29.9.11

Grito


Una lección magistral, en todos los sentidos, del pintor Pascual Berniz. La obra ilustra el poema 'En silencio', de Eloy Sánchez Rosillo, contenido en su libro Sueño del origen:


Los hechos más terribles y el mayor desamparo
ocurren siempre en silencio:
un amor que termina y en otro tiempo estuvo
tan lleno de palabras dulces y apasionadas;
la traición insondable de un amigo;
la propia decepción de lo que somos,
de nuestras ilusiones y quimeras;
el miedo atenazando el corazón de un niño
o el frío ensimismado de los huesos de un viejo;
la muerte --que no importa-- de los que a solas mueren.

En estos y otros casos puede haber
gritos desgarradores que nieguen el silencio
en aquellos que sufren,
mas son gritos inútiles que al silencio equivalen,
porque nadie los oye. 

27.9.11

Ahora que vuelven las clases

Desde el principio he pensado que el desfalco que ha cometido Esperanza Aguirre con la enseñanza pública (detraer dinero público para regalárselo a los colegios privados) no ha sido una decisión mal medida sino un astuto reclamo electoral. Aguirre esperaba la reacción masiva del profesorado para practicar con todo el eco posible dos de sus juegos favoritos: el infinito desprecio y las dotes de mando. Son sus bazas electorales. En Madrid, casi el 50% de los escolares ya van a colegio privado, y ha instalado en la población la idea que ahora se propone poner en práctica: reducir la educación pública a pura beneficencia para desposeídos. Ha poblado las calles de Madrid de faldas tableadas y jerséis de pico, y uno, cuando pasea, tiene la sensación de que se ha propuesto uniformar a la España leal desde pequeña. Entre la población inmigrante todavía es más evidente que han tomado el uniforme escolar como marca de clase, no sé si porque vienen acostumbrados a que la enseñanza pública sea un desastre o porque se preparan para que aquí también lo sea, aunque lo más seguro es que sea por un sencillo esfuerzo de dignidad.

            Eso es lo que busca Aguirre, que la enseñanza privada sea la única forma de dignidad, de ser ciudadano de primera. Si fuese liberal, que no lo es, se desvincularía de todos los colegios concertados y reduciría, como sí hará, la enseñanza pública a su mínima expresión. Pero, como no lo es, se dedica a untar escandalosamente a los colegios de curas y monjas con dinero de todos los contribuyentes.
            Su explicación liberal-nacional-católica es muy simple: también los padres que mandan a sus hijos a colegio privado tienen que financiar con sus impuestos la enseñanza pública. Y, en esa tesitura, el que sale ganador es el representante de su propia clientela, de modo que está políticamente justificado prevaricar con dinero público. Su última sonrisa viperina trajo más noticias sobre sus planes, que, matizados o no, significan que dentro de poco el Bachillerato sólo podrá cursarse con mínimas garantías en un colegio de pago. Incluso es posible que lo erradique, y que la enseñanza pública solo comprenda, en malas condiciones, los dos ciclos de la ESO.
            Esperanza Aguirre va a demoler la enseñanza pública porque ella funciona con las cuentas de la vieja, y sabe que si la mitad de los niños van a colegio de curas, sólo hay que tener contenta a una pequeña parte de la otra mitad, de la que lleva a sus hijos a colegio público. Los profesores le traen al fresco. Casi ninguno le vota. Somos, para ella, el voto cautivo de la izquierda, y los responsables de que no se invierta la mayoría sociológica de este país.
            Los conservadores españoles tienen mentalidad de ganaderos. La única razón que encuentran para explicarse que no ganasen todas las elecciones de la democracia es que en la escuela pública se criaban, generación tras generación, ciudadanos educados en valores tan comunistas como la igualdad de derechos y oportunidades. Para ellos la igualdad ha sido prospectiva, no retrospectiva. Nuestra igualdad está en nacer, pero el hecho de que uno lo haga en mejores o peores condiciones no debe contar en absoluto. Ignoran, sin embargo, que la riada de profesores que desde finales de los setenta inundó los institutos había estudiado, buena parte de ella, en colegios de curas, y que en la escuela pública también había estudiado gente como Jiménez Losantos.
            Ocurre justo lo contrario. Hay un sector que necesita la enseñanza pública y sin embargo está de acuerdo con que Esperanza Aguirre la reduzca a cenizas, convierta el trabajo de profesor en algo detestable para cualquier universitario y cargue a los estudiantes con el temprano sambenito de perdedores. La FAES ha debido investigar muy concienzudamente en esta especie de masoquismo social que hace que el resentimiento, el desprecio o la envidia puedan más que la propia dignidad.
            Los métodos son variados: a más de un vecino, cuando me mostró su apoyo en la huelga de profesores, he tenido que explicarle que los recortes en educación no los ha hecho el gobierno central sino el autonómico. No es que sean tontos, es que están sistemáticamente desinformados. Los ciudadanos somos ahora hijos de padres separados, y Aguirre, como las madres rencorosas, cuenta mentiras a los inocentes niños para predisponerlos en contra de su padre ausente. Le basta con hacerles daño a las criaturas y culpar de ello a su padre. Eso es lo que, con un desparpajo que intimida, está haciendo desde hace años Esperanza Aguirre con las clases populares en Madrid, a las que tiene convencidas de que los profesores somos vagos y parásitos, mientras en los colegios de curas los profesores llevan corbata y hay otro ambiente.
            Hace poco pregunté a unos amigos valencianos cuál era el secreto del incontestable poder del PP en aquella comunidad. Cómo era posible que gente con dificultades, para quienes la vida es dura gobierne quien gobierne, pero sobre todo si gobiernan los amos, pase por alto las mentiras, los casos de corrupción y de nepotismo, y comicios tras comicios vuelvan a indultarlos como si fuesen la falla de Campanar, la de los más ricos. La razón, para ellos, estaba bastante clara: a muchos les basta con un signo para sentirse como si fueran ricos empresarios valencianos. Les basta con votar para ser parte de ellos, para presumir de tacón y pisar con el contrafuerte, como se decía antes. O bien les basta con la indumentaria, con que la niña lleve falda tableada, con que todos los amigos del niño sean gente bien, o lo parezcan. Ese cultivo de la presunción lo borda el PP valenciano. Representa ser admitido en la cola de los clientes, de los allegados, aunque nunca jamás vaya a tocarles el turno pero ellos finjan no saberlo.
            Así va a ocurrir en Madrid. Basta con llevar a tu hijo a un colegio de curas, financiado con dinero público, para sentir como si lo llevases a un colegio caro y exclusivo. A fin de cuentas, ni todos los vecinos pueden permitírselo ni a todos los vecinos se les permite la entrada. No es una cuestión de calidad educativa, es una cuestión de clase.

