23.9.23

Con Machado en Soria


No hace mucho visité Soria por primera vez. Ya sé que suena raro: ser devoto lector de Machado, haber viajado por todo el país y no haber visto Soria. Son extrañas casualidades, sobre todo cuando uno llega a una ciudad abierta al río, de extensas alamedas, edificios antiguos, plazas arboladas, calles amplias, con un aire castellano salmantino, más que la granítica Ávila. Y los mismos habitantes que Teruel…
   Paseé, claro, entre los «álamos del camino en la ribera / del Duero, entre San Polo y San Saturio…», y entramos en la iglesia de San Juan de Duero, sus arcos enlazados, y dentro, en el silencio pétreo, me recogí unos momentos de absoluta plenitud, más profunda que después, en San Saturio, hasta donde ascendimos lentamente y me senté en el banco de la muy barroca capilla y en el sobrio cuarto del santero, con el moñaco sentado en su escritorio, junto al fuego, absorto en las Sagradas Escrituras. No fue tan impresionante como en San Juan. Hay lugares bien cuidados y conservados a los que sin embargo les ha desaparecido el espíritu. En San Juan sí estaba. El mío. 

De modo que a la vuelta, por la calle Collado, que parece ser la arteria comercial de la ciudad levítica, entré en la librería Las Heras y me paseé por la sección de temas locales, y allí estaba este libro, Antonio Machado y Soria, una reedición de 2007 del ciclo de conferencias que dieron en 1976 unos cuantos ilustres de los de entonces, a propósito del centenario de su nacimiento. Y como por estas fechas suelo (solía) hablar en clase de don Antonio, lo he leído con una mezcla de nostalgias, la permanente de leer al gran poeta y la eventual de volver a ciertos maestros de los estudios literarios. Y también un poco, cómo no, la de dar clase…

Por las veces que le dan las gracias, el libro fue un empeño de Julián Marías, que ha quedado un poco emparedado entre su maestro don José y su hijo Javier, pero que en alguna época hemos leído (recuerdo el último librillo suyo que leí, Breve tratado de la ilusión) y que veneraba a Machado sin considerarlo filósofo, ni siquiera trasnochado. Aquí, aparte de reunir a varios de los conferenciantes, reflexiona brevemente sobre «la experiencia de la vida» en Machado, que es, dice, «un saber superior, el que ha permitido al hombre, durante siglos o milenios, ‘saber a qué atenerse’». Y aporta algunas claves que tampoco eran entonces mucha novedad, por ejemplo cuando cita su propio estudio de 1949, ‘Antonio Machado y su interpretación poética de las cosas’, donde reparaba en ese «apunte levísimo, una situación o escenario en que se han de vivificar todas las alusiones, que prepara ya el sentido y el tono del poema, y da así el punto de vista desde el cual ha de ser vivido». O sea, Verlaine, el poema de la situación corriente que asciende, por la vía de la contemplación, hasta la más alta poesía.

Pero, salvo sus alusiones al «presente como pasado», el artículo de Marías no aporta demasiado. Suele suceder en estas piezas colectivas que los más ilustres no son los que añaden más sabrosas novedades. El caso extremo, aquí, es el de Lafuente Ferrari, por aquel entonces ya casi octogenario, que dicta una larga, prolija, pomposa y antipática conferencia sobre el «mundo visual» de Antonio Machado en el que, aparte de contar una porción de anécdotas personales que no vienen al caso, y de negar con aire adusto y reaccionario la politización de Machado, quedan sus comparaciones con la «visión grandiosa y desolada» de Zuloaga o, esa sí, con Ricardo Baroja, un hilo del que se podría haber tirado para escribir un buen artículo y no un cajón de sastre.

Tampoco resulta (casi medio siglo después) demasiado novedosa la aportación de Rafael Lapesa, esta sí ordenada y rigurosa, sobre algunos símbolos, más allá de los habituales, en la poesía de Machado, el mar, el sueño, la sombra, las galerías, las colmenas…, símbolos, sobre todo, del primer Machado, lo bastante ambiguos como para que le sirvieran como a Góngora las plumas o el cristal luciente, de leit-motiv, entonces tan frecuentes, de redefiniciones léxicas con valor de comodín poético, de las que pronto don Antonio se apartaría. 

Mucho más interesantes, y útiles para quien ahora quisiera estudiar a Machado, son los artículos de Heliodoro Carpintero, que sitúa y contextualiza perfectamente los cinco años sorianos de Machado, tan definitivos para su poesía, incomparablemente más que los doce que pasó en Segovia, por ejemplo, de la que, por lo que a la poesía se refiere, prácticamente no absorbió nada, ni parece que le interesó gran cosa más allá de sus viajes a Guadarrama, que ya venían de lejos; o bien el de José Antonio Pérez Rioja sobre esta influencia de Soria en la poesía de Machado y su sentido de «lo esencial castellano» y de la «poesía visual» que, a fin de cuentas, nace de las descripciones virgilianas, tan 98, las que llenan el alma como con un soplo de aire puro que a su vez vuelve a exhalarse en apóstrofes emocionados.

Pero lo mejor viene al final, en un artículo de Manuel Terán sobre los años mozos de Machado que nos aporta dos datos muy importantes que no son fáciles de encontrar. Primero, que la Institución Libre de Enseñanza hizo tanto bien al individuo como mal al estudiante, por su orientación al autodidactismo y porque el cerril sistema educativo de entonces hacía pasar por el aro a estudiantes que no habían perdido el tiempo memorizando las lecciones canónicas, de modo que Machado tuvo que cursar un bachillerato para adultos y hacerse profesor sin título universitario, en una de esas asignaturas «de relleno» y en uno de esos institutos de provincias que desprecia Lafuente Ferrari en su tostón de artículo. La I.L.E. pasó de ser un proyecto universitario a quedarse en una iniciativa de escuela primaria que, por cierto, está más vigente que nunca.

Pero lo más novedoso, al menos para mí, que aporta Terán es algo que tiene que ver con la estilística machadiana. La época en la que más he leído a Machado fue mientras estaba traduciendo las Geórgicas de Virgilio. Me fijaba en su maestría para el heptasílabo (el hemistiquio alejandrino), en cómo daba esa sensación emocionante de nombrar y al mismo tiempo ensalzar, sin salirse de la más exacta precisión y sin abandonar una de las normas principales de la rítmica clásica: separar lo más posible los acentos de dos palabras juntas. Machado habla de «colinas plateadas», pero no de plateadas colinas; «grises alcores», pero no alcores grises; «cárdenas roquedas», pero no roquedas cárdenas, y no solo por evitar una esdrújula a final de verso, sino por conseguir ese efecto empático y emocionante que yo buscaba en la traducción de Virgilio, porque en latín también lo tiene. 

El caso es que, para conseguirlo, Machado, como todos los de su generación, acudió a las palabras hasta entonces menos tópicamente poéticas, a los nombres de las cosas, a la poética de la exactitud, de la precisión y la naturalidad. Y da Manuel Terán un dato que me ha hecho sonreír de gozo. Muchos de esos dobletes que nos asombran en Campos de Castilla por su expresividad y su tersura podemos encontrarlos nada menos que en los textos sobre geología de Lucas Mallada, el de Los males de la patria, lo que vendría a unir estética e ideología en eso que llamamos El 98. No sé si Baroja o Unamuno leyeron también a Mallada, pero la técnica de juntar nombres y adjetivos en descripciones de la naturaleza es bien parecida, claro que no tan depurada como en Machado. 

Leo ahora algunos versos de Virgilio de los que traduje entonces. Con que conservaran algo de ese aire emocionado, de ese nombrar la tierra seca y las yerbas pardas con la misma intensidad y el mismo afecto, ya me daría por satisfecho.


