15.4.23

Dativo de desinterés


«La esencia de la cultura es ornamental», es decir, «tiene su sede por fuera de la funcionalidad y de la utilidad». Este es el punto de partida de Han en su ensayo sobre la vida contemplativa, que le sirve tanto para criticar el rendimiento alienante como para elevar la fiesta al rango de lo gozosamente inútil o creer que la verdadera creación es producto de la serendipia, de que caiga la manzana mientras duermes la siesta. Así, considera la inactividad como un «ayuno espiritual» de efectos curativos, la memoria involuntaria como fuente de felicidad, o el tedio como relajamiento perfeccionado, pendiente de algo nuevo que no es la determinación a la acción sino el acontecimiento inesperado e inconsciente.
Esta declaración de intenciones viene corroborada por una alusión a Zhuangzi, el filósofo taoísta chino que emplea el perspectivismo y el reduccionismo como harían, en la misma época, los cínicos en Grecia. En este caso se trata de la defensa del no laboreo, en la seguridad de que la tierra se cultiva a sí misma sin necesidad de violentarla, algo rigurosamente cierto siempre y cuando uno se alimente de yerbajos. Precisamente la agricultra —cabría objetarle— es una ciencia intuitiva y serendípica para el individuo, y una norma convencional y previa para la masa. 

Otras dos figuras filosóficas sirven a Han para ilustrar este alejamiento de la acción en el encuentro con el ser. La primera es Heidegger, que se pasó la vida elogiando la actuación para terminar considerando la inactividad. Ser y tiempo, por ejemplo, es un manual para el hombre de acción. En ese libro nada se dice de las fiestas y los juegos, de aquello que no exige decisión, objetivo ni necesidad. Y la misma angustia, que en él siempre fue un impulso hacia la acción, pasa a revelar el ser. Heidegger cae en la cuenta de que en el ánimo festivo «no hay cuidado», no hay cálculo ni prevención ni esfuerzo ni desarrollo. Hay una acción tan poco útil que cabría llamar inactiva. Pero «a las máquinas», nos dice Han, al símbolo de la acción útil, «les es ajena la inactividad completa», porque para ellas no hacer es no funcionar, y en ellas lo contrario de la acción es la inercia. Su utilidad por sí misma es meramente estética, si es que puede haber una utilidad estética.

Sobre este punto, en el que Han insiste aquí y allá, el de la inutilidad del juego y de la fiesta (y por tanto su inactiva perfección), hay un argumento que no me acaba de convencer: «El juego y la danza están completamente liberados del para-algo», dice, a propósito de Heidegger, y con su misma jerga, lo que tendría sentido si considerásemos que la condición tribal comunitaria, que es en la que se basa la fiesta, no tiene utilidad práctica ninguna, lo que por otra parte nos llevaría demasiado lejos. El homo ludens descansa, pero siempre después de haberse cansado. Dice Han que el sabbat es la glorificación del descanso, de la inactividad, única actitud verdaderamente divina. El descanso del séptimo día está infectado de satisfacción, de obra, de deber cumplido. Y lo mismo pasa con el juego: se juega para pasar el tiempo de un modo no obligatorio y después de haber cumplido con la obligación (ludopatías aparte), y se celebra una fiesta para descansar del esfuerzo colectivo. Satisfacer es hacer lo suficiente, estar contento con lo hecho, con la conciencia de la acción. Se celebra lo conseguido, lo hecho. Por eso creo que Han mezcla aquí dos elementos: el individuo contemplativo y la comunidad concelebrante. La inactividad requiere silencio, y el silencio es, por encima de todo, ausencia de los otros. La fiesta es ruido, jolgorio, carcajada, lenguas desatadas, rememoración conjunta y tácita obligación de cumplir con las funciones que asigna la tribu. Lo intemporal de la fiesta es su repetición en idénticas circunstancias, el hecho de que alguien vuelva a sentir lo mismo sin aparente mediación del tiempo. La fiesta es un no parar, un entregarse al pensamiento común, la renuncia ciega a la condición de individuo en aras de una felicidad efímera y postiza.

Pero este ensayo es un elogio de la inactividad personal, individual, y carga contra las otras actividades colectivas en la figura de Hanna Arendt, para quien, según Han, «el hombre está sin atributos solo cuando se encuentra fuera del escenario de la acción», y «la inactividad va acompañada del olvido de sí mismo». Vida y acción son para Arendt una misma cosa, a pesar de los avisos nietzscheanos de huir de la obsesión por lo nuevo. Lo nuevo no es lo que hacemos, lo nuevo es lo que ocurre, y Arendt aparece como una ideóloga del neoliberalismo, encantada de sus logros activos.

Y son estas nuevas circunstancias, sobre todo el mundo digital y la hiperinformación, las que centran su ataque final. «Si el corazón es el órgano del recuerdo y la memoria, en la era digital estamos absolutamente desprovistos de corazón», dice. Las informaciones solo nos ocupan un momento, la información está al alcance de la mano, pero no de la memoria. La verdad, lo que quiera que sea, es otra cosa. «La verdad es un relato. Las informaciones, por el contrario, son aditivas». Pero la información incesante y la conectividad ilimitada solo sirven para aislar al individuo de los demás y, sobre todo, de sí mismo. El ser humano vive entregado a la adicción informativa, a la sensación de estar comunicado, a la negación de la inactividad; es más, sustituyéndola, porque rellena el tedio con más información y más comunicación, cada vez más desganadas, en vez de cultivar su individualidad, su carácter contemplativo. Por la contemplación se llega al símbolo, «y solo por medio de lo simbólico, por medio de lo estético, se construye un sentir compartido, el sim-páthos o la co-pasión». Sin lo simbólico no somos más que fragmentos.

Al margen de ese entrar y salir del individuo a la comunidad, del ensimismamiento a la concelebración, y de la realidad al símbolo, el fondo de la cuestión es moral, en una época en que las cuestiones morales también tienen su precio, para el que se lo pueda permitir. Es verdad que la digitalización aísla al individuo, pero también le permite crear su propio mundo. No es un dato irrelevante que las redes estén llenas de gente que comparte sus conocimientos y actividades, el hecho de que las comunidades se reorganicen según criterios de interés intelectual o estético, al margen de la distancia, del espacio cerrado de la tribu.


Byung-Chul Han, Vida contemplativa, Turner, 2023, 140 p.

1.4.23

La vida entera




La viudez es un estado de supervivencia, y no solo en sentido literal. Se sobrevive a la persona amada, pero también hay que sobrevivir a su ausencia. Rehacer la vida se ha entendido siempre como reconstruir una situación similar, encontrar otro compañero de viaje, cuando es, sobre todo, construir una vida en soledad. Hay más viudas que viudos porque las mujeres viven más años pero también porque son las que con más frecuencia, y con más razones diferentes, siguen solas el camino, enviudan de su esposo pero también de la circunstancia de tener pareja. Añoran sin necesitar, recuerdan mientras miran hacia delante. Más que rehacer la vida, guardan la ausencia, niegan relaciones nuevas mientras esté ausente el amado, pero eso puede ser tanto un acto de veneración como de independencia. Rara vez se hunden en sí mismas, no se desamparan, viven la vida entera.


