25.8.19

Las buenas personas


Silas Marner es un cuento sobre la bondad que podría contarse como una fábula moral en muy pocas páginas, las que exige su argumento, pero que George Eliot amplió con abundantes —y exquisitos— diálogos y reflexiones perspicaces sobre la inseguridad («lo único constante entre nosotros», dice Galdós), las diferencias de clase, las injusticias recibidas con resignación y las compensaciones con gozo y sin soberbia. Y el caso es que, ya desde el principio (sobre todo si uno se deja llevar por las solapas engañosas) lo que plantea George Eliot es otra cosa que parece sustantiva pero solo es circunstancial, a saber, los verdaderos motivos de la misantropía. 
El tema es la superación de las tradiciones de Plauto y de Moliére. Sus respectivos avaros entierran el dinero en una olla, y su cómica desgracia consiste en que quienes les roban son más graciosos y aplaudidos que ellos. Silas Marner, en cambio, tiene buenos motivos para no querer saber nada de nadie. Lo desterraron de su ciudad natal, acusado de un crimen que no cometió, traicionado por un amigo, su único amigo, que no solo lo delató falsamente sino que se quedó con su novia. El tejedor Marner empezó una nueva vida, alejado del mundo, hilando sin descanso para que su vida tuviera algún sentido. Y empezó a acumular dinero, y a contarlo cada noche, y a esconderlo bajo las baldosas. Sin embargo, Eliot afina:

Pocas personas eran más inofensivas que el pobre Marner. En su alma sencilla y honesta, ni siquiera la avaricia creciente ni la adoración del oro podían engendrar ningún vicio directamente perjudicial para otros. Desaparecida por completo la luz de la fe, y convertidos en desolación sus afectos, se había asido con todas las fuerzas de su ser a su trabajo y su dinero; y, como todos los objetos a los que un hombre se consagra, ambos lo habían forjado a su imagen y semejanza. Su telar, mientras trabajaba en él sin cesar, lo había moldeado a su vez, hasta confirmar cada vez más el ansia monótona de su monótona recompensa. El oro, al contemplarlo desde lo alto y verlo crecer, concentraba su capacidad de amar en un completo aislamiento semejante al de su soledad personal.

A partir de aquí, Eliot optó por desarrollar una parábola de los buenos sentimientos sobre un nudo dramático muy interesante. Los dos hermanos ricos del pueblo, señoritos sin desbravar, se convierten en el símbolo de la prueba a la que es sometido Marner y la redención a la que le conduce su bondad. Uno de los hermanos, un joven disoluto, un modelo de cuadro romántico que cayó para siempre en el pozo de su noche oscura, le roba a Marner todo su dinero; pero el otro, un personaje contradictorio, tan consentido por su condición social como amargado por sus escrúpuos morales, tiene un oscuro pasado que le cae del cielo a Marner en forma de criatura. Y es esa niña, Eppie, la que devuelve las ganas de vivir al viejo Marner (un viejo, cuando la encuentra, de cuarenta años) y con ellas la alegría que solo nace y se alimenta de los buenos sentimientos.
Contar el cuento entero es, aquí sí, estropear la novela. Baste decir que Eliot ensaya el difícil tema de la bondad, que en el ámbito de la novela siempre ha parecido cursi o ingenuo y que en el siglo XX, solo gracias al concepto de protagonista que tenía Max Sheller, y que consistía en devolver al héroe bueno los ideales de belleza, de claridad espiritual, no esa perfección falsa y cargante a la que se dedican los melodramas, ocupó un —exiguo— espacio en la población de personajes de novela, casi siempre más crudos, más retorcidos y más desquiciados. Y Eliot acude para ello a la geometría popular, al anillo de Polícrates, el tirano de Samos, que probó a desprenderse de su valiosísimo anillo y un humilde pescador se lo devolvió metido en un pez. Claro que en Heródoto sirve para enseñarnos que, si naciste para martillo, del cielo te caen los clavos, y en Eliot el héroe es un humilde tejedor al que la vida recompensa con mucha más generosidad de la que él era capaz de imaginar.
El hecho mismo de ser un cuento, de tener todo el aroma de las fábulas, es como la melodía que utiliza Eliot para dotar al texto de toda la ternura que de otro modo tendrían que suplementar las opiniones de la narradora, por regla general bastante cáusticas. Pero dentro de esa melodía está la escritora que cimenta la narración en diálogos armoniosos, prolongados, en los que cada cual se toma el tiempo y las palabras para decir con claridad, hondura y elegancia lo que quiere decir. Cuánto echamos de menos los diálogos tendidos en las novelas contemporáneas, cuando es el mejor y más ameno modo de que vaya avanzando la acción y no sea una acumulación de datos argumentales.
Pero hay más detalles que hacen de esta novela un anticipo de recursos que hemos alabado cuando otros los usaron mucho después. Sorprende, por ejemplo, la nitidez con que la escena de la cháchara de los lugareños en el pub, todos empeñados en hablar y en no decir nada, remite a la manera de narrar dialogada que usaría luego Joyce, largos capítulos en los que no se añade más que la certeza de cómo es un ambiente. En la ortodoxia narrativa victoriana, estas escenas de ambiente suelen ir decorando las primeras partes, antes de que el drama coja velocidad (aquí, para mi gusto, un poco tarde), pero pocas veces se sostienen a sí mismas con la sincera levedad con que aquí lo consigue Eliot.
Encima de la breve leyenda moral, Eliot va tejiendo escenas y comportamientos que nos hacen respirar el ambiente provinciano sin renunciar a lo que tiene de bueno, en especial la señora Dolly, que es como una lámpara que ilumina las escenas con una luz cálida y hogareña, pazguata pero comprensiva, temerosa pero decidida. La suegra perfecta, vaya.
Termina uno la novela satisfecho de que el reto de retratar la bondad desde presupuestos populares sin llegar a melosidades ni salmodias lo haya resuelto Eliot fundiéndolo con técnicas de lo más moderno. El que esa labor sea tan transparente, tan sin trampa ni cartón, es lo que da la impresión de que la novela es un relato desarrollado. Pero esa fue la apuesta, y le salió redonda. Por algo era la novela preferida de su autora.