Carpintero, H., Lafuente Ferrari, E., Lapesa, R., Marías, J., Pérez-Rioja, J. A., De Terán, M., Antonio Machado y Soria. Homenaje en el primer centenario de su nacimiento, Centro de Estudios Sorianos, C.S.I.C., 2007 (=1976), 147 p.

19.9.23

Deudas de triunfador


No sé qué crítico de pago ha dicho estos días que, después de las últimas novelas breves de McEwan, ya era hora de que nos regalase a sus lectores una novela de las buenas. Hay críticos que miden las novelas al peso, como los embutidos, porque en esta última serie, desde Solar, hay piezas de alta gama como La ley del menor, Cáscara de nuez o Máquinas como yo, y hasta cierto punto se puede considerar que Lecciones parte de al menos dos historias que podrían haber tenido un desarrollo similiar: la del adolescente seducido por una mujer mayor, algo que ya tocó con exquisita delicadeza en La ley del menor, o la de la mujer que abandona a su marido nada más tener un hijo, tema que, con hijo o sin hijo, ha abordado desde la perspectiva del marido en la misma Solar. Uno incluso está por pensar que con ambas historias, encarnadas en la vida de Roland Baines, McEwan ha querido darle la vuelta, como suele, a un conflicto contemporáneo, en este caso el de las relaciones sexuales con menores de edad y el del artista que abandona a su familia para labrarse una carrera, y se ha planteado qué ocurre cuando el menor es un chico de catorce años y la amante una mujer de veinticinco, o si el artista no es el hombre que huye de los pañales sino una mujer que no quiere repetir las insatisfacciones de su madre. Todo ello, sazonado con abundante material histórico (desde finales de los 60 hasta la caída del muro), forma una primera mitad que deja algunas dudas, por ejemplo la cautela con que aborda ambas historias para no pillarse los dedos con ellas o una casi abrumadora recreación de los momentos estelares, sobre todo la caída de la URSS, narrada con la veloz yuxtaposición de fogonazos que son como esos montajes vertiginosos que hacen avanzar la trama en las películas históricas, al tiempo que les sirven de ambientación. A McEwan le basta un hecho narrativo, el ser abandonado el protagonista por su esposa alemana, para tirar adelante y atrás, sacar hilos de su vida y de las de los demás e ir amasando una historia sólida que, tratándose de quien se trata, podría sonar a patch-work de otras historias que podrían haber funcionado de forma autónoma y sin tal cantidad de argamasa. 
Pero la segunda mitad del libro, impresionantemente buena, lo reconfigura todo en lo que verdaderamente es, la historia de un buen hombre, Roland Baines, que quiso ser poeta y se quedó en redactor de tarjetas postales, que soñó con ganar Wimbledon y no pasó de dar clases a vejetes hiperactivos, que pudo ser un gran concertista de piano y ya septuagenario aún tiene que seguir amenizando a los turistas de un salón de té. McEwan centra el foco en la dignidad del hombre sin más atributos que sus ideas limpias y sus buenos sentimientos, y de paso traza el perfil de un tipo de ciudadano muy común en su propia generación: el que exprimió la juventud como un limón, el que procede de familias a las que desestructuró la guerra, y que en cualquier caso vivieron una existencia dramática o interesante o ambas cosas; el que tuvo que elegir entre el presente y el futuro y eligió vivir, con resultados desiguales, y por encima de todo el que no culpa a los demás de sus propios errores. Muy hacia el final, Roland, como Robinson, compara lo bueno y lo malo de la isla a la que ha llegado, y tampoco tiene por qué lamentarse: ha vivido, no todo ha salido bien, pero lo que ha quedado merece la pena. Ya viviste lo tuyo, se titula la autobiografía de Anthony Burgess, y debería ser el título de las memorias de cualquier hombre común. Baines, de hecho, lleva un diario durante treinta años para dar sentido a su vida y dotarla de cierta consistencia, pero descubre que lo importante lo lleva dentro, en la gente que ha querido y por la que es querido. Su hijo Lawrence y, sobre todo, su dulce Daphne son seres más luminosos y necesarios que la neurótica profesora de piano que quiso esclavizarlo sexualmente o, sobre todo, la tronada escritora alemana que casi gana el Nobel pero deja un rastro de miseria y soledad. Cuando Daphne enferma, uno siente verdadera compasión, auténtica empatía; cuando le toca a la otra, casi queda la impresión de que es lo menos que le podía pasar. Pero Baines comprende a las dos, igual que, desde fuera, podemos comprender a quienes venden su alma al diablo (y sus pulmones) en aras de un empeño elevado, quienes quieren superar sus amargos destinos heredados para dar lo mejor de sí mismos. Todos pagamos un precio, incluso ángeles como Daphne, ella sí mujer maltratada pero redimida en su bondad, o Alissa, cuya soberbia se la va comiendo, literalmente, o Miriam, la profesora de piano que rumia su locura en un mundo que ya no la consiente, y depende hasta el final de la bondad del pobre Baines.

La novela crece en intensidad y en emoción hasta un final en el que, salvo, quizá, episodios chuscos como el de la pelea por tirar al río unas cenizas (tan propio de McEwan, por otra parte) y algunos reencuentros algo forzados, todo nos reconcilia con lo que realmente somos, con esa obligación que los grandes autores tienen contraída con el mundo en el que viven: ya no se trata de que nos cuenten grandes aventuras ni tampoco historias admirables de triunfo y superación, sino de que cuenten lo que la mayoría hemos vivido, lo que cualquier anciano de su edad que pasea por una acera de Londres ha podido vivir tratando de sacar lo mejor de una existencia que no siempre le ha sonreído. Al final es bueno congraciarse con uno mismo, haya pasado lo que haya pasado, y eso McEwan lo sabe aun en su fastuosa mansión en la que colecciona premios y rosales trepadores. Lo sabe porque sabe cuál es su obligación como gran escritor, y aquí estamos nosotros para agradecérselo.


Ian McEwan, Lecciones, trad. Eduardo Iriarte, Anagrama, 2023, 579 p.

5.9.23

Palabras mayores


Uno va buscando libros que quedaban por leer, autores que llevaban tiempo esperando su turno, y resulta difícil explicar cómo ha leído con gusto y provecho el ensayo Aspectos sobre la novela, de E. M. Forster, pero había dejado intactas sus novelas, quizá —seguramente— por ese efecto sutil y pernicioso que hacen algunas buenas películas sobre las novelas en las que están basadas. Tanto las de James Ivory como la de David Lean parecieron en su tiempo suficientes, como para no acudir a la fuente escrita, y por otra parte la modernidad ha canonizado a los artistas de la palabra pero también ha desdeñado a los grandes novelistas. 
   Acabo de leer Howards End. En nuestra lengua circula la traducción de un joven Eduardo Mendoza con el título de La mansión, que se ha reeditado alguna vez pero cuya extraordinaria calidad no he visto subrayar. Si ya de por sí la novela es muy buena, el castellano de Mendoza da tanto gusto como dio a muchos lectores, en ese mismo año de 1975, leer su primera e influyente obra. Y quedan marcas bien reconocibles: el estupendo manejo de la fraseología, la afición a los adjetivos ‘práctico’ o ‘lóbrego’, y un sentido del idioma que en los últimos cincuenta, salvo por lo que a él atañe, no ha hecho sino evaporarse. Creo que ahora circula por ahí una nueva reedición con los dos títulos, el que le puso Mendoza y el original (que es el que popularizó la película de Ivory), pero yo guardaba una copia de Planeta del año 77, con las páginas ya ocres y acartonadas, con la que he pasado unos días la mar de agradables.

