26.2.09

Juego


Entre las agradables sorpresas que nos ha deparado la ampliación del Museo del Prado destaca el hecho de que por fin los siglos XIX y XX se ven obligados a codearse con el arte de siempre. Francis Bacon, por ejemplo, había sido hasta ahora carne (nunca mejor dicho) de museo de arte contemporáneo, protegido siempre por esa estética del mal rollo que atravesó el siglo XX como una aguja sin desinfectar. Ahora Bacon no tiene al lado los rigores vanguardistas entre los que destacaba por una simple cuestión de oficio. Ahora su competencia es mucho más dura. Nada más salir de una sala llena de grandes cuadros morbosos, sádicos, el paseante se da de bruces con la Venus de Medici, con sátiros que bailan y cabezas de mármol bruñido detenidas en lo más profundo de su gloria. Sales de esa orgía de la reinterpretación y del refrito, de esa exhibición de angustias fingidas, protocolarias, de esos códigos de conducta torturada que tan bien quedaban en las salas de subasta, y te metes a una cámara de silencio en la que los cuerpos llaman a ser tocados y auscultados y las tres dimensiones hacen trizas la imagen tópica ideal de las fotografías. De ideal nada. Esos cuerpos están vivos, llenos de purezas e impurezas, de ilusiones y resentimientos. Esa Venus pensativa cuyos pliegues endulzan la descarnada humanidad de la figura está infinitamente más cerca de nosotros que las chuletas de ser humano en las que Bacon se rebozaba con delectación de diletante con alguna perversión freudiana. En el caso de Bacon, es llamativo constatar cómo, además, siempre se le pidió eso, y que cuando tuvo algún somero rapto de apertura, alguna tentación de pintar al hombre y no sus despojos, los críticos se le tiraron al cuello porque había violado la sagrada norma del pesimismo bursátil. "Reflexivo", decían ellos.
Nunca había pensado así de Bacon. Ni lo habría pensado con esta crudeza (un reflejo de la suya, en todo caso) si sus cuadros hubieran sido expuestos en salas beuys del Reina Sofía, entre una escombrera de pinturas matéricas y esa desesperación por huir del placer que en el fondo yo creo que va a ser la que quede del siglo XX. Hace veinte años, todo lo que fuera perturbador y repulsivo llevaba colgando la etiqueta crítica de lo admisible. De pronto esa Venus gloriosamente desnuda (y mutilada) es un grito más desgarrador, más limpio y menos endogámico que las ideas horrorosamente simples del artista del siglo XX, siempre obsesionado con ser el último. Con cada nueva exposición, estos artistas, con el subidón del triunfo, soñaban con un paisaje artístico devastado. Los pones junto a una máscara del siglo I y queda claro que sólo estaban jugueteando.

