30.1.14

La mancha carmín


Las mascaradas sangrientas, tercera parte de la trilogía sin nombre, decepcionará un poco a quien busque unidad y desarrollo, que es lo que pedimos de una novela larga. Pero esa unidad y ese desarrollo no tienen por qué ser exclusivamente argumentales. Los protagonistas, Álvaro Sánchez de Mendoza, el viejo Chipitegui, su nieta Manón o el fijo discontinuo Aviraneta, aparecen poco y sus historias se resumen al final. No es esta novela el final de las dos anteriores, sino una subida de tono general, un cubrirse la historia de sangre y de muerte.
Quien esperase saber qué había sido de Manón tiene que conformarse con dos páginas en la que se nos informa de que se casó en París con un vizconde, tuvo tres hijos y al cabo de, calculo, doce o trece años se separó de él con la mediación nada menos que de Alvarito, que a la sazón ya se había casado con Rosa, la hija de la madama bayonesa. Baroja no usa muchas más líneas para contarlo, y deja una situación al final que anima a descruzar las piernas y volverlas a cruzar, a ver qué pasa con esa familia en la que el marido está enamorado de la cuñada…
Quien tuviera curiosidad por ver qué había pasado con las joyas que escondieron en Las figuras de cera, se encontrará, después de cientos de páginas sin mencionarlas, con un nuevo guiño a Dickens, esta vez con la muerte del malvado Frechón, en una escena que, a su vez, recoge también el mundo de los espantajos, de las figuras de cera, que son las que, en todo caso, debieran haber dado título a la trilogía, porque son las únicas que permanecen subrayando la descripción de la sangría gratuita en que se convierte cualquier guerra.
Aviraneta, en sus minutos de intervención, mantiene al respecto una conversación muy interesante con el cónsul Gamboa sombre el maquiavelismo. ¿Se puede provocar una matanza para impedir una matanza mayor? ¿Hasta dónde llega el mal menor? Baroja hace coincidir la resolución del conflicto con el efecto del Simancas, su atadijo de papeles falsos, otro hilo que recorre la sábana entera, de modo que no afirme (tampoco pasaría nada si lo hiciese) que fue Aviraneta en persona el que acabó de una vez con la guerra y le puso al Pretendiente los pies en polvorosa.
Todo lo demás, es decir, todo lo en principio secundario, ocupa la novela entera con otros personajes: el atrabiliario Bertache y el infortunado Maluenda. Maluenda es un oficial encargado de esclarecer el crimen de la Veremunda, a manos de su hermana, la salvaje Tiburcia, y de los hermanos Iturmendi, que después pasarán a formar parte de la banda de Bertache, el auténtico protagonista de la novela.
El crimen está narrado en forma de crónica y forma el intenso arranque de la novela, pero la cosa, el relato del crimen, queda en novela corta, con dos hilos, Bertache y los hermanos Iturmendi, con los que coserla a la siguiente historia, una disertación sobre el carácter de los vascos (y su comportamiento sexual) y un minucioso inventario de los tipos que conforman la Banda Negra, uno de esos grupos descontrolados que se forman en las desbandadas y que sobreviven entregados al pillaje. “El ejército carlista en Navarra y en todo el país vasco se deshacía, se convertía en hordas, en una serie de partidas de ladrones y de forajidos”. La novela entera está dedicada a esa descomposición orgánica de la guerra: la cobardía de sus instigadores, el salvajismo de sus combatientes, una desesperación que arrambla con cualquier brizna de moral. Bertache, mucho después, herido en una refriega, termina muriendo de mala manera, desatendido, en un cuartucho infecto, y su cadáver es arrojado a los perros. La brutalidad de la guerra ha manchado la novela entera, le ha puesto una máscara sangrienta, con una historia, la de Bertache, su caída al abismo, su ruptura con Gabriela la Roncalesa, su borrachera de sangre, envuelta en otra historia que no es, la de Alvarito, que solo figura al principio y al final.
Pero aun la historia de Bertache tiene que convivir con largos informes históricos sobre el estado de la guerra que dejan en suspenso la tensión dramática, aunque no la narrativa. Su grupo de forajidos, igual que la novela, “evolucionaba rápidamente, asimilaba nuevos elementos, expulsaba otros, tenía los cambios de un organismo vivo, su metabolismo, como hubiera dicho un biólogo”.
La cuestión es por qué Baroja renuncia a esa unidad, a darle la novela entera a Bertache, o a Manón, con las proporciones que requiere un héroe protagonista. Lo secundario ensombrece lo principal, que pasa a ser marco, hilo, pero no sustancia, y los hechos autónomos vienen a quedar como manchas de sangre en el cuadro. No es que Baroja empalmara historias que no desarrollaba, sino que componía al modo impresionista, equilibrando las manchas de color con otras complementarias, incorporando páginas de luz, o de remanso, o de historia erudita, o de episodio sentimental. La unidad es el efecto de conjunto, y ahí si cobran verdadero protagonismo los sueños macabros de Alvarito y la insistencia en toda forma de impostura, el disfraz dionisíaco, el pelele abandonado, el rey de cera, un impostor de trapo que asusta y da miedo y da dinero, símbolo permanente de la inmoralidad de la guerra. Se impone más el rojo vivo y dramático de las historias, la muerte de Bertache, por ejemplo, magníficamente narrada, o el asesinato de la casera, que cualquier idea argumental de conjunto, ni de esta novela ni, en fin, de la trilogía entera.
Hasta el padre de Alvarito, el viejo Micawber, reconoce que todo en él es impostura cuando está a punto de morir. “Yo no comprendo la locura que he tenido durante tantos años… Ha debido de ser una cosa enfermiza…, una mascarada carnavalesca de mi alma…”, en un final patético que, de rápido, resulta un poco irrelevante, pero no en el contexto de fantasmas de trapo y figuras de cera, de danzas orgiásticas y carnavales asesinos. ¿Qué diferencia hay entre las repulsivas figuras de cera y los seres humanos disfrazados con su misma ropa? ¿Quién imita a quién?
Siempre vuelvo a lo mismo. La composición impresionista de Baroja se salda con varios momentos excepcionales (todos relacionados con la muerte) y una porción de pecios, algunos de ellos pequeñas obras maestras. El problema es que Baroja mide y corta, deja desarrollarse la historia y luego empalma otra, y eso siempre deja un regusto a planteamiento no resuelto, a huida del final complejo. Se lo podremos reprochar, pero, sin tanta variedad –y sin tanta calidad- es el método constructivo de la novela actual: un collage de escenas sueltas que van dibujando al personaje, o a la historia, en la que todo es subsidiario de todo y no hay una sola historia y un solo desarrollo.
Son opciones narrativas. Pero si hubiera seguido el orden cronológico de sus novelas, al llegar a La familia de Errotacho no me habría gustado tanto, sobre todo porque ya habría leído novelas cortadas por el mismo patrón como esta. Yo sigo pensando en cuál es el grado de disgregación y de unidad más adecuado, es decir, aquel en el que ni se echa de menos haber desarrollado ningún personaje ni se echa de más ninguna historia. En eso Baroja es a veces más rotundo que en otras.