Porque Forster, que es un gran escritor, quizá no haya llevado el lenguaje y sus dimensiones a los extremos de Joyce o Proust, pero hace algo que distingue a la modernidad inglesa de la continental: no renuncia a la novela clásica, no sube al desván a los antepasados. En él no hay ruptura desde Austen o Gaskell o Elliot. Una novela sigue siendo una novela: una sólida estructura dramática, personajes bien perfilados a los que las circunstancias de la narración van modelando, interesantes diálogos, hermosas descripciones y, cuando toca, un emocionante remanso lírico; es decir, la novela como reunión de los tres grandes géneros, el narrativo, el teatral y el poético, que es, ni más ni menos, lo que Cervantes puso en marcha. De las novelas de sus contemporáneos siempre podremos alabar las profundas reflexiones, los hallazgos lingüísticos, la tersa poesía, etc., etc. Salvo que sean ingleses (porque entonces también alabaremos su sentido de la narración), elogiaremos uno de los tres aspectos, pero no los tres a la vez, que es en lo que consiste una buena novela. La distancia entre Austen y Forster o entre Forster y McEwan es tan solo la del tiempo, no la de otra forma de ver la novela, que, además de literatura, sigue, tiene que seguir siendo una novela. Escribir sin tópicos y hacer un relato atractivo y sugerente no implica ser pesado. Leer a Proust o a Joyce o a buena parte de Faulkner lo consideramos una labor intelectual, un esfuerzo para iniciados, no un prodesse ac delectare, no un provechoso entretenimiento para todos como lo es Cervantes, quien por algo tuvo más éxito e influencia en Inglaterra que en el resto de Europa. 

Así que La mansión lo tiene todo. Es una historia construida como un drama eduardiano en la que caben las tres clases sociales: los ricos por su casa (los hermanos Schlegel, sobre todo las dos hermanas), los adinerados por obra y gracia del liberalismo económico (la familia Wilcox) y la clase baja, no solo los muertos de hambre (los Bast) sino los humildes labradores, pero no el mundo de los criados, que aquí (fue escrita en 1910, al morir el rey de la vida alegre) no son más que figurantes que se ocupan del atrezzo. No se trata de reproducir aquí el argumento sino de subrayar lo bien hilado que está, su sentido teatral, en el que los giros son auténticas sorpresas y los conflictos son auténticos follones, pero que no funciona más que como medio de ir creando grandes personajes. Y todos tienen algo interesante. Ruth Wilcox es un canto a la autenticidad y al apego por lo vivido, aparte de sentido de la, digamos, sororidad que transmite a las otras mujeres de esta historia, sobre todo a Margaret Schlegel, descendiente de las Emmas y Elizabeths de Jane Austen, mujer firme y decidida, pero también frágil e insegura, una mezcla que no es tan contradictoria como enriquecedora. Está la temeraria Helen, que defiende a los pobres como solo los muy ricos pueden hacerlo, porque los otros, los hombres Wilcox, creen a pies juntillas que debe haber ricos y pobres, que las cosas están bien como están y lo demás es sentimentalismo barato. Y está el pobre letraherido que acaba, en una escena que me impresionó, muerto de un ataque al corazón cuando la clase superior lo amenaza y todos los libros se le caen encima. Pero hay más: el hijo egoísta, la dama medio bruja, la chica tonta que pone el toque de comedia boba… No hay un solo personaje que no comparta su función narrativa con una autonomía tan gratificante como verosímil: no hay tipos planos ni consabidos tópicos, no hay abuso de la acción ni de la reflexión, todo está entrelazado y bien medido, y la prosa, exquisita, no empaña el cristal con el que se ven los acontecimientos.

Forster quizá fuera el menos moderno de los Bloomsbury, pero sin duda su mejor novelista. Para leerlos a los otros, a no ser que les tengamos mucha afición (como yo a Lytton Strachey, por ejemplo), hay que clavar los codos en la mesa. Con Forster tan solo hay que dejarse llevar y tener claro que las magníficas películas que surgieron de sus libros, con ser tan buenas, no son más que un aperitivo de las grandes novelas en las que se inspiraron.


E. M. Forster, La mansión, trad. Eduardo Mendoza, Planeta, 1977 (=1975), 373 p.

31.8.23

Pompas de satén


En un artículo dominical leí el otro día la historia de Vita Sackville-West, una mujer a la que yo vinculaba con la pandilla de Bloomsbury —dice Leon Edel que fue amiga de Virginia Woolf— y que ajardinó el castillo de Sissinghurst, en Kent, donde se supone que escribió Los eduardianos. Así que, como llevaba unos días en el 1905 francés, decidí cruzar el Canal de la Mancha y leer esta entretenida novela british, llena de mansiones campestres y mantelerías de hilo, de amoríos escandalosos y sirvientes envarados. Los eduardianos se escribió en 1930, e importa la fecha porque, primero, hacía veinte años que los felices años de la pompa y circunstancia ya se habían terminado. En Los eduardianos ya se habla desde la distancia, desde eso que ahora llamamos placeres culpables, es decir, el gusto de recrear el lujo y la ostentación ociosa como el grandioso crepúsculo de lo que no solo no ha de volver sino que no debería volver. Sin embargo, ¿qué es más hipócrita, el mundo de señores y criados que describe esta novela o el empeño de presentarlo como algo caduco y criticable? Si te lo pasas tan bien contando los preparativos de una fiesta de aristócratas, ¿por qué incluir siempre a un personaje que los desprecie y rellene unas cuantas páginas con soflamas anticlasistas? Es el caso de Los eduardianos. La ambientación brilla del placer de quien la describe minuciosamente y al mismo tiempo larga una filípicas muy cool sobre lo pasado de rosca de ese mundo antiguo. En 1945, Evelyn Waugh, en una novela mucho mejor que esta, Retorno a Brideshead, lo llenaría todo de intensa melancolía, nada de juegos de salón, y eso que no solo por la coincidencia en el nombre del protagonista, Sebastian, y algún que otro detalle más, Brideshead nos resuena más de una vez en las páginas de Los eduardianos, como si hasta cierto punto Waugh se hubiera inspirado en ella.
Pero la de Vita Sackville-West, aparte de muy bien escrita (los repertorios de detalles de ambientación, bien ordenados, siempre brillan como el jaspe, también en una buena traducción), tiene dos lagunas que la convierten en una novela floja, tan superficial en su construcción como el mundo que nos describe. Aparte del truco de criticar lo que se goza, los personajes se quedan en su acartonado proceder. El joven Sebastian se siente amordazado en el lujo de la mansión Chevron, en el despampanante derrochar de su señora madre, y es como esos chicos que juegan al peligro sin atreverse a dar un paso de verdad. Más que un personaje trágico, es un muñeco zarandeado que juguetea con diferentes tipos de mujer: la aristócrata Sylvia, amiga de su madre y mucho mayor que él; la buena burguesa Teresa, pazguata mujer de un médico; la hija pobre del guardabosques, a la que tan solo se menciona, y Phil, la bohemia libre, pintada con trazo grueso y despachada en muy pocas páginas, como si la autora se hubiera cansado de desarrollarla, a ella y a la hija del guadabosques, como había desarrollado a las otras dos. Esta condición de muestrario social acartona un tanto el desarrollo de la novela, que por lo demás se intenta sostener sobre los hombros de un personaje poco verosímil, el aventurero Anquetil, que solo aparece para enamorar por carta a la hermana de Sebastian y echarle algún que otro discurso al joven aristócrata. Estos sermones de autor siempre quedan mal, y en este caso dejan el argumento en la apariencia hueca de la ambientación.

No es de extrañar, en fin, que la faja de propaganda con que se vende el libro se dirija a los fans de Downton Abbey, por la misma razón que una y otra vez explica la autora en la novela: a la gente le gusta el espectáculo del boato, el lujo ajeno, el sueño posible, guardar cola durante horas para ver pasar los penachos flotantes de la coronación, aquí descrita con un cierto exceso puntilloso, sobre todo por lo rápico y sacado de la manga (y moralizante) que resulta el final. En Gran Bretaña es un género consolidado, tanto en lo que tiene de serie (del año 71 leo que es la célebre Arriba y abajo, de la que había una versión en papel en las estanterías españolas) como en lo que tiene de novela, desde las primeras de Forster hasta las memorias de una cocinera de la época.