Balneario

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He leído que en Los Baños van a plantar un campo de pitch and putt, que es como un golf para tiempos de crisis, o para deportistas con hernia. El nombre del deporte no es muy afortunado que digamos. Es perfecto para un club de carretera, pero no para un antiguo balneario. A ver qué joven dama va a tomar las aguas con sus gasas vaporosas a un lugar donde se practica el pitch and putt. Otra cosa es que al lado pongan un centro comercial, claro. Los golpes del pitch and putt (que, al ser un golf reducido, tampoco pueden ser pelotazos de largo alcance) estarían entonces más a tono.
En fin, otra ruina que se nos va. Esta ya se fue hace tiempo. Se fue con las mesas de camping y los Seat 600, allí se quedaron las paredes desdentadas y las libélulas que sobrevolaban el estanque. Y por allí se quedó, antes, la estación del tren minero, que hace dos años yo borré del mapa por motivos poéticos, una vez que las obras ya la habían borrado por motivos urbanísticos. Tuvieron mala suerte estos baños, cuando se dejaron pudrir a medida que sus aguas se contaminaban y cuando, tiempo después, en la era del Aleph, resulta dificilísimo encontrar vestigios del edificio entero, de las épocas en que los balnearios eran como catedrales epicúreas, los vahos resbalaban sobre azulejos historiados y los cuerpos languidecían junto a las estatuas griegas. Antes de la guerra las familias se trasladaban a estos baños a pasar meses enteros: los criados preparaban la intendencia en las cocinas, todos los días una orquesta amenizaba los crepúsculos, los bañistas tomaban sales minerales en veladores de mármol con búcaro azul.
Ahora, por el sesudo informe técnico que vi publicado (una de esas informaciones abrumadoras que se tapan con su propia encarnadura, todo lleno de siglas inversoras y de números redondos), la cosa no huele mucho a un mundo de toallas perfumadas sino a los acaloros del pitch and putt. Y no es que sea culpa de los tiempos, porque la estrategia golfista ya nos parece cosa de otra época. Las grandes operaciones urbanísticas en lugares históricos so capa de un anciano con pantalones de cuadros nos resultan ya más antiguas que las Termas de Caracalla. Estamos seguros de que en los campos de pitch and putt nunca crecerán los cardos y el centro comercial será un gran hito de la arquitectura termal, tan exquisita, y no una grande superficie de secano.
Diario de Teruel, 26 de febrero de 2009

17.2.09

Alwin Kuhn

Antes los libros de ciencia estaban escritos de otra manera. Acaba de aparecer la primera traducción al castellano de Der hocharagonesische Dialekt, El dialecto altoaragonés, de Alwin Kuhn, cuya versión original data de 1935. Este “mito por excelencia de la bibliografía sobre el aragonés”, en palabras de los traductores, es accesible ahora en esta cuidadísima edición de José Antonio Saura y Xavier Frías que publica Xordica.
Cualquier interesado en la lengua aragonesa sabe de qué libro se trata y su condición de imprescindible, pero a mí me interesaba copiar aquí los dos primeros párrafos de la introducción, un modelo de precisión entre tacítea y ferlosiana.

El objetivo del presente estudio atiende a la investigación lingüística del ángulo noroccidental aragonés, que, flanqueado al oeste por el vasco, al norte por el persistente bearnés, difuminándose al este por tierras de Sobrarbe y Ribagorza en los dialectos mixtos y de transición con el catalán, y presionando finalmente al sur por la poderosa avalancha del castellano, está claro que lleva aún hoy aquí y allá una robusta vida propia en sus altos valles, pero, en general, lucha a duras penas por una existencia cuya última fase –como sucede con más de un viejo dialecto- vemos expirar ante nosotros.
Esta investigación, además de constatar la vitalidad actual del viejo idioma aragonés –aspecto en sí mismo interesante-, debe mostrar las imbricaciones y afinidades de carácter étnico, cultural y lingüístico que vienen operando aquí desde época remota, debe vincular de modo aún más exclusivo el catalán –una vez más- a la Iberorromania, debe hacernos patente la íntima conexión que desde el punto de vista fonético, morfológico y sintáctico enlaza el suroeste francés, la antigua Aquitania Íbera, con el norte de Iberorromania, en particular con su territorio nuclear y espina dorsal, la cordillera pirenaica, que hoy como antaño sirve de refugio en toda su extensión a los pueblos de la Península, a las antiguas costumbres y a la antigua lengua, en la lucha por su supervivencia, ahora frente al ímpetu nivelador de la civilización propagada por la autoridad estatal, así como de la indumentaria, los usos y la lengua ajenos que penetran en masa con ella.