***


Hay en estas viudas, sobre todo en ellas, una reactivación creativa, un vivir haciendo y no dejar de hacer. Su vitalismo es acción. Pintan cuadros coloristas, tejen prendas exquisitas, ganan campeonatos de cartas, ayudan a sus hijos, pasean, charlan, intervienen, llenan los espacios, alegran con su presencia, o escriben en su retiro del barrio de la Azucarera. La mayor parte de ellas fueron niñas antes de la Guerra Civil, y mozas en los años en que el pueblo era próspero y populoso, cuando se instaló la Azucarera y se construyó una barriada de trabajadores y de todos los pueblos del Jiloca venían los agricultores con sus carros cargados de remolacha. Muchos años después, por la época en que abandonaron el trabajo activo, el país era un mundo moderno, sus hijos habían salido adelante y la principal preocupación era hacer cosas y estar bien, seguir adelante.


***


No hay vidas iguales, pero sí destinos compartidos. Las veintidós viudas y los cuatro viudos que componen esta muestra miran con la tranquilidad de la satisfacción, con la firmeza de quien está de acuerdo consigo mismo. Salud y dignidad, parecen decirnos, no como si reivindicasen una forma de vida sino porque es la única manera de llegar tan lejos. Cada cual ha gestionado la ausencia con la fuerza y el valor que fueron necesarios. Unos llevan poco tiempo solos; otros, media vida. Unos se volcaron en lo mucho que aún quedaba, otros decidieron caminar en soledad. Todos tienen algo de ejemplar, de haber vencido, de estar venciendo, de haber derrotado al desánimo, de haber negado el desamparo, y no solo aquellos que se acercan al siglo de vida, que son la mayoría, sino los que aún no han cumplido todas las etapas del camino, o incluso tienen todavía lejos la vejez. Intuimos la ausencia que los acompaña, la percibimos con un aura de fortaleza, no de desvalimiento ni de pesadumbre. Disfrutar de la vida es también disfrutar de lo que se ha vivido, parecen decir, y de lo que se ha de vivir.



Esta tarde ha sido inaugurada La vida entera, un regalo fotográfico de Pilar Ortiz a las viudas y los viudos de Santa Eulalia del Campo. Pilar me pidió unos textos para la exposición, y esto es lo que le envié.

28.3.23

Terapia lírica


Cada año aprovecho las relecturas obligatorias para pasarme por aquellos títulos del autor correspondiente que me faltan por leer. Este año le ha tocado a Cela y su Pabellón de reposo, la novela que escribió al año siguiente del zambombazo de La familia de Pascual Duarte. Pabellón de reposo sucede en un sanatorio para tuberculosos de Guadarrama, uno de los dos en los que convaleció muy joven el propio Cela, un edificio interesantísimo que pronto fue una ruina y acabó demolido en los años 90. De siempre se ha dicho que en aquella estancia, sentado en la tumbona (chaise-longe) de la galería, Cela se tragó la colección de clásicos de Ribadeneyra, sobre todo la novela picaresca, que tanto le influiría.  
A Cela esta novela no le gustaba, seguramente porque se dejó llevar por un lirismo del que abdicaría de inmediato, hasta el punto de incluir años después un epílogo en el que venía poco menos que a justificarse por haberla escrito. No le parecía flojo el tema ni su tratamiento, desde luego, pero sí, seguramente, la proliferación de adjetivos ornamentales (demasiados de ellos antepuestos) y la necesidad de tratar los sentimientos de los moribundos sin la tralla inmisericorde que usaría después. Parece que, después de la hermosa barbaridad de Pascual Duarte, Cela hubiese decidido descansar bajo un almendro florido, al pairo de pensamientos tristes. Desde luego que asoma el Cela salvaje (el lance del de la 52 con la de la 34, o la impasible escrupulosidad con que cuenta los esputos de sangre), pero la ternura puede al cinismo, incluso en el banquero que se pasa más de media novela dando instrucciones a su agente para que calle la boca de una querida y termina lamentando sus pecados y reconciliándose con la señora, que se instala en el pueblo de al lado para asistirle en sus últimos amenes. Esa ternura, en ocasiones, juguetea con el lenguaje pazguato, y otras con la entereza del deshauciado. En Pascual Duarte había encontrado una voz, y aquí, sobre todo al principio, hasta que decide recoger, trata de marcar distancias entre los diferentes personajes y sus fragmentos escritos, no hablados. 

Cela está en transición. Sin salirse de la primera persona, accede al personaje múltiple; sin abandonar un realismo de lo excepcional, se va metiendo en el panorámico. Digamos que aquí está probando, pero se nota que no le convence someterse a varias voces, sobre todo porque hay algunas en las que él no se puede meter. Cuando deja hablar a la 34 (un anticipo de la Elvirita de La colmena), por momentos escuchamos a una mujer culta y cansada, delicada y fría, en las que quizá sean las mejores páginas de la novela. Otras voces están más tomadas de su mala leche: la ingenua, el meapilas, el donjuán de sanatorio…, a veces para bien, como el muchacho de la 15, quizá el más cercano al joven Cela, y otras para mal, como el poeta que se evapora a las pocas páginas. Le gustaba, se nota, el método, la estructura, que le permitía escribir sin la necesidad de narrar, sostenerse en el alambre de una situación inmóvil.

Era, no obstante, una buena situación. El Real Sanatorio de Guadarrama une la enfermedad y la muerte con el esplendor de valles y roquedas. El paisaje es el contrapunto lírico al monótono toser de los enfermos, en él se inspiran para resistir, o se calman ante la llegada del final. Antonio Machado unió ambos extremos en el maravilloso poema Flor de verbasco. Cela supo ver el hermoso conflicto entre los pulmones y las montañas, el aire puro y la pura vida, pero la novela tiene un defecto fundamental: su autor se cansa de ella. 

Pabellón de reposo se publicó por entregas en El Español, una revista de ideología falangista. No sé si Cela repitió el ejercicio del serial, que tanto practicaron sus maestros del 98. Creo que no: Cela es de darle vueltas a los escritos, no para armar sólidas estructuras sino para igualar el tono. Esa audacia de lanzarse a una novela por entregas que tenía Baroja, a Cela le resulta demasiado urgente. Sería interesante, además, averiguar si en aquella primera edición se incluyen las dos cartas en las que amables lectores le piden que no siga, que solo consigue hacer daño a los que están pasando por la enfermedad. Hay un momento en que la novela uniforma su estilo y desmembra sus fragmentos, todavía más. Como arqueología de La colmena, el libro sigue siendo interesante, sobre todo porque queda claro qué es lo que a partir de entonces evitó Cela, prestar a los personajes más voz que la suya, ensayar un lirismo un tanto artificioso, apartarse de la más estricta oralidad. Cela borró todas esas huellas de poeta pobre y se vistió con su armadura cínica, ese arte de la constatación amarga que aquí aparece de vez en cuando, en ritornelos como el del jardinero que lleva los ataúdes en una carretilla verde, o las frecuentes alusiones a los bárbaros tratamientos que se estilaban. 