Puede parecer, en fin, que la novela es decepcionante. No, siempre y cuando uno no vaya buscando lo que no hay, ni tenga reparos en abandonarse al mobiliario exquisito, al ejército de sirvientes, a esa aristocracia campestre que formaba un pequeño mundo rígidamente concebido. Hasta los niños de los colonos que acuden a recibir su regalito el día de Navidad son nombrados por el orden jerárquico de sus papás. No falta la abuela ancient régime, defensora de la esclavitud y de los toscos modales, ni el coro de cacatúas que cotillean a la hora del té, ni el caballero inglés engañado por su esposa que es capaz de tragarse su orgullo para no desvirtuar las exigencias de su clase, ni, en fin, el viejo leñador que da las gracias a su señor por el aguinaldo mientras arruga la gorrilla entre las manos. Para un diseño de producción, la novela abunda en rápidas escenas de preparativos, esas que lucen tanto en las películas de James Ivory, y no hay tela, corte, sombrero, carroza o patrón que no esté minuciosamente descrito por la autora. Bien es cierto que todo viaja en una prosa firme y brillante, precisa y enjoyada, poética e intelectual. Nunca dejamos de ver a la mujer liberada que se ríe de los prejuicios posvictorianos mientras escribe en su castillo privado y contempla el hermoso jardín que ha creado, junto a su cómplice y marido, en mañanas de lectura y tardes de paseo. Es ella, la dama Bloomsbury, la amiga de Virginia Woolf, la que escribe en el alto estudio del castillo de Sissinghurst, la verdadera protagonista de esta novela. A ser como ella, al menos, aspiran casi todos los personajes femeninos.


Vita Sackville-West, Los eduardianos, trad. María Luisa Balseiro, Tusquets, 2019 (3), 309 p.

27.8.23

Literatura de salón


No sé yo por qué la editorial Renacimiento, en su colección Espuela de plata, reeditó en 2022 tan descuidadamente un texto que ya había publicado en 2011. Entonces sí se preocupó de consignar el nombre del traductor, el escritor colombiano Eduardo Caballero Calderón, que en 1945 había publicado algunas crónicas de sociedad de Marcel Proust y en 1972, con el título de Crónicas, otros textos célebres, anteriores a 1905, en los que se trazan ya las líneas principales de lo que será En busca del tiempo perdido. Y eso que en el prólogo de Luis Antonio de Villena se menciona al traductor, pero no, como digo, al frente de la edición, donde sí aparecen los nombres de quien revisó la traducción y de quien revisó el texto, cuya labor, debo decir, por lo menos la de este último, Antonio Duque, es bastante deficiente: comas fuera de sitio, errores de principiante (infringir por infligir), comillas sin cerrar y descuidos por el estilo.
   Para el lector de Proust, tanto las crónicas de sociedad como los artículos puramente literarios le recordarán, las primeras, al mundo de Guermantes y a su copiosa correspondencia con Reynaldo Hahn, que amenizaba las soirées de las damas de alto copete con sus interpretaciones y era, después de amante, un gran amigo de Proust. Le llamará la atención esa insistencia en la sencillez de la verdadera nobleza, por ejemplo «la simplicidad con que habla de todo lo que se refiere al nacimiento y al rango» la princesa Mathilde, o bien esa defensa del artista sin prejuicios, que «no debe servir sino a la verdad y no debe tener ningún respeto por el rango», al tiempo que ser consciente de que «cualquier condición social tiene su interés y puede ser tan curioso para el artista mostrar las actitudes de una reina como las costumbres de una costurera». Si la dama aristocrática, como es el caso de Madeleine Lemaire, tiene, además, dotes artísticas, a ojos del joven Proust ya roza la perfección.

A Proust le interesa, en general, «el encanto de las maneras, la educación y la gracia, el espíritu», se trate de una velada exquisita o de una ceremonia religiosa. Siempre tiene a punto la pulla para el burgués mediano que aspira a lo que no es (un poco como él, todo hay que decirlo) y que encontrará su manifestación más sarcástica y acabada en el cogollito de los Verdurin. Las damas que pueblan estas crónicas tempranas son princesas de reinos perdidos, damas perturbadas por los siglos, rancias de tanto abolengo. Y a Proust le daban una ocasión magnífica para practicar un género antiguo, la crónica de sociedad, con un estilo moderno, el decadentismo de entre siglos. Proust viene de Vigny, de Villiers, y en ese irónico agasajo de oropeles y liturgias nos acordamos de un Valle-Inclán que por aquellos días escribía este tipo de «mala musiquilla de violín».

Los textos de la segunda parte (del otro librito traducido por Eduardo Calderón) ya nos llevan a un Proust de un estilo, en palabras de Villena, «más denso, alambicado y hondo», con muchas referencias reconocibles (el encuentro con Gilbert cuando eran niños, las vistas de la iglesia de Cambray, los distintos tonos de luz en el cuarto donde yace con Albertine…), algunas casi literales, y otras que nos traen al Proust más combativo, al que defendía el apoyo del estado a la Iglesia y la preservación de sus ritos litúrgicos tan solo por una cuestión de coherencia estética (otra vez Valle), y que en sus cartas ya vimos que se extendió hasta la defensa de la educación jesuítica. Y es aquí del todo patente su raíz moderna, su búsqueda de la sinestesia, el camino que viene de Baudelaire, o de Horacio, porque todo esto no deja de ser un desarrollo del ut pictura poesis: la prosa como un óleo, la pintura narrativa, el distanciamiento de la descripción artística, o el tiempo como cuarta dimensión, lo que le lleva a la idea fundamental de En busca del tiempo perdido, el carácter extratemporal de la obra artística y la búsqueda de la esencia de lo vivido a través no del recuerdo de los hechos sino de la recuperación de la sensorialidad que se experimentó al vivirlos, así como el placer de lo inminente y el deseo como fuente del acercamiento al objeto que se quiere describir. Entre Bergson y los besos de mamá, este Proust treintañero ya va acopiando materiales, como los bueyes de Laon, para la gran catedral que se propone levantar. De hecho por aquella época ya ha traducido La biblia de Amiens, de John Ruskin, y tiene muy asumido aquello de que «jamás podréis encantaros con las formas de la arquitectura si no tenéis simpatía por los pensamientos que las crearon». Es, también, la época, en la Europa culta, del wagnerianismo, del que Proust da unos cuantos ejemplos elocuentes en su defensa de que «la catedral esculpida, pintada, cantante, es el más grande de los espectáculos». 

Ese alambicamiento de que habla Villena llevará por otro sendero muy distinto a Proust del que Valle renegaría (y así lo dejó dicho), pero no es frecuente encontrar textos que los vinculen, tan aparentemente lejanos, con las mismas aguas decadentes. El Proust del espino blanco ya aspira a una profundidad que de momento suena un poco relamida; el Valle de las Sonatas no insistió en una maravillosa sensorialidad que para él no iba más allá de la guasa. 

En todo caso, no deja de ser notorio que los primeros textos de Proust ya lleven grabadas las iniciales de la obra a la que consagrará toda su vida. A los veintitantos años ya se esforzaba en describir el encuentro de su primer amor, un amor de niño, de cuando la pasión es alegría solamente, pero alegría necesaria y contagiosa, y no dejó de intentarlo hasta que el asma se lo llevó por delante, hasta que entregó su vida entera en aras de un ideal estético que él (igual que Valle, pero por otro camino) sacó del soniquete decadente para llevarlo al gran salón de la literatura.


Marcel Proust, Los salones y la vida de París, con prólogo de Luis Antonio de Villena, trad. Eduardo Caballero Calderón, Espuela de Plata, 2022 (2), 164 p.

