24.12.13

Ibsen decadente


De Los visionarios hemos retrocedido treinta años, hasta La casa de Aizgorri, una curiosa mezcla de drama ibseniano, modernismo de aldea y costumbrismo vasco, aunque más curioso es todavía el hecho de que la La caída de la casa de Baena, última historia de Los visionarios, sea muy similar en su argumento y estructura a esta primera novela de Baroja. En ambas, el rancio abolengo está amenazado por el capitalismo moderno (los usureros) y por el movimiento obrero. En ambas muere el patriarca, que se había entrampado, y provoca la ruina familiar. En las dos quedan solas las mujeres, entre ellas la hija (Milagritos/Águeda), que finalmente debe huir. También aquí hay criadas fieles, también dos pretendientes, aunque el final de esta novela de juventud sea algo más esperanzador. Poco más, ciertamente.
                Estas coincidencias solo indican lo que ya sabemos: que un escritor tiene una determinada historia en la cabeza de la que van surgiendo variaciones sin demasiada conciencia de que esté insistiendo en los mismo. Las ideas que plasmaba el Baroja desengañado de 1931 son las mismas que expresó el Baroja escamado de 1901. El pesimismo republicano del escritor independiente es parecido al pesimismo de entre siglos del pequeño industrial. Eso sí: el joven Baroja está muy preocupado por la construcción dramática del conjunto, algo que al Baroja sesentón le trae más bien al fresco.
                Esa construcción dramática de La casa de Aizgorri es lo primero que al lector moderno llama la atención. La narración dialogada, con largas acotaciones descriptivas, es frecuente en las últimas novelas de Galdós. Solo un año después de publicar Baroja esta novela, Galdós llevó al teatro Electra, con un personaje femenino muy ibseniano, muy Nora, que a estos jóvenes del 98 tuvo que entusiasmar, y particularmente a Baroja, cuya heroína, Águeda, de valleinclanesco nombre, tiene demasiada palidez decadentista como para coger ningún toro por los cuernos ni dar ningún portazo. Águeda es una Nora frágil que se queda en el castillo hasta que la rescatan, pero se comporta como una hija de verdad.
                Pero lo primero es este lado Ibsen, el dramón de aldea. Hay ecos claros en La casa de Aizgorri de Un enemigo del pueblo, más evidentes en el caso del doctor, don Julio, convencido de que la destilaría de aguardiente que ha hecho rico al pueblo también lo está matando, y dispuesto, con la ayuda de Mariano, el buen vasco industrial, y de la lánguida Águeda, a desterrar ese veneno de la sacrosanta tierra vasca y sustituirlo por un asilo para obreros. Ellos crearán en la aldea de al lado una gran fábrica de metalurgia, con herreros lúcidos y arremangados, no con la panda de borrachos en que se ha convertido su pueblo.
                Todo esto está contado con lo que hoy llamaríamos un determinismo xenófobo. La destilería atrajo demasiados castellanos, entre ellos un peligroso líder obrero, Díaz. Hasta la Melchora, criada supersticiosa de cuento galaico, mira mal a los mendigos castellanos y acoge bien a los paisanos. El problema, la destilería, como siempre, viene de fuera, pero crea el determinismo destructor de un darwinismo de andar por casa. Así, el patriarca de los Aizgorri, don Lucio, todavía cincuentón, es un don Juan Manuel de Montenegro que no hace más que darle al alpiste, sin verdadera grandeza, igual de renegado para con sus hijos pero absolutamente incapaz para la acción. El hijo, Luis, ya lleva los genes del orujo de hierbas, y por eso ha salido descastado y cobarde, tan cobarde que, cuando le tocaba su papel trágico, se asusta y se va.
                Lo más interesante de la construcción dramática viene con un detalle clásico. El viejo don Lucio, borracho, quiere llevarse por delante la fábrica de aguardiente antes de que se la coman los acreedores o la hereden sus hijos. Por eso concierta con otro borrachuzo del pueblo, Pachi, que a una señal determinada (agitará un pañuelo blanco a las nueve en punto de la noche tras la ventana de su cuarto iluminada, muy Tristán) rompa los diques del canal que abastece la destilería para que las aguas arramblen con ella. A don Lucio le da un patatús antes de la hora convenida, y la escena en la que Águeda, involuntariamente, agita el pañuelo cuando suena el reloj de cuco, es buena de verdad. Águeda ve huir a su hermano y se hace la ilusión de que el pobre cobarde se despide de ella, y quiere corresponder.
                Es el clímax de la narración. Toda la escena de Águeda y la criada Melchora presintiendo la catástrofe es magnífica. Pero luego viene un giro narrativo un tanto forzado. El viejo se muere, el dique se supone que se rompe, pero la fábrica no desaparece, tan solo sufre desperfectos, porque Baroja nos quiere contar otra historia, otro tema, el de los obreros que quieren quemar la fábrica, con el castellano Díaz a la cabeza, y el buen vasco Mariano que quiere reflotar al pueblo de los vapores amuermantes. Las dos partes se separan por una escena de taberna demasiado larga y sin la tensión que habían alcanzado los acontecimientos. Es un breve vuelta a empezar que tendrá que resolverse precipitadamente. El estupendo broche del cuco, para que todo estuviera más fraguado, debería haber ido más adelante, y la reunión de la taberna más atrás. Ambos hilos dramáticos debieran haberse construido en paralelo, y desde luego haber dado prioridad absoluta a la espléndida escena de las dos mujeres situándola justo antes del epílogo.
                Y sin embargo esa forma, digamos, asimétrica de resolver la trama tiene el encanto de los errores constructivos juveniles, el mismo encanto folletinesco que el del uso en serio de tópicos de atrezzo y coincidencias del reloj. Pero también es algo barojiano eso de salir por otra parte, de yuxtaponer más que mezclar, de dejar su sitio a los temas y no mezclarlo todo, con abundantes y gloriosas excepciones, claro, como son siempre las excepciones en Baroja. Esa estética de la yuxtaposición llegaría al extremo en Los visionarios, treinta años después.
                Desde luego que este tipo de construcción acumulativa estaba, en la época del incipiente impresionismo narrativo, más que justificada, y ese, el de los titubeos modernistas, es otro de los encantos de esta novela. El tono general, de aldea escondida en un valle, es, desde luego, sobre todo en algunas acotaciones y en las escenas de borrachos, de mendigos y de medio brujas, del todo valleinclanesco, pero también se puede detectar una burla a cierta clase de excesos y una apuesta por el tipo de modernismo que a Baroja ya siempre le gustaría.
                Hay dos acotaciones muy sintomáticas a este respecto. La primera es la que abre el libro. En la escena están Águeda y la criada Melchora. A Águeda la describe en dialecto decadente con incrustaciones de sorna.
Águeda está sentada cerca de la ventana, se inclina hacia la costura y apoya los pies en un taburete pequeño. Esbelta, delgada, algo rígida en sus ademanes, como es, parece evocación de las imágenes religiosas de la antigua Bizancio. Su tez pálida, sus párpados caídos, su sonrisa de ensimismamiento, fuerzan a la imaginación a suponer alrededor de su figura una flordelisada aureola, como la de las vírgenes de los medievales retablos.
                Eso de los medievales retablos ya no lo escribiría Baroja en la vida, ni en broma. Porque solo puede estar escrito en broma. O bien, más abajo, después del espanto de la flordelisada aureola, que “sus dedos largos se apelotonan a clavar la aguja”. Valle-Inclán tampoco escribiría eso de se apelotonan en la vida. A Baroja, en todo caso, le dura poco, porque al lánguido retrato de Águeda le sigue el de la criada, una parca donostiarra, con dedos “arrugados y secos”, de “nariz puntiaguda y barba prominente”, un “tipo vulgar” de vieja vascongada. Hay un modenismo de Águedas y otro de Melchoras, del mismo modo que hay un modernismo de Conchas y otro de Sabelitas. Al primero lo llaman decadentismo y al segundo expresionismo esperpéntico, cuando se trata, en ambos casos, de que sea el sonido del lenguaje el que retrate al personaje.
                Tiene que ser en broma eso del medieval retablo y de los dedos que se apelotonan porque más adelante, en el capítulo IV, la descripción de la sala de respeto de la casa no solo es barojianamente detallista, con esa frialdad enumerativa traspasada de ternura ropavejera que no abandonaría nunca (incluidas las descripciones de los blasones, tema barojiano donde los haya), sino de una perfección estilística sin un gramo de grasa. Y aún más adelante, en el V, Baroja deja estos dos párrafos que habría firmado cualquier modernista serio:
                Pocas horas después; en el cuarto de don Lucio. El fuego se va consumiendo en el brasero; una chispa brilla en la oscuridad, sobre la ceniza, como el ojo inyectado de una fiera. Está anocheciendo, y las sombras se han apoderado de los rincones del cuarto. Una candileja, colocada sobre la cómoda, alumbra, de un modo mortecino, la estancia. Se oye cómo caen y se hunden en el silencio del crepúsculo las campanadas del Ángelus.
                Desde la ventana se perciben a lo lejos rumores confusos de dulce y campesina sinfonía, el tañido de las esquilas de los rebaños que vuelven al pueblo, el murmullo del río, que cuanta a la noche su eterna y monótona queja, y la nota melancólica que modula un sapo en su flauta, nota cristalina que cruza el aire silencioso y desaparece como una estrella errante. En el cielo, de un azul negro intenso, brilla Júpiter con su luz blanca. 

                Pero hay algo, aun en este Baroja estetizante, que no tuvieron los otros modernistas y que en esta novela sí que asoma. Es un punto de emoción honda, más allá de la floresta verbal, nacido también de la poesía, pero de otro tipo de poesía. La de Baroja está en esa chispa que “brilla en la oscuridad, sobre la ceniza, como el ojo inyectado de una fiera”, el murmullo del río, la estrella errante, el cielo azul negro intenso, pero no la flauta del sapo ni la campesina sinfonía.

                Por lo demás, cada personaje, como mandan los cánones, y siguen mandando, tiene su propia voz. La voz ginebruda de don Lucio, la dulzura de Águeda, la voz de vieja de Melchora, el tono galante y pueblerino de Mariano, o incluso la voz de Baroja, que hace un cameo como el doctor don Julio. Funcionaba como pieza teatral, desde luego, antes de la innecesaria complicación de la taberna. Funcionaba, en 1901, como funcionarían algunas piezas de Valle diez años después. Pero Baroja pensaba más en el Galdós último que en sus compañeros de café modernista, y más en las novelas de ideas y de sentimientos que en los éxitos en las tablas. Baroja negó a esta novela su condición de representable porque impuso su otra condición de narrador. Por el resultado, desde luego, no nos podemos quejar.