26.1.14

La novela séptica


Solemos hablar del prólogo a La nave de los locos en el contexto de las discusiones de Baroja con Ortega y Gasset sobre el arte de novelar, pero casi nunca con respecto a la novela que encabeza, una curiosa obra en la que resulta difícil decidir si es una muestra deliberada de “novela séptica”, como dice el narrador, “permeable”, como dice Baroja en el prólogo, o si el prólogo se escribió para justificar el libro que le había salido.
               Desde la perspectiva de hoy es una obra fallida. El primer tercio de la novela, algo más larga de lo habitual, está dedicado a la búsqueda romántica de Chipiteguy, que terminó Las figuras de cera secuestrado por unos maleantes que querían el dinero de las joyas. La moza intrépida en busca de su abuelo, acompañada del ya no tan miedoso Alvarito. Las primeras páginas suenan a novela juvenil: “Pasada la primera impresión del accidente, los dos muchachos se echaron a reír, recordando con detalles la escena. Manón se encontraba satisfecha de tener un compañero valiente y decidido, como Alvarito, y éste comenzaba a sentir cierta confianza en sí mismo, confianza que jamás había sentido”. Se refiere al accidente de un sátiro de tebeo que se juntó con ellos y que a las primeras de cambio se tiró al cuello de la muchacha (que iba disfrazada de muchacho).
               Pero pronto la cosa se pone interesante. Baroja crea un gran personaje, Manón, y acompaña a ella y a Alvarito con otro personaje aún más interesante, Ollarra. El problema es que, una vez que los ha desarrollado, da la impresión de que se cansa de ellos, y a Manón la manda a un colegio en París y a Ollarra a un paredón. 
               Álvaro se echa con ella a los caminos por un impulso romántico en el que cuadran los acontecimientos históricos como presenciados, no relatados por algún personaje. Se trata de que juntos contemplen las deshechuras de Espoz y Mina y Zumalacárregui, o el asedio de Diego de León sobre Belascoáin, de que vivan en el frente y conozcan a la soldadesca. Álvaro, entre tanto, se inflama de amor, como corresponde, aunque en Manón siempre queda “como un último baluarte irreductible, independiente y caprichoso”. Manón nos había recordado Natalia, la amiga de María Aracil en Londres, en La ciudad de la niebla, entusiasta y decidida, apasionada y vivaracha. “¡Las ideas!”, dice, cuando Alvarito trata de encontrarle sentido a los desastres de la guerra, “a cualquier tontería llaman los hombres las ideas”.
Pero Baroja nos sorprende con ese buen salvaje que es Ollarra, un vasco silvestre, uno de esos personajes tan agradecidos que no necesitan más que los dejen sueltos por el campo. Ollarra es un muchacho “alto, fuerte, rubio, con el pelo dorado, la cara larga, los ojos claros, grises, y el aire serio…. Se veía un mozo atrevido, enérgico, despreocupado y valiente. Sonreía, a veces, mostrando su dentadura, blanca y fuerte, de mastín”. “Era el ímpetu, la imaginación sin freno, el orgullo desatado. Sentía pasión infantil por la aventura, no acompañada de la menor reflexión; creía que con valor y energía todo debía salir bien. Su credulidad y confianza en sus recursos, ilimitada, sin contrastar con los demás, le daban ideas no muy claras sobre los hombres. En parte les temía y en parte les despreciaba.” “Siempre independiente y salvaje, con su humor extraño y vagabundo, andaba de un lado a otro cazando y merodeando, y volvía de noche a casa a dormir, como un perro”.
Como personaje no hay duda de que es estupendo, ¡sobre todo si Manón se enamora de él! Manón ve en Ollarra un “joven salvaje, guapo, fuerte, valiente, decidido, sin miedo a nada y a nadie, a quien cualquier empresa le parecía posible, le atraía. Le veía, además desdeñoso para todo cuanto fuese sentimentalismo… Era una naturaleza indisciplinada y rebelde como la suya, más pura en su salvajismo, menos contaminada por la civilización.”
               Es lo que se llama un estupendo primer acto: el joven romántico se arroja a la aventura con su amada, en un tono que me recordaba el de La batalla de los Arapiles. Pero al introducir a Ollarra, al vasco antropológico, Manón siente querencia hacia él y sus canciones de dulce melodía y bárbaro contenido igual que Natacha sabía los bailes populares rusos sin que nadie se los hubiera enseñado. De paso, el tontaina de Alvarito se despierta a bofetadas. Baroja ha tirado de Merimée en el momento preciso, pero no con un picador malencarado sino con un vasco primitivo.
               Pero Manón no es Carmen. Le atrae la verdad de Ollarra, y le deja fría la cultura de Alvarito. Los hombres como Alvarito (o como Baroja) nunca terminaron de entender que a mujeres tan despiertas y atractivas como Manón les atrajesen los malotes, en este caso, además de malote, con una misantropía de perro apaleado.
               La novela tiene un primer momento crítico que es cuando están, prisioneros, en Puente la Reina. No les va a ocurrir nada. Los llevarán a Pamplona y después los soltarán, pero Ollarra decide irse por su cuenta. Lo detienen y lo fusilan. En ese momento se ha roto el plan. A Manón se le ha ido su macho euskaldún. Ya no hay dramas ni celos ni rivalidades. Ese asunto, antes de rematarlo, antes incluso de desarrollarlo, ya queda zanjado. Baroja ni siquiera contemporiza narrándonos la liberación de Chipiteguy, que de pronto ya ha aparecido porque surtieron efecto las gestiones de Gabriela la Roncalesa. El viaje de Álvaro y Manón no ha servido para nada. Baroja remata su historia subiéndolos también a la nave de los locos, con la compañía inestimable de Pamposha, la de Jaun de Alzate, que aquí se llama Prudenschi, pero es la misma, “una mujer nacida para reír”.

 “Aquella Prudenschi, tan loca, tan ingenua y, al mismo tiempo, tan desvergonzada; papá Lacour, con sus extravagancias; Manón, coqueteando con todo el mundo; el austríaco, quejándose de los dolores en la pierna ya cortada, y Ollarra, tan salvaje, tan independiente y tan sombrío, daban a Alvarito la impresión de que seguía viviendo en pleno carnaval grotesco y zarrapastroso, cuyas figuras eran dignas de ocupar un lugar dentro de la nave de los locos.”

               En las últimas novelas hemos encontrado casos parecidos. Baroja se olvida de sus MacGuffins. No se nos da una explicación sobre qué sucedió al final con las joyas sagradas de la novela anterior, y ahora la liberación de Chipiteguy se ventila en tres líneas. Es evidente que Baroja ha renunciado a la acción, a seguir narrando acciones. El propio Chipiteguy ha perdido las ganas de contar su aventura. “¿Qué iba a hacer él ya en la vida? No tenía esperanza alguna. Ya no podía aspirar más que a la tranquilidad, al reposo, a vivir sin angustia”.
               Alvarito, como es normal, se queda hecho polvo, y Baroja decide dar por concluida su aventura romántica y sustituirla por un remake de Camino de perfección. Alvarito “comprendió por instinto que el andar, el deambular, el dejar de ver el sitio de sus amores, le curaría seguramente de sus penas”. Pero este Werther vascongado, en vez de luchar por su amada o lanzarse a la batalla sin aprecio por su vida, se dedica a escribir páginas memorables del 98. El viaje de rehabilitación de Alvarito le llevará por Vitoria, Miranda, Burgos, Lerma, Gumiel de Izán, Aranda, Sepúlveda, Ayllón, Atienza, Almazán, Medinaceli, Sigüenza, Maranchón, Molina, Orihuela del Tremedal, Albarracín, Teruel, Salvacañete, Cañete, Cuenca, Granada, Motril, Málaga, Madrid, y todo porque su abuelo, que vive en Cañete, se ha muerto y quizás haya dejado algún dinero para el insaciable Francisco Xavier Sánchez de Mendoza, padre de Alvarito.
               La cosa huele a empalme. De vez en cuando da una lista de atuendos típicos, o aparece un arriero que habla del carlista Balmaseda, un cura que admira a Cabrera y justificaba las monstruosidades que cometió por aquellos pueblos, un saludador que cuenta una historia de soldados bandoleros, un tejedor de Albarracín que reflexiona sobre España o el mismo Aviraneta que de pronto se entrevista con el cura Merino. Pero ya no hay acción narrativa sino, otra vez, acción descriptiva. Salvo la fuga de Cañete, donde no hemos sentido que estuviera tomado por las tropas, a pesar de que tome la palabra el capitán Barrientos, el resto va progresando de manera heterogénea. Baroja entremete un artículo sobre las pensiones españolas que tiene un tono completamente distinto, más propio de La caverna del humorismo que de esta novela, y una preciosa descripción de un día entero por el campo castellano, un clásico de las descripciones barojianas y documento imprescindible del 98, y eso que ya estamos en 1925.
               Algunas alusiones a las figuras de cera o a la nave de los locos y el tono general de desolación y de miseria le van dando cohesión al libro, y las breves y esporádicas apariciones de Aviraneta. Baroja, al principio, hilaba con cuidado sus intervenciones para decorar la novela de acontecimientos históricos, de la República de Vasconia del general Maroto y de la quema de las mieses ordenada por Espartero. Sigue con su Simancas, sus documentos comprometedores, esa bomba de papel con la que piensa destrozar los ánimos y el temple del ejército carlista. Da una idea del tono aventurero con que había empezado la novela esta escena que ahora nos parece de comic, y que solo si se tratara de un pastiche reproduciría un autor actual: “Aviraneta, con aire enfadado, cogió su maletín y avanzó por el puente, y al llegar a la orilla española se echó a reír. Había entregado al comisario francés un paquete de periódicos viejos, cuidadosamente atados y sellados, pero no los documentos del Simancas”.
En la segunda parte, ese largo viaje por la España desesperante, ya no hay escenas de tebeo. El pesimismo desacredita cualquier salida folletinesca. Baroja habla de dolor, de enfermedad, de cainismo, de guerra. Y al mismo tiempo es una cura, la misma que se aplicó Fernando Ossorio: “A medida que andaba y trajinaba, Alvarito notaba dos efectos, muy importantes para él: soñaba poco y pensaba menos en sus penas. No era, naturalmente, la curación, pero sí el apaciguamiento, especie de insensibilidad en su herida, que se le producía al perder el espíritu su concentración; al esparcirse en la naturaleza y al preocuparse por los mil detalles del camino”.
Esos detalles, por lo que a mí respecta, resultan más curiosos cuando llegan a Albarracín, donde lo reciben unos cuantos tipos barojianos, en un momento de la novela en el que da igual que se detenga o que siga, porque ya no añade nada sustancial.