Este artículo se publicó en Diario de Teruel el domingo 25 de septiembre de 2011

21.9.11

Al otro lado del mar

Todo buen documental, trate el tema que trate, tiene un fuerte componente antropológico. El documental Al otro lado del mar, de Gonzalo Ballester, que se estrenó el pasado 12 de septiembre en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, basa su calidad precisamente en eso. Con ser el tema interesante, el mundo de los repentistas (pero solo el de los que usan décimas) en la región de Murcia y en la América Hispana, todavía es más interesante, por sí mismo, al margen de la circunstancia, del tema, el retrato de los hombres y mujeres que habitan ese mundo. El afecto por el objeto filmado no merma su significado, antes bien lo dignifica y lo desnuda, lo muestra tal cual es, en su profundidad cercana, no emborronado por las opiniones de quien lo mira.
                Ballester sabe mirar a la gente que mira, y sabe explicar a un personaje a través de quien lo está contemplando. Si el episodio de los repentistas cartageneros tiene rasgos solanescos, son sin embargo comprensivos, nunca hirientes, pero tampoco condescendientes. El tío Juan Rita, patriarca de los repentistas murcianos, un hombre de cien años, es un fenómeno de la naturaleza rodeado de un afecto casi místico de sus vecinos. En Cuba, al otro lado del mar, Tomasita es una artista popular impresionante, pero la imagen de una de sus fans, una señora mayor entregada en una especie de felicidad incontrolable, es la que nos explica por qué la Iglesia Pentecostal es la que más rápidamente crece en América. Siempre el personaje está acompañado de un objeto que lo trasciende, y siempre contrasta con otro que lo profundiza. Entre los homenajes del ayuntamiento y el rezo a la divinidad media algo como la fe, aplicable por igual a los santos que a un modo tradicional de versificar. Se creen la poesía, disfrutan con ella. Son ellos y su entusiasmo la información, no los datos que formulen. Y en sus reacciones vemos una distancia todavía mayor que la del mar. Una forma diferente de tomarse las cosas más que de explicarlas. Me acuerdo del impactante abuelo cubano, sin dientes y con las gafas llenas de esparadrapos, pero gracioso nada más abrir la boca. O de la acompañante de la ciega Tomasita, más que una intérprete un modelo de lealtad. O del atrabiliario Taxista, retrato fiel del congestionado encono con que nos tomamos los españoles cualquier cosa, sobre todo si se compara con el verboso argentino de nombre polaco. 
                En todo momento el tema está tratado con rigor pero el disfrute de la película viene de otro lado, de haberse metido hasta el tuétano del mundo que retrata: las imágenes de los troveros portorriqueños concentrándose como boxeadores antes de saltar a la gallera, las de los familiares del niño poeta, vecinos que creen en el talento y, por así decirlo, confían en él; o la tremenda escena del diccionario, con media docena de hombres tratando de averiguar lo que significa el trovo en una mesa llena de vasos y botellas de licor. Incluso en los alardes, en las actuaciones verdaderamente impresionantes, hay un detalle que ver, algo del ser humano que comprender. La sonrisa de Papillo, las manos de la madre del niño cubano, o las del pobre Patiñero; el sombrero teórico y canalla de los portorriqueños, la sonrisa blanda panameña, el intelectualismo taciturno de los argentinos; o un perro aburrido, una llamada telefónica al pastor pentecostal, una silla vacía. El lirismo envuelve el contenido y lo penetra, hasta el punto de que uno se desvincula en cierto modo de la predisposición a recibir información sobre un asunto concreto y se instala en la contemplación de un mundo mayor y más profundo. Incluso en las intervenciones estrictamente técnicas el retrato es penetrante, y está muy cuidado. Las palabras de Tomás Segovia explicando el tipo de décima son, además de un claro y sencillo resumen, un canto a la gente que hace correr los versos populares, y ese canto no está dicho, está visto en la emoción de quien lo dice, envuelto en sabia paz.
                Un documental, además de buscar, ordenar y presentar, puede plantear, abrir el arco de la duda. En el caso de Al otro lado del mar, uno se plantea sin esfuerzo que las tradiciones no pueden mantenerse del mismo modo que no se puede mantener a un muerto, a base de tubos y oraciones. Las tradiciones tienen que estar vivas, no meramente subvencionadas o reducidas a festivales de geriátricos. Por eso el contraste entre España y América es tan llamativo. Aquí conmemoramos, concelebramos las tradiciones. Allí no hace falta seguir nada. Allí la tradición sigue ella sola sin ninguna ayuda, brota como las hierbas medicinales, en mitad del campo. El por qué eso es así, y qué parte hay de supuesto atraso en ello y qué de también supuesta descomposición, es una reflexión que compete al espectador, y que un documental no puede ni siquiera orientar en su respuesta. Tan solo lo debe mostrar.
                Pero un documental debe ir más allá. El arte es el lenguaje que se ocupa de lo inexplicable, lo que solo puede transmitirse no tanto a través del conocimiento intelectual como de la pura emoción. Es en el tratamiento de la emoción donde ya no solo valen los recursos del buen divulgador sino los del buen narrador, incluso los del buen poeta. La presentación del patriarca Juan Rita es en este sentido un hallazgo literario, no documental. Es impecable la disposición de los elementos de modo que su irrupción sea rotunda, esos diálogos entre las escenas que incluyen momentos de un humor comprensivo, no sarcástico, un humor humano, como la cara de Conejo II cuando se entera de que el tío Juan Rita sigue vivo, que el director administra en dosis adecudas, ni efectistas ni traídas, oportunas.