Cinco años después, en 1948, Cela daría en Viaje a la Alcarria la verdadera y definitiva talla de su prosa, cuando ya debía de tener bastante a punto La colmena. Y lo curioso es que el Viaje también fue una urgencia, esta todavía mayor, porque en el tiempo en que escribía un capítulo de Pabellón de reposo, una semana, tenía que escribir entero el libro de viajes. Quizá por eso, quién sabe, esta vez sí le saldría una obra extraordinaria.


Camilo José Cela, Pabellón de reposo, Obras completas, I, p. 171-327, Destino, 1989 (=1943)

23.2.23

El arte de rematar


No sabía yo que Balzac fuera tan estúpido, y mira que lo he leído, pero, a tenor de lo que cuenta Zweig en su extensa y repetitiva biografía, la impresión que queda es la de un botarate, un acémila, un resentido, un acomplejado, y además gordo. Salvo los inevitables elogios a obras maestras de la talla de Papá Goriot, Las ilusiones perdidas o La prima Bette, y el hecho, también varias veces repetido, de que sus intuiciones para el negocio eran buenas pero demasiado prematuras para salir a flote, lo que queda del gran Balzac en esta biografía es la vida de un hombre iluso, un toro cerril obsesionado con hacer dinero y con que se le rindan tributos de aristócrata, envuelto en deudas hasta el día de su muerte, un gañán incapaz de llevar a buen puerto el más mínimo negocio ni de dosificar sus fuerzas, que con frecuencia tenía que comer de prestado y se dejaba mangonear por mujeres que lo despreciaban. Un pobre hombre, en suma, que sin embargo, mira por dónde, completó una de las obras más fascinantes de la historia de la literatura.
Uno comprende que lo más novelesco de su vida no sea su majestuosa transición entre romanticismo y realismo, por más que Zweig dedique unas líneas a otra de sus grandes aportaciones: haber descubierto a un escritor desconocido que acababa de publicar La cartuja de Parma; pero tampoco es verosímil este retrato de un oso feroz al tiempo que amaestrado, un galeote de la pluma que no sabía mantener un franco en el bolsillo, un autor admiradísimo en su tiempo de quien todo el mundo parece reírse, el gran adalid de los derechos de autor a quien editores, libreros, críticos y académicos tomaron siempre, parece ser, por el pito del sereno. Sabíamos, sí, de su irrefrenable torrencialidad al escribir, y que se consumió, apenas cumplidos los cincuenta, en millones de tazas de café cargado, el combustible que necesitaba para crear su mundo. Zweig no escamotea estas verdades, pero las tiñe siempre de exageraciones, múltiples veces repetidas, como un ritornello para que no dejemos de imaginar su aspecto de payaso triste, de negociante timado, de seductor baboso y de aparatoso coleccionista de objetos de mal gusto y mujeres de mal carácter. No hay descanso en esta farsa del gordinflón que escribe sin parar y vive escondido de sus múltiples acreedores. Zweig nos cuanta puntualmente todas las veces que perdió grandes sumas de dinero, pero no se detiene a contar las que volvió a salir a flote, y en vez de eso insiste una y otra vez en que Balzac era una especie de moroso Vázquez disfrazado de marqués a quien nadie quería cerca. Es muy fácil decir que la Academia lo ninguneó injustamente, después de cuatrocientas y pico páginas de tratarlo como a un fantoche.

No, no se lo toma en serio. Por más que hurgue sin piedad en su correspondencia con la dama rusa por quien recorrió varias veces Europa, en ningún momento la admiración va más allá del patetismo. Es como un monstruo de feria, el genio desbordante y atolondrado, el portentoso fabulista que hace las tonterías que no consiente a sus personajes, al menos a los más queridos. Y el caso es que su realismo, el Realismo, diríamos, parte siempre de la comprensión, de entender por qué la gente es como es, por qué unos se buscan la ruina y otros logran evadirla. No me termina de caber en la cabeza, en fin, que uno de los clásicos que mejor ha sabido mirar a los ojos de la gente fuera un perfecto imbécil. El mismo hecho de insistir casi más en sus fracasos teatrales que en sus éxitos novelísticos pero no explicar debidamente por qué, más allá del torrente narrativo con olor a café agrio, ya indica que lo que le interesa a Zweig no es un autor reflejado en una obra (que cita poco), sino su incapacidad para llevar una vida sosegada. Balzac ocupa en la literatura francesa un sitio similar al de Dickens en la inglesa: trajo el verdadero aliento de la vida, no la fría y minuciosa construcción; abrió los ventanales, no los cubrió de costosas vidrieras, y su verdadero empeño, como —menos mal— reconoce Zweig, fue el de ser un historiador del presente que le tocó vivir, más bien un intrahistoriador, quizá el primero.

Zweig, ya se sabe, tiene una escritura muy amena y elegante. Y repetitiva, repito, lo cual no es un defecto sino la manera que tiene de ser ameno. Avanza lo justo las peripecias para conocer que un nuevo empeño balzaquiano saldrá mal, como aquel que cuenta la anécdota de un perdedor demente, de un pobre lunático, admirable por la sobrehumana capacidad que tiene de meter la pata. Se le nota que quiere, en ocasiones, hacernos reír con la torpeza vital de Balzac, como si el disfrute de la gloria le eximiera de ser con él algo más considerado, siquiera comprensivo. Algo tendrían que ver en él sus amantes más allá de requiebros cursis o falsos, de fanfarronadas de timador e ideas de bombero. La vida de Balzac no pudo ser tan novelesca ni pudo hacer tantas tonterías, sencillamente porque no tuvo tiempo, porque murió antes de hora y se pasó la vida trabajando. Pero la biografía desproporciona los tiempos, nada de las dudas del artista, de la orientación de sus incesantes correcciones, de aquello que determinó radicalmente su vida. Todo lo ocupan las correrías, Balzac corriendo delante de un acreedor o detrás de una mujer, corriendo con la pluma y hablando a toda castaña, montando empresas de la noche a la mañana y saltando de puesto en puesto. Todo lo ocupa la vida social de un hombre que en realidad no tuvo vida social y que, por mucho que diga Zweig, tenía más sentido de la dignidad que narcisismo. Es imposible, escribiendo lo que escribió, que no supiera verse a sí mismo y, sobre todo, saber lo que los otros veían en él.