Al Diario de Teruel, a propósito de la buena nueva, he enviado la siguiente columna:

Kuhn

Un día me metí un poco con los miembros de la Academia del Aragonés, y es una de las pocas veces, una de las dos o tres contadas veces en que luego he recibido reproches y reconvenciones, generalmente corteses aunque airadas. Fue a raíz de que el filólogo José Antonio Saura pusiera en solfa su legitimidad en un artículo que dejó huella. A partir de entonces me quedó bastante claro que el aragonés tiene casi tantos defensores como agitadores, más unos pocos espectadores.
Unos y otros han recibido ahora una excelente noticia de la que desde aquí me congratulo. Acaba de aparecer, publicado por Xordica, el más famoso estudio de conjunto del aragonés escrito nunca, El dialecto altoaragonés, obra de Alwin Kuhn, publicada en alemán en 1936 y que hasta ahora no se había traducido al castellano. Se habían fundado academias pero no se había traducido al castellano.
Kuhn insiste repetidas veces en estudiar al aragonés dentro de la Romania occidental. Hasta la publicación de este libro, los mapas lingüísticos saltaban del catalán al castellano sin solución de continuidad. Kuhn se ocupó de ordenar los vestigios, de auscultar su presencia real, y le buscó el rastro a ese “latín popular, innovador, más vulgar y diferente del propagado por las clases cultas de Andalucía”, desde su nacimiento bajo un puente romano hasta que perdió la batalla de las lenguas, y desde ahí hasta el mismo día en que Alwin Kuhn, subido en un burro, anotó un ingente material lingüístico como aquel que clasifica especies a punto de desaparecer.
Es una obra de ciencia sin concesiones, desde luego, pero está escrita como se escribían antes los tratados, con esa extrema precisión que se vale de todos los recursos del gran estilo, que mantiene la tersura y la elegancia sin escamotear su carácter exhaustivo, y por supuesto sin un gramo de propaganda. Para un espectador aficionado como yo, cualquier capítulo está plagado de fenómenos interesantes, y la lectura de su resumen de historia lingüística resulta una espléndida descripción de lo que la lengua aragonesa exactamente es. A partir de este libro, a partir de los libros que se siguen escribiendo con esta misma rigurosidad, se van montando luego las academias. Por cierto, la traducción es de José Antonio Saura y Xavier Frías. No lo había mencionado.

15.2.09

Peste de amor

La recreación teatral de la leyenda de los Amantes ha ido nutriéndose de las épocas y los estilos. Ha imaginado exotismos históricos para la ausencia de Diego y parlamentos clásicos para los momentos de más dramatismo. Hay, sin embargo, unos pocos detalles intocables, sobre todo uno, el hecho de que la muerte fuera causada por el sentimiento y por ninguna otra enfermedad o herida. La causa mortal de ambos es el disgusto, en el caso de él una desesperación que en ningún momento atiende a la rueda de la fortuna y al futuro que les queda, a confiar en su juventud y en el amor de Isabel, si es cierto que el amor lo vence todo.
La actitud dramática de Isabel es más fácil de justificar. No hay futuro en un cadáver. Eruditos de diversas épocas se han afanado en probar que morirse así es científicamente posible, pero no hacía falta que se hubiesen molestado. Es verosímil, y con eso basta. Isabel muere acosada por las Erinias vengadoras, que devoran el alma de los arrepentidos. Es la tradición, el respeto, su nulo derecho a decidir, la obligación de ser celosa en extremo con los plazos, la incapacidad romántica de escapar por la ventana, esa contención tan realista de la mujer que guarda un secreto como quien esconde una infección. La tragedia de Isabel la lleva a enceguecer, trastornarse y arrepentirse, que es lo que hacen todas las heroínas trágicas, en un plazo angustiosamente breve. Pero después de tanto reprimirse, todo sucede con cierta naturalidad, y su momento cumbre, su monólogo desgarrador debe ser siempre el de los momentos previos a presentarse en el velatorio vestida de negro.
El papel de Diego es más complejo. En él la muerte por amor no acaba de quedarme clara. Falla el poder evitarlo. Falla la posibilidad de sustraerse a la tragedia. Tal y como están las cosas, Diego no muere solo por amor sino por su carácter impaciente y asaz posesivo. Podría haber sido de otra manera (más cauto, más astuto, más sanguinario, más bondadoso y más cruel) y la tragedia no habría sido entonces tragedia. Se podía evitar, y las tragedias son tragedias porque no se pueden evitar. Para solucionarlo, Tomás Bretón hizo que Diego matara al marido de Isabel y después se suicidase, aunque lo más común, desde Juan Pérez de Montalbán hasta Hartzembush, dos siglos después, es que apareciese la otra (Elena, Zulima), según el modelo del Tristán e Isolda que sin embargo aquí no funciona tan bien, ni tampoco es posible.
Hace diez o quince años circuló por los ambientes teatrales de la ciudad una adaptación que se tomaba en serio este problema. Creo que es la única versión que he leído en la que la muerte de Diego también es inevitable. Y es curioso porque se consigue buscándole una causa real a esa muerte, y el efecto es que ya no importa que Diego sea más o menos astuto. No hay nada que hacer. Diego ha contraído la peste en sus años de viaje. Es un Ulises que llega tocado. O bien la contrae al llegar, no recuerdo bien. El caso es que, consciente o no, camina hacia la muerte que le espera.
La idea era demasiado audaz para las restricciones de la leyenda, pero creo que bastante útil y respetuosa con los cánones de la tragedia. Con apañar unos versos de Lucrecio habría bastado. El amor es la peste, Diego se contagia de amor, los miembros se le contraen y una sed infinita devora su alma, el mundo se derrumba en su cerebro y no quedan estímulos para que el corazón le funcione. Lo trágico es que sea el cuerpo, no el alma, el que reaccione así. Si hacemos a Diego consciente, le añadimos el drama de ser discutible.