                Son recursos narrativos, no expositivos. La diferencia entre un documental y una película es la que puede haber entre un ensayo y una novela: esa disposición de los elementos, esa administración del material que no tiene en cuenta la proporción con la realidad sino su revelación, su concavidad, como diría Gaya, allí donde la belleza todavía no está estropeada por su manifestación. Vemos a los troveros españoles y en su arte hay demasiadas capas de arte, de conciencia de arte, de antigüedad, de tradición, del distanciamiento propio de quienes ya no viven las cosas y se limitan a recrearlas. Vemos a una España seria que disfruta con los lloros. Pero en esos alucinantes cubanos, alegres de nacimiento (alegres aun cuando estén tristes o contrariados, porque en ellos la alegría no es circunstancia eventual, añadida, sino un modo de ser en lo bueno y en lo malo), en cuyo íntimo ser nos instala la película, vemos una Cuba que no puede conocerse a través de la mera información. Sentimos que nos han metido en un lugar vedado, limpio de datos, lleno de vida. Las poesías de unos y otros dan una idea de toda el agua que los separa.
                Y así la película se narra sola, se narra por dentro, en varias líneas libres cuyas gotas van disponiendo deliciosas acuarelas. Lo específicamente narrativo tampoco es una decisión evidente del director, sino un modo de producirse, un movimiento que indica vida y tiene sentido: los viejos y los niños, las sonrisas y los gestos serios, ese viaje de ida y vuelta de los cantes que aquí no necesita la más mínima explicación porque se produce con entera naturalidad. Claro que todo es resultado de un buen montaje, pero es un montaje en el que el director debe abandonarse a la gramática interior de las imágenes. Cada uno de sus bloques, numerados y titulados casi todos con un pie forzado, como el mismo título, son una unidad no sometida a esos absurdos rigores de la rima interna. La escena fluye y termina delicadamente. El director no ha caído en la fácil tentación de armar cada uno de los bloques con repeticiones significativas ni vericuetos pseudonarrativos. Las ha presentado con la fuerza de sí mismas.
                Cualquiera que conozca la filmografía de Gonzalo Ballester pensaría, antes de ver esta película, o al empezar a verla, con las demoradas imágenes de la vivienda de El Patiñero, que el estilo sin prisas de Ballester es el que va a determinar el ritmo del documental. Sucede que sus anteriores documentales se servían de un ritmo más, digamos, oriental (Mimoun, Al-Madina, The Molky way) o contemplativo (La Sereníssima, El último paisajista), pero el asunto de todos ellos -la peripecia de un emigrante marroquí, el odisea de una anciana iraní, los días de Ramón Gaya en Venecia o la intimidad artística del pintor Pedro Serna- exigía ese mismo ritmo, y uno está por pensar que los temas han ido eligiéndose según lo apropiados que fuesen a esa forma de narrar. Una suposición que se viene abajo cuando el ritmo musical de Al otro lado del mar desborda la pantalla. En ninguna otra obra anterior había usado Ballester la alternancia de tempos con la decisión y la destreza que en Al otro lado del mar. Las escenas viajan de lo lírico a lo trepidante sin cambios bruscos ni trampas visuales. Suben y bajan como la música, y en el contraste que ofrecen radica su brillo individual. Hay en el trabajo de Ballester algo del que alisa minuciosamente un rico tapiz para que, por encima de que se puedan seguir entendiendo y disfrutando las escenas allí trenzadas, no haya la más mínima arruga, la más leve sombra. Quizá por eso, por las leyes de la armonía que exceden al tema, uno está por pensar que, por ejemplo, no demorarse en alguno de los troveros y troveras cubanos es una decisión estructural que exige el sacrificio de un lucimiento garantizado. El director no debe saber cortar sino cortarse, que es más difícil.
                Otra vez el documental como pieza integral que requiere de todas las exigencias de las otras artes cinematográficas. Hace poco, en un artículo sobre las voces en off en los documentales (a ver si lo cuelgo), pensaba yo que la Escuela de la Pompeu Fabra, desde En construcción a Aguaviva, es demasiado ortodoxa con esta estética ralentizada. Más de una vez cunde la sensación de que se duermen en la suerte. A más de uno le convendría volver a ver el final de El verdugo para reflexionar sobre los límites de la morosidad.
                En todo caso, es el objeto, la necesidad de revelar el objeto, lo que determina el estilo. Lo contrario es el vicio de la autoría, de la impronta personal, que en los tiempos que corren creo que está fuera de lugar. Lo contrario es “una visión personal”. No creo que Al otro lado del mar sea una visión personal sino el sabio manejo de los recursos narrativos al servicio de la expresión total del objeto, la más fidedigna desde el punto de vista mensurable, expresable, y desde el inefable.
                El instrumento de un buen documentalista, más atento al objeto que a sí mismo, es la sala de montaje, y aquí el director yo creo que ha hecho un magnífico trabajo. La parte artística del documental no incluye solo que sea estética, sino que sea divertida, intensa, seductora, hábil o tierna. Y en la medida en que de todo ello rebosa la película, el tema se reduce a lo que se suele reducir en las obras de arte, a un tema que tratar, no que meramente transmitir. No se puede abordar sino contemplar. El que aborda desconcierta, espanta, ordena, manipula. El que contempla, en cambio, nos deja mirar.  