Todo aquel campo tenía un aire desolado como pocos; era una tierra de anarquismo cósmico, bronca y maravillosa; un paisaje para aventuras de caballeros andantes; despoblado, desierto, sin aldeas, con barrancos dramáticos, llenos de árboles, con cuevas sugeridoras de monstruos y endriagos. la tierra de las proximidades de Albarracín, según dijo el profesor, se iba haciendo cada vez más fría, sin saber por queé, y la viña desaparecía paulatinamente de los contornos.

La descripción de Teruel, de la ciudad desde el tejado de la catedral, del artesonado (tapado por una bóveda, que había que ver con una vela) o de la plaza del Mercado son cuatro pinceladas de acuarela, pero no una descripción sostenida, poco habituales, por otra parte, en la serie de Aviraneta. La gran descripción de los campos de Castilla de este libro es hasta cierto punto excepcional.
El final en Granada, con ese otro sátiro (que desde aquí chirría), y luego en Madrid, otra vez en la pensión, es un poco desangelado. La novela está en ese punto barojiano en el que se puede seguir sacando tipos curiosos y nombres de pueblos con arrieros que cuenten alguna bestialidad del general Cabrera. Baroja se detiene como podría haberse detenido antes o después.
Pero decir que esta novela es un empalme, un refrito, no creo que sea crítica desde el momento en que es eso lo que Baroja reivindica en el prólogo. Quizá quiso contrastar la fogosa primera parte con un largo paisaje abandonado. Quizá solo pensó hablar del abandono, de la soledad y de la huida, pero el prólogo se le desarrolló hasta quedar en un proyecto de novela que se interrumpe. Quién sabe.
Lo que sí es cierto es que hoy en día nuestros criterios de unidad de acción no admitirían un maridaje como este. El hecho, por ejemplo, de que en la primera parte se narre la guerra en directo y en la segunda las relaten los personajes que se van encontrando por el camino da idea de que Baroja no quería seguir por donde iba. No acometió la escapada de Chipiteguy ni profundizó en el triángulo amoroso, ciertamente, pero sería un defecto si no estuviera hecho tan adrede. El adrede de Baroja es continuar, seguir escribiendo, no mirar atrás. A veces escribe una novela en tres libros y otra dos novelas en un libro, como es este caso, o bien una en un libro y medio y otra solo en medio, que también lo es. Baroja produce un chorro de literatura que se comercializa en bidones de doscientas páginas. Quejarse de falta de unidad no tiene sentido.

22.1.14

Fantasmas astrosos


Baroja publicaba libros de doscientas páginas, pero escribió novelas compuestas por más de un libro. La más famosa es la trilogía La lucha por la vida, que de momento Cátedra ya publica en un estuche de tres volúmenes, cuando se habría ahorrado dinero con uno solo y la novela tendría la dimensión que poco a poco va quedando claro que le corresponde. Pasaría lo mismo si se editasen en un solo volumen las tres novelas de Agonías de nuestro tiempo.
               En esos casos la novela tendría título, pero hay otros en los que no tiene porque solo son dos libros, como es el de La veleta de Gastizar y Los caudillos de 1830 (ambos de Memorias de un hombre de acción), de Los pilotos de altura y La estrella del capitán Chimista (de El mar), de La dama errante y La ciudad de la niebla (La raza), y de Los últimos románticos y Las tragedias grotescas (El pasado). No incluiría, sin embargo, las dos novelas de Paradox, aunque solo sea porque pertenecen a dos géneros diferentes.
               Pero hay otra novela de tres libros que tampoco tiene nombre porque está en las Memorias de un hombre de acción, la compuesta por Las figuras de cera, La nave de los locos y Las mascaradas sangrientas. Y menos mal que Baroja era un gran titulador de libros, pero aun así le falta un título para esta novela larga. El crítico al uso dirá lo de siempre, que son meras yuxtaposiciones; que, aparte de algún personaje y del tono general, no hay una estructura de conjunto, que las partes no son partes sino todos. Por ese procedimiento, si no estamos de acuerdo en que Galdós escribió una sola novela de dos mil y pico páginas con la primera serie de los Episodios, tampoco lo estaremos en que lo sean La lucha por la vida o Agonías de nuestro tiempo.
               Tiene su punto de razón. Pero no si se aplica a las novelas de dos libros, y ya veremos en el caso de esas otras tres novelas que aparecen como los volúmenes 14, 15 y 16 de la serie histórica de Aviraneta, la primera de las cuales acabo de leer. Y la verdad es que, como primer tercio de una novela dickensiana, el ritmo narrativo no es el de una novela de doscientas páginas. Hay que volver a El laberinto de las sirenas, a ese largo prólogo de cuarenta páginas, para encontrar un ejemplo cercano de cómo a Baroja parece que le tentase el largo aliento. En Las figuras de cera, el final no consiste en cerrar sino en interrumpir. La acción que desemboca en el secuestro de Chipiteguy es un magnífico despegue de una larga novela que promete.
               Aquí, de momento, no hay final, ni abierto ni cerrado, una diferencia que no he entendido nunca. Prefiero pensar que hay finales bien o mal cerrados. Cuando no los hay, como es el caso, el ritmo cambia, el escritor ya no tiene que pensar en tomar tierra, ya no es necesario un punto a partir del cual tengamos que abrocharnos los cinturones. Seguimos planeando. Eso hace que uno no tenga prisa narrativa, no más de la que exige un novelón entretenido, que ya es bastante. Pero Baroja aquí se demora más en las escenas. Comparado con el tono de microsecuencias de la anterior novela de la serie, aquí parece que quiere oxigenar la narración, trazar círculos en el relato, líneas maestras, ramales que acaso se junten, o se crucen, pero todos sobre la base de una misma acción secundaria que vertebra el relato.
               Digo secundaria porque lo interesante no es el relato de los manejos de Chipitegy sino los que, por su parte, llevan los que tienen algo que ver con él, empezando por Álvaro Sánchez de Mendoza, Alvarito, hijo del señor Micawber, es decir, de don Francisco Xavier Sánchez de Mendoza, siguiendo por Aviraneta y sin descuidar a las muchas mujeres que transitan por las páginas. Cada tramo de esa escena secundaria está narrado con relativamente largas escenas semiautónomas, casi todas ellas piezas de categoría. Así la descripción de la feria de San Fermín, la de las propias figuras de cera, por no hablar de los sueños de Álvaro, que, como es muy pueril, Baroja, con razón, llama Alvarito (no sea que pensemos que ha querido retratar un Cándido y le ha salido un tontaina que no se entera de nada); o el curioso ir y venir, tan moderno, para narrar el transporte de las joyas, con escenas que siguen en el relato pero preceden en el tiempo, a modo de narración, digamos, centrípeta, muy bien hecha, y también muy típica del folletín, del no mirar atrás, de escoger lo mejor para ese momento y dejar los antecedentes para cuando sean imprescindibles. Narrar hacia detrás y hacia delante da sensación de estar entre los acontecimientos y permite meterte con más curiosidad en ellos.
               Decía que la novela es dickensiana, y no solo por el ritmo del arranque. El elenco de personajes abunda en eso que Dickens hacía tan bien y que es la extravagancia realista, los tipos fantásticos, vecinos de lo inverosímil, que encontraba entre los oficios más humildes. Su extravagancia se basa muchas veces en la exageración, y en ese terreno, el de la hipérbole, Baroja se permite alguna que otra pincelada, pero no comete el error de insistir. Así, en medio de un episodio lleno de canciones vascas, el retrato pantagruélico del cantor Ibarneche nos hace gracia (poca, como la del cura de El mayorazgo de Labraz), pero no es la norma. La norma es el mundo del residuo. Chipiteguy, uno de los protagonistas, es trapero, comercia con lo más inmundo del arte, las figuras de cera, y se embarca en el negocio de pasar a España un cargamento de objetos sagrados que, para disimular, convierte en chatarra.
Los chatarreros son antiguos en Baroja. Quizá el santo patrón sea el Señor Custodio, de La Busca, que ya vimos como había aparecido tímidamente, como en proyecto, y con otro nombre, en un episodio de Camino de perfección. Pero aquellos chatarreros son ideales humildes, buenas personas que lo eran porque habían encontrado un mundo propio, aunque fuera con los desperdicios que se arrojan desde el mundo compartido. Aquella “tierra negra” cubría la roca madre de las aspiraciones filosóficas del joven Baroja.
Chipiteguy, en cambio, es un chatarrero con dinero, en cierto modo una versión más realista del gremio, porque a los chatarreros no suele irles mal. Pero Chipiteguy y los traperos de Bayona, a pesar de que sirvan para armar la narración, sirven para presentar al verdadero protagonista, Alvarito, a su vez un secundario fijo, hilo conductor y, según se menciona al principio de la novela, autor de unas notas que, a través de Paca Falcón, fueron a dar a este relato.
Chipiteguy contrata a Alvarito, un poco apesadumbrado de que sea su hermana la que sostenga la casa, porque su padre, Sánchez de Mendoza, es un miserable y un vago. Micawber no era tan rastrero, pero en todo lo demás se parecen mucho, incluso en esas ínfulas de abolengo que le llevan a pintarse un escudo de armas falso para presumir por los salones, algo que cabría interpretar como una ironía hacia sí mismo. Se ha contado muchas veces aquella escena, a principios de siglo, en que Baroja le enseñó a Valle-Inclán, muy emocionado, su árbol genealógico, y la salida de tono con que respondió don Ramón. Según Umbral, lo mandó a la mierda, una fuente tampoco muy de fiar.
Este Alvarito, muy bien diminutivizado, ya digo, es un muchacho medroso, un pan sin sal. “Notó que la alarma, la inquietud, nacían en él antes que el motivo, y que después encontraba el motivo para legitimar su alarma”, pero Baroja se lo lleva a casa de Chipiteguy, al territorio narrativo, a la pensión Baroja, mucho más interesante que la casa del señor Micawber, o por lo menos mucho más original. Y allí le esperan las mujeres de Baroja, Manón, nieta de Chipiteguy, y Rosa, hija de madama Lissagaray, y desde luego la clásica dicotomía barojiana: la mujer fresca, viva, alegre y escurridiza, Manón, y la languidez pálida y de poco empuje, recogida y rutinaria de Rosa.
En la segunda parte aparece Aviraneta, que se asomará un momento y se volverá a marchar, y a quien luego pondrá Baroja de pasmarote en las tertulias de señoras, para que la cosa tenga que ver. El autor, no obstante, se detiene en uno de sus clásicos párrafos de poética (“reflexiones metaliterarias”, dicen los críticos):