12.2.09

Voz

Si por algo me gustó la presentación del Kindle 2, el nuevo modelo de libro electrónico de Amazon, fue porque corrió a cargo de alguien de tan poco remilgo como Stephen King y porque al día siguiente ya se había generado una nueva paradoja de la que intenta sacar tajada el sindicato de la propiedad intelectual.
Resulta que este chisme puede leer en voz alta lo que está escrito, no sé si con voz neutra de gasolinera o con la voz modulada y quebradiza de los locutores buenos. No sé si será un programa que lea o una grabación incorporada, ni si hay un programa que pueda codificar el arte de leer en público. En el primer caso, el del lector sin alma de los anuncios de la Renfe, podríamos leer buena parte del realismo cutre y del Boletín Oficial, amén de los prospectos para medicinas, pero me temo que las fábulas de Góngora iban a quedar un poco sosas. Y el segundo caso ya lleva décadas inventado.
El problema legal (la tajada que se olfatea) consiste en que hay quien está empeñado en demostrar que leer una obra literaria en voz alta es un uso indebido de los derechos de autor. Algo que, de funcionar bien, es decir, de no ser leído por un fantasma con hipo sino según las complejas modulaciones que nos hacen entenderlo todo, sería extraordinariamente regenerativo, y no porque permitiría leer cualquier cosa con los ojos cerrados, que eso ha ocurrido siempre, sino sobre todo porque dejarían de pasar por grandes obras todas aquellas que no se entienden cuando las escuchas leídas por otro. La cantidad de broza que hay que quitar para que algo se entienda de viva voz sin torturar la atención del oyente iba a dejar nuestras librerías la mar de descongestionadas.
De todas formas, el libro sigue siendo un objeto perfecto. Hace poco le hice caso al plasta de Muñoz Molina y me puse a leer el Diario de un naturalista de Charles Darwin. Es un libro de ciencia cuya bellísima prosa lleva la voz incorporada. De inmediato se te instala en el cerebro un venerable científico que te susurra los secretos de la tierra y que, al contrario de los locutores del La 2, no te produce una plácida siesta sino que te teletransporta. Igual que hay poemas que no sufren con las traducciones, hay libros como este que pueden hasta con la voz sintética de un muerto. Sus letras están vivas. No hace falta pronunciarlas en voz alta para que se adapten a cualquier oído.