Stefan Zweig, Balzac, trad. Carlos Fortea, en Biografías, vol. II, pp. 1652-2075, Acantilado, 2021

9.2.23

Los ingenuos


La parte más siniestra de una guerra es la matanza de civiles. Mientras los ejércitos combaten entre ellos hay un riesgo asumido, e incluso un cierto código de honor. Pero en los bombardeos y en las masacres indiscriminadas no hay normas, es la anulación de cualquier forma de humanidad. En nuestra Guerra Civil hubo una larga lista, monstruosidades que tendemos a ordenar según el número de víctimas, o según el bando que las perpetró. El bando sublevado dejó muescas como la Desbandá de Málaga o la masacre de Badajoz, y el otro, episodios como la matanza de Castellón o la de la Modelo en Madrid. En número, en volumen de monstruosidad en un único acontecimiento, la masacre de la carretera Málaga-Almería, de febrero del 1937, cobra tintes de genocidio. Aquella fue un bombardeo aéreo contra civiles desarmados, pero otras fueron la ejecución masiva, los fusilamientos instantáneos, los lugares cerrados, las cárceles, las cuevas. Se podrían ordenar incluso según el grado de ensañamiento, aunque lo más normal es que se las utilice, tantos años después, como arma arrojadiza.  
   No es el caso de Álvaro Pombo, que ha escogido para su nueva novela una de estas matanzas, la del buque Alfonso Pérez en la bahía de Santander, 150 civiles ejecutados en las bodegas con fusiles y bombas de mano por el ejército republicano, poco después de que el ejército nacional bombardeara la ciudad y dejara su propio reguero de muertos. Lo escoge porque forma parte histórica de su familia: un tío suyo, homónimo del autor, murió en ese barco, un chico bien (diecinueve añicos) que se había alfiliado a Falange. Pombo nos cuenta la vida de ese chico y su triste final. Es la novela de Alvarín, no el relato de la masacre, pero la matanza conocida impone un destino trágico al protagonista, somos testigos de su ceguera, de su ingenuidad, de su soberbia, de cómo las fragilidades propias del carácter de un joven trazan el camino de su destrucción. Lo importante, pues, no es el desenlace trágico del buque sino la tragedia entera. Pombo no afina la trompa bélica sino la intimidad del oboe, deja el hecho en lo que estrictamente fue. Lo importante es lo que había alrededor. 

Pombo no ha escrito una novela de recuerdos sino que ha traducido los recuerdos, o las averiguaciones familiares, al lenguaje pombiano. Late en este libro el ambiente de Donde las mujeres, la alta burguesía santanderina, sus luces tenues, sus mares brillantes, pero también el de El cielo raso, con aquel Esteban que se buscaba a sí mismo en dialéctica con su señor padre. Pero aquí este dramatis personae pombiano es lo que históricamente significa cada cual. El padre del protagonista es el burgués acomodado, víctima de su propio acomodo, azañista convencido, como si la República pudiera ser un mundo tan amable como hasta entonces pero sin injusticias de bulto. Al padre se le van los tiempos de las manos igual que a Azaña se le fue de las manos el país. Pero insiste en ser comprensivo con el otro, cómodamente comprensivo, incluso con un hijo ingenuo en exceso que se ha metido a Falange. Ninguno de los dos sabe hasta qué punto se han equivocado.

La madre, en cambio, es la frescura pombiana de las damas modernas que se instalan en París, una luminosa ligereza que deja en sombra los conflictos familiares, los dos pobres adanes que ha dejado en Santander. Este asomarse de Virginia (la amiga errática y tremenda de María en El metro de platino iridiado) a las novelas de Pombo es siempre un interludio divertido, un parar la trama nubosa para salir al sol de la frivolidad irreprochable. Cuántas veces le dice a su hijo Alvarín que se vaya a vivir con ella. Pero esta mujer es libre y no se deja arrastrar por moralinas piadosas o restrictivas. Y además, a pesar de sus aires divinos, es la única que hace lo que cualquiera que se lo pudiera permitir debiera haber hecho, largarse. Ana se va de la provincia voluntariamente pero también, involuntariamente, de la guerra, acaso porque la provincia era el aire viciado que acabó por estallar.

Ese triángulo familiar, aparte del bon vivant del tío Gabriel o de Elena, la sirvienta cabal y enamorada, lo complementan figurantes más o menos tiesos en su papel histórico como el Tote, el amigo de la infancia que ha caído del otro bando, o Rafa Mazarrasa, el genuino falangista salvaje y garciaserrano, o Wences, el valioso maestro que paga, sobre todo, su carácter ilustrado, su conciencia intelectual.

Y en el centro está Álvaro, Alvarín, el joven falangista. Hay dos aspectos de esta novela que me han incomodado levemente la lectura, muy levemente. Uno es el uso de la documentación histórica, que por lo que respecta a José Antonio Primo de Rivera y a Manuel Azaña es una serie de citas demasiado largas, en las cercanías del copy and paste. Y el otro es la voz de Alvarín, a mi modo de ver un poco demasiado ingenua, niñoide incluso, bobalicona. No sé si el personaje que recrea tuvo esa «integridad infantil» (p. 285), pero a mí me recordaba al narrador de Aparición del eterno femenino, que tiene unos cuantos años menos y es una de las grandes creaciones verbales de Pombo. Aquí parece que no se entera, que le falta un hervor. Aunque quizá fue eso lo que empujó a tantos jóvenes al hoyo, que no se enteraban, que estaban tiernos, que se creían las consignas porque eso les hacía miembros de pleno derecho de un mundo más intenso y divertido, o que seguían la lógica de su clase, de lo que estaban acostumbrados a ser, de «lo que se esperaba de ellos», como ha puntualizado Pombo en alguna entrevista estos días. La clase era el destino, según aclara oportuno el tío Gabriel. Wences, el amigo culto de Alvarín, le explica esa ingenuidad (p. 266):


Supongo que llamo ingenuos a los que se aferran a una seguridad o a una convicción propia que creen infinitamente estable y que les hace sentirse, ingenuamente, seguros de sí mismos, seguros de que tienen toda la razón. Son malvados ingenuos, yo digo, porque no ven más allá de sus narices. Si vieran más allá de sus narices verían lo crueles que están siendo. O, quizá lo crueles que estamos siendo los unos con los otros estos años.


Fue la ingenuidad desesperada de los unos y la ingenuidad ilusoria o prepotente de los otros, y entre las dos ingenuidades mortíferas había poco espacio para el entendimiento. El propio Wences, también preso, como Alvarín, en el Alfonso Pérez, representa esa imposible tercera vía: él mismo ha sido seminarista y se duele del asesinato de Lorca, y aún cree uno de los bulos más tristes que corrieron por aquel país en llamas, que Federico García Lorca y José Antonio Primo de Rivera coincidieron en un restaurante, y que el falangista le pasó una nota al poeta, como animándolo a unir sus monos azules de La Barraca con las camisas azules de Falange…

Ese Wences, esa tercera vía, fue imposible. Que se lo pregunten si no a Chaves Nogales. Wences queda como testigo de una idea, como trasunto del autor. Eran ricos contra pobres, dependientes contra clientes, como el comisario Neila, las decenas de muertos que causó en Santander la Legión Cóndor contra las decenas de muertos que quedaron en la cubierta del Alfonso Pérez, «todos perdedores de algo», como dice la hermosa dedicatoria de San Camilo 1936.

