4.3.22

Hablar de Dios


Ya no hablamos de Dios. La feligresía, la ἐκκλησία, ha subsistido, sobre todo, entre los no creyentes. Es curioso que avancemos al mismo tiempo hacia un mundo más gregario y también más descreído, porque el acto de la misa, por ejemplo (alguien guiando espiritualmente a un grupo que se está callado o responde lo que ya está escrito, sin alterar una coma), es lo más habitual entre nosotros, más cuanto más jóvenes y puros son los feligreses, y menos creen en Dios. El ideal nietzscheano de la moral individual ya es agua pasada: para todo hay infinidad de corrientes, pero ninguna es estrictamente personal, todas son grupales, ellas y sus referentes, es decir, ellas y lo que no son ellas, la copia de otra cosa, aceptada con entusiasmo.
Creo que esta idea es importante para entender el punto de partida de La ficción suprema, un ensayo de teología pombiana escrito hace diez años, con aspecto de inconcluso y que acaba de salir, acompañado de la correspondencia entre Pombo y su editor a medida que iba alumbrando la obra. Pombo parte de esa experiencia religiosa como «energía contagiosa», no un don sino una propagación. «Mi experiencia religiosa», dice, «fue una experiencia cerradamente subjetiva y construida, en gran medida, a espaldas de la comunidad de los demás creyentes». Y da un motivo claro: «Para librarme de la exasperación o de la depresión, del sentimiento de culpabilidad, tenía que encontrar (y encontré en mí mismo) una fuente de acción y de contemplación del mundo que fuera en sí misma intensa, exaltada, satisfactoria». Esa fuente la buscó Pombo en la poesía, en Rilke, en Eliot, en Wallace Stevens, donde encontró el concepto de ficción suprema. Dios es la más alta irrealidad concebible, sus andanzas no están contaminadas de realidad, pero, por un proceso de mitificación, explican esa realidad. Cómo es esa ficción suprema, cómo contamos a Dios, cómo aparejamos de comprensible irrealidad su condición necesaria para el espíritu, es lo que, desde distintos y curiosos lados, desarrolla Pombo en este libro.

Así, por ejemplo, se zambulle en la angelología de la mano del severo y fascinante tratado de santo Tomás de Aquino, o en lo diabólico a través del superhéroe, que, al contrario que Cristo, rechaza el heroísmo de lo cotidiano, en un capítulo especialmente divertido en el que reaparece otro de los grandes temas pombianos: la bondad. Culpa y bondad son los dos grandes puntales de muchas de sus novelas. El propio Pombo cita a Luzmila, un personaje que no entiende que nadie haya podido hacerle daño, pero que está angustiada por el daño que su bondad pueda causar. Por un lado goza de una bondad incausada, un no-pecado original, es inmaculada, pero se siente culpable, o más bien no cree que no pueda serlo, no es tan soberbia como para eso. 

Con muchas y grandiosas variaciones, ahí está el fondo de su obra. De ahí que la luminosidad poética, la euforia, el entusiasmo poético sean una forma de expiación a través, precisamente, de la limpieza, de la higiene espiritual que solo puede nacer de uno mismo. ¿Hay algo más íntimo que un poema? No obstante, ya se encarga Pombo de advertirnos que, mientras la poesía es expansiva, sentimiento hablado, plenitud estética, la mística busca el silencio, el vacío, el recogimiento como ausencia y lejanía. De modo que la experiencia religiosa que narra Pombo en este ensayo es, sí, personal y muchas veces silenciosa, pero sobre todo inflamada por la música de su expresión. Es la fe en el poder de la poesía la que nos convence, acaso por contagio, de la fe en la elevación religiosa. Es, la poesía, la lengua para hablar con Dios, la que mejor se mueve en esa irrealidad transmitida más que dictada, porque en el fondo (y ahí su decidida defensa de la oralidad) Pombo cree en el vate, en el poeta médium, el que, dejado llevar por el caudal, encuentra conceptos como peces, verdades como remolinos. Es el no premeditado lenguaje el que le revela la configuración de esa irrealidad suprema.

La teología es una rama de la poesía, y el método de conocimiento, el mismo que el de los poetas. Es poesía que aspira a una depuración conceptual, pero que también se vale de lo irracional para expresar la grandiosidad irreal de la divinidad. Pombo maneja como quien lava toda la pedrería filosófica, y al mismo tiempo se preocupa de llevarnos de la mano, hasta aquí he visto esto, ahora veré lo otro, etc., nos enseña el camino que él mismo va descubriendo en sus lecturas de Husserl, de Sloterdijk o de Panikker, o de santo Tomás, que es, a estos efectos, el prototipo de ficción poética teológica. En este sentido, la prosa de Pombo se proyecta aquí en dos movimientos opuestos: la lentitud reconcentrada de la conceptualización filosófica y la velocidad desatada y poética de sus palabras. Uno va rápido estéticamente y despacio filosóficamente. Es la gracia narrativa del gran Pombo, pero en esa encrucijada creo que gana la palabra, la palabra suelta, el concepto sometido a su poder estético.

Soy muy aficionado a Pombo y a cierta literatura religiosa, sobre todo la monástica, y creo que es por el efecto purificador de su lenguaje. Ya lo vimos en la paráfrasis de la Vida de San Francisco de Asís, donde ponía al servicio de la indagación divina una fórmula estética sin reelaboraciones ni palabros, un presentarse la idea clara e imparable, un hablar cercano, intenso y conmovido. La religiosidad está en toda la obra de Pombo, y este ensayo es tan clarificador al respecto como su devoción por Wallace Stevens o por Henry James, tan nítido en su esfuerzo de conceptualizar lo que en él es siempre un chorro de agua fresca, en este caso, además, bendita. En sus deficiencias de rigor filosófico, si es que las hay, estará la gracia narrativa, las palabras para hablar de Dios de un individuo y dejar constancia nítida de la angustia y la celebración que significa creer creativamente, un poco, quién lo iba a decir, al estilo de Unamuno. 

Álvaro Pombo, La ficción suprema (un asalto a la idea de Dios), Rosamerón, 2022, 252 p.

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