19.12.13

Rapsodia o centón


La tercera novela de la trilogía La selva oscura quizá sea la menos interesante para lo que íbamos buscando. El conjunto, a partir de la sorprendente La familia de Errotacho, es de una especie de desmoronamiento narrativo. En El cabo de las tormentas la trama ya se había disgregado en centones hilvanados con los viajes de Fermín Acha y el matrimonio Vidart, Míchel y Anita, una pareja sonriente, anuente, y más atrezzo que otra cosa. El inteligente, el ocurrente, el capitán tan es Fermín Acha, que en Los visionarios los lleva en un Ford-T a recorrer Andalucía en los primeros días de la Segunda República.
               El problema (para mí) de esta novela es que se trata de un documento excepcional para saber lo que Baroja/Fermín opina de los Borbones en general y de Alfonso XIII en particular, al que pone tibio, pero también de los republicanos de nuevo cuño, de los revolucionarios al calor del hambre, de los arribistas y de los mangoneadores. Al Borbón, nada más empezar, lo llama inútil y cobarde sin descanso y de todas las formas posibles, egoísta patológico, soberbio, mentiroso. Una perla. El sarcasmo amargo sofoca la escena de chimenea en que transcurre la conversación, en las habitaciones de la vieja condesa de Zorita, que está muy delicada. Participan el pusilánime marqués y su hijo Roberto, idealista de derechas y un duque, primo del marqués, algo más morigerado. “¿Qué ópina usted de la caída de la monarquía y del triunfo de la República?”, pregunta el marqués a un doctor “muy famoso” que ha examinado a la marquesa y charla un rato con los familiares, mientras ella descansa. En ese momento empieza la entrevista con Baroja sobre la monarquía y el triunfo de la República que no solo anegará esta primera parte sino casi todas las demás.
               Los comienzos de los capítulos (en libros los divide aquí Baroja) nos ilusionan por lo que tienen de libro de viajes, de descripciones de tipos y de paisajes. La visión andaluza de Baroja es bastante inclemente, desde luego. Lo andaluz per se y lo andaluz por contagio, porque hasta el Rinconete y Cortadillo le parece “una cosa falsa, inventada, que no tiene realidad ninguna, pero que produce el entusiasmo de estos amanerados y bizantinos eruditos españoles”. Con Zurbarán ya es otra cosa (“¡qué manera de ver la realidad más irreal!”): lo llama visionario y habla de un “realismo alucinado”, un poco como treinta años antes se hablaba de El Greco, en los tiempos de Camino de perfección.
               En todo caso, la entrada en Andalucía es muy hermosa, y la página que de vez en cuando le dedica a los paisajes, pero todo consiste en sacar actores del conflicto, exagerados hasta que se ajusten a las ideas del autor. Naturalmente que hubo caciques como el repulsivo Don García, que cuando llegase la guerra se convertirían en bestias salvajes, y curas idiotas y pazguatos, como el cura de Castrillo, o fanáticos, como aquel cura con el que viajan al País Vasco para relajarse de tanta zeta, y revolucionarios ignorantes, amarrados más a la rabia que a la idea, o a una idea rabiosamente comprimida. Los casos que cuenta, entre pintorescas divagaciones sobre bandoleros célebres y escenas de librería de viejo, son ejemplos, exempla, y como tales hay que tomarlos si a uno no quiere decepcionarle el que no se detenga en ninguno más allá del somero argumento. Célebre es la crítica llena de mala baba que le dedicó Borges a este libro, un Borges, por cierto, más patriota que crítico, y que había leído las lindezas de Baroja sobre los americanos en Juventud, egolatría
               Borges no vio más que su propa ira, pero hay al final un episodio que obliga a repensarlo todo, La ruina de la casa de los Baenas, el más interesante desde el punto de vista narrativo. Sin dejar de ser un ejemplo más de la entrevista sobre el tema (más bien, sobre nuestra incapacidad racial para afrontarlo) plantea una situación compleja cuyos actores son cada uno de los tipos que ha ido antes despellejando uno por uno en distintos capítulos, el cacique, el señorito, el anarquista, el perdulario, etc., a los que ha reunido apara dar forma a una historia que lo contenga todo. Baroja viaja a Córdoba con su equipo (Fermín Acha y el matrimonio Vidart) y pegan la hebra en el jardín del hotel con un magistrado que entra y sale, que se sube y se baja de la novela igual que del tranvía, como dijo Julio Camba. Pero luego hay otro que conoce a unas señoras que hay en la mesa de al lado y a las que le pasó la historia con la que se remata el libro para que quede el sabor de haber leído una novela. 
               Una familia de postín, los Baena, se entrampa con un usurero, don Segundo. Este le pide, muy a lo Torquemada, para casarla con su hijo, a Milagritos Baena, que no quiere saber nada de un advenedizo como él. El usurero, en su papel más clásico, empieza a apretar el nudo, lanza una campaña de insidias contra los Baena, una página densa que con otra idea más folletinesca de la novela (a esas alturas Baroja ya solo creía en los resúmenes) habría sido más que suficiente para componer la novela entera. Cuando llega la república, el usurero, antes afiliado a la Unión Patriótica y “entusiasta del dictador”, y su hijo mayor “aparecen como republicanos radicales y amigos de los directores de la Casa del Pueblo”, con lo que la campaña contra los Baena empieza a serlo contra las familias linajudas, “explotadores natos de los oprimidos”.

               Se publicó en la ciudad una hoja llena de horrores y de calumnias, pagada por don Segundo, sobre todo contra los Baenas: el padre había sido un vicioso y un alcohólico; la madre, una hipócrita; la hija mayor, una loca histérica y lesbiana; a la menor se le había visto salir de una casa de citas con un militar forastero, y el hijo prostituía a las pobres muchachas que iban a servir a su casa.
               Estas hojas se mandaron a todas las casas pudientes del pueblo. por el momento, no hubo nadie que tuviera el valor de reaccionar contra la calumnia. Las tres o cuatro familias residenciales quedaron sometidas a la mayor humillación. A los Baenas ya los visitaba únicamente el cura, don Juan Castrillo, y algunos pocos amigos fieles casi de ocultis. Tal suele ser la cobardía de la gente de los pueblos.
               La plebe tiene en épocas revueltas la pretensión de ser infalible. Si elogia o abomina, siempre es con razón, y, aunque la injusticia sea palmaria, no la reconocerá de ninguna manera. La ciudad mordió el cebo echado por don Segundo y sus amigos. Parecía imposible hacer reaccionar la opinión. El pueblo creía que la campaña contra los Baenas era de pura moralidad.

               La cosa no acaba ahí. Muerto el patriarca de los Baena, la mujer y las hijas se tienen que marchar a un cortijo, La Solanilla, sobre todo porque el tonto del cura, don Juan Castrillo, organiza con ellas una especie de procesión de damas monárquicas y las pone a cantar, en el año 31, el himno de riego versionado:

               Pediremos a Dios que nos triga
un Borbón, un Borbón, un Borbón


               Claro que, al irse al cortijo, se topan con la otra parte del asunto. En esa misma Casa del Pueblo con la que simpatizaba el usurero vive otro amante despechado de Milagritos, pariente suyo, que se había convertido en “un revolucionario peligroso de acción y en jefe de la Juventud comunista”, quien seguramente, a pesar de haber dado su palabra, anda detrás de un ataque al cortijo del que las mujeres, madre, hija y sirvienta, deben defenderse a tiros como en las novelas de Jane Smiley. Al tiempo, se organiza una intentona revolucionaria, se prende una fábrica de harina y mueren dos revolucionarios, uno de ellos el amante despechado, al que, por su origen, llamaban El Señorito. Las mujeres huyen a Madrid, se quedan sin nada y Fermín se ofrece a buscarles un empleo. Milagritos aún suspira por El Señorito, el niño bien que se hizo revolucionario, igual que despreció al ganapán que se hizo niño bien. Fin del libro, fin de una buena historia que ha durado solo las últimas páginas de un libro de opiniones ácidas, como si Baroja, al terminar, quisiera dejar claro que si no ha escrito esa novela es porque no le ha dado la gana, porque habría que reescribirla, y porque sirve de corolario, de broche final. Baroja escogió el método del centón, mucho más acusado que en las otras dos novelas. No era decadencia sino quintaesencia. “La más declaradamente rapsódica”, dice Mainer en su biografía de Baroja. Es un modo de decirlo. 

De tres en tres

Pedro Moreno ha estado estos días publicando en su blog introducciones a la lectura de tres novelillas mías. Aprovecho para traer aquí las estupendas cabeceras que diseñó Juan Carlos Navarro para su publicación en forma de folletín.


16.12.13

The Language of Mathematics


Kolia y Esther cruzan el charco. Isabel Palomo ha traducido al inglés el capítulo tercero de Otoño ruso, La lengua de las matemáticas, para la revista Aldus, de la Universidad de Brown.  En este otro enlace hay una copia en PDF de la revista, a la espera de que me llegue en presencia real, en papel cosido, como regalo de fin de año.