La balada del café triste


La balada del café triste se publicó una década después de El corazón es un cazador solitario. Al leer los dos libros, sin embargo, tengo la sensación de que fue al revés, o bien que a McCullers le pasó eso que, dicen las malas lenguas, le dijo Vicente Aleixandre a Claudio Rodríguez cuando este, con diecinueve añitos, le llevó su poemario Don de la ebriedad: “Es muy bueno” –parece ser que le dijo-, “pero tiene un problema: usted ya no escribirá nada mejor”.  La forma más piadosa de interpretar esa frase (en aquella época la gente se pasaba la vida haciendo frases) es que Aleixandre no hablaba de técnica, de perfección poética, sino de impulso creador, en una época en que aún se decía la bobada aquella de que los poetas verdaderos solo tienen veinte años. Sobre todo la decían los viejos.
            Esa bondadosa interpretación es la que más me cuadra con McCullers. Los cuentos son, digamos, más perfectos, mejor diseñados, pero el impulso creador, el chorro narrativo de El corazón... es infinitamente más elevado. Aunque también da la sensación de que en los cuentos aparecen perfilados personajes que en otro contexto llegarán a la pureza de los que aparecen en El corazón. Lo contrario es pensar que McCullers no había salido de sus primeros hallazgos.
            El libro se compone de una novela corta y seis relatos breves. Si me pongo a explicar por qué a una la llamo corta y a los otros breves se me van a hacer las tantas, y mañana, a primera hora, tengo que estar de huelga. La novela corta, la que da título al volumen, tiene algo perturbador, como si los personajes verosímiles del principio se hubiesen abstraído en figuras inconcebibles, y la imaginación de McCullers, de tan metida en la historia, hubiese ido sustituyendo los detalles sutiles por chafarrinones de trazo hueso, símbolos lejanos, caricaturas grotescas. La protagonista, Miss Amelia, está cortada por el patrón de la Miss Emily faulkneriana (o de la protagonista de Sartoris), pero en el caso de Faulkner esas mujeres son víctimas de un aislamiento impuesto por la familia, por las raíces de la tierra, y en el de McCullers todo obedece a desarreglos sentimentales, a la afición de sus personajes por los amoríos escabrosos. Miss Amelia, un mujer de armas tomar, vive sola en una casa de pueblo, con ahumadero y desmotadora y esas cosas tan faulknerianas. Se casó, durante diez días, con el mozo más bestia del pueblo, violento y bebedor, hasta que se hartó de él y lo echó de casa. Nada más salir de allí, el marido, un vándalo de Ku Klux Klan, ignorante y pendenciero, cometió un crimen y lo metieron en chirona. Para evitar la previsibilidad, McCullers cuenta esto después de contar que, al cabo de algunos años, se presentó en el pueblo un enano jorobado que decía ser primo de Miss Amelia, la más rica del pueblo, y sin ninguna descendencia. Todo el pueblo hacía apuestas sobre lo que tardaría Miss Amelia en darle una patada en el culo, pero el caso es que se pirra por él, hasta el punto de convertir ella todos sus malos modos de sargento en un carácter alegre y pastueño, siempre pendiente de servir al enano, que desde luego es un aguja de cuidado. Tengo mala suerte con los enanos jorobados de la literatura. Los bufones medievales, el de Tristán o el de Lancelot, me han dado siempre un poco de aprensión, como de seres infecciosos. Modernamente, no pude disfrutar de El percherón mortal por culpa del enano saltarín aquel que lo liaba todo, y que tanto se parece a este de McCullers, un tal Lymon, mentiroso compulsivo, como casi todos los que son agradables de escuchar. A Miss Amelia, a esa dama alta, basta, “de muslos velludos” y vestida con mono de trabajador y botas de sacar estiércol, a la que cabría calificar de poderosa, en su más amplio sentido, la lleva loca una lagartija deforme que encima la explota. Pero la alegría inunda el viejo establo y lo convierte en un café.
El desenlace de la historia, claro, es que el marido pendenciero sale de la cárcel, tipo cabo del miedo. Pero entonces, con los tres metidos dentro de la casa, sucede la parte más desquiciada. No solo Miss Amelia y su ex se retan con varios días de antelación a un combate de boxeo que termina como el rosario de la aurora, sino que el enano antipático se enamora como un cordero del ex marido, y ahí los tienes a los tres, unos corriendo detrás de otros, odiándose y necesitándose, amándose y despreciándose, degradándose a sí mismos y buscando con desesperación que un sujeto desaprensivo les haga caso.
Nunca he creído en los amores neurasténicos. Siempre me han parecido variantes del sadomasoquismo, pero no exactamente amor. Sin embargo la mirada de McCullers, con lo hiriente y sarcástica que podía ser con semejantes mimbres, es siempre comprensiva. Comprende las necesidades emocionales de la gente, por raras que sean, y las hace comprender.
Las otras mujeres de los relatos cortos son iguales que ella: mujeres con diferente grado de frustración y de locura, capaces de entregarse por completo a una obsesión, un amor que no tiene por qué ser humano. Es el caso de madame Zilensky, la profesora de música, tan extravagante como trabajadora, buena madre de tres hijos de diferentes padres, y dotada de un mundo interior aparte, paralelo, que satisface todo aquello que la obsesión por la música no llega a colmar. O de la mujer que se emborracha y tiene un marido irresoluto, como la mayoría de los hombres de McCullers, náufragos sin extravagancias de interés. Ni el jockey sin estómago ni el marido que reencuentra un poco de sentimiento visitando a la familia de su exmujer, a mi juicio una de las mejores piezas. A Carver seguro que le gustó. Los hombres de este libro, salvo el enano, no tienen acceso a la extravagancia. Son maderos que todavía flotan. Tienen sentimientos, pero no suelen convertirlos en locura activa sino en mortificante reconcomio. Ahogan sus penas en alcohol y, aun en el caso de que pierdan un poco el oremus, sus lamentos no son trágicos sino resignados. Las mujeres, sin embargo, aunque le den al pimple, no se resignan.
Son, como se dice ahora, perfiles de personajes, distintos en sus circunstancias pero, al menos en los cuentos, hijos del mismo mito. Es como si la labor de juntarlos a todos y al mismo tiempo abordarlos sosegadamente por separado fuera tarea mayor, la de una novela como la que había escrito diez años antes, que puede tomarse como variaciones, relatos cortos, en torno a unos mismos motivos. Aun como libro de cuentos, El corazón es un cazador solitario tiene mucha más calidad que La balada del café triste. Los personajes de McCullers tienen largo recorrido. En los viajes cortos les pasa como a la niña pianista, que no pueden expresar todo lo que saben y todo lo que sienten, más conscientes, más calculados, pero con menos altura. El gran vuelo narrativo es un torrente irrepresable. En su tumultuosidad, en sus pequeñas desproporciones, está parte de su grandeza. 