25.8.23

Contradanzas palatinas


Ya desde sus primeros escritos sobre el gran mundo parisino, Proust reconocía la deuda literaria que tenía con el duque de Saint-Simon y los cuarenta y tres volúmenes de sus memorias (si bien Proust leía los trece de la edición de Chéruel) del inacabable reinado de Luis XIV, el Rey Sol. Y no es para menos: tanto la sintaxis, melodiosa como una contradanza palatina, galante y mordaz, como los espléndidos recursos narrativos, todos de raigambre clásica, debieron de fascinar a un autor que en cierto modo se limitó a ponerlos al día. Consuelo Berges tradujo algunos fragmentos relacionados con la parte que más atañe a los borbones en España en varios deliciosos crisolines, aparte de una antología que «alegremente» Bruguera tituló como Memorias. Su última y hermosísima contribución a que Saint-Simon fuera conocido en España son estos Retratos que publicó Tusquets en el 85, cuando la gran traductora ya se retiraba a descansar. Solo por el maravilloso castellano que utiliza ya merecerían la pena estas memorias, por no hablar de los jugosos retratos de las favoritas del rey y de sus extravagantes descendientes. Habrá sin duda una legión de novelistas que copieteen retratos tan impresionantes como el de la duquesa de Berry: con unos cuantos añadidos anacrónicos y rellenos melindrosos, habrán compuesto una porción de novelones de kiosko, que ahora se pagan bien. 
Pero Saint-Simon, pese a la magnitud asombrosa de su obra, nunca rellena. Él bebe en las fuentes de Salustio para sus retratos bien medidos, de estructura trágica, en los que siempre hay más espacio para las semblanzas detalladas y los finales tremendos como el de Maulévrier, «a quien las más locas y más peligrosas pasiones, llevadas al extremo, hicieron perder la cabeza y la vida, trágica víctima de sí mismo». Saint-Simon es un moralista conservador, desde luego, pero no renuncia al regocijo liviano (de Tito Livio) y a una suerte de praeteritio que justifica sus anécdotas picantonas. «No se hallarán en testas Memorias», dice, «más intrigas galantes que las que no pueden eludirse para el necesario conocimiento de cuanto importante o interesante ocurrió en los años que abarcan». Y son, desde luego, muchas y muy jugosas, casi siempre acompañadas de disculpas como la que precede al relato de cómo la duquesa de Bourgogne se ponía en público lavativas con la jeringa que le metía una dama de compañía: «Nunca me atrevería a escribir en unas memorias serias el hecho que voy a contar si no sirviera mejor que ningún otro para mostrar hasta qué punto había llegado [la duquesa] a atreverse a todo y a hacerlo todo con ellos». Y así se suceden anécdotas escatológicas y delirantes, desde la afrenta que sintió el cardenal Bouillon porque la futura princesa de Ursinos habría empapelado sus habitaciones de color morado, o el susto de muerte que le pegó Monsieur le Duc a D’Antin, hijo de la Montespan, o sea bastardo del rey, fingiendo un ataque enemigo, porque D’Antin, a pesar de tener buen juicio y ser «capaz de hablar a cada cual en su propio lenguaje» (cosa que también agradaría luego a Proust), era más cobarde que insensato; hasta otras anécdotas directamente guarras como la vez que el duque de Vendôme recibió al obispo de Parma en su chaise percée y nada más saludarlo le enseñó el culo para que el obispo le viera una pústula que le había salido, o aquella otra ocasión en que Madame de Chevreuse, víctima de la insensibilidad del rey durante los viajes, en los que no permitía más detenciones que las que a él le petasen, no se aguanto más y terminó aliviándose en la capilla de una iglesia que encontraron mientras Su Majestad se había detenido a merendar. 

Otras veces Saint-Simon nos fascina con el tipo de favorita «lisonjera y reptilesca», como las madamas de Montespan o de Maintenon, pájaras piparras que manejaban al rey a su antojo, un sujeto que por otra parte se dejaba manejar por casi todo el mundo y se refugiaba en el consuelo de una insensibilidad sin límites. Pero como «en la corte todo acaba por saberse», Saint-Simon, sin más deslealtad que la certeza, informado siempre de primera mano, nos deleita en soberbios pasajes como el del miedo a la muerte de la Montespan, el sometimiento zalamero de la de Ursinos, el final indigno de «aquella alemana arrogante y orgullosa» que fue sin embargo princesa palatina, o el impactante retrato de la duquesa de Berry, sus extravagancias, sus ansias de libertad enloquecida, su sometimiento por amor al tal Rions, quien para Saint-Simon no era más que un pelagatos y por quien la duquesa no solo traspasó todos los límites sino que terminó dando la vida por culpa del purgante mortífero que le aplicó un cortesano resentido, si bien, anota el autor, en la autopsia «se halló también el cerebro en muy mal estado».

Esta mezcla de lo ridículo y lo patético, lo histórico y lo intrahistórico, lo trágico y lo cómico, tan bien dosificada, forma la poética de Saint-Simon, algunos de cuyos aspectos, por ejemplo el de la mesura, el de las proporciones (incluidos esos abalorios de nombres y títulos y vestimentas que son como el decorado frívolo de los palacios), Proust no siguió, ciertamente, al pie de la letra. El propio Saint-Simon lo deja claro al final de la historia de la duquesa de Bracciano, princesa de los Ursinos. Copio entero el párrafo porque es toda una poética sobre cómo se tiene que narrar:


Quien la haya conocido a ella nunca se consolará de que no hayan quedado unas memorias de Madame de los Ursinos, por la claridad y el ingenio que habría puesto en ellas; en cambio, lamentará menos la falta de las del señor de Lauzun, ya que la exuberancia de su ingenio, hasta en el relato a sus amigos de los hechos de su tiempo ponía tal confusión, tan indistinto encadenamiento de toda clase de anécdotas y tan frecuentes y largos paréntesis a medida que el tema le arrastraba, que costaba trabajo seguirle y desenredar el caos de la narración.


Al margen de la pulla a Lauzun, no sé si Proust tuvo en cuenta del todo ese exquisito sentido de la mesura, que quizá sea el que tantos siglos después siga manteniendo como el primer día, con la ayuda, para nosotros, de la sabia mano de Consuelo Berges, el atractivo y la hermosura de estas Memorias.


Duque de Saint-Simon, Retratos proustianos de cortesanas y otros personajes de sus memorias, ed. y trad. Consuelo Berges, Tusquets, 1985, 257 p.

21.8.23

El genio enfermo


Los fastos proustianos del año pasado —centenario de su fallecimiento— engalanaron las librerías con algunas ediciones y reediciones, por ejemplo la de Estela Ocampo de una selección de las cartas de Proust, de las conservadas, porque destruyó y pidió destruir muchas, que con todo suman, en la edición original, la friolera de veintiún volúmenes, de manera que las casi quinientas páginas de esta edición no creo que lleguen a un cinco por ciento de todas las que escribió. En todo caso, la edición está muy bien organizada, porque huye del punto tedioso estrictamente cronológico y las separa en temas (familia, amores, amistades, vida doméstica, política, arte, su propia obra) que, estos sí, están ordenados por fechas, y así damos unas cuantas veces un repaso a la vida entera de Proust, con el buen gusto de dejar para el final, para las cartas referidas la publicación de su obra, los trances más lamentables de su larguísima enfermedad y temprana muerte. No deja de ser cínico que le discutieran el premio Goncourt por demasiado viejo a quien murió con cincuenta y un años sin ser capaz de corregir las pruebas de los últimos volúmenes.

Pero el conjunto es una imagen bastante completa de la voz, o, por mejor decir, las voces de Proust, esa mezcla de señorito bien y de buena persona, lo uno amargado por su postración asmática y lo otro a pesar de su eterna pose aristocrática. Quizá tengan razón los que dicen que los verdaderos aristócratas son gente muy cercana, capaces de darse cuenta de que individuos de extracción muy humilde pueden escribir cartas «de gran escritor», un idea que se repite aquí y en En busca del tiempo perdido unas cuantas veces, y que se afila especialmente contra quienes «cometen el error de despreciar a personas no etiquetables como intelectuales». No es, en fin, una cuestión de aristocracia sino de inteligencia, por más que en este caso se refiera a Agostinelli, su amante y transcriptor, su gran amor, que murió, como Albertine, de un accidente inesperado.