14.12.13

Baroja revolucionario


La familia de Errotacho, primer volumen de La selva oscura, contenía dos historias que en realidad eran una sola, porque las dos encajan en el episodio del complot de Vera de Bidasoa: la primera, Gastón el contrabandista, sin salir del aldea, era una historia que recordaba los tiempos de Zalacaín; y en la segunda, La aventura de Cashcarin, se contaba, con mano maestra, la ejecución de los implicados en aquella sedición.
               Esa novela tendía los hilos en los que colgar las siguientes cinco historias que compondrían El cabo de las tormentas, también escrita en 1931: las conversaciones de Fermín Acha con el matrimonio aventurero de Anita y Míchel, cuando no con el doctor Arizmendi o incluso con un marqués cenizo y divertido, y, cómo no, la reaparición de Margot, el oscuro objeto de deseo de Arizmendi, convertida en enfermera y asistenta de una marquesa vieja.
               Las crónicas son independientes pero la historia es la misma, es decir, las excursiones, meriendas y cafés en las que Fermín Acha (Baroja) o alguno de sus contertulios (un general que se encuentran en un restaurante yendo a Guadarrama, o el revenido marqués) cuentan ante la sombra femenina de Anita y de Margot, que otra vez vienen a formar un dúo como aquel de María y Natalia en La ciudad de la niebla, es decir, una mujer sonriente y civilizada y adaptada a su tiempo como es Anita, y la cashera o la modistilla vivaz, racial, la Lulú, la Anthoni. En este caso es como si la Anthoni hubiera salido del caserío para estudiar enfermería en Madrid y pensara seriamente en convertirse en médico. Si la novela entera habla de procesos revolucionarios, el de Margot es el mayor de todos.
               La primera de estas cinco historias, Bautista, el sublevado, parte también de uno de los personajes de Errotacho, pero se centra, sin dejar apenas margen al relato, en la crónica de la sublevación en Jaca de Galán y García Hernández, según el método de Leandro Acha que nos gustó tanto en el primer volumen: la técnica de la reconstrucción de los acontecimientos a través de unos diálogos que muchas veces suenan a interrogatorio, como en las novelas de detectives. Es verdad que Baroja afila aquí la pluma contra curas y borbones y ni se preocupa por ahondar en los ideales sediciosos ni tampoco en darle a la ficción las riendas del relato. Baroja (Fermín Acha) no se disfraza:

El revolucionario no puede asustarse de matar en la lucha, y el que conserva el orden, tampoco; pero matar en el patio de una cárcel es una cosa cobarde y repugnante. Uno de los motivos de antipatía que tengo por nuestro momificado Borbón es que ha dicho que el suplicio del garrote es un suplicio benigno, porque no hace sangre. ¡Qué miserable hipocresía! ¡Qué espíritu de sacristán demuestra esto! Como si al que ejecutan le importara mucho que corriera o que no corriera su sangre. Se ve que nuestro Borbón, además de hipócrita, es tonto.
              
               Con respecto al héroe del relato, Bautista, una vez prestados sus servicios como testigo de los acontecimientos, Baroja lo manda, literalmente, a la Conchinchina, un recurso que emplea varias veces en estas historias y que tiene de malo que también lo emplea con Margot.
               La segunda historia, El contagio, procede de forma parecida. Cuenta la historia de Juanito Vélez, “un muchacho inteligente”, que, forzado por las circunstancias, acepta presentarse a unas oposiciones a policía y, llevado por su peculiar sentido común, acaba como agente doble, de la policía y de los revolucionarios de Barcelona. Su historia se sumerge en el descarnado relato del pistolerismo barcelonés y de la sanguinaria represión de monstruos como Martínez Anido, que es lo que a Baroja le interesa contar. En cuanto uno se mete en esta narración veloz, llena de tiros y de salvajadas y con una actriz famosa y un agente doble algo atontado, es imposible no acordarse de La verdad sobre el caso Savolta, que trata de lo mismo. Uno se sonríe cuando recuerda la de veces que ha leído que la técnica de Mendoza para contar el episodio consiste en la aportación algo desordenada de diferentes materiales y una narración lineal para terminar. Tema, método y, casi siempre, punto de vista es el mismo en las dos novelas, pero en la de Baroja es más crónica que novela, más argumento que relato. Mendoza tenía aquí un hilo del que estirar, aunque tampoco sería el único.
A veces da la sensación de que Baroja desguazase una idea general de novela en la que, por ejemplo, habría cabido sin problemas esta historia y la siguiente, La protección del Negre, para mi gusto la mejor de todas, quizá porque se centra más en el personaje. Pero el sistema es igual: en una excursión a Guadarrama de Fermín y Leandro Acha con el doctor Arizmendi, se cuenta la historia de un cura que, a su vez, cuenta la historia del Negre, aunque antes cuenta también un relato breve que es una de esas muchas joyas que uno se encuentra leyendo a Baroja: el empleado que fue condenado a muerte porque una redada lo cogió en el pueblo al que había ido a ver a su amante. Uno de los revolucionarios pidió que lo librasen, porque no no tenía nada que ver en el asunto, pero el pobre hombre, pensando en la que le armaría su mujer y en la que a su amante le armaría su marido, pidió ser ejecutado. “El juez, inmediatamente, puso en libertad a este hombre”.
El Negre es un pistolero revolucionario que recoge del orfanato al hijo de su compañero de lucha Oriol, y lo lleva de escondrijo en escondrijo hasta que ya ve cerca su propio final, lo manda a un colegio y le encomienda su cuidado al mismo cura al que le contó esta historia. Como retrato del anarquista cansado, el relato es magnífico, y yo creo que, bien mezclado con la historia anterior, habría dado mucho de sí. La selva oscura, es decir, todas las novelas cortas juntas, me está resultando un libro extraordinario, y forma parte de su interés la constante pregunta de por qué Baroja atomizaba las historias si los mismos materiales, dispuestos de otro modo, habrían dado una única novela monumental. Así por lo menos da la sensación de que lo entendió Mendoza.
La cuarta historia, Silencio, silencio, la más sencilla de todas, inventa un jesuita detective para investigar el crimen de Baizama, después de que unas señoronas aristócratas le presionasen para que se dejase de hablar de él en la prensa y de que él visitara a los encartados, pobres campesinos que sin embargo se negaban a defender su inocencia. El retrato antropológico de unos y otros es marca de la casa, pero la historia, quizá por su condición de crónica, se queda en nada, sin que se sepa qué demonios sucedió, estrangulada por la necesidad de silencio de los amos y la anuencia perruna de los esclavos.
Y en la última volvemos al principio, a Margot y sus pretendientes. Margot tiene que decidirse entre sus varios pretendientes. Uno es el hijo enfermo de la marquesa para la que trabaja, un buen chico en quien, por estrictas razones de eugenesia, Margot no ha puesto su mirada. Le tiene afecto y sería compañera suya, como dos hermanos que vivieran tranquilamente en algún hotel de París, como César y Laura en Roma, pero no como marido y mujer. El segundo, el pretendiente formal, es un estudiante de medicina valenciano, entusiasta de Blasco Ibáñez y de Sorolla, es decir, y para Baroja, un fatuo. Margot no lo quiere, pero supone que es el mejor casorio que puede hacer. El tercero, el imposible, es el cirujano para el que trabaja, un hombre desgraciado en su matrimonio, entusiasta de la medicina, con el que Margot habría sido feliz si hubiera sido posible divorciarse. En todo caso, es una quimera, y Margot, tan realista ella, y al mismo tiempo tan instintiva y racial, tan ibseniana de pueblo, se termina casando con Martincho, un amigo de cuando eran niños y jugaban en la arcadia de Errotacho, con el que se marcha a vivir a América.
Toda esta historia de Margot, tan interesante, ocupa el cañamazo de la crónica de la proclamación de la República, excepcionalmente contado, a pie de calle, viendo cómo arden los conventos, cómo la gente lleva notas antimonárquicas en la cinta del sombrero, cómo se asustan unos y se envalentonan otros, con una extraordinaria intensidad que, mucho más exprimida y con un gusto más tétrico y más bárbaro, Cela bordaría en San Camilo 36, aunque aquí me ha recordado mucho más a La defensa de Madrid, de Chaves Nogales. La descripción del tumulto, de las escenas de masas, de la confusión y de los gritos contradictorios no es un género fácil. Al leer Historia de dos ciudades yo me quedaba maravillado de cómo Dickens, con pocos personajes, podía mover a tanta gente y trasladar un carro atiborrado de acontecimientos, de rumores, de falsas alarmas, de gratas sorpresas, de tristes certezas.
Baroja (Acha) remata el libro juzgando con dureza tanto la monarquía de la que se ha pasado el libro mofándose ante el marqués y de la república que viene ahora. No cree en la democracia, al menos en las democracias a la española:

A mí el sistema representativo siempre me ha parecido una farsa, hecho, al menos, como se hace. Si cada dos o tres mil personas tuvieran un representante en unas Cortes regionales o comarcanas, eso podría ser algo; pero cada cincuenta mil personas un diputado, excluyendo mujeres, niños, militares y curas, eso no es nada.


               A más de un crítico pazguato habría que recordarle estas palabras. Baroja es otra clase de revolucionario. La revolución es que haya hombres viejos como Acha y mujeres jóvenes como Margot, que haya médicos como el prestigioso operador, no como el estudiante valenciano, que desaparezca la brutalidad y la incultura, y el despotismo de la demagogia, que el hijo de Oriol que cuida el Negre tenga derecho a un hogar y a una educación, que los campesinos de Baizama sepan defenderse y que no dejasen salir de la jaula a bestias inmundas como Anido. Baroja, como Dickens, quería una revolución basada en la piedad y el sentido común, pero Acha, como Baroja, sabía que eso en España era imposible.

12.12.13

Crónica y poética


No había leído La familia de Errotacho, primera entrega de la trilogía La selva oscura, pero estoy por pensar que tampoco la han leído los críticos, porque de lo contrario alguno, supongo, habría llamado la atención sobre lo mismo que me la ha llamado a mí: que, en parte, parece escrita por Cela. Ya sé que Cela sale con cierta frecuencia en estas lecturas barojianas, pero es que ni El asesinato del perdedor, ni Cristo versus Arizona, ni, en general, las novelas que escribió después de San Camilo 36, ni mucho menos el rimero de volúmenes que van de Los viejos amigos a El camaleón soltero se habrían escrito, afirmo, sin leer esta novela. No se parecen en todo, desde luego: la novela de Baroja tiene sentido, es una historia que se puede seguir, no es mera palabrería.
               Pero, aunque no fuese por esta menudencia de historiografía literaria, sorprende que por ahí no se haya celebrado el impresionante castellano de esta novela, ese juego, de raíz poética, que consiste en prescindir de las cohesiones anafóricas y darle a la prosa un aire sincopado, plagado de versos hermosos, pero que al mismo tiempo corre como el agua clara. Se podría escribir sin dificultad con este libro uno como ese que escribió Carver con fragmentos de Chéjov, Último sendero a la cascada, en el que se limitó a poner las frases una debajo de otra, en vez de una al lado de otra, y el resultado era de una fuerza poética fuera de lo común.
               La familia de Errotacho es una crónica de los acontecimientos –verídicos– que tuvieron lugar en 1924 en Vera de Bidasoa, en la frontera vascofrancesa. Un grupo de revolucionarios anarquistas, entre los que andaba Durruti, decidió acabar con la dictadura de Primo de Rivera y derrocar al rey Alfonso XIII, y planearon dos entradas simultáneas por los dos extremos de la frontera, pero lo hicieron tan mal que nada más entrar en España les esperaban los carabineros, que habían interceptado y descifrado las consignas pero no se molestaron en avisar al puesto de guardia de Vera. En una noche “negra como la tinta”, en la que “no se veían las manos”, los revolucionarios fueron cazados como conejos. El saldo lo resume así Baroja:

Entre los cuarenta o cincuenta que tomaron parte en la expedición de Vera hubo muchos cuyo final fue trágico. Dos muertos a tiros en el momento de la lucha, dos agarrotados en Pamplona, dos guillotinados en Burdeos, uno suicidado, uno despedazado por un tren, otro ahogado en una zanja, otro muerto en Barcelona a tiros con la policía y uno deportado y perdido en Cayena.