Pombo no ha renunciado a su portentoso dominio del registro, a esa oralidad sinuosa que igual alterna con el grave filósofo que con el humilde charlatán o con el poeta reverberante, pero esta vez, por mor del tema y de la historicidad del asunto, está más contenida, incluso en el título, como si Pombo se hubiera comprometido a no desparramar su fascinante prosa, a escribir con el esmero de quien trata un asunto delicado, por ser el muerto alguien real, y familiar suyo, pero también por ser tantos y tan ingenuos los muertos de uno y otro bando, que quizá merezcan, como aquí hace Pombo, el gran Pombo, algo menos de reduccionismo y algo más de comprensión.


Álvaro Pombo, Santander, 1936, Anagrama, 2023, 329 p.

2.2.23

La novela cuántica


Uno de los físicos que más se involucraron en el proyecto Manhattan, el de las bombas atómicas sobre el Japón, murió como consecuencia de su exposición a elementos tan maléficos, los mismos que padeció su esposa. Tuvieron dos hijos, un físico y una matemática. El hijo lleva una vida errante, huye de quienes lo toman por peligroso (quizá porque guardó papeles de su padre) y carga con la culpa de la muerte de su hermana, que se suicidó arrojándose al lago Tahoe. Como si fueran hijos monstruosos del uranio, los hermanos están enamorados entre sí, pero solo ella desea esa unión que él rechaza, a pesar de que su amor es igual de intenso. La hermana, Alice, genio de las matemáticas desde niña, no está bien de la cabeza, charla con un enano ficticio con aletas e ingresa una y otra vez en un psiquiátrico. El hermano no acaba de resolver qué fue antes, el amor o la locura, o qué fue causa de qué, en un mundo en el que el antes y el después son bastante relativos.

También Urano, la criatura mitológica, cometió incesto con su madre Gea, la Tierra, y engendró con ella hijos deformes, incluso cuando Crono le cortó los huevos y los arrojó al mar. De un producto de la tierra (el uranio) que violó a su propia madre nacieron  los titanes, los ciclones y los hecatónquiros, criaturas monstruosas, pero también Lisa, que encarna a la locura, e incluso Afrodita Urania, ardiente y desatada, o, según otras tradiciones, las Erinias, personificación del arrepentimiento. Alice, la hija del ingeniero atómico, está loca, por las matemáticas y por su hermano, quien empuja la piedra, como Sísifo (otro incestuoso), del recuerdo tormentoso. 

Con este mejunje de referencias mitológicas ha construido Cormac McCarthy su última novela, El pasajero / Stella maris, dos novelas que se anulan igual que Alice, en la tesis que tiró a la papelera sin presentarla, propuso tres novedosas soluciones matemáticas seguidas de otras tres innovadoras formas de desmontar esas mismas soluciones. En El pasajero seguimos la historia de Western, el hermano, al que se suele nombrar con el apellido paterno. Es el McCarthy de Sutree, tipos marginales, casi todos muy lúcidos, pero también algún tronera (algunos las dos cosas), y esas descripciones de paisajes y de movimientos que renuncian a la coma enumerativa, como en la Biblia. Western trabaja como buzo de profundidades, pero emprende una huida que le lleva por moteles de medio pelo, la casa de su abuela (y su también enloquecido tío), encuentros con abogados, físicos y delincuentes, en largas y sinuosas conversaciones sobre las que McCarthy fragua el extraordinario ritmo de la prosa. De vez en cuando se regala un excurso sobre física cuántica, los coches de carreras, la bomba atómica o el asesinato de Kennedy, el arma utilizada y el fragmento de cerebro que Jacky recogió del capó, tan interesante como gratuito. McCarthy no se ceba con el argumento, más bien es un hilo del que van colgando las conversaciones, que dan vueltas sobre cuestiones científicas hasta que se cuelan por el sumidero del trauma que Western lleva encima, esa piedra que va subiendo por una pendiente sin destino. Todo ello se adereza con escenas de las visiones de su hermana, las charlas con Chico, su más frecuente aparición, o descripciones que en ocasiones navegan por territorios de alta poesía, igual que el propio Western mientras cruza carreteras gélidas e intransitadas, en especial aquella en la que encuentra un coche accidentado y el autor despliega una prosa tan brillante como extraño es su desenlace, para mi gusto las mejores páginas de la novela.

La segunda parte lleva el nombre de un hospital psiquiátrico, Stella maris, y es la transcripción de un puñado de sesiones de Alice con su terapeuta, que no solo sirven para espolvorear el cacao que la paciente lleva en la cabeza sino para reajustar lo que en El pasajero no acababa de cobrar sentido. Imagino que un matemático habría disfrutado no solo de la profundidad y pulimento del lenguaje (estupendo castellano en la traducción de Luis Murillo), por más que muchas de las ideas de Alice sobre lo divino y lo humano sean de una  deprimente sensatez. Pero Alice no está bien de la cabeza y así se encarga de subrayarlo el autor con un recurso hábil, instalar al lector en el punto de vista del terapeuta, un tipo, por lo demás, tan considerado como inteligente, pero que con frecuencia se pierde en los veloces e intrincados razonamientos de una mujer destrozada por su propia inteligencia, y así lo dice, al mismo tiempo que lo piensa el lector, lo cual es un alivio porque la sensación es de que Alice viaja por otra órbita. 

Desde este espacio estelar la otra novela cobra sentido pero también sinsentido, porque lo que dice Alice de su hermano había sucedido, según Western, después de que ella se suicidase. Los dos viven con la herida del hermano muerto, los dos están vivos y los dos muertos, como el gato de Schrödinger. Incluso Alice puede ver nítidamente su propio final, uno de los pasajes más tremendos que he leído en mucho tiempo, como para tirarse a un lago atada a un ancla… Otra vez es ella y no es ella, está y no está, en su propia circunstancia topológica.

El sueño de la razón, decía el otro, fabrica monstruos. Quienes sostenían la punta de lanza de la ciencia, quienes fabricaron la bomba (espléndido el relato de la prueba final) fueron contaminados por la propia ciencia, y sus hijos, errantes y obsesivos, alcanzaron un nivel de conocimiento que provocó su mutua e involuntaria destrucción. Por detrás del entusiasmo científico suena un sombrío bajo continuo, un clamor apagado, un lamento degenerativo. En conjunto es un saludable ejercicio de audacia narrativa, el todo como ejemplo de las partes, y una prosa que da igual las filigranas estructurales que el viejo maestro utilice porque sigue siendo igual de sugestiva.


Cormac McCarthy, El pasajero / Stella Maris, trad. Luis Murillo, Random House, 2022, 620 p.