En otras circunstancias, ese aristocratismo fluctúa entre lo extravagante y lo pesado. Las cartas a Reymaldo Hahn, por ejemplo, llenas de mensajes crípticos y plumas floreadas, resultan algo cargantes, pero no las que se cruzaba con su familia en la misma casa donde vivían todos, costumbre rara que debería ser común. Estas cartas las intercambia sobre todo con su madre, que murió con cincuenta y seis, a quien le reprocha, en pataletas de niño consentido, que no le deje dar más fiestas cuando no tiene que guardar reposo absoluto, pero también con su abuelo, en una de las más chocantes, a quien pide dinero para irse de putas porque no debe de ser muy recomendable que se masturbe tan a menudo. Estoy seguro de que el abuelo lo tomó como algo de lo más normal.

Vemos también al Proust comprometido, dreyfusista de primera hora, nada radical en todo lo que signifique prohibición, incluida la de enseñar, que afectó a las órdenes religiosas en general y a los jesuitas en particular, y, cómo no, al amante del salón, frecuentador de gente bien que ensaya diversos estilos de escritura según el refinamiento de su corresponsal, en los que se mezcla la molicie propia del bon vivant con «la fatiga de escribir frases y hacer acopio de los pensamientos» que le supone redactar sus, por regla general, bastante largas misivas. Nada, nunca, falso o impostado, por más que su sintaxis, sin llegar a los extremos de su obra literaria, sea perfectamente reconocible, porque para Proust «el estilo [no] es un embellecimiento que se añade, una especie de traje de fiesta. Y en cambio es inseparable del pensamiento y de la sensibilidad». Y siempre busca una cierta forma de verdad, porque «la insinceridad (…) es el comienzo de la banalidad».

Para las secciones sobre arte y literatura seguramente son más provechosos los artículos reunidos, también el año pasado, por Páginas de Espuma, en una edición de Mauro Armiño sobre la que hablaremos más adelante, pero sí resulta impresionante la última parte, la dedicada a su propia obra, a sus dificultades para editarla y para corregirla, a su empeño en sacarla a su propia costa (y no siempre anduvo bien de dinero), a su defensa encendida contra quienes no se molestaban siquiera en leerla con atención. El eterno enfermo que fue Proust no creía tanto en la libertad como en la disciplina, y trabajó concienzudamente (por paradójico que resulte) sobre la «memoria involuntaria» que por aquellos tiempos analizaba Bergson. Tampoco aceptó nunca que su obra fuera un roman a clef («en mi libro no hay un solo personaje en clave»), ni tampoco las versiones que se deban de su tratamiento de la homosexualidad. Para él, A la recherche era un libro «extremadamente realista» que trataba el fenómeno de la homosexualidad de la forma más objetiva de que era capaz, ni en contra ni a favor, algo realmente difícil de creer teniendo en cuenta que sus dos modelos homosexuales, el barón de Charlus y el marqués de Saint Loup, son ciertamente muy distintos, y todo lo que tiene Saint Loup de su querido Agostinelli lo tiene Charlus de un Montesquieu al que en el fondo despreciaba.

La parte final, como decíamos, sus desesperados intentos, ya muy enfermo, de dejar su obra lista para ser publicada, incluso de retrasar ciertos fragmentos que le podrían perjudicar su consideración pública, está teñida del amargor de una muerte cierta y asumida. «Yo, que a pesar de todo amaba muchísimo la vida, comprendo ahora que ‘la muerte es la única esperanza y nos da el valor para llegar a la noche’». Baudelaire lo había vislumbrado (Las flores del mal, CXXII) porque era un genio, pero Proust, ya casi ciego, incapaz de mantenerse en pie ni de escribir siquiera, dictando por encima de su creciente afasia, más muerto que vivo, es capaz de no perder la compostura ni la dignidad en esas últimas impresionantes cartas. Escribirlas había sido la tarea que ocupó toda su vida, su vínculo con una realidad y con un tiempo que la enfermedad no le permitió gozar, pero a cambio le permitió retratar como nadie lo había hecho desde Saint-Simon. No en vano dice alguna vez que la enfermedad es necesaria para que brote el verdadero genio. Él en eso era un experto.


Marcel Proust, Cartas escogidas (1888-1922), ed. Estela Ocampo, trad. José Ramón Monreal, Acantilado, 2022, 490 p.

14.8.23

Lo que no se marchita


Cuando uno llega al final de En busca del tiempo perdido tiene claro que el prestigio de la obra es inversamente proporcional al número real de sus lectores. Este último volumen es una buena prueba de ello. Su primera mitad, aproximadamente, es una entretenida, por momentos rocambolesca historia sobre los dos grandes personajes masculinos de la obra, Robert de Saint Loup y el barón de Charlus. La segunda es una larga y sombría reflexión sobre la necesidad extratemporal de la literatura y un rosario de personajes convertidos en estantiguas: la necesidad de la escritura llega, precisamente, cuando aparece la sombra de la decrepitud y de la muerte. Al poco de cerrar la obra, el narrador (el propio Proust) hace una confesión pavorosa:

De joven tuve facilidad, y a Bergotte le parecieron «perfectas» mis páginas de colegial. Pero, en vez de trabajar, viví en la pereza, en la disipación de los placeres, en la enfermedad, en los cuidados, en las manías, y ahora emprendía mi obra en vísperas de morir, sin saber nada de mi oficio.


 Sí: la enfermedad, la decrepitud y la muerte son los grandes temas de este libro, y de entre ellas nos llega especialmente la desaparición de Saint Loup, a quien están reservadas las mejores páginas. No dudaría un momento en señalar la carta que le envía desde el frente al narrador, con el relato de la muerte del joven Vaugoubert, como la página más hermosa de todo el libro, plena de vigor y de entereza, fresca y clara como solo puede ser aquello que se admira. Saint Loup, ya lo hemos dicho, es el trasunto del gran amor de Proust, una idea de la virilidad homosexual que contrasta, como la noche y el día, con el morboso Charlus. A pesar de que Saint Loup empieza casándose con Gilberte y engañándola sin rebozo con muchas mujeres precisamente para que no se descubra su inclinación homosexual, su voluntaria participación en la guerra (que tanto nos recuerda a la del gran Andrei de Guerra y paz) lo convierte en un hombre noble y valiente, por más que Proust lo meta de rondón en el hotel de Jupien, donde el barón de Charlus da suelta a sus perversiones. Uno habría querido que Saint Loup siguiera, que la novela fuese toda suya, que siguiera mandándole cartas al narrador, y sin embargo muere como mueren los seres queridos, con todo por hacer, de buenas a primeras, por más que sea víctima de su propio heroísmo y caiga mientras cubre la retirada de sus tropas. Pero muere, se va, desaparece. No sé si Proust lo hizo adrede, pero su pérdida es una descripción exacta del significado de la muerte, esa frialdad absurda, ese cortar por lo sano, mientras otros (Charlus) siguen páginas y páginas, opinando y degradándose, pero el bueno de Robert permanece desaparecido y ahí continuará.

Charlus es, más que nunca, la contrafigura de Saint Loup, la otra cara de la homosexualidad. En el hotel de Jupien colecciona golfos que se parecen a Morel para que lo encadenen y lo azoten, y le mosquea el hecho de que no sean lo bastante crueles, que su imaginación no llegue a los extremos vomitivos del placer que el viejo solicita. Allí reúne a una clientela repulsiva que simboliza la impureza de todo lo que en Saint Loup es claro y natural, por más que también se tenga que esconder. Allí se opina de la guerra en términos entre cínicos y germanófilos, se juega con las medallas como si fueran naipes (que le caen al sucio Morel, no al bravo Saint Loup, quien precisamente la pierde en un descuido), allí se busca el extremo del placer como solo los más ricos han sabido siembre corromperse.