Aquí el autor tendría que comenzar esta parte pidiendo perdón los manes de Aristóteles, porque va a dejar a un lado, en su novela, las tres célebres unidades: tiempo, lugar y acción, respetables como tres abadesas o tres damas de palacio con sus almohadas y sus colchas correspondientes. El autor va a seguir su relato y a marchar a campo traviesa, haciendo una trenza, más o menos hábil, con un ramal histórico y otros novelescos. ¡Qué diablo! Está uno metido en las encrucijadas de una larga novela histórica y tiene uno que llevar del ramal a su narración hasta el fin.

               El plan consiste en reanudar el relato histórico, cuyo último acontecimiento importante habían sido los fusilamientos de Estella de cuatro generales carlistas, en medio de las intrigas más reaccionarias, que ya es decir, contra el general Maroto. Un ramal de la acción será este, con una historia de contrabando en la raya de Francia de las muchas que contó Baroja, entreverado por las correspondientes tertulias de aristócratas desinhibidas, entre las que aparece una tal Sonia, cubana, que me ha recordado mucho a un personaje de La voluntad de vivir, de Blasco Ibáñez. Entre todas ellas, Aviraneta se mueve como un don Juan prejubilado. Cuando la condesa de Hervilly trata de intimar con él, Aviraneta se sorprende: “El conspirador no era vanidoso y sabía muy bien que no estaba en el caso de hacer efecto en las mujeres”. Es el tipo de alusiones que a los buscadores de basura como Eduardo Gil Bera les encanta interpretar.
               Las intrigas de los antimarotistas nos llevan a la tercera parte, donde reaparece Chipiteguy, Alberto Dollfus, el trapero bayonés, que conducirá en su carro lleno de objetos antiguos (no basura, la basura es para Gil Bera) los dos símbolos de la novela: el lote de figuras de cera y el lote de objetos sagrados, lo más abyecto y lo más pomposo, lo más popular y lo más exquisito, lo más barato y lo más valioso, lo más humano y lo más divino. Y los dos lotes los emplea para lo mismo, para comerciar con ellos y sacarles rendimiento. Será divina, pero es chatarra.
               La descripción fantasmagórica de las figuras es muy eficaz, por su plasticidad y porque provoca pesadillas en Alvarito y una estupenda “canción de la ceroplastria” como las que componía Roberto O’Neil, mucho más macabra y desgarrada, compuesta por Julius Petrus Guzenhausen, de Aschaffenburg. Los tres episodios consecutivos forman una gradación expresiva sobre el tema de las figuras, que culmina en párrafos de este tenor:

Los estetas y los cultos te consideran como un arte macabro y funerario. Recuerdas, según ellos, las pompas fúnebres, las damas repipiadas que se ven en las tumbas modernas esculpidas por un cantero en un mármol que parece azúcar; los angelitos dorados y plateados de los ataúdes, los cuadros de pelo de los antepasados muertos, las reliquias amarillentas, un tanto desagradables, y los exvotos de las capillas, en donde se mezclan los brazos y las piernas de cera con los huevos de avestruz. Funerario, todo funerario.
-¡Ceroplastia! ¡Ceroplastia! No eres un arte triunfal.
Y, sin embargo, sin embargo…, ¡cómo nos seducías cuando éramos chicos!

               Las figuras también dan para reflexiones más pausadas, como la que comparte Aviraneta con el pintor Ochoa.

-¿Por qué el pelo rubio o negro pintado en la tela está bien y, en cambio, la peluca rubia o morena sobre una figura de cera es repugnante? ¿Por qué los tiñosos de Murillo, en su cuadro Santa Isabel, son hasta bonitos, y, en cambio, un tiñoso en figura de cera sería aún más desagradable que en realidad?
-Sin duda, la realidad, y el hombre dentro de ella, es como un monstruo lleno de tentáculos –observó Aviraneta-, y unos de éstos viven de aire y de luz, y otros, de sangre y de cieno; el arte los aprovecha, pero no puede aprovecharlos todos.
-Y las figuras de cera toman de la realidad esos tentáculos cenagosos, los más hundidos en el barro humano –añadió Ochoa.