28.1.23

Estorninos


La Fundación Bancaja ha reunido en Valencia una antología de Juan Genovés (1930-2020) que a su vez es una historia del último medio siglo en España y también una prueba de cómo afectan al arte las tiranías.
Con respecto a lo primero, el centro de la exposición, como es natural, lo ocupa el cuadro El abrazo, una obra que nunca faltará en una historia de la transición, y cuya versión escultórica en la plaza de Antón Martín, en Madrid, es un homenaje a los asesinados de Atocha. Ambas son un canto, más que a la reconciliación, a la alegría de estar juntos y seguir vivos y tener camino por delante. Los personajes de El abrazo están de espaldas porque van, y el espectador detrás, es lo que podría haber visto de haber estado allí, no frente a ellos sino entre ellos, no por encima o por delante sino por su mismo camino, con ellos.
Ese cuadro es el feliz contrapunto de una década larga, desde el año 65, en la que Genovés desarrolló una imagen grisácea, de figuras cabizbajas, sometidas, amordazadas, y cuando comenzó su gusto por las perspectivas cenitales de multitudes, el tema que ya no abandonaría. Esa parte anterior a El abrazo es insistente, horadante, variaciones técnicas sobre una misma perspectiva. Son obras combativas, explícitas, mensajes claros, posturas inequívocas. Visto desde hoy, esa explicitud redunda en insistencia, en el valor de un proceso, de una serie que, como reflejo de una realidad inamovible y desesperante, adopta la monotonía como ritmo general. 
Ese proceso culmina y se interrumpe en El abrazo. El invariable pesimismo gris y ocre, de tonos encanecidos y herrumbrosos, regresa al color con la muerte de Franco, de quien por cierto hay un retrato muy Bacon en uno de los cuadros. La democracia ya es color. En democracia las masas se distribuyen en formas diferentes, como las bandadas de estorninos. De modo que Genovés, tras la fiesta de los cuerpos enteros, de los individuos reconocibles y los ciudadanos libres, volvió al principio, a las sombras y a las masas, desarrollando todas las posibilidades que entonces censuraba la urgencia del activismo artístico. 
De modo que, con respecto a lo segundo, cómo afectan al arte las censuras externas e internas (las tiranías no solo limitan la libertad exterior de quien las sufre sino la interior de quien las denuncia), lo que viene después de El abrazo es una transformación del lenguaje explícito en sugerencia contextual. Ya no vemos a la multitud que mira de lejos al que va a ser ajusticiado por dos guardias civiles, ahora vemos un cuadrado que delimita la multitud, sin necesidad de vallas, o una grieta fracturada en abismo, en la que las multitudes que se asoman a cada uno de los precipicios son las que le dan la forma de una herida. Genovés sustituye la línea por el individuo, por el estornino, y en el sombreado y agrupamiento de las figuras diminutas se dibujan las formas ahora más abstractas.
En esa parte de la exposición, a partir de los 80, Genovés transforma la denuncia en sociología, las respuestas en preguntas, con un nivel de explicitud más difuso, más intuible que legible. Ya no se nos pregunta si somos partidarios, si nos compadecemos o no del cuadro, sino que se nos invita a entrar en ellos porque no está claro desde la primera mirada qué nos quiere preguntar. Conforme se iba haciendo viejo, sus diminutos individuos (que en su trazo negro me recordaban a las posturas de Häring pero también al pulso de Barceló) se van enriqueciendo con soluciones matéricas, con un dominio del efecto (lo que se percibe a la debida distancia) que hace ir y venir al espectador, ver de cerca la pellada de pintura, pintada con el tubo de pintura, en sí un hermoso ejercicio de color, y alejarse hasta el ciudadano confuso, perfectamente retratado. Cada estornino se convierte en una diminuta obra de arte que en conjunto forma círculos iluminados por radiantes manchas de color, soles o simas, mares o cielos, pájaros sobre la nada blanca.
Y satisface y conmueve que esa línea no haya dado un paso atrás hasta los últimos amenes, con piezas de extrema delicadeza, de dominio absoluto, cuya explicitud ya solo es un aire ascético, a punto de ser pura abstracción, que es lo que seremos cuando ya no estemos. En Genovés vemos la historia y sus alrededores, pero también el viaje a uno mismo. Las formas que componen las figuras, vistas siempre desde el cielo, son una síntesis de expresionismo liberado y significado nunca oculto, nunca disfrazado, pero con referentes más variados y atractivos, más reflexivos, más objeto de contemplación.
Coherencia y reinvención, pasar por todos los estados sin salirse de un mismo camino, encontrar una forma propia, una voz propia, y escribir con ella poemas épicos o delicados haikús, según la historia vaya pasando por nuestra vida, y nosotros por ella. De lo que trata la exposición es de cómo el artista dibuja ese camino.

27.1.23

Había una vez


Actores que hacen de actores, versiones de clásicos, sketches desarticulados, escenas por el morro, interludios musicales cada dos por tres, filmaciones de acompañamiento, citas por doquier y el infalible (inobjetable, incriticable) recurso a los nazis como diabólicos fantoches. Con este engrudo y unos buenos actores se fabrica una pieza teatral correctísima en la que los bienintencionados espectadores se sienten culpables si no les hace reír, e insensibles si no les emociona una historia mil veces contada.
   Eso es Ser o no ser, la película de Lubitsch en versión comedia teatral con la que Echanove va dando la vuelta a España, los actores polacos que tratan de huir de Varsovia tomando el pelo a los nazis y a sí mismos. Aparte de que a la versión de Bernardo Sánchez le sobra media hora de su primera parte, Echanove ha dirigido una comedia bufa en la que todo el mundo corretea por el escenario como los cómicos del cine mudo y en la que solo en su último tramo alcanza la fluidez que debió haber tenido desde el principio. Los actores (el propio Echanove, Lucía Quintana, Ángel Burgos, Gabriel Garbisu, David Pinilla, Eugenio Villota, Nicolás Illoro) están muy bien en lo que tienen que hacer, pero da la sensación de que cada fragmento se ha compuesto al margen de los otros, de modo que lo que debería ser risa constante se empantana en gags muy aparentes que deshacen el conjunto. Las comedias son difíciles: por muy bien que se interprete, si no hace gracia, mal asunto.

Reconozco que me disgusta esta manía decadente de la versión y la mezcla, esto es, no acudir a textos nuevos y rellenar la función de atracciones marginales para que la cosa se sostenga. Hay un barroquismo de la inseguridad, de creer que amontonando elementos se salva una pieza. Y no. También reconozco que me fastidia esa manía de reducir a Hamlet a un lugar común equivocado. Que un cineasta lo ponga a recitar su monólogo con una calavera en la mano puede ser un tópico, pero que lo haga un hombre de teatro suena a chiste malo: Hamlet no tiene nada en la mano cuando pronuncia su ya de por sí confundidor inicio del monólogo. Me hubiera gustado, en fin, que fueran menos fieles a Lubitsch que al propio Shakespeare. Tiene más gracia, incluso en Hamlet. No habría hecho Echanove un mal Polonio, por cierto.