George Eliot, Silas Marner, trad. José Luis López Muñoz, Alianza, 2014, 357 p.

21.8.19

Cuentos de ogros


«¿Cómo puedes inventar semejantes cuentos de ogros que la tienen tan aterrada que no se atreve a acercarse a mi casa?», le dice Heathcliff a la narradora, Ellen, y con ello seguramente formula la clave estilística que ha hecho de esta novela uno de esos modelos imperfectos que revolucionan la narrativa. Porque en Cumbres borrascosas uno tarda poco tiempo en hacerse la misma pregunta que se hizo con El corazón delator: ¿no será mentira todo lo que el loco este nos está contando, no se lo estará inventando para la ocasión? Cuando uno se hace esta pregunta es porque distingue, dentro de lo falsa que es la ficción, la verosimilitud como verdad, tiene que haber una verdad, ya sea que la narradora se lo invente todo, ya sea que cuente lo que en realidad  vio. Y la verdad de Cumbres borrascosas es, exclusivamente, la que cuenta Ellen, que es quien va narrando a Lockwood, el primer narrador, lo que ha ocurrido en aquella negra casa durante dos generaciones, desde que el niño Heathcliff apareció por allí y se comenzó a cultivar en él el resentimiento, hasta que vuelve algo así como la paz con la relación final entre Hareton y Cathy, después de años de brutalidades, de las que, si nos atenemos a lo que dice Lockwood, lo único cierto que sabemos es que Heathcliff es un misántropo, porque todo lo demás, su diabólico plan para adueñarse de las propiedades —y del alma— de los Linton, es lo que cuenta Ellen. De lo que disfrutamos es de cómo lo cuenta, nos entregamos a su oralidad narrativa, alcanzamos el placer al escuchar, y es ese placer es que nos hace navegar entretenidos —y apasionados— por una historia que, como todas las historias de tiranía, maltrato y sumisión, podrían haberse evitado desde el principio. Lo que nos cuenta Ellen es una crueldad terrible por evitable, precisamente porque nunca nos explicamos por qué no se pudo evitar, como fue posible que unos se dejasen llevar por la histeria, otros por el miedo, o por la desidia, o por la brutalidad, de modo que nadie abriera aquella cárcel antes de que a todos les fuera entrando una especie de síndrome de Estocolmo y de adicción al sufrimiento, a los ojos como platos y a las ojeras negras como la hematoma.
Ellen, la narradora, el ama de llaves (nunca mejor dicho), es uno de los grandes inventos de Shakespeare. El placer de escuchar el parloteo de la nodriza de Julieta puede con la verosimilitud de lo que cuenta, pero no con la verdad, con lo deliciosamente cercano de su personaje. Emily Brönte profundizó en lo que la gente corriente utiliza cuando habla, las palabras de los otros. Contar algo a alguien al que te encuentras en una esquina o vas a visitar es una forma de dramatización, y entonces dijo dice, y ese recurso, que siempre falsea lo dicho por el otro, lo exagera, lo deforma, lo ridiculiza, en Cumbres borrascosas sirve para rellenar lo que habría tenido que contar un falso narrador omnisciente. De ahí los largos parlamentos de Isabella, o ese apropiarse del primer plano de la narración de lo que se cuenta que se dijo. Ellen cuenta lo que vio, lo que le escribieron, lo que le dijeron, lo que oyó decir que otros habían escuchado, y todo lo cuenta con idéntica pasión y ritmo narrativo, de modo que todo suena igual de interesante.