               Cien páginas después de comenzar la novela, o sea justo a la mitad, acontece, que diría Ortega, la primera acción novelesca. Hasta ahora los hechos son descriptivos, no narrativos. También Dickens esperaba cien páginas antes de meternos en faena, hasta que ya nos hubiésemos acostumbrado al ambiente. Decía Umberto Eco, a propósito de El nombre de la rosa, que esas primeras cien páginas repletas de historia de las herejías medievales era algo así como una fase preparatoria, un meter al lector en la Edad Media para después contarle una novela de Agatha Christie. Es un procedimiento clásico. Aquí, en vez de las herejías medievales, tenemos las figuras de cera, igual de tenebrosas.
               En esa página 1042 del tomo IV de sus obras completas aparece un judío de la estirpe de los Faggin: “la nariz corva, el labio inferior grueso, los ojos brillantes, detrás de unas antiparras que le daban aire de búho; el pelo lleno de rizos, el vientre abultado y los pies fenomenales y defectuosos. Vestía Manasés siempre un poco desastrado y hablaba de una manera suave e insinuante”. (A los carroñeros tipo Gil Bera también les interesarían estas alusiones). Este judío le propone un negocio. En Pamplona, en un sótano de la ciudad, hay “muchas cruces y custodias de plata de las iglesias de la provincia, abandonadas por los curas”, y el cónsul de España en Bayona, Gamboa, quiere traerlas a Francia sin que se entere nadie, y, por supuesto, venderlas. Quiere a alguien que le haga el trabajo sucio, y por eso busca a un judío, no por marrullero sino porque no es cristiano, y este, a su vez, contacta con quien pueda traerlas de tapadillo, el trapero Chipiteguy.
               La novela ya ha lanzado el cabo principal, el acontecimiento novelesco, la expectativa, la trama. Chipiteguy va con dos caballos normandos, aparte de Alvarito y dos empleados suyos, uno borracho y otro, Frechón, el Sakes de la novela, a recoger la mercancía, que pretenden camuflar en un carro donde transportan las figuras de cera. Y a todo impulso narrativo le sigue un remanso descriptivo, en este caso las mejores páginas de la novela, la descripción de la feria de San Fermín. Es una parada de monstruos dickensianos. Sería interesante comparar las páginas dedicadas al circo en Tiempos difíciles con este espléndido aguafuerte, en el que Baroja ya empieza a jugar con la poesía de los nombres. Hay fragmentos que Camilo José Cela debía de recitarlos antes de dormir.

Era la aristocracia de las barracas. La mujer cañón, madama Lalande, con su marido Raúl Culot; el vendedor de la manteca de serpiente de cascabel, míster Cavendish, que era escocés, y llevaba polainas amarillas; el de los frascos de vulneraria suiza para las heridas, Onofrius Müller, que era del Tirol; el físico del pueblo francés, Monsieur Bazin; el vendedor de lápices que no se rompían, míster Clarck, inglés, y el marino que anunciaba el aceite virgen de Macassar, para el pelo, que era bretón, y se llamaba, según él, Gontran Montdidier Penhoel de Montbrisson.

               Baroja luego se extiende uno por uno con los miembros de la tertulia. Chipiteguy ha instalado una barraca con las figuras mientras ve el modo de sacar las alhajas de Pamplona y se ha sumado al club de los feriantes. Los preparativos lubrican el estatismo descriptivo, por sí solo muy interesante, de toda aquella fauna. A Baroja le gusta narrar planes más que ejecuciones, preparativos más que consumaciones, y eso es normal en las personas de imaginación despierta. Los hechos son finitos, no se puede vivir en ellos. El prepararlos es hacer imaginando, y en las novelas de aventuras es lo que mejor funciona. La acción, el resultado, a algunos nos cansa enseguida. Una vez leí una larga novela de Elmore Leonard donde solo había acción y me pareció lo más tedioso que me había echado a la cara.
               Pero en este caso no es como en El amor, el dandismo y la intriga, donde, después de preparar meticulosamente un complot contra Maroto, luego va el comodoro inglés, dice que no le viene bien y se aborta la operación. Aquí, en principio, la sensación es parecida cuando, después de tanto preparativo, de pronto las joyas ya están fuera de Pamplona. Sin embargo, después de otro sueño, digamos, presurrealista de Alvarito, nos damos cuenta de que no sabemos lo que ha pasado porque Alvarito no se ha enterado, y será después Chipiteguy quien cuente a Frechón parte de la huida, y más tarde Frechón quien relate otro fragmento a Gamboa, un bucle con el que Baroja consigue terminar la acción desde distintas perspectivas, tantas como referentes va a tener su continuación, porque Frechón, en empleado de mala catadura, tratará de jugársela a Chipiteguy.
               Alvarito despabila cuando el lector ya lo sabe todo, y a partir de ese momento se decide “a mirar en el porvenir las cosas cara a cara y frente a frente, fuesen figuras de cera o personas de carne y hueso”. Después de este segundo impulso de acción, valga el retruécano, la novela vuelve a remansarse según un método muy folletinesco que Cervantes bordaba: recoger cabos que se tiraron sin saber muy bien hacia qué lado, o sea, Manón, la chica, a la que encontramos en una tienda llena de juguetes, otra variante trapera, en un fragmento delicioso:

               Manón, cuando iba a aquel rincón de El Paraíso Terrenal, lleno de juguetes, le gustaba dar cuerda a todos ellos y oír la algarabía que formaban las campanadas graves y agudas de los relojes, el tintineo de la caja de música, ver cómo movían la cabeza los chinos, cómo daba vueltas el tiovivo, llevaba la batuta el señor del frac, tocaba el otro el violoncelo, bailaban el negro y las damiselas y aparecía y desaparecía la dama romántica en el balcón de la casa solitaria con las persianas verdes.

               Figuras de cera, trapos, chatarra, juguetes (que estarían nuevos pero suenan a infancia remota). La novela, por momentos, se convierte en un desván, con un sentimentalismo entre el que aparece Baroja disfrazado de jovencito, Pedro d’Arthez, “un joven pálido y un poco fofo que se pasaba la vida leyendo”. Dice Baroja de él que “tenía gustos de viejo. Metido en su cuarto, con su bata, su gorro griego y sus zapatillas, se pasaba el tiempo leyendo y fumando en la pipa”. Este personaje, que ya no sale luego, me cae simpático porque compartimos ideales y porque tiene un recurso contra los pesados que también comparto: para evitar excusas y discusiones, dice que sí a todas las invitaciones, pero luego no va a ninguna.
               La novela, en un último giro, pasa a manos (a manazas) de Frechón, el malo, de aspecto dickensiano y cerebro dostoievskiano, y, siguiendo con la tónica de Arthez, un misántropo “al mismo tiempo fantástico y petulante, escéptico y de cándida credulidad”. Frechón deja embastado el último tramo, cuando se siente engañado por Chipiteguy al descubrir, cómo no, que las perlas que le ha dado de señal son falsas, y piensa en cómo hacerse con el tesoro, de modo que otra vez, creo que por tercera, Baroja se puede volver a dar un baño de marquesas mientras cuenta los escépticos escarceos amorosos de Alvarito por Manón. En la tertulia de madama Lissagaray celebran un baile de disfraces, que es lo que faltaba en este libro lleno de espectros y muñecos falsos, en el que, además de una tal "Coral Miranda", de mendociano recuerdo, destaca, con su vestido de zíngara, Sonia Volkonski, nada menos, quien protagonizará luego la escena más folletinesca de toda la novela con Aviraneta. Su historia da un toque de color romántico a una acción que, otra vez, parecía estar sucediendo en la Bayona de 1920, no en la de 1838. La gente se mete mucho con estos anacronismos ambientales. A mí me gustan, ya lo dije. Es el tiempo Baroja, una época que puede situarse en un amplio margen de casi un siglo, pero que siempre lleva los toques justos de color para que no pierda la verosimilitud, para que no se disuelva el camelo.
               El libro, en fin, termina con el secuestro de Chipiteguy, narrado también con retrocesos como los de la salida de Pamplona. Alvarito, por fin, se entera de lo que está pasando, y la novela queda lista para ser continuada. De los tres ramales que fue trenzando, el menos relevante es el de la propia guerra, puesto que las intrigas de Aviraneta están de vacaciones en tierra caliente. Lo es más el relato del transporte de las joyas y de la ropavejería siniestra que envuelve a la novela, barajado con el lento despertar de Alvarito en un desván de personajes dickensianos y, a la sombra ya de Aviraneta, en un salón de marquesas intemporales. Los episodios se organizan por contraste con el anterior y por el principio de acción dramática seguida de acción descriptiva, un método tan clásico que es el que utilizó Virgilio para escribir la Eneida, por ejemplo, pero que también es el que utilizan los buenos escritores de folletines. 