17.9.11

El corazón es un cazador solitario


               Las lecturas funcionan a veces como el azúcar, las vitaminas o las sales minerales. Es el propio cuerpo el que busca reconstituyentes sin saberlo, del mismo modo que los animales comen tierra cuando están bajos de hierro y las personas chocolate cuando el ánimo flojea. El instinto me conduce por las estanterías como el olfato conduce a mi perro por las aceras. Debo de estar bajo de minerales porque me apetece volver a Sherwood Anderson o a James Agee, al realismo lírico de épocas difíciles. No es que considere que esta época necesita de retratos crudos. Soy yo, del mismo modo que otras veces la hipoglucemia mental me conduce a un novelón romántico, y no siempre tiene que ver con las circunstancias políticas o sociales.
                Razones como esas me llevaron a Carson McCullers y su gran novela El corazón es un cazador solitario, reeditada ahora en Seix Barral con una traducción deficiente y una portada que no le pega. En cuanto a lo primero, el traductor, R. M. Bassols, parece ignorar que el orden de palabras también hay que traducirlo, y que el castellano no asimila bien los adjetivos antepuestos, o que los posesivos, cuando se refieren a las partes del cuerpo, se reservan para casos de énfasis. La prosa de McCullers es tersa y clara como un largo poema, y la abundancia de solecismos en la traducción no le favorece nada. En cuanto a la portada, no creo que sea Norman Rockwell, un pintor que me gusta por otras razones, el mejor para reflejar el mundo vencido que vibra en la novela como un lamento de ahogado. Rockwell es sueño, ilusión, la iconografía de un patriotismo entrañable donde los dormitorios no huelen a miseria y a enfermedad. Habría preferido las fotos de Walker Evans, el sur pobre de los años 30, que es el que pinta McCullers maravillosamente en esta novela publicada en 1940, cuando la autora tenía veintitrés años.
                No sé cuáles fueron las circunstancias de McCullers, pero me imagino ahora a una muchacha de veintitrés años con esta novela debajo del brazo, llamando a la puerta de algún editor. Ni aun ahora que la prosa de McCullers parece escrita ayer, que su intensidad, su limpia hermosura y su desnudez son un modelo vigente, me imagino a un editor leyéndose siquiera esta historia coral contada con esa profusión económica (mucha vida, pocos acontecimientos) de Carson McCullers. Hoy esa prosa puebla los cuentos de todas las lenguas del mundo, no porque McCullers la inventara sino porque es la prosa, el terreno compartido entre la acción y la contemplación, entre la novela y la poesía. A cualquier lector de Auster, por ejemplo, algunos pasajes de El corazón es un cazador solitario le resultarían familiares. Y a cualquier aficionado a Carver, sin ir más lejos, le parecerá ver esa luz reveladora que de pronto se instala en las descripciones intrascendentes y los hechos poco impactantes. McCullers utiliza el relato como un continuum musical que va cobrando intensidad emotiva sin variar el tono. Las conductas curiosas, las imágenes interesantes, todo se va anudando junto a los objetos de los bares y el deambular de los personajes, todo va creciendo por dentro. La intensidad se hace sentir, no se formula.
                La novela cuenta la peripecia de cinco personajes en una ciudad del sur de los Estados Unidos en los años 30. Cualquiera de ellos representa un mito suficiente. Mick es una chica de catorce años enamorada de la música, que se pierde entre los árboles para soñar y cuida de sus tres hermanos pequeños. Bount es un iluminado que va de pueblo en pueblo tratando de despertar las mentes de los oprimidos y cayendo y levantándose del alcohol y los arrebatos de ira. El doctor Copeland es un médico negro que se ha entregado a su comunidad, pero que vive atormentado por una lacra de su pasado: pegó a su mujer y ella y los niños lo abandonaron. Este hombre se arrastra con su tuberculosis para no dejar a ningún miembro de su comunidad desatendido, y lo más que consigue es que la injusticia racial siegue los pies de su hijo. Biff Branon es el dueño de bar donde todos se emborrachan en algún momento. Es un buen tipo, pero algo hay en su comportamiento hacia Mink que nos mantiene en guardia contra él, y que nos hace sospechar de su paciente y hábil trato con los niños pesados. Y, en fin, el mudo míster Singer, una especie de conciencia superior que a todos produce admiración y sosiego. A veces parece uno de esos que al final de la película vuelven a subir al cielo: es simpático, cauto, listo, respetuoso, leal, digno…, y no dice una palabra. Es el hombre blanco que los negros desearían, y el ciudadano medio que los revolucionarios buscan, y el padre equilibrado que comprende a las muchachas que quieren ser artistas. Pero también él tiene un cazador solitario en sus entrañas, como todos los personajes, una fijación incomprensible que sin embargo da sentido a la vida entera.
                No sé qué es ahora lo que más me gusta de la novela, si la denuncia de las condiciones de los negros o las del resto del género humano, o la capacidad de captar lo más íntimo de cada personaje, de estos cinco protagonistas y de otros que se quedan igual de impresos en la memoria: Portia, la hija del doctor Copeland, una mujer de cuerpo entero, ingenua y decidida, alegre y entregada a su familia; el mudo Antonopoulus, la prueba definitiva de que el afecto no depende de lo que nos ofrecen sino de lo que necesitamos; incluso la niña que resulta herida de un disparo, que no la mata pero arruina una familia.
                Era época, los años 40, de retratos corales. Manhattan Transfer había dotado al realismo moderno de un lenguaje no nuevo pero sí renovado. El realismo siempre ha tenido que luchar contra lo inabarcable, por eso ahora es tan escaso, o tan malo. Pero McCullers no necesita cientos de personajes. Le basta con el elenco habitual de media docena de mitos claros y otros cuantos secundarios. Ni siquiera establece una raya de protagonismo que nadie pueda sobrepasar. El mudo Singer y la niña Mick parecen llevar el grueso de la narración, pero esa disimetría de los protagonismos no hace sino fortalecer la impresión de verdad. No hablo de verdades meramente crudas u objetivas, ni tampoco de verdades ideológicas o informativas. La verdad que practica McCullers es la que nace de la comprensión, y de esta brota la ternura, la emoción. Todos los personajes son víctimas de algo, principalmente de la soledad. La novela parece una de esas pandillas heterogéneas de gente que naufragó en lo que podría llamarse una vida normal. Son rotos que se juntan con descosidos y entre todos apañan una digna vestimenta con la que enfrentarse a la miseria.     

