los paisajes compartidos. Son emocionantes los fragmentos en los que recuerda cómo padre e hijo fueron niños en el mismo jardín de Itzea, o esas páginas en las que busca la presencia del que ya se ha ido a través de los olores del desván, y que dan la medida de la calidad de su escritura. Pero están también esos paseos hasta la cima del monte Larrún con un padre que fue «el producto más genuinamente barojiano, el más ácrata, el más rebelde, el aventurero», y están los viejos amigos de la casa, con ese toque a duendes tiernos y extravagantes con que los Baroja siempre los han pintado, o la inmersión en el paisaje y el vocabulario de la Pampa, allá donde lo único que tiene cerca es la imagen de su padre. Y está el gallardo defender la memoria común y el spleen («sensación de vivir descolocado») de un mundo mezquino y desleal del que se huye a impulsos de romanticismo. Incluso para el buscador de setas barojianas que no atiende a otra cosa que los datos nuevos, están, aparte de un memorable pasaje otoñal, las bien escogidas anécdotas con la familia, sobre todo con el tío Julio. 
Una de estas anécdotas, cómo el silencioso Julio Caro bramaba contra el narcisismo de Umbral, tiene algo que ver con el estilo de Pío Caro-Baroja, más expansivo, más amigo del sonido («este silencio descomunal de catedral desalojada»), más italiano, digamos. Son bastantes las páginas que el autor dedica a sus viajes a Italia, otra de las venas que corren por el árbol genealógico de los lugares. Pío Baroja escribió sobre un Nápoles vivido y soñado una de sus mejores novelas, y la favorita de su sobrino Pío y de su sobrina nieta Carmen. Cuando, algo tardíamente y después de saberlo todo sobre su cultura, Julio Caro viajó a Italia, se enamoró de aquella alegría un poco fantástica, como si en ella no cupiesen las miserias morales que en España eran el pan de cada día. Esta afición por lo italiano llegó a la siguiente generación. Carmen Caro ha estudiado las ubicaciones de la Roccannera y cuida una edición de Ciudades de Italia, y Pío Caro-Baroja tradujo y editó, en 2013, El oro de Nápoles, la novela que escribió Giuseppe Marotta en 1947, desconocida en España, y que sirvió para una más célebre película de Vittorio de Sica. 
En el Nota del Editor a esta traducción, Pío Caro-Baroja escribe algo que me sirve también para entender El cuaderno de la ausencia, al menos en su vertiente literaria. Para empezar, El oro de Nápoles es el primer título de una colección de Caro-Raggio «de nombre ciertamente barojiano, Vitrina pintoresca, con nuevas voces ajenas a la endogamia familiar pero cercanas en los afectos». Si uno lee, poco después, y por ejemplo, los pasajes dedicados al conde Próspero, de un dandismo delicioso, comprende a qué se refiere. El traductor vierte el italiano en un castellano entre Sagarra y Pombo, fresco, luminoso y divertido, y dice que aquel libro es «de enorme valía por varios motivos»:

por su intrínseco valor literario, ejemplo de una literatura que también se hacía en aquella época en Italia; por ser el extraordinario retrato sociológico de una ciudad singular como Nápoles en una época muy concreta, y por último, a mi juicio la virtud principal: la sinceridad con la que el propio Marotta contempla su alma desnuda en el espejo imaginario de su ciudad hasta llegar a confundirse con su propia esencia y destino.

Algo de todo esto hay en El cuaderno de la ausencia: su valor literario, al margen de tanta circunstancia barojiana; el retrato, más que de una ciudad, de un mundo que se acaba; y, sobre todo, la sinceridad para afrontar aquello que solo se puede callar, pero no disfrazar. El libro entero está dirigido al padre, en una segunda persona que aparece cuando debe y no incurre jamás en el machaque jeremioso de otros autores, y lo que se tiene que decir se dice claro. La sinceridad sabe resumir, es un estilo que admite ingenio pero no adornos banales. Y en el estilo de Caro-Baroja se disfruta esa versatilidad que hace de la prosa una partitura en la que suenan melodías diferentes, las adecuadas a cada momento, como en una ópera de canzonette.
Pero este rasgo de estilo, volviendo a las anécdotas de don Julio (y a esa huida de la endogamia), es propio de una tradición de gran prosa española que parte de Valle-Inclán y de los ensayos de Juan Ramón, la otra forma de escribir, que, andando el tiempo, pasó por el mejor Umbral. Ahora bien, ¿es esto, esta brillantez estilística, lo no barojiano? Volvamos a Las horas solitarias, y comprenderemos que no. No es Baroja o Valle-Inclán sino Baroja y Valle-Inclán. Las descripciones virgilianas, la «vida de los objetos», las caracterizaciones de los lugareños, el hastío por tanta «literatura del resentimiento». O, en todo caso, comparemos tres pasajes de tres libros distintos, los tres serios, sin alardes, estrictamente barojianos: cuando Julio Caro cuenta en Los Baroja la muerte de Pío Baroja; cuando Pío Caro cuenta en el Itinerario sentimental la muerte de Julio Caro, y el final de este libro, cuando Pío Caro-Baroja cuenta la muerte de su padre. No hay duda. Son todos excelentes escritores.

Pío Caro-Baroja, El cuaderno de la ausencia, Cátedra, 2020, 196 pp.

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