19.1.14

Ni dandy ni conspirador


Cuando empecé con estas lecturas barojianas tuve claro que no quería llevar un orden cronológico, académico y característico. Prefería dedicarme al mariposeo, que es la definición exacta que dio Baroja de su obra posterior a 1914. Hay varios Barojas y yo quería ir saltando de uno al otro. Quedaba, siempre, en medio el gran proyecto narrativo de las Memorias de un hombre de acción, que, ese sí, supuse que habría que leerlo desde el principio hasta el fin.
               Pero tampoco. La lectura de El laberinto de las sirenas me ha llevado a los tomos de Aviraneta más cercanos en el tiempo, empezando por El amor, el dandismo y la intriga, libro que leí hace, ya, nueve años, cuando estaba documentándome para Fabricación británica. Entonces resultó decepcionante porque allí no había nada que me pudiera servir. Las luchas intestinas de los generales carlistas antes y después de la Expedición Real de 1837 (que en esta novela pasa sin ser notada) a mí no me servían más que para rellenar un par de páginas, y sin embargo encontré algo que me llamó la atención.
           El personaje más interesante de esta novela es un inglés que Pello Leguía, el narrador, encuentra en Bayona, Jorge Stratford Grains. Luego hablaremos de él. Lo interesante ahora (es decir, entonces) eran dos asuntos que anoté en el margen de la edición de Caro Raggio.
El primero es que ese inglés tan distante y comprensivo, tan amable y altivo, tan héroe de Baroja, que exige a su amante, Delfina, marquesa ella, que abandone a su marido y se vaya a vivir con él porque le parece indigno mantener sus amores en secreto, se llama igual, y con las mismas iniciales, que José Stratford Gibson, el inglés que Ricardo Baroja encontró en Albarracín y del que ya hemos hablado aquí, y que inspiró al inglés de El mayorazgo de Labraz, Bothwell Crawford Esquire. El mismo inglés, sin altanería sutil y con una generosidad enfermiza, aparecerá después en la figura de Roberto O’Neil en El laberinto de las sirenas. Espero recibir la semana que viene un libro de José Alberich donde se indaga en estas cuestiones.
El otro asunto, que ya se ha mencionado aquí y que en el fondo es lo que más me interesa, es que esta novela se publicó en 1922, el año en que Baroja, acompañado de Ortega y Gasset, visitó Teruel. No deja de ser una curiosa coincidencia que antes habría que matizar un poco.  Baroja estuvo en Teruel a finales de abril, y en octubre, en Vera de Bidasoa, concluía El amor, el dandismo y la intriga. Por lo demás, hay testimonios del propio Baroja de que en junio ya estaba en Vera, donde hacía más calor del habitual y el río se llenaba de mosquitos. Teniendo en cuenta que siguió viajando hacia el norte, lo más probable es que siguiese camino a Vera sin pasar siquiera por Madrid, y una vez instalado en Itzea comenzase a escribir la novela. Los exegetas dirán que el narrador de esta novela, Pello Leguía dice que comenzó este libro “en verano en un valle de los Alpes”, uno de los varios valles alpinos que visita “como el enfermo que cambia de postura”.
No está claro si Baroja había creado antes o después de visitar Teruel a Jorge Stratford Grains, ni si, por salir de Madrid y alejarse de la enfermedad, decidió buscar al genuino José Stratford Gibson, que por entonces debía de andar por los setenta años, a tenor de lo que se nos sugiere en el cuento de Ricardo Baroja, escrito a principios de siglo. Claro que Statford pasaba, como Baroja, los inviernos en Madrid y los veranos en Albarracín, de modo que, dando por supuesto que siguiese vivo, habría tenido que adelantar su estiaje a la primavera. Ya sé que fue una invención de Ricardo, sublimada por otra invención de Pío. Por eso doy por hecho que estaba vivo.
El Jorge Stratford Grains de El amor, el dandismo y la intriga tuvo que ser, pues, padre de José Stratford Gibson, porque vivió con el siglo, y para cuando Ricardo creó a José ya rondaría los cien años, algo impensable para un individuo tan sensible y tan discretamente atormentado.
En todo caso, ¿qué otro interés podría tener Baroja en venir a Teruel? Los retratos al natural que sacó de Albarracín y de Teruel aparecerían en 1925, en La nave de los locos, y no tienen nada que ver con los que tomó en otro viaje de 1930 por el Maestrazgo, de los que salió La venta de Mirambel.
Volveremos sobre este asunto. Aquí nos importa este otro inglés, Stratford Grain, sobre todo por ese carácter enfermizo que hace, por ejemplo, que su madre lo considere todavía como un niño enfermo y débil, preocupación rara en una inglesa. Stratford entra y sale de la novela sin mayor protagonismo, pero en su relación con Delfina Vitelli, Madama D’Aubignac, yo diría que está ya el punto de partida de El laberinto de las sirenas, que publicaría al año siguiente. Stratford es, como Roberto, un hombre culto que, como otro inglés que se encuentra Leguía en un viaje entre Orthez y Pau, “viajaba para ahuyentar el spleen”.
Hay más ingleses en la obra, desde la mención escueta de George Borrow (a quien ya nombró Baroja, hablando de su diccionario caló, en El mayorazgo de Labraz) al brigadier del ejército liberal Lord John Hay, “hombre de buena pasta, un tanto vanidoso, y a quien le había entrado la obsesión de hacer un papel trascendental en la historia de España”, y que, por mero escrúpulo ordenancista, hace abortar el secuestro del Pretendiente.  Este secuestro se había planeado con mucho detalle, pero, fiel a su sentido de la narración, Baroja lo deja en nada cuando ya está listo todo.
La novela, contada, como digo, por Leguía, y situada casi todo el tiempo en Bayona, tiene un fondo histórico que es como el fondo pictórico que encontraremos luego en Las sirenas, porque aquí, descripciones de ese calibre, y mucho más breves, solo hay un par de ellas (si descontamos, claro, algún que otro ramalazo de nostalgia vasca). Aquí la historia real, datable, comprobable, con nombres y apellidos verídicos, se centra en 1837, y en los intentos de Aviraneta, que está siempre en un segundo plano, por desestabilizar al ejército carlista, bien sobornando al general Maroto, bien haciendo cundir la desunión entre sus filas, bien secuestrando al rey bufo, de quien Baroja no pierde oportunidad de ponerlo de inepto para arriba. Incluso tratan de que abdique en el infante Sebastián, que tenía el temperamento impredecible y los ojos de loco.
Ninguno de los planes, minuciosamente festoneados de intrigas históricas, surte el menor efecto, y la única verdadera acción, salvo una refriega en Vera y un intento de emboscada, es la que protagoniza Leguía cuando cae en una trampa (un tanto previsible) junto con la última de sus conquistas, María Luisa, a quien salva gracias a un narcótico que le entregó en París el abate Girovanna, un tipo curioso, para la galería de tipos barojianos, pero también un esbozo de lo que luego, con toques aquí y allá, le serviría en Las sirenas.
Ese es, como se dice ahora, el subtexto, o la ambientación, que se ha dicho siempre. O más bien el paratexto, porque, en su descansada vida de espía, a Leguía le suceden cosas tan interesantes o más que la propia guerra carlista.
Baroja nos pinta a Leguía  “alto, fornido, con la cara redonda, los ojos pardos y el pelo negro y ensortijado”. Incluso, dice Aviraneta, con un cierto aire neroniano. De temperamento mudadizo, se esfuerza en ser un dandy, y que su dandismo esté “por encima del peligro de las balas”. En sus brazos van cayendo las mujeres de la novela, con las que yace en graciosas elipsis y que dan idea de lo que por aquellos días Baroja pensaba del eterno femenino. No recuerdo una novela en la que no hubiera prácticamente ninguna mujer que se salvase de la quema: la que no es tonta es aprovechada, la que no cínica, y la que no pazguata. Y lo normal, en Baroja, no es eso. En todas las novelas hay un equilibrio entre mujeres interesantes y despreciables. Aquí se nota como una misoginia un poco forzada, de rabieta, sobre la que tampoco merece la pena insistir para no buscarle los tres pies a la biografía. Estas son interesantes, desde luego, pero todas están tratadas con ese desdén misógino con el que, se supone, hay que ser un dandy. No sé si esto es por afán de verosimilitud o por reflejo de experiencias personales. Diremos que ocurre lo primero.
Pondremos en orden las mujeres, que hay muchas:
Madama de Laussat era “una rubia de unos treinta a treinta y cinco años, de cara ancha y un poco juanetuda, de ojos claros y labios gruesos y rojos”, del círculo de señoras con aire de libertinas que se encontró en Bayona.
Madama D’Aubignac, Delfina Vitelli, “era rubia, con un color como desteñido, de ojos azules, la nariz recta, las cejas finas, la boca pequeña, de labios pálidos, la expresión reservada y un tanto teatral. Era muy elegante y esbelta; tenía las manos delgadas, de dedos largos, con las que accionaba muy bien, y tomaba unas actitudes artísticas. Tenía un niño y una niña”. Esta Delfina, de la que Leguía es buen amigo (otro clásico en Baroja, la amistad con las mujeres, más allá del amor, y eso después de una indiscreción con ella que a Leguía le cuesta un duelo a espada) es la que se lía con Stratford, pero tiene dos hijos… Leguía es implacable con ella, aunque no se lo dice a la cara:  “quiere usted religión y libertad de pensamiento exclusiva para usted, costumbres muy severas y al mismo tiempo facilidad en las pasiones; ser muy honorable y tener un amante, tener un hombre enérgico y altivo y al mismo tiempo que se doblegue a sus necesidades y a sus caprichos.”
Dolores la riojana es su primer polvo volandero. La seducción dura una página, diálogos incluidos. Dolores está sirviendo con una señora que tiene un niño enfermo y se aburre mucho. Leguía la invita a pasear, oscurece, se meten en la casa de la señora. “Por la mañana, cuando salí de allí, la muchacha lloraba”.
 A la mujer de Vinuesa Baroja no se molesta en buscarle nombre. Es “una mujer alta, fuerte, con el pelo rubio y la tez blanca y sonrosada: una verdadera walkiria. Tenía los ojos azules, los labios muy gruesos y la dentadura muy blanca.” Enfadada con el marido por haberla dejado sola mientras atendía sus negocios, “la alemana llevó hasta el final su venganza”, o sea, otro polvo con Leguía.
Gabriela la Roncalesa (que tendrá su papel en Las figuras de cera), es “alta, huesuda, rubia, de un rubio de color de panocha, con los ojos claros, las facciones un poco duras, el aire enérgico e inteligente.” Aunque todas son rubias, esta y la anterior prefiguran más a Odilia. La que no recuerdo si es rubia es otra loca con la que Leguía se entusiasma, antes de saber que está loca.  A Gabriela no se la tira, y a la loca, afortunadamente, tampoco.
La marquesa Redenska, en París, en un relato que, dicho sea de paso, podría ser de 1920. Cuando no hay un tapiz de sables detrás, la novela no se sabe si habla de 1837, que es cuando suceden los acontecimientos; de 1890, más o menos, que es cuando Leguía la narra, o de 1922, que es cuando Baroja la escribe. Ese París es el mismo ambiente que veremos en la trilogía Agonías de nuestro tiempo, tan viajera y cosmopolita, ambientada casi un siglo después. Salvo algún que otro detalle de vestimenta –pocos- y las menciones, muy ajustadas en el tiempo, a Balzac, Tolstoi, Dostoievski o Ibsen (mencionadas por el narrador desde finales de siglo, no por el personaje en tiempos de la guerra carlista), lo demás no pertenece a una época determinada. Es como si Baroja se hubiera dado una vuelta por otra época con el mismo personaje, o bien que viviera unos días en la época Baroja, un tiempo pasado indefinido, sobre todo cuando está en un hotel. Pero esta marquesa Redenska no es como Sacha Savarov, desde luego. El bohemio Valdés, otro tipo barojiano, recomienda a Leguía que la trate como a una portera, cosa que a ella, sorprendentemente, le encanta.
María Luisa Taboada es la única morena y la que más le gusta, a Leguía y a Baroja, y por eso le dedica una descripción más matizada:

Era una mujer de mediana estatura, morena, seca. Tenía el óvalo de la cara muy alargado; la nariz, también larga; los ojos, pequeños, brillantes, muy bonitos; el pelo, negro, la piel, curtida por el sol; la boca, un poco incorrecta, que dejaba al descubierto la dentadura, blanca y fuerte. Nadie hubiera dicho que era bonita, pero tenía atractivo. Había en ella algo de la viveza y de la gracia de la cabra. Su cuerpo era esbelto y bien formado; la mano, chiquita, y, a pesar de esto, fuerte; el pie, muy pequeño. Se vestía un tanto caprichosamente, aunque siempre de oscuro. Llevaba corbatas de hombre y sombrero de hombre. Tendría unos veinticinco a veintiséis años. Su padre era gallego y su madre castellana. Ella había heredado de su madre su sequedad y su energía.

Esta descripción nos suena, y siempre para bien. Sin embargo, no se libra del ramalazo porque, según Leguía, habla “con la pedantería que tienen las mujeres cuando se ocupan de política”. De ella no le atrae su viveza ni su gracia, sino “algo ardiente y seco que me gustaba. Era como un paisaje castellano tostado por el sol”, lo que muy difícilmente puede considerarse un piropo.
María Luisa sí cae en las redes de Leguía, después de una escena de folletín romántico en la que a Leguía le toca el papel de héroe que libera a la dama, con la que se esconde luego en una casa de citas y con la que tiene un encuentro que suena a fantasía sexual de andar por casa. María Luisa, cuando lo ve tiempo después, no quiere saber nada de él, como aquella Ascensión de Camino de perfección con la que Ossorio quería congraciarse después de seducirla y dejarla tirada, y que a mí me recuerda siempre a Dido en el infierno.
Pero Leguía, más que un romántico, es un sentimental, por mucho que finja indiferencia cuando su suegra, doña Mercedes, le canta las cuarenta, porque allí todo el mundo se espía y ella ya se ha enterado de sus polvos furtivos. A Leguía le da lo mismo, pero no es esa indiferencia silvestre que manifestó Zalacaín o Jaun después de sus infidelidades, sino un desapego demasiado falso, demasiado teatral, hasta que el propio Leguía se sincera consigo mismo:

               Es posible que haya una moral de hombre sano y una moral de hombre enfermo; yo había pasado de la una a la otra.
Tenía una idea de remordimiento, de la que no me podía librar: el haber suducido a la muchacha alavesa en bidart, el caso de María Luisa y el de la mujer de Vinuesa me turbaban el espíritu.
¿Para qué había hecho esto? No lo comprendía. No me lo explicaba. había seguido una tradición de violencia y de egoísmo, porque sí.
Todos mis amigos aparecían al pie de la cama y me echaban en cara mi dureza y mi crueldad.

               No, no vale para dandy, ni tampoco para conspirador. La suegra y Corito, que no dice ni mu en toda la novela, lo perdonan y Leguía comunica a Aviraneta que no quiere ser conspirador. El romanticismo de los duelos y de las intrigas es “una enfermedad, una cosa forzada, recalentada, que no produce más que fantasmas monstruosos”; el que perdura es el romanticismo “de Goethe, el de Dickens, el de Balzac y el de Carlyle”. El mito de don Juan solo funciona en sociedades fanáticas y reprimidas, en la España de los Siglos de Oro, iluminada por las hogueras del miedo al infierno. “Fuera de esa época y de España”, dice Stratford, “es un personaje ridículo”. El don Juan es un calavera entrado en años, pero el dandy “es un tipo más en consonancia con nuestro tiempo”, que a Baroja tampoco le convence.
               Todos estos líos amatorios de Leguía están pespunteados por un hilo de decepción, de cansancio, de gozar sin ganas, y de comentarios tenebrosos acerca de la edad. Baroja cumplía ese año los cincuenta, y sus comentarios al respecto no son ni siquiera irónicos: “Las canas, que ya de por sí son repugnantes, a pesar de los epítetos de respetables, venerables y demás, se hacen aún más repulsivas cuando están repeinadas y aliñadas”, y esto lo dice Leguía, que en la novela, para su última misión, se tiene que tintar el pelo de blanco si quiere parecer más respetable.