La infancia embalsamada


Había algo sospechoso en las críticas que leí ayer de El árbol de la vida, la película de Terrence Malick. Todas competían a ver quién echaba la más gorda. Pocas veces he leído tanto piropo junto con tan poca apoyatura argumental. Lo más suave era llamarla deslumbrante, pero un periódico morigerado como El País decía que es “una obra que queda para la historia del cine desde ya”.
                Tonterías. El árbol de la vida es una película pomposa a la que le sobra metraje y le falta, precisamente, la vida. Por momentos uno no sabe si está viendo un gigantesco videoclip (de una música espléndida, eso sí), o si es como aquellos interludios filmados en super 8 que adornaban la serie Los mejores años de nuestra vida, o si Malick ha visto todos los anuncios del mundo de perfumes y suavizantes y con ellos ha construido una laboriosísima película sin reparar en gastos. Qué buen encuadre, qué hermosa imagen, qué buena fotografía, va diciendo uno a lo largo de la película, un poco desentendido de su transcurso, como si estuviera, más que en un cine, en una sala de exposiciones.
                Los críticos medrosos insisten en que la película no tiene argumento, y que quizá por eso a algún tipo de público se le puede hacer extraña. Es una forma de dar el aviso a los colegas para que quien se atreva a ser poco complaciente con ella sepa que va a quedar como un estúpido. También es todo mentira. El argumento es tópico: un norteamericano triunfador, que trabaja entre torres de acero llenas de espejos, recuerda su infancia, su padre facha, su madre débil, su hermano querido. El hermano murió como en los cuentos de Faulkner, lejos, en el ejército, y los que quedaron sintieron el vacío y también, algunos, el padre y el hijo, la culpa absurda de cuando se muere alguien cercano sin que hayamos solucionado hasta la más mínima diferencia. El hermano que queda vivo, Sean Penn, practica una especie de examen de conciencia zahiriéndose con las imágenes de su propia infancia. El padre trataba mal a la madre, pero lo peor es que el hijo, el que vive, es igual que él (eso dice un niño a su padre) y lo lleva escrito en la cara desde que nació.
                La película podía haber ahondado en este punto, en esa culpa compartida que solo se supera cuando uno no se siente del todo responsable, ese atonement que en español no significa exactamente expiación porque se refiere a las culpas que no tienen remedio. Somos vida, somos genética. Edipo confundió a su padre con un espejo. Y después se pasó la vida buscando justificaciones a su desconsuelo. El Edipo niño con cara de malote que protagoniza esta película ya era Sean Penn desesperado, el hombre que se quiere lo suficiente a sí mismo como para pensar que su vida ha sido diferente de las otras y que sus sentimientos al recordarla también lo son. Y sin embargo, merced al recurso del sermón, porque esta película es un sermón,  Malick vuelve sobre la vieja idea de que la mejor manera de afirmar la vida es contradecirla: si tu instinto y tu carácter (y todo aquello que forma parte de ti sin ser tú) te empujan a ser malo, debes sobreponerte y amar al prójimo como si no te costara esfuerzo. Los dinosaurios esos raros que aparecen al principio ya se perdonaban la vida y aun así se extinguieron, o continuaron en nosotros (en realidad son las actuales gallinas). Paz y amor y perdón de los pecados, va repitiendo la película en una carraca triste. Sobra la carraca. Sobra que me digan lo que tengo que sentir.
                Nos pensamos que todo aquel que no tuvo una familia perfecta salió tarado, y también, inversamente, que todo aquel que la tuvo es una persona vulgar, banal, sin aristas, insignificante. En todas las biografías de los artistas norteamericanos hay algo que bien pudo orientar su genio al sacudirlo con violencia cuando eran niños. Muchos crecieron con un padre autoritario y una madre dulce, hasta que se hicieron mozos y se rebelaron, y algo pasó muy traumático para que la vida pudiera seguir siendo igual.
                Y por ese lado, en términos artísticos, solo se va al ombligo. El árbol de la vida es una autobiografía filmada en pretérito imperfecto, cuando las cosas eran, sucedían, más que fueron o pasaron. Mi padre era así, los vecinos eran asá, con, a veces, breves escenas algo emborronadas por la luz de la memoria (“me acuedo que un día…”). Malick sobreexpone las imágenes, las beatifica, juega al punto de vista de los niños, que no es bajo sino levemente contrapicado, que no es de primeros planos sino de cuerpos casi enteros. Hay una evidencia de recuerdo, un tratar las imágenes como las trata la memoria, que nos impide considerarlas más allá de su condición de pretéritas. No vemos la película pasar, estar pasando, sino cómo era, ni siquiera cómo fue. Vemos el recuerdo de la vida lastrado por los años de quien la recuerda. El de Malick es un naturalismo de los procesos cerebrales, no de la realidad autónoma y exenta que suele ser una película.
                Este ejercicio de naturalismo a mi juicio acaba devorado por la voluntad de estilo: un millón de hermosísimas imágenes, una detrás de otra, puede que garanticen una buena película, pero no una buena historia. Este naturalismo de autor se despeña, a mi juicio, por la vía del sermón. Con menos brillantez no solo nos habríamos apañado bien sino que quizás habríamos sentido algo de lo que la mortecina luz de la película la despoja por completo: la emoción. No hay verdadera emoción porque todo está controlado en exceso, pensado, juzgado. Solo cabe una emoción distanciada, intelectual, una no emoción, un bostezar con la boca cerrada, una sensación de vida fósil muy hermosa, pero no una emoción de verdad.
                Quizá otros la hayan sentido, pero para ese viaje, para invitar a los demás a que se emocionen con su propia vida y resuelvan las diferencias con su hermano antes de que se muera, no hacían falta diez minutos de impactantes y gratuitas imágenes de volcanes y de nubes. Quizá sea el forro suntuoso de la película, el principio y el final, una especie de documental de La 2 y una versión requemada del viaje a los infiernos, lo que hace que parezca tan pomposa. Quizá desnuda hubiese sido más natural.
                Y eso que los actores están espléndidos y que el montaje da la sensación de que Malick rodara kilómetros de rollo. En la minuciosidad de su construcción creo que incurre en otro de esos vicios que alejan de la sensación de vida: ser sublime sin interrupción. Hay una cortina de brillantez que tapa las entrañas de la película, aquello que se supone que nos debería emocionar. No es que esté demasiado bien hecha, sino que jamás adquiere, por propia voluntad, la velocidad de los sentimientos, ni da espacio a su preparación. Con lo lenta que es la película, igual resulta que su principal defecto es ser demasiado veloz, demasiado apretados los momentos importantes. Para una memoria autoinculpatoria casi todo es importante, pero aun eso necesita aparecer, surgir en la película como surgen las cosas en la vida, con una libertad que aquí no disfruto. Con lo poco que dicen que sucede, uno echa de menos la verdadera infancia, el no suceder, o el suceder de otros, irrelevante y hermoso. La perspectiva de la infancia no tiene por qué ser el libro de Job, por muy estricto que sea tu padre, sino una amalgama caprichosa y sin sentido en la que los mejores recuerdos lo son por la pureza de su escasa significación argumental. El sentido de la infancia es posterior. La interpretamos al salir del cine. Por eso la infancia se narra bien con anécdotas sencillas pero trascendentes, sin drama sinfónico de por medio. Malick, en el fondo, narra los momentos importantes de una infancia, pero no la infancia. Sean Penn no es capaz de atrapar al niño que fue porque el niño está embalsamado en traumas tópicos, como su propia vida.

5.9.11

Un taller con mucha luz


El próximo sábado, a las ocho y media de la tarde, se proyectará en el cine Maravillas el documental Un taller con mucha luz, sobre artistas que viven y trabajan en Teruel: los escultores Carmen Escriche, Diego Arribas y Remedios Clérigues, los ceramistas Fernando Torrent y Reyes Esteban, los fotógrafos Leo Tena y Mª Ángeles Pérez Hernández, la grabadora Caterina Burgos y los pintores (y, en su caso, escultores) Carlos Gómez Silva, Pascual Berniz y Gonzalo Tena, aparte del historiador Ernesto Utrillas, cuyo blog sobre arte contemporáneo en Teruel no me canso de recomendar. De hecho fue una insólita exposición comisariada por él, Desde la sombra, la que nos dio la idea para embarcarnos en este documental.