Los heridos que fueron presos resultaron en principio absueltos por un tribunal de Pamplona, en razón a que no se sabía si los causantes de las muertes de los carabineros habían sido ellos, porque era de noche y no se veía, pero un tribunal superior, con la aquiescencia personal del monarca, se saltó el rigor procesal y los condenó a muerte. Alfonso XIII siempre tenía mucha prisa por matar sediciosos. Con Galán y García Hernández no respetó ni los días de guardar.


               Todo esto, con preciso desorden y a velocidad creciente, nos lo narra Baroja tirando, sobre todo, de dos hilos. El primero es el del doctor Arizmendi, que indaga en los hechos y trata al final de que aquellos tres exaltados se librasen del patíbulo. También conoce a Manish, uno de los aventureros, que logró huir escondido en el pajar de don Leandro Acha, y cuya hermana, Margot, lo lleva loco, en un interesante inicio a lo Luis Murguía (un Luis Murguía casado y con hijos al que se le va el corazón por una muchacha) que acaba, nada más empezar, en agua de borrajas. Margot reaparecerá al final en una redención del doctor Arizmendi muy interesante con la que Baroja no quiso seguir.
Por otra parte, don Leandro Acha, erudito de aldea, cuenta (no escribe, él no quiere escribir, él solo cuenta) lo que sabe de aquel suceso revolucionario, lo que le han contado los vecinos, lo que ha dicho el periódico, las diferentes versiones sobre lo sucedido en la noche negra, sobre quién organizó la expedición, quién avisó a los guardias, quién dejó que la guarnición de Vera se quedara entre dos fuegos sin enterarse de nada, etc., todo, digo, con un fascinante desorden de detalles diminutos, cuajado de un lirismo frío, intenso, y un manejo del ritmo que ríete tú de los modernistas de salón. El relato de la ejecución de los dos presos (el otro se echa a correr y se arroja al vacío) es una obra maestra del arte de narrar, esa marcha sostenida y cargada de tensión con la que Baroja remata a veces sus novelas, escrita con una prosa deslumbrante, solo comparable a las mejores páginas de Solana, si bien en este caso está, además, rota de indignación. Baroja toma partido por los pobres vecinos engañados, no por el obispo repulsivo, por los mandos cobardes o por esos dos verdugos que para sí los hubiese querido Cela y que para sí los quiso Azcona. No me extrañaría nada que la idea de la película de Berlanga hubiese surgido de ahí.  
Dejo esta perla que así, aislada, igual podría haberla firmado antes que Baroja Solana o después de Baroja Cela, pero que, encajada en el relato de la ejecución, alcanza un nivel literario que no todos podrían haber conseguido.

Los verdugos comenzaron su trabajo. Dejaron sus cajones en el suelo. Sonaron éstos con ruido de chatarra; sacaron de las cajas unas piezas de acero bruñidas, brillantes, y las colocaron cuidadosamente en los postes.
Uno de los verdugos, el de Burgos, parecía algo zurdo; los dos tenían manos fuertes, con muchas arrugas, llenas de pelos; manos de gorila.
Después cada uno se sentó en el banquillo, probó en su cuello la altura del corbatín, y, tras de un tanteo, lo sujetó definitivamente. Luego el de Burgos engrasó los dos torniquetes y comenzó a hacerlos funcionar:
–Van como la seda –dijo, y se echó a reír.
–Siniestros personajes –exclamó el juez, en voz alta.
Mayoral, el de Burgos, mostraba deseo de hablar, y ensalzó las ventajas de su aparato. Producía la muerte por triple procedimiento: asfixia, estrangulación y descabello. La más importante de sus mejoras era una uña de sujeción del tornillo, mandada hacer por él.
También había pensado, sin duda preocupado con la estética, que, al tiempo de la ejecución, penetrara una aguja en la garganta, e impidiera el feo espectáculo de la salida de la lengua del ajusticiado; pero todavía no había resuelto esta importante mejora.
Mayoral se estrenó con el Sacamantecas, loco atacado de canibalismo, a quien él consideraba como un monstruo. había trabajado también en Pamplona, en la época de las ejecuciones fuera de la cárcel, en la Vuelta del Castillo.
Mayoral fue también el verdugo de los del crimen del expreso de Andalucía en la cárcel Modelo de Madrid; pero en esta ocasión no se lució: estuvo, según decían, muy torpe. Uno de los reos, el Honorio Sánchez Molina, tardó muchos minutos en morir, y el otro, llamado Piqueras, se le revolvió de tal manera en el banquillo, que casi estuvo a punto de arrancarlo del suelo.
El verdugo de Burgos tenía sesenta y tantos años y había ejecutado a cincuenta y una personas. había aprovechado la vida. Casi le venía a salir a persona por año. Guardaba un cuadernito con notas. A un lado habría puesto los ingresos y al otro las reflexiones.
“Con mi sistema –dijo– no se cogen pellizcos de la piel y apenas sale una gota de sangre.”

La mala estrella de esta novela, ensombrecida por las obras maestras de Baroja y por los prejuicios de sus lectores, le viene de que, entre crónica y novela, elija mayormente lo primero. Es sintomático que el elaborado primer capítulo sobre los habitantes del molino (el errotacho) no se despliegue proporcionadamente en una novela que en ese caso habría necesitado de proporciones tolstoianas. Baroja coge y deja. De pronto se pone a sí mismo, en boca de don Leandro Acha, a charlar sobre sediciones con el médico Arizmendi; luego da un repaso a los revolucionarios en un alarde de lo que podríamos llamar la poesía de los nombres, recurso del que Cela abusaría luego hasta el absurdo; a continuación parece que vamos a asistir a ese principio de novela psicológica entre un cuarentón y una ninfa baserritarra, y finalmente la narración se abalanza en el magnífico relato final. Pero la cuestión no es si Baroja empalma o no empalma narraciones, si deja tirados a los personajes o se saca otros (Manish) de la manga. La cuestión es que el ritmo narrativo es impecable, y que no deja de ser una forma de composición impresionista que tampoco habría dificultades para casarla con los procedimientos vanguardistas. Los críticos le reprochan que deje de lado sus labores narrativas y las use solo como excusa de sus soflamas. Qué tontería. La labor narrativa es impecable, la prosa no se puede mejorar. Querríamos también una estructura dramática del personaje como en aquellas grandes novelas. Pero este Baroja ya es otro: le interesan los hechos, la narración estricta de los hechos, en una prosa que se mueve en el límite del significado y del significante, de la precisión en el relato y la belleza restallante de la prosa. Cela se tiró muy pronto al lado del impacto formal. Quizá tomando como modelo la libertad compositiva de Baroja decidió no tomarse la molestia de narrar. Cela es un Baroja viejo que no hubiera sido Baroja joven.


No ha sido mala idea saltar de una novela de 1920 como era La sensualidad pervertida a estas crónicas contemporáneas.  Si hubiéramos seguido el orden cronológico, al llegar aquí, después de veinte de las veintidós entregas de las Memorias de un hombre de acción, no habríamos notado el cambio de una manera tan clara. En las Memorias la narración se desmigaja en relatos autónomos y utiliza la historia como argamasa para la libertad compositiva. Pero la prosa de La familia de Errotacho es mucho más tersa, más lírica incluso que la de las novelas ciudadanas, más cargada de amor a lo que escribe, con esa pose de miniador de palabras que nos lo presenta viejo y con boina, puliendo sin descanso las cuartillas. Yo me lo imagino soplando lentamente, con la boca casi cerrada, cada vez que calzaba uno de sus párrafos perfectos, como si quisiera secarles el esmalte. Seguro que era así, porque Cela, que lo copió todo, también lo hacía.
Después de esta novela, quien quisiera practicar el realismo objetivo, el lenguaje forense narrativo (no solo Cela; también Ferlosio), ya sabía cómo. Como lo supo el joven Ramón Sender, quien tres años después de publicada esta novela, en 1935, ganó el Nacional de Literatura con Míster Witt en el cantón, con un jurado del que formaba parte Pío Baroja.