Diario de Teruel, 11 de febrero de 2009

7.2.09

Galdós, Miau


Ya es casi un tópico literario decir que Galdós no quedó satisfecho con esta novela pero que sus contemporáneos la saludaron como una de sus mejores piezas. Es difícil escribir algo después de Fortunata y Jacinta y quedar contento, a no ser que se pretenda un refrigerio, una obra menor, que no es el caso. Miau es de la talla de novelas como La desheredada o El doctor centeno, es decir, la crónica de un derrumbamiento, de una locura provocada a partes iguales por la ingenuidad y por la claridad de ideas. Lo que no está claro aquí (y en las otras dos novelas sí lo estaba) es si Villaamil es o no el héroe absoluto. Villaamil tiene un destino literario paralelo a su destino vital. El mundo lo desprecia, pero resulta que el lector se siente también inclinado a despreciarlo en favor de otros personajes que lo acompañan como reprimiendo su condición protagonista. Es como si todos hubiesen rebajado sus pretensiones dramáticas para que el pobre Villaamil luciera más. Villaamil nos produce lástima, que es lo peor que puede producir un héroe. Ni Alejandro Miquis ni Isidora Rufete nos la producían, si partimos de la base de que no es lo mismo la lástima que el compadecimiento. La lástima se funda en el desprecio, y el compadecimiento en la comprensión profunda. En el fondo despreciamos a ese iluso (con las citas pertinentes del Quijote) que quiere introducir el income tax y todos se le ríen, que busca cita con el ministro y todos se lo espolsan. Este fracaso de hombre se sostiene por su bondad, y por una clarividencia que sólo aplica a los asientos contables (como Feijoo, por cierto) pero no a la vida real. Villaamil podría redimirse literariamente de su sórdida condición vital, gastar mejor humor y no exhibir ese tormento permanente, ese mal (tan español, por otra parte) de considerar que el destino es uno y nada más que uno, y que si te echan de la oficina es imposible buscarse la vida en otra parte. El precio de desnudar un lamentable rasgo social es cargarse la altura del personaje. Habríamos disfrutado más de alguien capaz de burlarse del destino como Víctor Cadalso, un secundario que merecía muchas más páginas de las que tiene.
Este caso es peculiar. Víctor Cadalso es un gran personaje porque se rebela dentro del destino de niño perdis que le ha deparado Galdós y se revela como un tío listo, pero no un criminal. Cualquiera se casa con una loca como Abelarda. Al principio creemos que además es un sablista, pero aquí Galdós está magnífico: no es un gorrón sino todo lo contrario: el método que tienen las mujeres de la familia para llegar a fin de mes. Podemos juzgarlo moralmente, pero el juicio vital es mucho más evidente porque se trata de un tipo que sí sabe torear con la Administración. Por momentos llega a parecernos el único cuerdo de toda la novela. A pesar de que al final Galdós trata de exhibir su condición desalmada cuando lleva a su hijo con la tía Quintina, la verdad es que tampoco nos parece tan monstruoso. El mundo de las miaus tampoco es ninguna bicoca.
Este Víctor Cadalso es de la estirpe de los personajes positivos, una mezcla de la tradición alegre y desprendida de los Miquis, del amor a la vida galante de José María Bueno de Guzmán; no es tan cabrón como Juanito Santacruz, ni tan irresponsable, ni tan estúpido, pero tampoco tan previsor como Augusto Miquis. Es un tipo que lo ha entendido. Se casó con la madre del niño Luis, hija del pobre Villaamil y hermana de la loca de Abelarda. En esa locura genética falta la esposa muerta, hierven los rencores por haber rehecho su existencia, la hermana de la muerta está secretamente enamorada de su cuñado. En fin, en ese potaje folletinesco Víctor exhibe cierta sanidad mental. Las mujeres de la casa solo piensan en ir al paraíso del teatro, el cabeza de familia es un pobre hombre que no acaba de cobrar la pensión, y al niño le dan vahídos por la calle y en sus ausencias ve a Dios.
El niño. Hay algo mortuorio en ese niño. Galdós lo sabe. El niño, medio ángel, medio mártir, se nos anuncia como una muerte patética, como son en las novelas las muertes de los niños, un poco para compensar ese cansino vía crucis de Villaamil que de vez en cuando se enreda un poco demasiado en sus delirios de papel de oficio. Galdós procede por manchas de color, y eso se percibe muy bien leyendo el esbozo de cuarenta páginas que precedió a la redacción definitiva. Las manchas de ácaros y covachuelas tiñen de gris la novela, y la imagen un poco límbica del niño le da una cierta palidez. En casa de las miaus sólo se percibe mugre, roña emocional. Da la sensación de que el único que se muda todos los días es Víctor Cadalso.
La objeción que yo me imagino se hacía Galdós debe de venir de que no confió desde el principio en que Villaamil pudiera sostener él solo la novela como la sostiene Alejandro Miquis en El doctor Centeno. Sembró a su alrededor dos o tres personajes secundarios y un coro de figurantes como el de la oficina (cómo me recuerda a la oficina de Valle-Inclán) o como el Ponce, el pretendiente de Abelarda, la buena estúpida persona. Pero a esos tres secundarios (el niño, Víctor y Abelarda) les adjudicó un conflicto mucho más interesante que el de Villaamil, que finalmente lucha lejos de todos, en una escena pastoral también muy quijotesca, a reivindicar su desgraciado protagonismo.
En el peor de los casos, el fallo de Galdós fue construir personajes demasiado buenos. Menudo fallo.