            El resultado ya lo juzgará el que lo vea. Yo solo puedo hablar de las intenciones, de lo que queríamos y, sobre todo, de lo que no queríamos. No queríamos que filosofaran sobre el mundo contemporáneo ni sobre el significado de sus obras, ni tampoco que nos contaran su vida. Las preguntas “¿qué has querido decir con esta obra?” o “¿qué es el arte?” o “¿qué haces cuando te levantas por la mañana?”, tan bochornosamente frecuentes, estaban de antemano descartadas, y todo lo que pudiera referirse a ellas. No nos interesaba la vida privada del artista ni el mito del sufrimiento espiritual ni la colección de frases campanudas que suelen acompañarlos. No queríamos que hablara el busto que tendrán sino el ser humano que crea en unas circunstancias muy concretas.
            Partimos de la base de que en el arte, en el fenómeno de la creación artística, el entorno sigue siendo tan influyente como siempre pero ya ninguno es imprescindible. Salvo para los amigos de la fascinación cosmopolita, esos que piensan que sin vivir en París, como hace un siglo, no se puede ser artista, o que aún confían en que la ovejuna vida de gran ciudad inspira más que el puto campo, los que ahora se dedican al arte no tienen tanta necesidad de entorno urbano como de espacio propio. La patria del artista es su taller y lo que ve cuando sale del taller. El catálogo de preocupaciones se reduce entonces, en Nueva York y en Cedrillas, al artista y a su obra, a las cuestiones fundamentales sobre las que un artista debe optar, esas elecciones de método, de principios o de objetivos sin los que más vale que se despida de tener una huella propia.
            Así, entre otras muchas cosas, les preguntábamos sobre los límites de la pericia técnica, sobre la ocurrencia y la maduración, sobre la belleza de lo que les rodeaba, el paisaje que preferían, el estilo arquitectónico local con el que más se identificaban, y cómo pensaban que les influía. Les preguntábamos por su relación efectiva con el entorno, por cómo su arte colabora en el lento moldeado histórico de la ciudad. No queríamos que nos dieran explicaciones técnicas sino que justificasen sus preferencias. Ser artista es elegir: un lugar, un material, un tono, un tema, un estilo, un procedimiento. El trabajo del artista consiste en bregar con esas elecciones que así, en general, llamamos dudas. A lo mejor sólo consiste en abrir una puerta y seguirla, someterse a la obra emprendida igual que uno se somete a la necesidad de avanzar por un túnel mal iluminado. Pero hay que encontrar esa puerta, y nos interesaba más su método de elección de puertas que las metáforas sobre la oscuridad.
            Los artistas, muchas veces, disparan por elevación porque piensan que en esa postura están más guapos. Y fue mérito de estos diez o doce nuestros, y no de las preguntas que les formulamos, que todo lo que dijesen fuera tan claro, que hablasen con naturalidad de sus búsquedas y sus renuncias, de por qué en unas obras se sienten recompensados y en otras no. Queríamos que hablasen de su disciplina como si quisiesen hablar de ella, no con apostura sino con entusiasmo, de modo que pudiésemos oír a seres reales y no las caricaturas que los artistas, generalmente por inseguridad, suelen hacer de sí mismos.
            Nada de esto requirió ningún esfuerzo porque tomamos la precaución de hacer todas las entrevistas en su estudio, en su reino, su territorio. Charlamos, vimos los bártulos con los que trabajaban, tomamos un café. Todos ellos, curiosamente, compartían más de un rasgo. Todos resumían las cuestiones metafísicas con impagable sencillez. Había en ellos como una tranquilidad previa, como si se hubieran reconciliado con un entorno en el que ya no sirven las excusas teóricas. Como si se hubiesen dado cuenta de que su taller es perfecto para llegar adonde quieran llegar.
            En todo caso, queríamos escucharlos, no que nos contestasen cosas. A las personas se las conoce por lo que dicen cuando hablan, pero sobre todo por cómo están cuando están hablando, o cuando callan. No queríamos retratar opiniones sino individuos, y del barro informe que salió de todas las entrevistas Iranzo modeló una imagen de cada uno, una visión, una fotografía que espero que a los interesados resulte reconocible y a los demás agradable de ver.