He visto la función en Valencia, por donde va rodándose antes de llegar en marzo a Madrid. El público valenciano, nada rácano a la hora de verle la gracia a las tontadas, se rio en contadas ocasiones, y poco, sin ir más allá de esas risas que se oyen en el cine y que responden más al placer que siente el espectador de estar en la sala que a lo que haya salido en la pantalla. Y los aplausos tengo que decir que tampoco fueron atronadores. De hecho sobró la última salida a saludar, la gente ya estaba desenrollando las bufandas del brazo de la butaca. Quizá era un día demasiado frío para calentarse con sucedáneos. En todo caso, el público de Madrid no va con la sonrisa puesta, no se le vaya a ver el colmillo retorcido. Eso Echanove, supongo, lo sabe.

Será que me estoy volviendo un poco purista en cuestiones escénicas. Ha coincidido además que estos días, por motivos laborales, he vuelto a leer Hamlet, y comentábamos que el público de entonces, el que acudía al Globe, iba a escuchar una obra, no a verla. Pero son amores distintos. Ser o no ser, la versión teatral de la película, es un espectáculo y como tal parece que invita a ser juzgado, no como texto, porque el texto son diálogos sin gracia, eso sí, tan bien interpretados que en ocasiones parecen graciosos. Todo queda reducido a un humor guiñolesco, de payasos viejos, previsible, cuando no resuelto de cualquier manera, como el gag de la barba postiza. Si necesitas que el cine te diga lo que ocurre detrás del escenario, es que delante no importa lo que se pase. Y cosas así. 

Pero tampoco es el purismo del oír, del ir a un teatro a escuchar diálogos bien hechos, que me hagan reír o me emocionen o me intriguen, sino el de la sensación más general de dejarse llevar por algo que corre como la seda. La opulencia de la producción y el correteo de los actores no abastan para entretener. Creo que, si se trataba de darle una capa de astracán, y con el atrezzo conceptual que utiliza, más hubiera valido partir de Samuel Beckett que de los payasos de la tele.


Ser o no ser, de Edwin Justus Meyer y Melchior Lengyel. Versión para el teatro de Bernardo Sánchez Salas. Dirección de Juan Echanove. Teatro Olympia, Valencia.

22.1.23

Aires viciados


Termina uno La isla de los conejos, de Elvira Navarro, y cerrar el libro es como abrir una ventana, como salir de un cuarto cerrado y oscuro y respirar por fin el aire de la tarde. La prosa de Elvira Navarro está recargada de frases intensas, todas cortadas por el mismo patrón sintáctico, todas muy veloces y todas terminadas en seco, de manera que no hay sensación de flujo narrativo sino de ritmo machacón procesionario. Cada frase saca muchos hilos, dice muchas cosas, todo parece dictado por un poeta melopeo. En ocasiones suena como a corriente de ocurrencia, a decirlo todo, y decirlo de la manera más seria y más cruda, ulcerada de imágenes desabridas o tenebrosas, sin opción a la ironía.

Este horror vacui suele ser muy apreciado entre los lectores de páginas, que no de libros. Abres una página y aparece un sabroso plato de frases brillantes, pero lees el relato entero y la sensación es que ha contado tanto que lo que tenía que contar ha quedado semioculto, escondido en un bosque de frases estupendas, tapado por una vidriera de colores fúnebres que impide distinguir a los personajes. Y, si lees el libro hasta el final, la sensación es de que la autora estaba más pendiente de las frases que de las historias, que avanzan torpemente, como andando en un lodazal de palabras. Las historias, es cierto, tienen también esos ambientes viscosos, saturados de sudor y de humo. Hay un relato sobre alguien al que se le está pudriendo la boca y le huele el aliento, otro sobre un bicho que le sale a alguien en la oreja, o un biólogo morboso, varios sobre gente que se vuelve loca, o que no encuentra la salida, o sueña los sueños de los otros, o se dedica al espiritismo; sobre animales descompuestos, ratas extinguidas, aguas estancadas o parejas muertas.

Todo eso se puede tomar como un rasgo de coherencia estética: a los ambientes lúgubres les corresponde una prosa un poco hardcore, los frikis al estilo McCullers arrastran por la página un maquillaje siniestro. En ocasiones (París Périphérie), interpeta un aseado ejercicio de estilo cortazariano/vilamatasiano, pero en general se deja llevar por cabos que lanza y que no termina de recoger, en parte porque se enreda en un desarrollo que pronto resulta cargante.

La isla de los conejos, no obstante, por lo que he visto por ahí, va para libro de culto, con valedores que se dedican al proselitismo de lo aparatoso. Y a mí me suena a prosa juvenil, a cuando quieres contarlo todo y te da miedo quitar una sola frase o dejar alguna que no pase los controles de solemnidad. Uno tiene ya muy lejos ese tipo de literatura, ese expresionismo altivo que se esconde entre las sombras. Hay aquí relatos que son un concentrado argumental que daría para una larga novela con las proporciones y el aire adecuado, no solo para que la prosa respire sino también el lector.

Uno va buscando voces nuevas y encuentra métodos antiguos: la prosa borbotón, la severidad motorizada, el ahí queda eso, barbero. Desde antiguo los escritores más barrocos encontraron en la estética de la putrefacción un campo abonado para sus piruetas estilísticas, pero los buenos intérpretes no se permitían el rollo macabeo ni la prosa de aluvión. Demasiadas veces se nota en este libro que la autora se ha dejado llevar por un impulso poético, pero luego no ha recogido las sobras, y con el tiempo uno juzga los libros de ficción por la discreción de su autor, por no interponerse entre el relato y el lector, por instalar un ritmo adictivo en quien lo lee, por eliminar las barreras entre la historia y su lectura. Cuando estaba leyendo el relato del halitósico (un tipo que tiene un trozo de paladar podrido y se va de vacaciones a las canarias con su novia, la narradora, a casarse de mentiras), cuando, con frecuencia, dejaba de prestar atención y tenía que empezar de nuevo el párrafo, me acordaba de otro cuento en el que alguien quiere sacarse de encima la ponzoña. Es el cuento Cuidado, de Raymond Carver, la historia de un tipo que trata de quitarse con un bastoncillo un tapón del oído, algo menos escabroso que la hedionda podredumbre de este otro. Pero ese cuento, con todo lo triste que es, está lleno de luz, es transparente como un cristal recién fregado, contado al ritmo que necesita el lector para contemplar el panorama, sin opinar, sin meter baza, sin abrir el gas, con el respeto de quien mira resuelto a no intervenir, y logra que el lector se pregunte por lo no expresado. Hay una distancia sideral entre la estética de Carver y la de Navarro, pero el propósito, lo que se quiere decir, viene a ser lo mismo. La distancia es el método, terso y conmovedor en el caso de Carver, confuso y gótico en el de Navarro. 


Elvira Navarro, La isla de los conejos, Random House, 2019, 155 p.