Y eso, nos pongamos como nos pongamos, a pesar de la historia, truculenta, retorcida, exagerada hasta la risa de placer que nos produce la pasión con que lo cuenta todo —con la  voz impostada de Ellen—, la niña Catherine, en quien descubrimos a la autora, Emily, como si se hubiera puesto unas cuantas capas narrativas para esconder su inagotable frescura. Y quizá sea eso la frescura, el no pararse a describir, el no cortarse al repetir, el contar lo dicho y presenciado, sin más decorado que una silueta negra de cartón, esa poesía que le sale a la escritora en los momentos en los que uno se la imagina más apasionada con sus personajes, con aquella letra diminuta que utilizaba. 
Por eso sigue gustando a un porcentaje exiguo pero constante de alumnas adolescentes (no sé cuándo fue la última vez que vi a un chico leerla), porque mantiene una intensidad agotadora que es con la que ellas viven normalmente, porque no se para en barras, es morbosa y al mismo tiempo natural, y todo lo que pasa nos lo imaginaríamos en el cine aunque no se hubiera nunca filmado ninguna. Hoy parece una película de Tim Burton, más que el melodrama de sesión de tarde con el que falsamente la edulcoraron. Está más cerca de Bram Stocker que de Jane Austen, no deja de ser una pieza gótica muy teatral, atacada por una pasión narrativa que le impide detenerse nunca en nada, y menos en los detalles irrelevantes, o sea casi todos. Es la economía de la oralidad, que puede ser todo lo prolija que quiera, pero, como tiende a no aburrir, economiza en decorado y en reflexiones gratuitas. De la oralidad nace la narración pura, la que solo necesita un par de líneas para describir un sitio, pero puede emplear páginas y páginas recreándose en alguna historia.
A estas alturas, claro, la historia de Cumbres borrascosas nos conmueve tanto como cualquier otro cuento gótico, más bien poco, pero soy testigo de que ese cúmulo de barbaridades y ese ritmo desbocado —jamás precipitado— de la narración son adictivas en mentes de lectoras jóvenes y apasionadas. Ellas prescinden del aparato técnico, que es lo que a mí ahora me hace reverenciarlo más que nunca. Es Shakespeare, es una escritora hablando, escuchando a sus personajes, convirtiéndose en ellos, es un drama que divierte y aterroriza, y tiene el encanto de la inmensa fe de su autora en lo que nos está contando. Pero claro, si en vez de decirles a esas alumnas que es una historia tremenda, oscura, morbosa y llena de personajes monstruosos, les digo que es una joya del arte de narrar, no creo que nadie la escogiera como lectura voluntaria. Luego la devoran. La escena de Cathy plantándole cara a Heathcliff les pone unos ojos de lectora febril parecidos a los que Cathy tiene después, cuando se vuelve más emo…

Emily Brontë, Cumbres borrascosas, trad. Nicole D'Amonville, Penguin, 2015, 466 p.