4.9.11

Almodóvar bebe agua


Nada más llegar a Madrid, un saxofonista amigo mío me contó su último bolo: lo habían contratado, a él y a los otros miembros de su banda, para una fiesta privada, el cumpleaños de una chica que solo se dirigió a ellos, cuando terminaban de tocar, para decirles: “¡Esto, fuera!” (esto eran los instrumentos), porque ya había llegado la furgoneta de Sánchez Romero con la tarta y tenían que ocupar el escenario. Pero lo mejor vino cuando subió a soplar las velas: “Os he pedido que fueseis de blanco”, dijo la muchachita, “para conjurar entre todos el mal rollo de la crisis”.
               Esto lo decía un miembro (una miembra) de la oligarquía reducida que va a quedar allá en lo alto cuando se abra del todo la sima y la clase media española vuelva a sus orígenes profundos, a cuando, en vez de jefes y empleados, había amos y criados. A quienes de un modo u otro sí sufren la crisis estas exhibiciones de poderío les resultan de un cinismo hiriente, de una mala baba que destila –y propaga- bacterias de resentimiento. Nos parece, hoy por hoy, una exhibición obscena, pero es una actitud muy humana y tiene su larga tradición artística. Esa fiesta por todo lo alto es el castillo donde jóvenes desocupados se reúnen huyendo de la peste, y se cuentan cuentos delirantes, pensados para no pensar en el monstruo que los rodea. Pero ese monstruo está, y, como dijo Tucídides, la presencia de la muerte, su probable cercanía, empuja a la gente a todo tipo de degeneración moral.
               No sé dónde vivirá la niña del cumpleaños obsceno, pero yo me la imagino perfectamente en la espléndida mansión donde sucede La piel que habito, o en el pazo regio donde tiene lugar la seducción de la hija demente del protagonista demente, y donde sucede una de las pocas secuencias interesantes de la película. Los jóvenes de etiqueta se inflan a pastillas y salen al jardín a follar compulsivamente, todos revueltos, en una escena más sádica que bocacciana. Son los aristócratas en el castillo, mientras afuera está pasando la historia con la segadora. Digo que es interesante porque revela una dualidad del arte que si está muy marcada, si el artista opta con todas sus consecuencias por uno de sus extremos, corre el riesgo de resultar demasiado cargante o demasiado frívolo. En la misma época en la que los naturalistas ortodoxos se empeñaron en dejar constancia de una época, de una vida real, también brotaban como flores los prerrafaelitas, estetas reunidos en el castillo del distanciamiento, que sin embargo, si eran buenos, nunca dejaban de mirar por la ventana. Huían de la pestilente realidad pero en sus ojos quedaba una huella de subversión que podía incluso interesar a quienes, más que escribir naturalismo, lo estaban padeciendo.
               La escena de los jovencitos folladores es la única en que al distanciadísimo Almodóvar se le ve mirar por la ventana, y se ve la aprensión que le produce este uso tan básico de las drogas, tan embrutecido, esa ruleta rusa a la que juegan cada viernes muchos jóvenes sin que a cambio reciban más placer espiritual que el que recibiría un macho cabrío al ingerir yumbina. Le desagrada tanto a Almodóvar esa escena que se retira de la ventana y vuelve a su sala de proyecciones privada, a su rutina posmoderna de deconstruir géneros y trufarlos de otros géneros, a sus diseños impecables. Volvemos al interior de Almodóvar y las paredes están llenas de Almodóvar.
               Y las camas. Hay una escena terrible (cuando el doctor Frankenstein se tira a su criatura) con dos hermosos cuerpos, un Banderas de cuidada piel, una Elena Anaya sin tornillos (a los monstruos siempre deben vérseles los tornillos, aunque sean así de guapos). Los dos están en la cama y las sábanas son negras con un precioso bordado blanco en el embozo. No hay manera de estar pendiente del horror, ni siquiera de las palabras, ni si me apuran de los hermosos cuerpos. El embozo lo cubre todo, es estéticamente suficiente, es Almodóvar allí sentado. Y por esa línea tenemos dramáticas escenas de laboratorio que parecen un anuncio de lavabos o momentos en que llega el asesino que parecen un spot de coches de alta gama, y no sé yo si en el fondo no lo serán. La sangre está reducida a su color y a su espesor, no a su sentido. Todo está visto desde lejos, desde fuera, todo es estética limpia, sin bacterias, y eso que la historia es un follón que ríete tú de doña Bárbara, patrona de los culebrones. Es un follón explicado, reordenado, retocado, revestido, realmodovariado. Los personajes cuentan largas novelas en una frase. Las madres y los hijos se reencuentran después de toda una vida y enseguida cambian de conversación. Todo está esterilizado de tal manera que cuando aparece algún personaje real uno siente que cuando se vaya lo primero que hay que hacer es fregar de nuevo la casa entera. Las suntuosas carrocerías de los coches no tienen una mota de barro y los mandiles de las criadas van a juego con los cuadros caros de las paredes. Hasta a Concha Buika da la sensación de que le han dicho que no se mueva mucho, no se vaya a manchar o a desplazar los brillos del peinado.
               Esta asepsia es, en fin, así de aburrida porque lo que se cuenta en tonos elegantes, con retorcimientos del argumento como tirabuzones recién planchados, es una historia de historias, la mayoría de las cuales no están narradas sino relatadas, resumidas, de modo que por momentos el diálogo es una narración de algo que no merecía la pena narrar, tan solo nombrar. La historia, así, funciona como el bordado del embozo, cosas que se le ocurren a Almodóvar, mira que parodia de los culebrones, etc., pero no importa en absoluto lo que dice, en qué consiste. Las mismas idas y venidas del guión, explicadas con carteles del tipo "Volvemos al presente" (¡a qué presente!), me da la sensación de que se las podría haber ahorrado. Todo lo que cuenta puede contarse linealmente, pero de ese modo se vería que el turbante es una simple faja con lamparones. Las idas atrás y adelante en una narración me gustan mucho siempre y cuando no sean reordenaciones sino producto de la lógica narrativa. A veces hay que contar por qué, sencillamente, pero ese por qué, si es un simple y culebrero "resulta que", acaba siendo gratuito y, todo hay que decirlo, bastante vulgar.  Resulta que esta era la madre del otro, resulta que este y el otro eran hermanos pero no lo sabían, resulta que el pato era cisne, y que se le murió la mujer. Todo es falso, todo son modelos de modelos, reglas invertidas, manierismo, irrealidad.
               Y así ocurre que el personaje más real de toda la película lo es al margen de su disfraz de carnaval (es uno de los que están expuestos a la peste, que de pronto se cuela en el castillo), y yo no sé si es por el papel que tiene o por el inacabable actor que es Roberto Álamo, pero su presencia se apoderó de la pantalla con mucha más vida que la de todos los otros actores juntos. Marisa Paredes, disfrazada de Cruella Deville sin peinar, abre una puerta y un vendaval de verdad se cuela en la mansión, por mucho que esa verdad vaya disfrazada de tigre y pintada de purpurina. Hasta el culo de Roberto Álamo es el único culo real que se ve en la película. Los demás son embozos de sábanas, marcas de coches, pases privados de la aristocracia que se pone películas glamourosas, meramente glamourosas, mientras en el mundo están cayendo chuzos de punta.
El resto de actores me inspiran el juicio aséptico que les ha inoculado el director. Actúan en registros artificiales demasiado heterogéneos. Marisa Paredes está demasiado teatral; Eduard Fernández, demasiado televisivo; Banderas está constantemente retocado, y recita sus parlamentos con engolamiento reprimido, con énfasis repretado. Habla como si acabase de adelgazar cuarenta kilos por el método Duncan. Son palabras gordas en un cuerpo delgado. Más que de dramatismo, dan sensación de hipoglucemia. Elena Anaya es muy guapa y Almodóvar nos enseña su cuerpo en posturas desinfectadas de realidad. El body que lleva puesto media película es el celofán que lleva pegado a la piel la película entera. Pero todos tienen poco margen, poco recorrido en los estrechos marcos de las miniaturas estéticas en que el director convierte cada película. Si algo me parece interesante es esa desarticulación, esa reducción a estampas de un argumento cuya estrambótica complejidad invita a no tenerlo en cuenta más que como ambientación de una escena concreta que se termina en sí misma. Pero en este caso, me temo, la desarticulación es mera sofisticación, disfraz, ocultamiento.
               Tampoco le favorecen nada a la película, creo yo, los tiempos que corren. Suena a alta comedia. Habla el asesino y miras el diseño del jersey. Nunca te crees nada, pero tampoco disfrutas de esa complicidad irónica que supieron encontrar los artistas que, sin dejar de ser prerrafaelitas, supieron mirar, y hacer mirar las profundidades más cercanas. Almodóvar encontró ese punto en otros momentos, pero ahora, otoño del 2011, es más tiempo de Qué he hecho yo para merecer esto que de las últimas que ha hecho. Almodóvar está demasiado pendiente de sí mismo, del búnker insonorizado en el que parece vivir. Todo es tan irritantemente superficial en esta película que sólo se entiende si Almodóvar ha decidido vivir el resto de su carrera al margen de su época, metido en su tertulia de cuentos disparatados. Esta vez le ha dado por la estética sobria, otoño-invierno. Pero el frío de los rostros y lo calentorro de las acciones no casan bien, no fluyen bien.
               Yo me aburrí a mitad de película, ese tramo anodino de las películas que pierden toda la tensión pero aún falta un rato para el desenlace. Podría haber disfrutado de la estética o solo lamentar que Roberto Álamo no hubiese sido el protagonista, pero en realidad me produjo disgusto, el mismo que me producen todos los intelectuales y artistas que en estos momentos no sienten la obligación de crear obras potentes, de retratar tiempos convulsos, de ponerse a su altura. Los tiempos duros hacen que lo superficial sea irrelevante, que el derroche del decorado se coma los sentimientos. En las últimas películas de Almodóvar da la sensación de que ya no solo bebe ni fuma sino que le tiene alergia al mundo real. Rueda películas con aroma de Polansky que parecen un espectáculo de Pina Baush. Vive en la calle más cool, que también se ha quedado al otro lado de la brecha por donde su público se hunde, y esperaría otra cosa de él. 
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