11.12.13

Una reseña de 'Otoño ruso'

Mi amigo Pedro Moreno ha escrito esta reseña del folletín naturalista

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Juventud, egolatría


No es de extrañar que Baroja decidiera publicar en 1918 Las horas solitarias, un año después de ese importante y delicioso libro que fue Juventud, egolatría. Sus juicios, entre descarnados y compasivos, escritos con esa transparencia, con esa impresión de sinceridad, habían tenido mucho éxito, y el éxito ya se sabe que predispone al autor a que el siguiente libro no esté tan cuidado. Esto no quiere decir nada malo ni bueno con respecto a Las horas solitarias; simplemente, Juventud, egolatría no tiene ese aire de miscelánea, sino de un repaso breve y sincero de su vida, de sus ideas políticas, filosóficas y literarias. Para el entusiasta del 98, es un libro imprescindible para comprender su generación, por lo que tenían en común y por lo que no, aunque este forraje académico, tan obsesionado con las ideas generales y los vínculos de unión, a veces no tiene nada que ver con el personaje.
               Así, para Baroja, el 98 se puede resumir así: “en el período de 1898 a 1900 nos encontramos de pronto reunidos en Madrid una porción de gentes que tenían como norma pensar que el pasado reciente no existía para ellos”. En un mismo café nos cuenta que llegaron a reunirse hasta cuarenta jóvenes escritores que habían llegado a Madrid con la misma intención. Y hubo de todo: su amigo Azorín triunfó, por más que luego a Baroja no le gustase nada su evolución política, cosa que, por lo menos a la altura del 17, no había mellado en absoluto su amistad. Pero su amigo Silverio Lanza, pese a ser un gran escritor, siempre tuvo ese comprensible sentimiento de resentimiento y vanidad que tienen los que no entienden por qué, siendo mejores que la mayoría, no se les hace ni caso. En todo caso, la mayoría, como pasa siempre, se perdieron en el olvido o en la estropajosa bohemia, de la que Baroja no dice nunca nada bueno, por más que se compadezca, por ejemplo, de Alejandro Sawa, de quien cuenta un par de anécdotas definitivas.
               En una, Baroja se encuentra con Sawa y con Cornuty (ese que quería morirse “en un jardín reducido”, según nos contará después Baroja en sus memorias), se toman juntos unas copas, que paga Baroja, hasta que Sawa le pide a Baroja tres pesetas. Baroja no tenía tanto dinero encima. “Bueno, pues vaya usted a su casa, y tráigame usted ese dinero”. Baroja, inocente, fue, y de regreso se encontró a Sawa en la puerta del café, que recogió el dinero y “en la escuela de Baudelaire y Verlaine”, le dijo: “Puede usted marcharse”.
               La otra anécdota es de Sawa ya ciego y desahuciado. Uno conserva la imagen que dio del bohemio Cansinos Assens, verdaderamente patética, más aún que la que dio Valle-Inclán. Pero Baroja cuenta que fue a verlo con un sombrero duro, de ala recta, y que Sawa cogió el sombrero y empezó a manosearlo. “’Estos sombreros se llevan con el pelo largo’, decía, con entusiasmo”. Hay más comprensión en esa frase que en toda la leyenda bohemia de Alejandro Sawa.
               La galería de tipos de la época que en sus memorias se convertirá en un inventario exhaustivo se limita aquí a media docena de personas tan importantes para su carrera como para la historiografía literaria: Paul Schmitz, que viajó con él a Toledo, cuando Baroja escribía Camino de perfección; Ortega, “de los pocos españoles a quienes escucho con interés”; Azorín, por supuesto; su hermano Ricardo, siempre interesante, o gente que le cae gorda, como Dicenta o Felipe Trigo. Aunque tan interesantes o más que los párrafos que les dedica son las opiniones en forma de píldora que sostiene sobre autores clásicos y modernos, desde los grandes realistas europeos a, incluso, los historiadores romanos. No es cosa de poner aquí esas opiniones, pero sí de destacar que Larra no le caía tan bien como nos manuales adocenados nos han dado a entender: “Es un tigrecillo amaestrado, encerrado en una jaula pequeña. Hace las gracias de los gatos, maúlla como ellos, se deja pasar la mano por el lomo, pero en ocasiones el institno le sale a los ojos y se observa que piensa: ‘¡Con qué gusto os devoraría!’” En más sitios he leído comentarios desdeñosos hacia Larra, nunca en los manuales al uso, claro.
               La parte más interesante quizá proceda del momento en que cuenta su infancia y juventud y el ensayo, o lo que sea, se convierte en novela autobiográfica: su infancia nómada, sus días en Burjasot (el pueblo donde llevan a Luisito en El árbol de la ciencia), su breve ejercicio de la medicina en Cestona (“En Cestona empecé yo a sentirme vasco, y recogí ese hilo de la raza, que ya para mí estaba perdido”), los años de la panadería, con agudas reflexiones sobre obreros y empresarios, todo visto ya desde la perspectiva de Itzea, es decir, cuando, a los 45 años, dice: “Siento la impresión, al asomarme a la vejez, de que todo con el pie un suelo más firme que en la juventud”. Su amigo Azorín lo dijo con mucha gracia: “La mejor manera de vivir muchos años es hacerse viejo cuanto antes”. En el caso de Azorín, viejísimo.
               Baroja reconoce que su prosa es “agria”, y sus opiniones disolventes. Sobre este punto se ha manipulado mucho, sobre todo a raíz de un florilegio de improperios que prologó Giménez Caballero y que sirvieron para hablar de él como “precursor del fascismo español”. Tonterías. Seguro que en ese libro está este párrafo:

Todo lo que tiene el liberalismo de destructor del pasado me sugestiona: la lucha contra los prejuicios religiosos y nobiliarios, la expropiación de las comunidades, los impuestos contra la herencia, todo lo que sea pulverizar la sociedad pasada, me produce una gran alegría; en cambio, lo que el liberalismo tiene de constructor, el sufragio universal, la democracia, el parlamentarismo, me parece ridículo y sin eficacia.

               No sé si eso será fascismo. Lo que sí sé es que, casi cien años después de dicho, sus palabras se entienden mejor que en estas últimas décadas de hagiografía democrática. En la España actual lo que nos empezamos a plantear no es si soportamos en el gobierno a una pandilla de señoritos con vocación de cuatreros, sino si ha habido alguna vez algo distinto. Ahora que el sueño democrático se está disolviendo en un golpe de estado de los amos de siempre, las palabras de Baroja no nos parecen tan producto de la época. Ni esas ni estas otras:

Los hombres probos, honrados, que no piensen más que en su conciencia, no pueden prosperar en la política, ni son útiles ni sirven para nada.
Es necesaria una cierta cantidad de desaprensión, de ambición, de deseo de gloria para triunfar. Esto es lo menos malo que se necesita.

               El propio Baroja no descendía a creer que su inutilidad (un poco presuntuosa, la verdad) se basaba en el bien, por más que la bondad la hubiera aprendido en casa.

Yo debía ser un hombre bueno. Mi padre lo era con una bondad un poco caprichosa y arbitraria; mi madre lo es con una bondad más firme y más enérgica. Sin embargo, yo tengo cierta fama de atravesado, y quizá lo sea.
              
               Esto es lo que nos sigue gustando de Baroja, su condición atravesada, algo que, por otra parte, fue bastante habitual entre nuestros escritores. hay una cierta inclinación al energumenismo exhibicionista entre nuestros literatos, paralela a la bonhomía con que la mayor parte de ellos se conducía en privado. Y al revés: Felipe Trigo, que se dedicaba a un “erotismo industrial”, ha tenido y tiene muchos peaneros. En privado era un sujeto comido por la ignorancia y el orgullo, como Rubén, por otra parte, a quien Baroja no nombra, pero ya dice bastante cuando, en uno de esos brindis al sol tan de la época, suelta la siguiente perla: “América es por excelencia un continente estúpido”.
               Y no solo América. Él se sentía vasco y castellano. Los catalanes le parecen “escritores rococó”, “amanerados saltimbanquis latinos”, razón por la que no es extraño que los excesos del modernismo le resultaran ridículos. Digo esto porque, hurgando en papeles viejos, me he encontrado con la visita que él y Ortega rindieron a Teruel en 1922, supongo que mientras se documentaba para La nave de los locos. Allí da a entender (o entendemos nosotros) que no le gustaban nada los nuevos edificios modernistas porque rompían la estética tradicional de la plaza del Mercado. Ya le dedicaremos unas líneas a esa visita.
               Pero aquí queríamos leer, navegar en el océano barojiano. Libros como este se prestan, casi exigen la cita permanente, el aparato historicista. Juventud, egolatría es, por ejemplo, uno de sus libros más nietzscheanos, y resulta obligado volver sobre las casi cincuenta páginas que le dedicó Sobejano en su estudio Nietzsche en España. También lo dejamos para otra ocasión. Lo primero es leer.