Pero incluso estas escenas nos dicen algo de Proust que hasta cierto punto resulta desconcertante. Sus escenas novelescas recurren a los mismos tópicos de teatrillo que al principio. Si la primera vez que vimos, en el tomo cuarto, creo, las andanzas de Charlus es porque el narrador lo escuchaba detrás de una pared, ahora las ve a través de un ventanuco, o bien en una habitación contigua que le proporciona Jupien, como por el ojo de la cerradura, en una solución de vodevil que da un poco de risa. Fuera de esas escenas, la novela se abandona a una reflexión constante, en ocasiones contradictoria, porque el propio Proust desconfía de los artistas que teorizan en vez de dejar una imagen patente de su tiempo. Y así nos quedan en la memoria hechos concretos, pasajes particulares, Mme. Verdurin comiéndose un cruasán mientras el enemigo hunde el buque Lusitania, o la agonía y muerte de la Berma, tan balzaquiana, tan Papá Goriot, con una hija sin vergüenza que prefiere abusar de la mala salud de su madre para presumir ante quien desprecia a la otrora gran artista, que es, además, quien le da de comer. Es tremendo ese relato, pero Proust prefiere dar más cuerda a las opiniones de Charlus sobre la guerra o a esa sombra, también muy tolstoiana, que va encapotando de muertes el final. Hablando de los que ya ni siquiera pueden acudir a las fiestas, en este caso a la de la duquesa de Guermantes, Proust se refiere a «esos enfermos que llevan años muriéndose», y que «parecen figuras yacentes que el mal ha esculpido hasta el esqueleto en una carne rígida y blanca como el mármol, y tendidos sobre su tumba». Amarga ironía la de un escritor que aproximadamente se sentía así cuando estaba escribiendo este volumen, lleno de notas en papeles aparte, de huecos ilegibles, de una especie de derrumbamiento estético sobre el que ya no le dará tiempo a poner orden, como si esa exaltación estética de la guerra que pronuncia Saint Loup, como un espectáculo wagneriano (tan ominoso en esa época), fuera consumiéndose entre los vapores nauseabundos de la vejez y de la muerte.

Pero queda, insisto, esa muerte fresca de Saint Loup, esa belleza inmarcesible de lo que desaparece antes de tiempo, ese consuelo de lo hermoso, lo único que podía consolar al propio Proust, lo único que puede consolar a sus lectores.


Marcel Proust, El tiempo recobrado (En busca del tiempo perdido, 7), trad. Consuelo Berges, Alianza, 1985 (=1969), 422 p.

3.8.23

Noyer le poisson


Creo que es así como en francés se dice lo que aquí llamamos marear la perdiz. En ninguno de los cinco tomos anteriores de En busca del tiempo perdido había tenido esa sensación, un innecesario alargamiento de algunas reflexiones, efecto, a mi juicio, de un recurso dramático, el giro imprevisto, la sorpresa por carta, al que en otros volúmenes, sobre todo en los impresionantes segundo y tercero, no había recurrido. En ellos la prosa era una música continua de la que no faltaba ni sobraba nada, en la que no había sensación de avance pero tampoco de reiteración. De esta La fugitiva, en cambio, apareció en los años 80 una versión muy reducida, más de la mitad, que tradujo Javier Albiñana para Anagrama, y en la que Proust insistía en ese componente dramático que exige los no muy bien tratados giros de guion, sobre todo tres: el hecho de que Albertine muera, el que no se sepa si Andrea mienta o no sobre la homosexualidad de Albertine y el de que se nos informe de que en realidad Albertine no ha muerto, todo ello aderezado con otras sorpresas menores pero igual de artificiosas y folletinescas: que Robert de Saint-Loup acabe casándose con la hija de Swann y Odette y, nada más casarse, finja tener amantes femeninas cuando en realidad los tiene masculinos, lo uno con la sobrina (o hija) de Jupien y lo otro, mira por dónde, con Morel, el favorito de Charlus.
De toda esa hilatura sicalíptica, solo la muerte de Albertine da para una larga y jugosa reflexión sobre la duración del recuerdo, por más que —y eso lo vemos desde el principio— ese amor parezca una excusa para el lucimiento poético, no un sentimiento verdadero. Proust no había abandonado el decadentismo, y buena prueba es el espléndido pasaje de Venecia, a mi juicio lo mejor del libro y entre lo más impactante de la novela entera, un prerrafaelitismo literario que por sí solo habría dado para una pieza exenta, incluida la aparición de Mme. de Villeparisis y el viejo Norpois y el viaje de regreso en tren con su madre. Pero en el resto, los cambios de argumento no tienen preparación: alguien trae un telegrama donde dice que ha muerto Albertine o que en realidad no ha muerto, da igual, porque «ahora que Albertina, en mi pensamiento, no vivía ya para mí, la noticia de que vivía no me causó la alegría que hubiera creído». Alguien hace averiguaciones sobre las costumbres lésbicas de Albertine pero el conflicto entre verdad y mentira que representa Andrea se resuelve con otra vuelta de tuerca que vuelve a la situación inicial. Incluso la noticia de que Albertine no ha muerto solo sirve para darse cuenta de que el amor sí ha muerto, o que quizá nunca terminó de nacer.

Hay un exceso de especulación en este tomo, y con ello me refiero al desdoblamiento gratuito de los pensamientos: alguien dice algo pero quizá mienta o quizá no; si miente, es posible que los afectados por su mentira sean como uno creía o no; si no miente, son otros los que mienten y sus mentiras…, etc., etc. A eso es a lo que llamo marear la perdiz, a continuar por sendas ya trilladas, a ver si ocurre algo mejor, a jugar a los conejos y a las chisteras, a la sorpresa y al resulta que, cuando no necesitábamos nada de eso, ni mucho menos los caprichos morbosos que a veces se da, por ejemplo el de subir a su casa a una niña abandonada para, en apariencia, no abusar de ella sino convertirse en su benefactor, algo de lo que sus padres no están convencidos y que al gendarme solo le llama a aconsejar al narrador que otra vez sea más ladino; o hablar tan campante de las sustitutas, mujeres que solo sirven para recuperar el recuerdo de otras mujeres, y que en realidad no le gustan, ni ellas ni las recordadas. Cuando, ya llegando al final, añade la farse de Saint-Loup, casado con la hija de Swann, coleccionista de amantes, libertino de manual, uno se sonríe al darse cuenta de lo mal que el narrador finge no saberlo, no haberlo siquiera imaginado, cuando desde el principio todos tenemos claros que es Saint-Loup, y no Gilberte ni Albertine ni la duquesa de Guermantes ni su propia abuela, quien de veras atrae sexualmente al narrador. Juega Proust a esa forma de ironía trágica en la que solo el protagonista (en este caso también narrador) es quien no sabe lo que está pasando y está clarísimo para todos los demás, incluido el público. Pero eso, según leíamos hace mil años en la biografía de Painter, era un misterio hasta para el propio Proust. Uno no sabe, en fin, por qué le atraían las mujeres, o decía que le atraían. Saint-Loup se espanta cuando ve una foto de Albertine, «gruesa y morena», pero el decadente narrador no ve en ello inconveniente alguno: «Dejemos las mujeres bonitas para los hombres sin imaginación».

El gran Proust no es ese. Me atrevería a decir que ni siquiera es el Proust del alarde, que, sobre todo en este libro, siempre acaba sonando a velada musical. El gran Proust es el que más ha tomado de Saint-Simon, el que nos mete en un salón y nos pone a escuchar a los demás, sean personas o monumentos, músicos o escritores. Al dramatizar, al introducir hechos, acontecimientos, sorpresas, todo eso, Proust desvía el cauce del río con métodos demasiado drásticos: uno va navegando al pairo de la prosa cuando, de pronto, ocurre algo que lo reconfigura todo y al mismo tiempo multiplica las posibilidades de alargamiento. 