4.2.09

Cercanía

“José Antonio Labordeta es la personalidad aragonesa más importante de los últimos 30 años”, dice Eloy Fernández Clemente en el espléndido documental que se estrena el próximo sábado en el Cine Maravillas. Quizá sea la única frase grandilocuente de todo el sosegado, diáfano, cercano trabajo de José Miguel Iranzo sobre un guión de Joaquín Carbonell. Pero da la sensación de que el documental ratifica ese maximalismo raro, y no en el sentido de que Labordeta se haya labrado suficientes méritos de todos conocidos, sino porque está bien que la imagen de un aragonés sea esa: áspero y cordial, seco y generoso, capaz de aplicar la sorna a los demás porque sabe aplicársela a sí mismo, individualista y tolerante, directo y respetuoso, con ese rajo que nace de la propia timidez y que redunda en eso tan vidrioso que se ha dado en llamar nobleza, y que yo prefiero llamar naturalidad.
Labordeta impuso la estética de la tradición por encima de la estética tradicional. La boina podía ponerse en más posiciones que la encasquetada de la tierra pobre y la ladeada de las almas requetés. Estaba también la boina de ala, la txapela, la boina Che, incluso la boina parisina de Brassens. Por todas esas boinas, con la mirada del que está muy concentrado en escuchar, va transitando el documental de Iranzo entre recuerdos concretos, momentos narrables, materia de conversación. No hay lugar a la pompa ni al lloriqueo en el hablar tranquilo de Labordeta. Muchos nos hemos ido creando una imagen suya biselada, envenenada por el desdén hacia las hagiografías. Antes de ver este documental, una columna mía sobre Labordeta no habría podido evitar un cierto desapego. Ahora la sensación es la de haber estado con él, haber oído a un hombre que descansa. Pero Iranzo nos muestra entrevistas viejas en las que sin embargo el tono es el mismo, o sea que no es la sabiduría del invierno, sino una forma de ser.
Hay momentos muy emocionantes en este documental. Y muy pocos, por lo que a mí respecta, tienen que ver con la nostalgia sino con esa caligrafía de rara fluidez, nítida y profunda con que Iranzo nos los escucha. No sé si a Labordeta lo han retratado así alguna vez ni si alguna de sus casi demasiadas apariciones públicas estaba tan perfumada de coherencia. No sé si alguien lo había mirado con tanta verdad.


Diario de Teruel, 5 de febrero de 2009
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