9.12.13

Apoteosis del buen tuntún



Dice Baroja en el prólogo a Las horas solitarias que necesita ir alternando “lo novelesco inactual” (es decir, y por aquella época, las Memorias de un hombre de acción) con “la actualidad” (es decir, las novelas que aquí llamamos de ciudad), y que este libro, “como los de juventud, en que el autor habla demasiado de sí mismo”, pertenece a la parte actual de su trabajo. Pero las novelas actuales iban a ser cada vez menos frecuentes, y en su lugar iría apareciendo lo que, en términos demasiado generales, podríamos llamar ensayo. En realidad, se trata de la apoteosis del buen tuntún: ahora una pieza sobre librerías de viejo, luego un viaje a Córdoba y Málaga (“Como no tengo gran cosa que hacer…”), luego unas divagaciones filosóficas superficiales, más tarde un paisaje de Vera, después un episodio novelesco, etc. Aquí remete Baroja artículos eruditos sobre los agotes, reseñas de lectura pesada (Bergson, Menéndez Pelayo), escenas de saloncito donostiarra y casi cualquier tema que se le ocurre, siempre con esa sensación, algo impostada en ocasiones, de que en todo se mete como un modo de matar el tiempo. Si va a San Sebastián a escribirnos una de vestíbulos de hotel, es porque se cansa de estar en el pueblo, y si se vuelve al pueblo es porque incluso aquellos que lo agasajan (en Bilbao, en Málaga) consiguen que Baroja los despache con un punto de impertinencia que hasta entonces uno no había notado en casi ninguna de sus novelas, salvo, curiosamente, en la que saldría dos años después, La sensualidad pervertida (la sensualité, como dice una cortesana de San Sebastián). También allí hay digresiones reflexivas al margen de la trama, más que como parte de ella, y también allí está ese tono impertinente que en las novelas uno no detecta.
               ¿Qué quiero decir con impertinente? A mí me divierte mucho el Baroja que se indigna con los curas y los caciques, el pesimista que piensa que España tiene lo que se merece, pero ya no tanto el Baroja que juega al escritor epatante con los amigos que le obsequian en Bilbao. Me gusta mucho el escritor que trata de inscribir la conducta humana en un plano de circunstancias biológicas, el que tira de ironía para glosar las paradojas del transformismo, como se llamaba entonces al darwinismo; pero no me gusta el vulgar opinador que trata de argumentar que Francia no ha dado ningún ingenio verdaderamente original. Esos maximalismos, más que propios de la época, son los propios del escritor de circunstancias. A Umbral lo perdían, y digo Umbral porque allá por 1917, fecha de Las horas solitarias, se estaba cociendo en España el mito del escritor sin tema, del novelista sin novela, del que escribe por escribir y, cuando hace falta cerciorarse de algo, se limita a aquello de “no me voy a levantar ahora a mirarlo”. Ciro Bayo, amigo de Baroja (con él fue en el viaje que dio luego cuerpo a La dama errante), hacía tiempo que se dedicaba a estas cosas. La literatura de viajes llevaba años en su mejor momento. La ruta de don Quijote, de Azorín, es de 1905; Por tierras de Portugal y España, de Unamuno, de 1911; Madrid, escenas y costumbres, de Solana, había empezado a publicarse en 1913. Etcétera, etcétera. Baroja no había tenido mucha necesidad hasta entonces de escribir libros de viajes porque sus novelas ya lo eran, y espléndidos.
               Lo que tiene de más novedoso Las horas solitarias es que su autor renuncia a otra estructura, tema o como se quiera que no sea el ir a lo que salga. Uno tiene sensación de tiempo por las estaciones que van pasando, pero eso no basta para mezclar ensayos de etnografía, reportajes cómico-periodísticos, reseñas de libros indigestos, y esas, siempre, maravillosas páginas de Itzea, sus descripciones campestres, insuperables, la nostalgia blanda, brumosa en la que vive cuando viaja al útero vasconavarro. Con libros como este, que en rigor habría que llamar miscelánea, cajón de sastre, llegaremos a Pla o a Cunqueiro. De Pla decía Umbral que él iba escribiendo cosas y el editor hacía los libros. Este libro es un poco así. Se nota que tiene voluntad de heterogéneo, pero también que todos los asuntos que toca, separados pero considerados como un todo, quizá sean el mejor retrato de su autor, un hombre que sentía la necesidad de alternar los folletines y los mamotretos de filosofía, Madrid y Vera de Bidasoa, la inevitable arrogancia del triunfador y la sencilla conversación con su sobrino, Julio Caro, que por entonces no tenía que tener más que tres añicos, y que en el tono me ha recordado a la conversación de Cela con el niño de los hectómetros en el Viaje a la Alcarria.
               Sí, claro, hay una unidad, y si no se la buscamos enseguida. Además, el libro tiene tres episodios, dos unitarios y el otro desperdigado, especialmente brillantes. Su relato del viaje a Fraga para conseguir un acta de diputado, contado en presente, es magnífico. El propio Baroja se presta a ser el protagonista un tanto desganado del chanchullo. La cosa, entre idas y venidas, no termina de cuajar, pero en el camino Baroja cuenta con gracia y mala leche las entrañas corrompidas del sistema electoral español, tampoco muy distintas de las que ahora soportamos, dicho sea de paso.
               El segundo, el de sus dos viajes a San Sebastián, todos llenos de conversaciones de hotel, aristócratas en apuros y cocottes de temporada, es un estupendo estudio preparatorio del tono y el ambiente que utilizaría para La sensualidad pervertida, si bien en la novela rebajaría, para bien, el tono sarcástico que aquí no siempre tiene gracia.
               En ambos casos triunfa el novelista, el narrador, porque el ensayista suele perderse en ideas generales y abusa del verbo ser. Esto es esto, aquello es lo otro, la vida es así, la muerte es asá…, ese vicio de la frase que a los escritores españoles les acaba de impedir que reflexionen con un mínimo de seriedad, sin estar tan confiados en que la buena prosa lo soluciona todo.
               Pero lo mejor, con mucha diferencia, de este libro son los capítulos que le dedica a Itzea, a la vida corriente, a los paseos por el huerto y por la carretera, a las flores que se abren y los cielos que se cierran, a la lluvia y al río. En ellos, de la mano de su formidable dominio de la descripción, brotan sus mejores momentos. Y es esa brillantez, para mi gusto, la que hace que el libro no me haya terminado de gustar, aunque sí de entretener, y mucho: quizá esperábamos un libro entero dedicado a eso, a ver cómo brotan los crisantemos.
               Baroja lo habría considerado excesivo. Lo suyo era cambiar, saltar deprisa por los temas y los personajes como salta uno por las piedras cuando cruza un río. En Juventud, egolatría, ensayo general de sus memorias, hay una unidad íntima, un aire familiar que nos atrapa, sobre todo porque a través de ese libro vamos explicándonos los referentes biográficos de sus mejores novelas. Incluso ensayó una breve galería de tipos de la época. Pero Las horas solitarias ya es Itzea, ya debería haber sido Itzea toda ella, y quien haya leído el impresionante Los Baroja, de Julio Caro, uno de los libros más hermosos y mejor escritos que uno ha leído en su vida, sabrá por qué lo echo de menos.

               

8.12.13

La sensualidad pervertida, 2


Le pongo número a la entrada porque no es la primera vez que hablo aquí de esta novela. Es posible, además, que sea la novela que más veces he leído de Baroja. Teniendo en cuenta que Luis Murguía (y Baroja, que la escribió con 48 años) se aproximan ya a doblar el cabo de las tormentas, puede decirse que la he leído en casi cada edad de aquellas por las que pasa el narrador. Las primeras veces, el punto de llegada, escéptico y desengañado, conforme con la vida invernal, con esa independencia triste que se ha ganado, me parecía entonces el atributo definitivo del héroe. La vida le lleva luego a uno por otros caminos, pero ese fondo de renuncia, esa misantropía casi natural que se va forjando en Luis Murguía son más o menos los mismos que uno tiene ahora, a la misma edad con la que el protagonista termina su relato. Entonces eran los sueños de un muchacho apartadizo; ahora son las certezas de un hombre alejado.
               Es posible que esta sea la primera gran novela “de después de 1914”, fecha en la que el propio Baroja encuentra un cambio en su carrera. Antes, en palabras de Baroja que leo en el tomo de Mainer, todo giraba en torno a “violencia, arrogancia, nostalgia”, y después lo dominaban “historicismo, crítica, ironía y un cierto mariposeo sobre las ideas y sobre las cosas”. La sensualidad pervertida es de 1920. Desde que ocho años antes, en 1912, escribiera El mundo es ansí, Baroja no había vuelto al tipo de novela urbana, contemporánea, que había venido practicando regularmente desde principios de siglo, y con la que había conseguido sus piezas más duraderas. Desde entonces se había metido en esa lectura de largo verano que son las Memorias de un hombre de acción, veintidós novelas de pluma y espada que le llevarían a mediados de los años treinta, salpicadas por piezas de otro palo como El laberinto de las sirenas (1923), El gran torbellino del mundo (1926) y Las veleidades de la fortuna (1927), pero ya en otro orden barojiano, el orden del mariposeo.
               Vista así, la vida de Baroja da un cambio no tanto en 1914 como en 1912, cuando se compra Itzea, la casa de Vera de Bidasoa, “buena para fábrica o convento”, según la anunciaban los vendedores. Allí Baroja, en efecto, se recluyó para fabricar sus propios episodios nacionales, sus a partir de entonces frecuentes libros de ensayos, que son novelas de no ficción, y de vez en cuando, cuando estaba en Madrid, en invierno, en la mesa camilla, con el brasero, volvía a un tipo de novela que ya solo se podía escribir desde la nostalgia, no desde la rabia ni desde la idea. La arcadia vasca a la que desde Madrid le había dedicado lo más sentimental de su literatura se realizaba en un entorno a lo Montaigne. A partir de entonces Baroja escribió una única novela o ensayo en varias docenas de volúmenes. Se convirtió en personaje de sí mismo para siempre, y la potencia creadora iría sesteando hasta que la vida y la literatura fuesen una misma cosa y pudiera escribir sus memorias.
               De toda esa segunda etapa, La sensualidad pervertida es su última gran novela madrileña, por oposición a las novelas de Itzea. Es crítica e irónica, y por momentos tronchante, pero en ella el personaje, y la ficción, son cañamazo del ensayo. Los diferentes fracasos sentimentales de Luis Murguía sirven para poner ejemplos de una idea que recorre la novela entera: es muy cansado ir detrás de las mujeres y que no te acabe de cuadrar ninguna; es decir, es muy cansado compaginar las urgencias de la biología y los dictados del pensamiento crítico, la atracción irresistible y la misantropía (Baroja no es misógino, es misántropo, es decir, misógino y andrófobo).
La arquitectura novelística, en efecto, ya no tiene ese impulso dramático, esa compasión por el héroe. Ahora el héroe y el autor vienen a ser la misma cosa, y uno no se tiene compasión por sí mismo; si acaso, se contempla con ironía. El argumento es la vida misma, poco a poco, mujer a mujer, decepción a decepción, todo recamado de escenas sueltas y diálogos brillantes, en un tempo narrativo que va a toda pastilla, que pasa por las cosas pero no tiene demasiado interés en rebuscar en ellas. Ese no detenerse, escribir como el que recoge fichas, una tras otra, sin modulaciones dramáticas, ese irse dejando construir de la novela la separa de los otros dos personajes de la trilogía, César Moncada y Sacha Savarov, porque ellos eran, cómo decirlo, héroes exentos, y Luis Murguía es, sin tapujos, Baroja mismo. Iturrioz y Arcelu, que aquí se llaman Luis Murguía, son ahora los protagonistas. El Baroja que narraba en un segundo plano es ahora la novela entera. Si esta novela es novela es porque para contar sus andanzas eróticas existenciales tenía que hablar en sentido figurado, sobre todo cuando salen tantas.
En todo caso, entre la marabunta de mujeres que repelen a Luis Murguía, hay dos arquetipos de mujer barojiana que sobresalen un poco, la una porque aparece con más frecuencia y la otra porque es la última gran decepción. Se puede decir que Murguía ha ido desechando mujeres porque no le cuadraba ninguna o porque no quiere que le hagan daño, hasta que encuentra una, la de siempre, la rusa, la extranjera, la dulcinea, que sí le gusta, pero esta se le va en un giro teatral de última hora que tampoco es muy convincente, después del realismo impresionista y plagado de personajes con que nos ha ido contando su perversión sensual, y después de que por fin, y muy discretamente, en elipsis barojiana, nos haya dado entender, por fin, que echó un polvo con Bebé.
           El primer arquetipo es la Filo. Es de la misma pasta que Lulú, más resabiada por los palos que le ha dado la vida, pero igual de noble. Una mujer sencilla, valiente, trabajadora, con la que Murguía no se arregla porque, ay, resulta que la Filo escogió a Lozano cuando eran jóvenes, no a él, y encima Lozano le hizo un hijo, antes de dejarla tirada. Murguía está a gusto con ella, pero no puede soportar la idea, tan masculina, de que cuando él la quiso ella lo rechazase; de que, cuando él soñaba con ella, ella estuviera revolcándose con su amigo. Estas heridas estúpidas, hijas de un orgullo insano, a veces duran toda la vida. La Filo y Murguía siguen siendo amigos, y hasta cierto punto lamentan no haberse hecho compañía para siempre. Acostarse al final con Bebé viene a ser como reparar de un modo chapucero el no haberlo hecho con la Filo.
               El otro modelo es Ana, la rusa de París. En España, para Murguía, no hay más que mujeres retorcidas, primitivas, fanáticas o gordas. A las mujeres españolas las describe según divertidos métodos etnográficos: reparadas, belfonas, platirrinas. Tan solo la Anthoni, una criada vasca que es de la estirpe de Lulú (o de aquella Quenoveva de Zalacaín), y Charo, la mujerona que nos ha vuelto locos a todos los adolescentes, y que yo, cuando la leí por primera vez, recuerdo que me la imaginaba como Charo López, se salvan de la quema. Pero cuando Adela lo toma como padre de la pobre Adelita (que es como el Luisito de El árbol de la ciencia pero en niña) mientras el verdadero padre se lava las manos con su amante y sus negocios, Murguía se revuelve contra quien lo quiere porque lo utiliza.
Pide demasiado Murguía. Se asombra de que Joshe María Larrea (el tipo de Julio Aracil, un hombre de acción, sin escrúpulos ni complejos) pase por alto tantas cosas con tal de mojar. Murguía no. Murguía es un romántico hiperestésico que no soporta la mugre bohemia ni los defectos demasiado humanos. Solo cuando sale de España, en ese París de paseos junto al Sena y de hotelitos con damas internacionales, conoce a una mujer que le llega de verdad, Ana, exactamente igual que Sacha, y él se comporta con ella como Arcelu con Sacha Savarov, y termina igual de escaldado. Más, porque en esta ocasión ha sido la casualidad, la carta que no llegó, el malentendido, lo que desbarata cualquier ilusión y lleva a Murguía a su punto de partida.