18.8.19

Desde el principio hasta el fin


Baroja y Yo ha llegado a su vigésimo sexto y último volumen, escrito por Carmen Caro Jaureguialzo y con un epílogo del editor Joaquín Ciáurriz. Hace un par de años, cuando esto empezó a andar, Ciáurriz propuso a los autores que contaran su historia personal con Pío Baroja. Me gusta recordar que persona, en latín, significa máscara de actor, es decir el papel que interpretamos en la vida. Hay un precioso cuento chino que lo explica. A la muerte del joven más guapo del reino, que por ser tan guapo se había casado con la hija del rey, se descubrió, velando su cadáver, que su cara era una finísima máscara. Al arrancarla vieron estupefactos que su cara real era idéntica a la falsa que habían visto. Incluso cuando somos auténticos debemos llevar la máscara de nuestra propia autenticidad, la careta del que siempre va de cara.
Trasladado al propósito de la colección, se trataba de que los autores usasen su máscara barojiana, su forma de ser más compatible con lo que nos imaginamos que es un personaje de Baroja. Luego ha habido ensayos de todos los colores, más o menos académicos, más o menos barojianos, más o menos autobiográficos. Los hay que ya deben estar en lenguas de especialistas y otros que cuentan cómo se siente uno al sentarse a leer a Baroja, o qué actitud barojiana suele ponerse, como un abrigo, para ir por la vida. Es decir, lo importante de haberlo leído, o de haber formado parte de su mundo.
Hay una curiosidad simétrica que no sé si también estaba calculada. La colección la inició Soledad Puértolas y la termina Carmen Caro, y sus dos ensayos se alejan de cualquier academicismo para contar esa cuestión personal, cómo le influyó en su manera de escribir, en el caso de Puértolas, y cómo le influyó en su manera de vivir, en el caso de Caro. Lo curioso del paralelismo es que todas las demás autoras de la colección escriben ensayos de corte científico, rigurosos y esclarecedores, un poco fríos.
Y ambos, primero y último, son muy barojianos en sentidos diferentes. Puértolas, para empezar, nos da una lección de cómo es ahora, traducido a nuestros tiempos, el estilo de Pío Baroja. Lo barojiano de su libro es la sensibilidad y la perfección con que está escrito, y algo no tan frecuente, la comprensión, el saber cómo se se sienten los personajes de Baroja. En el caso de Carmen Caro, ella misma es un personaje modelado por el hecho de haber crecido en una de las familias más interesantes del siglo XX, algo que no determinó tanto su rumbo como hubiera podido esperarse. La Carmen adulta viaja a los escenarios de El laberinto de las sirenas, pero la Carmen joven convivía con la parte más prosaica del fenómeno literario, teniendo en cuenta que a principios de los 70 Pío Caro, padre de Carmen, decidió lanzar la magna Edición del Centenario, y todo quedó en familia. Entretanto, la protagonista, viajera, espécimen de hotel, ha ido recorriendo el mapa y mariposeando como su tío abuelo según la brújula de su curiosidad. Es una mujer peculiar dentro de una familia peculiar, ninguno de cuyos miembros, obviamente, debe parecerse mucho a los demás, y al leer el libro da la sensación de que ese saludable microclima intelectual (hasta sus amigas tienen nombre de calle) influyó precisamente en el muy barojiano ver con claridad que las cosas no están claras.
Y esa voz, perfectamente distinguible, de firmeza en la defensa de las dudas, es el timbre audible de un personaje, no el tono sordo de una exposición. Hay una intensidad en el recuerdo, un deliberado, y lógico, sometimiento de las proporciones a la importancia emocional, sentimental de lo narrado. Y eso no es nada si a Carmen se le ocurre, por ejemplo, escribir un libro sobre su tío Julio Caro, figura presente y venerada, a la que, muy barojianamente, no hizo caso en un momento importante de su vida. Ella siguió la ruta arrolladora del capitán Chimista, no la taciturna del piloto Embil. 
Habíamos leído ya el Diario de una amazona, de cuyas virtudes estilísticas aquí podríamos alabar algunas parecidas, y la recopilación de artículos de Carmen Baroja. En ambos, pero sobre todo en el diario, tuve la sensación de que Carmen Caro es una de esas personas que sí pueden escribir una novela autobiográfica, y no porque su vida pueda o no ser interesante, ni más ni menos que cualquier otra, sino precisamente por esa voz, por esa sensación de alguien hablando, contando cosas, insistiendo en unas, ironizando con otras. Una voz de madrileña culta del Retiro, para quien las recepciones en bibliotecas y los banquetes literarios, los congresos internacionales y los paseos a caballo son formas en que se manifiesta la vida cotidiana. Hay un punto de Guillermina Mota en su prosa, de vivir en el descubrimiento permanente, que es la parte más activa y menos cautelosa de la curiosidad.
El libro se cierra con un epílogo del editor, Joaquín Ciáurriz. Los que hemos visto crecer este proyecto nos admiramos de la seriedad con que lo acometió, es decir, una amalgama de entusiasmo, generosidad, escrupulosidad, perspicacia y ausencia de prejuicios. Ciáurriz es un abogado navarro que lleva tiempo siendo el más activo en la reivindicación de un Baroja desideologizado, antes bien individualizado, «huyendo de los tópicos adscritos  a grupos o ideologías y de los estereotipos o dogmas sociales imperantes». Ese es el trabajo político que más en falta echamos los barojianos, el del regreso al individuo, y a un territorio común respetuoso que llamamos sociedad. Por eso en esta colección hay de todo, conocidos y desconocidos, entusiastas y desdeñosos, estudiosos y poetas. Las novelas caleidoscópicas de Baroja crean un mundo a base de fragmentos compatibles, pero en principio, con frecuencia, muy contradictorios. Queda, por debajo del empresario audaz, el tierno admirador que fue a buscar una rosa negra para la estela que otro grande, Jorge Oteiza, dedicó a Pío Baroja.
Ciáurriz se metió en un barco también propio del capitán Chimista, pero con la cabeza fría del piloto Embil. Su acto barojiano, su empresa formidable, es esta colección, que no sé si algún otro autor español podría reunir, como tampoco sé si hay alguien con la energía, la minuciosidad y la determinación del editor que sacó adelante Baroja & Yo.