15.1.23

Caballos desnudos

 


En la Primera Guerra Mundial, los alemanes usaron 1,8 millones de caballos; en la Segunda, 2,7 millones, de los que murieron dos terceras partes. A finales del XIX, por Londres circulaban trescientos mil caballos, con una vida hábil no muy superior a los cuatro años, hasta que los reventaban de trabajar tirando de carros y carretas. Y eso que para entonces ya hacía mucho desde que Rousseau incluyese a los animales como objeto de compasión, de la que Schopenhauer diría que es «la más auténtica demostración de humanidad». El caballo nos fascina y nos apena, las naciones civilizadas han renunciado a explotarlo (simones turísticos aparte), la mecanización del campo y el final de las grandes guerras redujeron drásticamente su nivel de sufrimiento, pero también su presencia en la tierra. Ahora ya es un artículo de lujo, un deportista de élite, un regalado miembro de las cuadras militares. En los países pobres el jumento sigue abundando, y también su explotación. Su pervivencia en condiciones dignas es inversamente proporcional a su condición prolífera. Son los últimos esclavos redimidos, aunque algunos de ellos sigan yendo al matadero y pasen al otro mundo en forma de salchicha.


Desde hace medio siglo el caballo se instala en la exclusividad que antes solo disfrutaban los palafrenes y los purasangre. Trasladamos a ellos nuestra sensibilidad, nos hacemos cargo, creemos entenderlos por su forma de mirar. La hipología es una ciencia sólida y abrumadoramente documentada. Hemos cambiado el látigo por la caricia. Hasta entonces, la misión del caballo ha sido llevar a la humanidad a sus más grandes conquistas. A ambos aspectos, a su heroica contribución y a su aciago destino, está dedicado este libro de Ulrich Raulff.

La invención de la rueda se completó con la tracción animal. No bastaba con inventar un vehículo sino que había que dotarlo de energía. Por eso fue antes la guerra con carros que con monturas. Aun así, el hombre tardaría toda la Antigüedad y necesitaría llegar a la Edad Media tenebrosa para inventar uno de las principales utensilios de su historia: el estribo, con el que se ganaron guerras y se conquistaron países. Fue, según Raulff, un invento de los francos, pero pasa por alto incomprensiblemente que los hititas ya lo habían usado para imponerse a los egipcios. Con ese artefacto, en todo caso, nació la geopolítica. El hombre podía hacer la guerra a gran velocidad sin perder el equilibrio, porque lo de los indios montados a pelo tirando flechas a toda pastilla no pasa de ser mitología circense. Galopar «sin bridas y sin estribos» es un ajetreo poco práctico. Con el estribo ya no son dos cuerpos los que avanzan dando botes sino uno solo prolongado, curiosamente solo unido al otro por un punto de apoyo, no por el cuerpo entero. El estribo es el poder. Marco Aurelio sentado a caballo con las piernas colgando no puede sino ir al paso, o como mucho trotando, pero los corceles levantados de los reyes barrocos son todo brío, como si se detuviesen de una larga carrera o estuviesen inquietos por lanzarse contra el que se ponga por delante. Napoleón a caballo es el dominio de la potencia, la velocidad en ciernes, como para sentar sus reales antes que nadie donde lo crea conveniente. Claro que, como se ha descubierto hace poco con el cuadro de Velázquez, un caballo rampante y desnudo, es posible que esos modelos de poderío los pintores los hicieran en serie y fuesen sentando en ellos a los clientes más importantes. En la Primera Guerra Mundial, no obstante, la esperanza de vida de un caballo, una vez entraba en servicio, era de diez días, por mucho que las crines le ondearan como las banderas.



Nos fascina ese carácter poderoso, pero también cierta fragilidad, la cabeza baja, el rocín flaco. Pintores como Gericault o Stubbs se afanaron en dominar la anatomía del caballo. Se pasaban el tiempo en los desolladeros, analizando músculos y huesos. Otros como Degas encontraron la modernidad pintando un caballo como si fuera un juguete, porque «se llega a la idea de lo verdadero a través de lo falso». Y otros como Lucien Freud los descarnaron sin necesidad de desollarlos, los hicieron espejo de autocompasión. No hubo antropólogo que no usara un caballo para datar un momento axial de la humanidad, ni filósofo que no encontrara en él un concepto con el que explicar conceptos que escapan a la razón, ni poeta que no diera lustre a sus héroes o a sus fantasías mitológicas con un hermoso corcel, ni gran novelista (Flaubert, Tolstoi) que no lo empleara para describir los anhelos y los sentimientos, sobre todo femeninos, porque son ellas (véase la película De chicas y caballos, de Monika Trent, 2014) las que encuentran en el caballo «el último peluche», la transición perfecta del juego al erotismo y a la maternidad, el verdadero sexo libre.
   Raskólnikov tenía pesadillas con un caballos apaleado y moribundo al que besaba llorando en su agonía. Nietzsche se agarró en Turín a un pobre caballejo maltratado y lo llamaba hermano. Los dos, Nietzsche y él, son quienes más lejos han llevado esta dolorosa mezcla de ambición y piedad, de gloria y de miseria, sin perder, aun en los momentos de la muerte, su hermosa dignidad.
   Por todos estos hechos, datos y autores cabalga Raulff en un tono a veces algo abstracto, otras ligeramente repetitivo, pero siempre abundante en conceptos prolíficos. Forma parte de esas historias transversales que en los últimos años, la era de los datos, se agradecen por su selección y organización. A eso se dedican los historiadores de la cultura, a escoger y a ordenar, como los poetas. Bien es verdad que a veces insiste demasiado en sus lecturas antropológicas, cuando lo que desde siempre se busca en este género son los datos elocuentes. Lástima que de aquí solo diga que el caballo ibérico, mezclado con el árabe, era el más buscado en toda Europa, pero le habrían servido detalles como la última carga del general Monasterio en Alfambra (otra de las incontables últimas veces que se empleó la caballería como fuerza de choque), o la imagen de un caballo de rejones junto a la de uno de picar, o la de un purasangre inglés frente a la de un brabanzón. En esa sugestiva teoría del origen caballar de los ritmos musicales, el tintineo del yunque, para el que le habría venido como de molde un martinete de Camarón. Pero es muy alemán el libro, morboso por momentos, entretenido, pero se deja la columna vertebral de la importancia del caballo: su trato con el individuo que lo necesita para trabajar y debe cuidarlo bien para que le dure. No todo ha sido guerras y exterminios, atascos de tráfico ni norias que chirrían. Buena parte de la humanidad sobrevivió hasta el siglo XX con un caballo en la cuadra, o un asno, o un mulo, clases bajas de las que en este libro rampante nunca se dice nada, compañeros de fueron creando por necesidad una compasión anterior a la filosófica y urbana. Fueron las ciudades las que mataron al caballo y las que declararon las guerras. En el campo, por la cuenta que les traía, casi siempre lo trataron bien.

Ulrich Raulff, Adiós al caballo, trad. Joaquín Chamorro, Taurus, 472 p.
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