               Ya huyo sistemáticamente de las mujeres; no quiero darme a mí mismo el espectáculo de un viejo rijoso y ridículo.
               Nada de grandes proyectos ni de grandes esperanzas; nada de lazos apretados. He llegado a lo que en mi juventud me parecía la más triste necesidad de la vida: la necesidad de la limitación. Me contento con tener un pequeño éxito de conversación en una reunión de señoras, con llevar a casa una chuchería antigua que me parezca bonita y comprar algunos libros.


               Baroja, digo, escribía esto con 48 años, en una de sus novelas más biográficas. No creo que en su vida hubiera tenido tantas mujeres a tiro, pero sí que se sentía así, que esas palabras son de Murguía y son de Baroja. Tampoco parece lamentar nada, porque a fin de cuentas no ha sido víctima de las mujeres sino de su propio carácter, e insiste en que se siente mejor que cuando era joven, menos presionado por las necesidades biológicas. Ya conoce sus límites. Esa ataraxia que va buscando en tantas otras novelas parece que se ha formado por sí sola, que la ha formado la edad, no la voluntad. La llaga protectora que le salió al árbol con la picadura del cínife ya está completamente formada. El hombre ya sabe lo que le mortifica, y que su sentido de la lucidez no admite excepciones. “No me gusta la gente”, dice en alguna ocasión. Y eso es todo, pero para pensarlo y decirlo con la suficiente seguridad se necesita casi medio siglo de dudas.

5.12.13

Baroja enamorado


Al leer Laciudad de la niebla me quedé con la impresión de que María Aracil debería haber seguido contando la historia en primera persona, porque su voz era verosímil, se la oía a ella, no a Baroja, sin dejar de saberse quién lo había escrito. Eso es algo que no todos saben hacer. Pero Baroja, entonces, aparecía en Londres, vestido de Iturrioz, y eso exigía mala leche, que es lo que Baroja quita a sus personajes femeninos para darles voz, de modo que a partir de entonces escribió en tercera persona hasta terminar el libro. Tanto María Aracil en La ciudad de la niebla como Sacha Savarov en El mundo es ansí, cuando hablan en primera persona, son Baroja sin mala leche, y en el caso de Sacha, que es rusa, utiliza una prosa más musical, más amplia, con ese periodo equilibrado que Baroja, como buen escritor tacíteo[1], evitaba por sistema. Hay descripciones de Sacha que podría haberlas firmado sin duda un modernista de la época (1912), un modernista que no fuese cursi, queremos decir, y que tuviera el sentido del ritmo de las buenas novelas líricas. No es tan sonoro, desde luego; es más discreto, más encapotado, más ruso, pero el ritmo está muy medido y todas las frases muy rematadas. No se trata de un hallazgo fonético, de estar oyendo a Sacha, sino literario, de estar leyendo a una mujer inglesa que ha leído Ana Karenina.
               El mundo es ansí procede al revés que La ciudad de la niebla. Allí el arranque lo contaba María, y aquí se ocupa Baroja. Debe de ser que, como era una novela tan europea, Baroja pensó en empezar in medias res, con la boda de Velasco y Sacha, de la que apenas se dice nada porque de inmediato el narrador se remonta a la vida de Sacha en Moscú, su amistad con Vera (muy parecida a la amistad de María con Natalia) y sus amores nonatos con el severo ruso Leskoff, sacado directamente del Padres e hijos de Turgueniev, un tipo huraño, de melena grasienta y nariz afilada, y en fin un buen tipo, coherente y leal; pero también su primer matrimonio con Klein, un hombre de acción disuelto en arrebatos de ruso. Ahora Sacha ya no es tanto Karenina como Kitti, y su Klein es el esforzado Levin, pero ni Sacha es tan candorosa ni Klein tan concienzudo, y enseguida se sale de la santidad tolstoiana para enfangarse de atrabilis dostoievskiana.
               Así que lo manda a la mierda y se va a Florencia con su hija pequeña y la niñera. Estas novelas de Baroja tienen eso, que la gente se enfada por algo y cambia de país y se va a vivir a un hotel y a describir, ya en primera persona, hermosas tarjetas postales que están entre lo más interesante de esta novela, el esfuerzo estilístico de una prosa lírica sin desparrames, delicadamente femenina, y yo creo que lo consigue. Claro que también se toma sus descansos, porque Sacha, de Florencia, después de unos cuantas historias laterales de mujeres engañadas por chulánganos y de la guía turística habitual, ella, despreciando a los conquistadores italianos, se casa con un pintor español, Velasco, que es por donde había empezado la novela. En realidad, cuando Sacha llega a Biarritz, antes de pisar un pueblo de la Rioja ya con la boina 98 en la cabeza, es como si se terminase una novela. Baroja entonces interviene. Esos cambios de rumbo de sus novelas parecen eso, intervenciones, como si la novela hubiese llegado a un punto final demasiado prematuro y hubiera que bajar a las vías para ponerla otra vez en funcionamiento. Así que, después de recorrerse media Europa, acaban en la Rioja, y al día siguiente en Sevilla, y a ellos se ha unido el técnico en reparaciones argumentales, Baroja, esta vez disfrazado de Iturrioz, a su vez disfrazado de Arcelu, un tipo que, al contrario que Iturrioz, sí que tiene inclinaciones sentimentales. Arcelu, el amigo bueno (en César o nada también hay un Pílades sensato, Alzugaray o algo así), da un repaso al tema de España en una larga conversación en la que Sacha dice más o menos lo que los contertulios de Sócrates. En esos momentos, con esas intromisiones (estábamos asistiendo al derrumbamiento del matrimonio de Sacha, no a una discusión sobre el tipo ibérico y el semítico, luego incluso del tipo gorila y del tipo mono, tan barojianas), es cuando uno se plantea si estos retales remetidos quedan bien o mal. Desde ahora da la sensación de que Baroja no se entrega completamente al mundo interior de Sacha porque le apetece descansar de ese leve amaneramiento de su voz que tan bien le sale, y se toma un refrigerio. Pero también es la ortodoxia impresionista: una mancha de esto, otra de aquello. Baroja cifra la continuidad en otras virtudes, empezando por la variedad. El conjunto, acabada la novela, suele darle la razón, y aquí también, por más que no quede tan redonda como otras. Creo que Arcelu habla demasiado tarde. Llega tarde a la novela, no le dan tiempo a nada, al pobre, y su conversación, muy interesante, remansa el sentimiento desbocado que esperábamos y lo concentra en una última secuencia.
               Ese episodio final de El Puerto de Santa María, intenso y bien resuelto, la verdad es que compensa. Sacha es entonces una Nora engañada muy españolamente por su Juanito Velasco, con una bailarina de flamenco, la Coquinera. Baroja lleva tiempo hablándonos, un poco a lo Montesquieu, de cómo son las mujeres españolas, sometidas voluntariamente a un sujeto que en el mejor de los casos se deja gobernar dentro de casa, donde las tiene secuestradas. Cuando Sacha le dice a Juan que se quiere separar, sus palabras son de drama ibseniano:

-… Separémonos.
- Hablas en serio, ¿Sacha?
-Sí, hablo en serio. Eres un egoísta; no has tenido consideración ninguna conmigo. Yo no te he pedido nada, y tú me has tratado con una brutalidad, con una crueldad que ya me ha sublevado. No quiero estar más aquí. Me voy.

Y se va. El epílogo es gracioso, porque Sacha se da cuenta de que forma parte de la incesante crueldad de la existencia el herir aun siendo herido, el sufrir sin ser consciente de a quién hieres con tu sufrimiento. Sacha es de esas mujeres que hubiera sido muy feliz con un hombre leal a su esposa y a su hija, que sin privarse de conocer el mundo las tuviera siempre en el centro de su vida, un marido culto y viajado, crítico con el atraso social y defensor de la igualdad de la mujer. Sacha empieza la novela estudiando medicina, igual que su amiga Vera, y si no continúa es por no admitir la severidad de su maestro y casi amante Leskoff. Sacha es la Electra que el joven Baroja había aplaudido diez años antes, la mujer que a pesar de todo lucha por su independencia sin renunciar a lo que podríamos llamar con infinitas precauciones su condición femenina. Sacha no necesitaba a un pintamonas como Juanito Velasco sino a un intelectual cínico y volteriano, un buen hombre que la llevara en palmitas y fuera feliz llevándola, que hiciese reír a su hija y sentirse protegida, que no la agobiase a ella ni la encerrase ni la condenase a nada. Sacha hubiera necesitado alguien como Arcelu, o sea alguien como Iturrioz, o sea alguien como Baroja. Está visto que, para un escritor, la mejor forma de que una heroína le salga bien es enamorarse de ella. 