Carmen Caro, El grito del capitán Chimista, Pamplona, Ipso, 2019, 89 p., con un epílogo de Joaquín Ciáurriz, editor.

15.8.19

La estética del viento



Cuando se publica Los amores de Silvia, en 1864, hace casi cinco años que ha venido al mundo Madame Bovary, y con ella una multitud de mujeres vencidas por sus quimeras. No es el caso de Silvia, que, para empezar, no es imbécile (olvidamos con demasiada frecuencia que para Flaubert casi todos sus personajes lo eran), sino una mujer sobria y sin delirios a quien se le presenta un caso romántico tratado con extrema sensibilidad, sobre todo en la primera parte, y que se inflama en un final tremendo del que sin embargo deja huella la inagotable capacidad de análisis y comprensión que despliega Gaskell.
Visto en perspectiva, el problema de Silvia es parecido al de Carmen: tiene que elegir entre amor y conveniencia, entre un comerciante serio, cabal y respetable, al que quiere, pero no ama, y un marinero con fama de faldero, al que ama, a pesar de que no deba, o no le convenga. Lo primero que sorprende de esta novela es que ninguno de los tres es un pobre diablo flaubertiano, y el hecho de que Gaskell comprenda las actitudes de los tres. En Norte y sur, la protagonista es la hija concienzuda de un pastor; aquí, la niña frágil de un viejo campesino. En el fondo late la debilidad inteligente que describió Gaskell en su biografía de Emily Brontë, su sometimiento voluntario a un padre muy recto y muy justo, su firmeza a la hora de obedecer los impulsos de su corazón. 
La primera jugada maestra de Gaskell es que el lector tiene que admitir que Philip es el mejor candidato para hacer feliz a Silvia, pero que todo lo que se dice de Kinraid, el marinero, su fama de don Juan, no tiene por qué ser verdad, o al menos no tiene que afectar también a un amor tan noble como el de Silvia. El lector no sabe a qué carta quedarse porque ningún personaje es plano. Philip es un hombre bueno y seco. Kinraid es un tipo apasionado y volátil. Da la sensación de que lo uno deba formar parte de lo otro, pero sin ser mejor o peor. Esa duda es la que le da la vida a la novela, a cualquier buena novela, cuyo primer sistema de suspense es ese mismo querer saber más para distinguir mejor. 
Todo sucede alrededor de 1800, en una Inglaterra que secuestra a sus campesinos y marineros en levas forzosas para ir a guerrear por medio mundo, que condena y ahorca a quienes tratan de impedirlo y que trata como héroes y luego abandona a los mismos a los que arrancó de su familia. A Kinraid lo reclutan, y solo Philip sabe que está vivo y puede volver. Este pecado de amor, este faltar a la integridad moral por el impulso de preservar sus posibilidades con Silvia es el que desencadena toda la tumultuosa parte final, operística diría yo, con un romanticismo de melenas al viento, que por otra parte, y eso es algo común a otras novelas de Gaskell, dota al texto de una estética sobria y ventosa, de casas oscuras en el páramo, quizá herencia (y sin quizá: la misma Gaskell lo dice) de su reverenciada Emily Brontë, pero que ahora nos imaginamos con una estética entre el Wyeth de El mundo de Cristina y aquel fabuloso Breaking the waves de Lars von Trier. La prosa de Gaskell es amplia, melódica, pero sobria. Las descripciones están en su sitio, en su párrafo, en sus líneas, y todo lo demás es un drama psicológico lleno de detalles, un contar con calma y cierta frialdad unos hechos que arden desde el primer momento. 