Balzac, que novelaba como nadie, murió con varias espinas clavadas, entre ellas la de no haber triunfado como dramaturgo. Es un poco lo que le pasa a Proust. Si A la sombra de las muchachas en flor y El mundo de Guermantes son monumentos literarios ajenos a las teatralidades, al resumen y a la sorpresa, La fugitiva (o Albertine disparue, que es como se retituló su versión abreviada) es un intento de ir más allá que por sí mismo resulta, en ocasiones, algo decepcionante. Claro que uno vuelve a leer el pasaje de Venecia y vuelve a dar la lectura por bien empleada, como la primera vez.


Marcel Proust, La fugitiva (En busca del tiempo perdido, 6), trad. Consuelo Berges, Alianza, 1986 (=1968), 299 p.

26.7.23

¿Qué te duele, Pigmalión?


Dos son los asuntos que trata La prisionera, a modo de contrapunto musical. El principal es todo un tratado sobre los celos: reales e irreales, del presente y del pasado (incluso del futuro), apacibles y morbosos, incluso incomprensibles, desde el momento en que también se puede tener celos de alguien a quien no se ama. Y eso porque los celos (esa «enfermedad de la imaginación», como decía Aleixandre, seguramente después de leer a Proust) no son consecuencia del amor sino de la posesión. Por eso este quinto volumen de En busca del tiempo perdido se titula La prisionera: Albertine vive de extranjis en París, en casa del narrador, quien duda si casarse o no con ella, algo a lo que se opone su madre y a lo que tampoco él le pone demasiadas ganas. Prefiere ser su Pigmalión, pulirla, educarla, poseerla como se posee una obra de arte, porque lo cierto es que, por muchos celos y de muchas clases que sienta, la verdad es que amor, lo que se dice amor, no se percibe en la actitud del narrador, a quien podríamos llamar Marcel porque es así como en dos ocasiones se llama a sí mismo, la una ficticia y la otra como si la ficticia se hubiera hecho real. El problema es que Albertine tiene vida propia: miente, sale con sus amigas, incluso flirtea con ellas, al menos en la retorcida mente del narrador, lo que da lugar al único acontecimiento de la novela. Albertine quiere ir a una soirée en casa de los Venturin, pero, cuando el narrador dice que irá con ella, la prisionera desiste de su propósito y prefiere aceptar la otra proposición que le hiciera su guardián, la de irse al Trocadero. Pero ambas propuestas se empañan con los celos: a casa de los Venturin irá la hija del músico Vinteuil, con quien el narrador sospecha que Albertine ha tenido algún lío, y en el Trocadero actuará Léa, conocida lesbiana con quien Albertine también podría tenerlo.
    No hay hombre, mujer o gato del que el narrador no sienta celos, pero en todo caso son unos celos estetizantes, exquisitamente falsos, un dolor que es como las lágrimas de Baudelaire, otra excusa para mirarse en el espejo. Y por mucho que la naturalidad de Albertine niegue las sospechas o mitigue su importancia (y por mucho que el narrador se merezca las infidelidades que imagina), no hay verdadero desgarro en ninguno de los dos: ella se aprovecha de la situación y él la desaprovecha. Ella quiere entrar en el gran mundo, para lo que igual necesita la compañía de su carcelero que los trapos de la Guermantes que la delicadeza de mademoiselle Vinteuil, pero no es capaz de renunciar a los placeres ni a lo que, en el fondo, es lo único que ama de ella el narrador, su sentido de la libertad. Pero él, ¿qué quiere?

Aparte de algunas consideraciones sobre los celos especialmente perspicaces, por ejemplo que nos hacen sufrir nuestros mismos deseos inocentes imaginados en los otros («Nos parece inocente desear y atroz que el otro desee»), no está claro que, más allá de ese sentido de la posesión, el narrador quiera algo. ¿Qué quiere Pigmalión de Galatea? Quizá no sea más que una excusa para páginas brillantes, en especial las que reconstruyen el pasado a través de los sonidos, el excurso sobre el sueño, ese afecto por lo vulgar delicado que tan de moda se puso en la época, el pasaje de los vendedores que vocean con ritmo gregoriano, o la descripción de la sonata de Vinteuil o del mismo cuerpo de Albertine, visto por un amante tiquismiquis que disfruta más del sentido de la vista que del tacto.

Este es el asunto general de La prisionera, pero su contrapunto es la divertida historia del barón de Charlus. Si Albertine es todo gracia natural, Charlus es, sigue siendo, el pajarraco del volumen anterior, en este caso dignificado por los tejemanejes de los Verdurin, que son ciertamente peores que él. Charlus se lía con el violinista Morel, quien a su vez quiere casarse con la hija de Jupien, una humilde modistilla, para a través de ella tener acceso a otras modistillas y a otras amas de modistillas. Este Morel es un perfecto imbécil, incapaz de controlar sus impulsos, violento y con ese cinismo degradado que ni siquiera provoca la admiración que sí provoca el brillante Charlus. Pero Charlus comete un error: quiere que la soirée en casa de los Verdurin sea su propia fiesta, no la de los Verdurin, y consigue que los invitados desprecien a los anfitriones, lo que da lugar al episodio más novelesco del libro, la treta que preparan los Verdurin para dejar a Charlus en evidencia. Para ello se atraen al idiota de Morel y le calientan los oídos con lo que Charlus dice de él, y Charlus, capaz de montar un pollo ante quien sea, de despellejar en su misma cara a quien le pongan por delante, cae víctima, por primera vez, de sus propios sentimientos: no entiende lo que le han hecho, ni siquiera se altera ni se rebela, ni mucho menos se ensaña contra quienes le han tendido la trampa. El propio narrador (que se califica a sí mismo de cobarde por abandonar el barco cuando empieza la ejecución pública) no da crédito a la reacción del barón.

La escena, sin embargo, termina con la misma brillantez con la que Charlus solía exhibir su cinismo. La reina de Nápoles, que también había despreciado a la anfitriona, se ha dejado un abanico y, por pura elegancia, vuelve ella misma a recogerlo y presencia la humillación a Charlus, y es ella la que lo salva de la quema, lo rehabilita y lo hace salir de allí, si no triunfante, al menos desagraviado.

La novela vuelve entonces a Albertine y las dudas del narrador sobre cuándo es mejor dejarla. Lo que provocaba sus celos es que Albertine fuera parte del mundo en el que vive él; que Albertine, en fin, fuera como es él. Pero Albertine, como siempre, sin tramarlo, sin mala fe, con la misma naturalidad con la que aceptaba su reclusión, se adelanta y se larga, momento en que la novela termina y comienza la siguiente.

Hay otro detalle, una especie de bajo continuo que da cierto tono sombrío a la novela, en el que me he ido fijando casi sin querer: las continuas alusiones a la enfermedad y a la muerte. La muerte de Bergotte, que da para un espléndido excurso sobre la inmortalidad del artista, o las muchas alusiones a la enfermedad, desde los muchos yoes que va derribando la enfermedad hasta esa «noche prematura de mi vida» y a consideraciones que nos llevan al enfermo que escribía la novela: «La naturaleza no sabe apenas dar más que enfermedades bastante cortas, pero la medicina se ha abrogado el arte de prolongarlas». 

Hay algunas más, y me tomé la molestia de subrayarlas porque quizá sea lo más real de toda la novela, lo que justifica tanta inmovilidad, tanta admiración, tanta indecisión, y hace que no nos parezca mero afán de brillantez lo que es la búsqueda de un último refugio.


Marcel Proust, La prisionera (En busca del tiempo perdido, 5), trad. Consuelo Berges, Alianza, 1987 (=1968), 450 p.

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