[1] Me refiero a la manera de escribir, aunque me extraña que, por ejemplo, el retrato de Sejano que pinta Tácito en los Anales no le gustara a Baroja, que se decantaba, sorprendentemente, por Suetonio. En Juventud, egolatría le dedica este párrafo a Tácito: “Otro gran historiador romano teatral, melodramático, solemne, lleno de grandes gestos, es Tácito; también da una impresión sospechosa, de poca veracidad. Tácito tiene algo de inquisidor, de un fanático de la virtud. Es un hombre de una postura austera y moral, una de esas posturas que con frecuencia sabe tomar un perfecto canalla”. 

4.12.13

César o nada


César o nada ha quedado como ejemplo de un poco probable maquiavelismo progresista. César Moncada, señorito de posibles, se empeña en hacer carrera política por la senda sin escrúpulos de los curas y de los caciques, para, una vez él mismo convertido en cacique, imponer el progreso en Castro Duro, un pueblo de la Castilla levítica y reseca. Así lo intenta, hasta que el amor lo deja sin fuerzas, al estilo de Lucrecio, y esa placidez de la que hablaba el infame Mayor Oreja está a punto de dejar en nada su plan. Resucita, a la manera nietzscheana, al final, pero solo para darse cuenta de que este país no tiene arreglo, y para pagar por ello las consecuencias, en un giro algo folletinesco, hacia el final, que deja claro, por lo menos, que Moncada, como personaje, le había gustado a Baroja, y que aún no quería olvidarse de él.
               Baroja no creía en los políticos ni en las apariencias de la buena voluntad. Por eso César, si quiere conseguir algo, debe dejarse de escrúpulos, vivir instalado en un cinismo lúcido, derrotar al enemigo desde dentro. Pero eso es algo que va gestando la novela, hasta el punto de que casi habría que hablar de dos novelas distintas, como si los propósitos de Baroja hubieran cambiado cuando vio que se le agotaban las marquesas del hotel romano y hubiera decidido volver al tema del desastre de país en que vivía.
               Esa larga primera parte, con César en Roma, jugando a ser canalla y elegante, en un mundo de expatriados sin ocupación, aristócratas de segundo orden y damas y caballeros viciosos y hastiados, es un modelo de cómo Baroja hilaba episodios sin rumbo fijo, en andas de su habilidad para la mímesis. No le cuesta nada seguir creando personajes, describirlos y hablar de un cuñado suyo que se llamaba Casimiro y era un bodeguero riojano. Esto luego Cela lo llevaría a sus últimas consecuencias, y aquí no deja de ser un agradable fresco impresionista, que por otra parte es el que más conviene a la narración. Baroja siempre tuvo ese deje modernista: el mundo que describe en Roma es turístico e insulso, lleno de datos y de callejuelas, adúlteras caprichosas y marquesas insaciables, todas ñoñas. Lo único que vibra en la narración es ese misterioso plan de César Moncada para tener éxito, y que le sirve a Baroja para ofrecernos un divertido recorrido turístico por la curia y sus barros bajos. Resulta que es sobrino de un cardenal, de quien intenta valerse para medrar pero se empeña en hacerlo desde el más ostentoso cinismo. César indaga en iglesias y tabernas con curas viciosos y corruptos, astutos y retorcidos, esperpénticos todos, hasta que su tío el cardenal se lo consigue pulir, no sin que antes el pariente libertino haya conseguido, cardenal mediante, favorecer a un cacique de pueblo que será el hilo del que arranque la segunda parte, la segunda novela. Esta se termina con más vaporosas historias de la hermana de César, Laura, otra viajera desocupada, y Susana, otra estampa de hotel, malcriada, seductora, pero una mujer bellísima con la que ningún hombre querría vivir, empezando por su marido. No me queda más remedio que dirigirme a Laura o la soledad sin remedio y a Susana y los cazadores de moscas cuando termine con esta trilogía de Las ciudades.
               Cuando Baroja está en el extranjero, sus personajes son personajes de hotel, y cuando vuelve a España, personajes de pensión. Castro Duro es la gran pensión ruinosa española, la de cuartos mal ventilados y casonas con olor a mugre. César, muy diletante, despreciaba las ruinas del Foro, pero ahora, en aplicación de su plan, regresa a las ruinas vivas de aquella España que es la España de siempre. Es curioso: la primera vez que leí esta novela debió de ser en el 79 u 80. Yo tenía entonces la idea de un César valiente y cosmopolita, y el entorno histórico y político me parecía un poco de la parte de teoría del tema de la Generación del 98. El cacique, el pucherazo, los curas y las dos Españas presentidas. No sé si fue por mi edad o por la también tierna edad de aquella democracia, pero recuerdo que aquel mundo me parecía lejano, superado. Hoy la lectura es otra: la derecha se comporta igual que entonces, utiliza los mismos métodos, roba tanto o más, divide la sociedad en castas, reduce la presunta democracia al chanchullo permanente y a los tres poderes en un solo garito, se jacta de sus abusos e incluso los emplea para aleccionar al sector más fanático y al más impresionable de la población, es decir, y en términos electorales, a la mayoría.
               La novela se revoluciona en Castro Duro. El plan empieza a estar claro. Lo que buscaba César con tanto mariposeo era un acta de diputado, igual que cualquier otro saludador mañanero, como los llama Virgilio. Y para eso, para triunfar en la tierra, se va a las oficinas del cielo. Lo revolucionario es que quiera utilizar no solo esa acta sino su despiadada pericia bursátil para demostrar que el progreso, la mutación instantánea, no solo la lenta evolución, son perfectamente posibles. Él se sigue amparando en su cinismo. En lugar de guardar las formas con el ministro de Hacienda, lo estafa y luego se ríe en su cara, en una operación de altos vuelos especulativos. Sí, es un sueño muy ingenuo, el del libertador posibilista, cortesano de guante blanco, pero fiel al progreso y a los desfavorecidos.
               La novela vuelve a dar un giro, anunciado en su momento, con la aparición de Amparito, sobrina del cacique al que César destronó en Castro Duro. Ahora que acabo de leer El árbol de la ciencia, me doy cuenta de que aquí también nos da una idea previa equivocada. Aquí también Amparito es una chica muy salada y hasta feuchina, como le gustan a Baroja, una Lulú con padre terrateniente, es decir, igual de graciosa pero bastante mejor educada. En su segunda y definitiva aparición, sin embargo, ya es, como María, mujer guapa y sentada, pero en este caso Baroja le carga un sambenito disolvente que la estropea como heroína: su sobo amatorio es el que ablanda la voluntad del héroe y, si se descuida, lo convierte en el cacique de siempre. Tiene un algo de malvada, de Circe secuestradora. A Baroja le cae fatal, y al lector también. La misma forma de presentación puede dar ángeles como Lulú o castradoras como Amparito, pero siempre es eficaz. Cuando César se rehabilita, también lo hace de ese proceso de domesticación y carantoñas al que lo estaba sometiendo su mujer, una señorita carca de las de toda la vida. Al final Baroja no la deja ir ni a ver qué tal está el protagonista.
               Da igual. La novela lleva siendo desde mucho antes una novela política, no sentimental. Baroja se ata al más crudo sarcasmo para retratar este país de amos y de esclavos. El héroe tiene su tarea, y el apartado del sentimiento tiene las páginas tasadas. César Moncada es un héroe con voluntad de ser arquetípico, que no es lo mismo que un tipo sino un tipo humanizado. En sus invectivas hay un hombre que lucha consigo mismo para ser el hombre que quiere ser. Hay algo de forzada en esa actitud que al mismo tiempo es lo que le da vida. Es como si César Moncada no creyese en el diletantismo cínico que practica, que todas sus victorias rastreras las llevase mal a pesar de lo que quiere hacernos creer. Su misión tiene aspectos desagradables, pero forma parte de su coherencia como personaje que no les haga nunca ascos, que presuma de fuerte.
               Los buenos novelistas suelen ser un poco vagos, no para escribir sino para buscar aquello de lo que quieren escribir. Les cuesta menos inventárselo, y por eso son buenos. Dice Baroja que en principio esta iba a ser una novela histórica. Arturo Ramoneda, en el prólogo al tomo VIII de las Obras Completas, cita unas palabras de Baroja que merece la pena reproducir:

La novela histórica no me salió. Desde el principio renuncié a ella. Había que averiguar un conjunto de detalles de vestuario, de muebles, de costumbres, cosa que exigía mucho tiempo, mucho estudio, una larga estancia en Roma y que, por encima de todo, podía ser muy aburrida. En vista de esta imposibilidad decidí hacer una novela moderna, y salió César o nada.


               La cita nos ayuda, también, a explicarnos cómo la escribió. El tiempo que pasó en Roma, en un hotel de mujeres encantadoras, lo dedicó, en vez de a desentrañar jergas litúrgicas, a charlar con ellas. La información turística que iba almacenando la espolvoreó por la primera parte. Lo que sabía de César Borgia, lo cortó y lo pegó, a modo de emblema, cuando se iba acabando el paseo. En vez de valerse de los estudios, se valió del mundo que los rodeaba, y prescindió de ellos. El buen novelista siempre trabaja así. Lo que menos cuesta es dejarse llevar, al buen tun tún, como decía él, y eso mismo que para los críticos es una audacia estructural moderna, para el escritor es un ir aprovechando lo que hay encima de la mesa, y hacerlo con la suficiente gracia narrativa como para que nunca deje de ser una historia, que es la lección barojiana que no aprendió Cela. Lo malo es que ahora queremos novelistas estudiosos que no bajen al salón a hablar con las señoras, que lo encuentren todo en la wikipedia y trabajen como mulos para suplir lo que la imaginación, por sí sola, no les da. Eso, más que la crudeza del mensaje político, es lo que me sigue cautivando de esta novela.
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