Gaskell era esposa de un pastor y sus novelas aparecían por entregas, y ambos detalles indican que tenía que medir muy bien lo que escribía, pero no aquello sobre lo que escribía, que son temas universales narrados con exquisita perfección. No siempre somos acreedores de aquello que nos merecemos. Silvia amaba con amor campestre al marinero Kinraid, y con amor cerebral, el nacido del agradecimiento, a su primo Phillip. Phillip ama con todo el amor posible a Silvia, y eso se vuelve contra él, porque piensa que Silvia debe corresponder a un amor tan puro. Igual de puro que el que siente Hester, la muchacha que ama a Phillip como Silvia nunca será capaz de amarlo, y que, esa sí, se sacrifica por amor, es decir, renuncia a que sus sentimientos sean conocidos y hace lo posible porque crezca la felicidad de quien ni se ha fijado en ella. O tan auténtico como el de Kinraid, tan convencido de amar para siempre como de la oportunidad de pegar un braguetazo. Ya nos había convencido Silvia de que Kinraid era un buen tipo, y de que no podemos estigmatizar a un marinero pobre frente a un comerciante rico, pues igual de puras pueden ser sus intenciones. Luego resulta que no, pero eso ya sucede en la traca final.
La abnegada Hester encabeza un reparto de secundarios memorable. Ella y su madre, la libre y severa Alice (otro recuerdo de Brontë), o el viejo criado Kester, que desconfía de Phillip, o el gran Daniel, el padre de Silvia, el viejo que da su vida por luchar contra las levas de los jóvenes, ese padre basto y cabal que aparece tanto en las novelas de Gaskell.
La novela no deja de crecer en tensión desde las deliciosas primeras páginas, esa primavera de fiestas junto al mar, hasta que, por culpa de las levas, de los barcos que zarpan no se sabe con qué rumbo, en su último tercio hay un reventón de lances románticos que creíamos, hasta entonces, superado. Por un momento incluso podíamos leer más con ojos de lector de Hardy que de lector de las Brontë. Pero ese final de salvamentos bajo las balas, reapariciones fulgurantes, finales mendicantes y muertes a granel no es que nos parezca fuera de lugar, todo lo contrario, pues está escrito con indeclinable y creciente firmeza, técnicamente irreprochable; lo que pasa es que estábamos ya en una novela, digamos, posterior, escrita en una época que tanto tiraba hacia el realismo psicológico, esto es, hacia delante, como hacia el romanticismo desmelenado, esto es, hacia detrás. Norte y Sur no tenía tanto romanticismo de óleo histórico, y eso que la huelga que allí describe queda en la memoria como una espléndida escena de masas. Si leemos Los amores de Silvia como un novelón romántico, es una pieza maestra, pero también lo es si la leemos como un drama sin personajes imbéciles, como una novela que leyera Ibsen.

Elizabeth Gaskell, Los amores de Silvia, trad. Damià Alou, Penguin, 2017, 605 p.
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