17.1.14

Acuarelas escritas


Es una lástima que El laberinto de las sirenas no haya merecido una moderna edición crítica igual que la siguen mereciendo algunas de las obras mayores de Baroja. Para los historiadores de la literatura sería un filón interpretativo. Tiene de todo. Es una de sus novelas más poéticas, escrita con criterios pictóricos, y hay razones biográficas para pensar que es la primera gran obra de una nueva etapa, o por lo menos una de las novelas fundacionales del gran mito de Baroja.
               La novela es, sin tapujos, una apuesta literaria. Empieza en un tren, donde una dama, la duquesa de S., Demetria, le lanza el guante al capitán Andía. “A mí me gusta algo que sea como una melodía, una historia de amor con un fondo bonito, algo que distraiga, que divierta, que haga olvidar las cosas feas de la vida vulgar. ¿Usted sabe hacer algo así?”
No hay mejor resumen de la novela. Yo no sé si Baroja llegó alguna vez a escribir mejor que en este libro, sobre todo en esa espléndida obertura, ese “fondo bonito” en el que llena la novela de luz mediterránea, como si pintara un macchiaioli sobre el que luego contar sus historias, de manera que todos los personajes fuesen abstracciones simbólicas de una preciosa colección de marinas calabresas. Es, a su vez, el fondo modernista de Baroja. El propio Baroja escribió muchas otras novelas que partían de los hechos, no de los paisajes, pero esta (y eso lo comparte con Camino de perfección) es toda ella un ambiente, un respirar la brisa caliente y salada, un teñir de flores las escenas. La leemos como si viéramos un cuadro. No hay, pues, acción narrativa sino acción descriptiva, es decir, los acontecimientos son los que mejor cuadran con el paisaje que los contempla, no al revés. Las historias nacen de la geografía. Si hay gruta, hay sirenas; si hay laberinto, hay náufragos del romanticismo. Cuando es al revés, el paisaje es siempre de cartón, y aquí se puede oler un último sueño de tierra y libertad, como dice Roberto O’Neil en su canción de los hijos de Aitor (y que Jon Juaristi no aprovechó en su indiscriminada búsqueda de citas a granel, así como tampoco, más adelante, una mención explícita del Fausto).
Esa obertura sirve de marco a la narración, tal y como había montado las Memorias de un hombre de acción, que era a lo que más tiempo dedicaba desde hacía ya bastantes años. En este caso, el autor viaja a Nápoles con su amigo el doctor Recalde, y la novela empieza ya a desprender la fragancia de los símbolos. Las descripciones de las calles de Nápoles, del puerto y, sobre todo, la espectacular, colorida, abigarrada, vivísima descripción de la puerta Capuana son como si el autor empezara por demostrar a la duquesa de S. todo lo que hay que saber en materia de estilo. No sé si se puede o no describir mejor, pero, por lo que a mí respecta, creo que no se debe, si no se quiere perder una sola ráfaga de emoción. Baroja mantiene a raya la retórica al mismo tiempo que utiliza lo más vistoso de la lengua, los nombres de las cosas, las flores y las calles y las aguas, para acostumbrarnos la mirada a una Italia idealizada en los ensueños pictóricos y literarios de su autor. Esta demorada introducción, este vasto fondo es un espléndido ejercicio de mímesis, pero no mímesis de la realidad sino mímesis de la representación de la realidad. El laberinto se crea con estas largas descripciones. El mundo se construye en estas páginas, y dentro vemos a los títeres, que nos cuentan historias.
Recalde, el médico, la ciencia, la realidad, no acaba de encontrarse en aquel mundo que a Baroja le entusiasma contemplar, y lo deja solo. Baroja en aquellos tiempos vivía rodeado de médicos. Quizá, cuando se ponía a escribir, lo primero que quería era olvidarse de ellos. Ya digo que la novela tiene jugo biográfico. Se escribió en 1923. Recomiendo la preciosa reseña de Julio Caro que acompaña su edición de Caro Raggio y que también está en la imprescindible Guía de Pío Baroja que editó Pío Caro para Cátedra. Allí dice, primero, que la terminó en Rotterdam, en septiembre de 1923, en una época en la también viajó por Alemania y Dinamarca (o por Suiza, que es donde empieza El amor, el dandismo y la intriga, también de 1923), pero fueron las impresiones de un viaje a Nápoles las que le inspiraron El laberinto de las sirenas. Es de suponer que en su viaje a Nápoles Baroja tuvo que escribir un montón de acuarelas que luego utilizó para decorar el comienzo, mientras el arquitecto Toscanelli construye un mundo aparte, alejado incluso del paisaje, en una gruta donde habitan las ninfas y pululan los tipos barojianos como en un paraíso que parece un limbo. Me he acordado mucho leyéndolo de Las veladas de Santa Eufrosina, de Julio Caro, que tienen ese tono metaliterario, melancólico y pictórico, y retratan escenas italianas. El caso es que la terminó de escribir lejos de Italia, en un lugar con otra luz, cosa que se notaría si la impresión de las largas y brillantes descripciones del principio no fuese tan envolvente y duradera.  
Pero un mes antes de terminar la novela, en agosto de 1923, a Baroja lo habían tenido que ingresar en el Instituto Ramón y Cajal para seguir una cura antirrábica porque le mordió un perro. Fue un mal principio para una buena y larga etapa creativa, o bien un final irónico para una fase muy difícil de su vida, llena de problemas de salud. En 1921, harto de padecer, se le extirpó la próstata. De todo ello hay un evidente, irónico y hermoso reflejo en esta novela. Roberto O’Neil compone un poema entre Coleridge y Poe sobre la muerte de Pan, otro gran tema nietzscheano que, por cierto, se le pasó por alto a Gonzalo Sobejano en su exhaustivo inventario de nietzscheanismos. “Sí; se acabó la alegría de la vida antigua, fuerte e inconsciente; se acabó la confianza en la naturaleza y en los instintos; se acabó la creencia en los mitos vitales; se acabó el correr, coronados de hiedra, por los bosques.” Afortunadamente, los críticos de peor baba también la pasaron por alto. Baroja era en 1920, en el prólogo a La sensualidad pervertida, creo recordar, “un fauno reumático”. En 1923 ya solo quedaba el reúma.
Se dice que uno de los efectos de aquella operación, aparte de que Baroja fue a partir de entonces “más adusto”, como repiten las biografías tópicas, fue que se volvió muy friolero. El laberinto de las sirenas es una de las primeras novelas que Baroja ya escribe con la bata de lana y la boina y la bufanda blanca, que es como ha pasado a la historia. En 1922, en la breve visita que rindió a Teruel acompañado de Ortega y Gasset, los periódicos locales informaron de que Baroja lamentó no haber traído la boina, porque hacía más frío del que imaginaba, y eso que estaban en abril. Iba a cumplir cincuenta años. La boina no la necesitaba para visitar la ciudad, porque llevaba sombrero, sino para estar en el cuarto del hotel. En la maleta llevaría la bata de lana y esas zapatillas de paño sobre las que discutiría poco después, en 1925, en el prólogo de La nave de los locos, también con Ortega y Gasset.
El caso es que Baroja había ya doblado su cabo de las tormentas. Luis Murguía, tres años antes, era Baroja hecho personaje, danzando por Europa, pero aquí Juan Galardi y Roberto O’Neil no son contrafiguras del autor sino, en todo caso, contrafiguras de sus personajes. Hay un doble fondo en ellos. Juan Galardi, “un vasco decidido y valiente”, es una abstracción de sus tres anteriores grandes héroes vascos, Martín Zalacaín, Shanti Andía y Jaun de Alzate:

Galardi tenía la cabeza sólida, mucha fuerza y mucha agilidad, y, sobre todo, mucho nervio; en su primera juventud había sido un buen jugador de pelota. Era, además, muy diestro en el boxeo y un gran nadador, que podía pasarse dos o tres horas en el agua sin cansarse. Su filosofía era el fatalismo, pero creía que a veces el destino adverso se deja vencer por la audacia.

Con Jaun de Alzate este libro comparte, además, ese aire alejado, imaginativo, ajeno a la realidad, en un mundo propio, en un teatrillo lleno de símbolos y de poesía. Baroja se larga de Madrid igual que se marcha de su propia vida, o más bien la somete a una operación estética de la que no surge un libro de opiniones y de largas conversaciones sino, sobre todo, otra obra maestra de la descripción.
Estando el autor en Nápoles, aún en el prólogo de la novela, coincide con la marquesa de Roccanera, una mujer muy interesante que le ofrece los libros de Juan Galardi. El procedimiento es el habitual en los tomos de las Memorias de un hombre de acción que va escribiendo al mismo tiempo, pero Juan Galardi no es Pello Leguía y su historia se cuenta en tercera persona. Los cuadros no se pintan en primera persona (quizá por eso Pello pinta el de Aviraneta).
Aquí empezaría propiamente la novela, después de una magnífica obertura de cuarenta páginas, con la historia de Galardi en Marsella (otra portentosa descripción) y su primer encuentro con las ninfas perversas, en este caso una argelina, Raquel, que exprime a Galardi, lo empuja a no ser honrado con el dinero del barco donde navega y, cuando ya no le queda un duro, lo deja tirado. Poco después Galardi la ve con otro, y su reacción dice mucho del tono que late, sin embargo, en la novela: “Era una verdadera sirena. / Galardi la contempló con menos cólera de lo que hubiera pensado. / Todos los animales violentos y feroces se domestican con la pedagogía del hambre y del palo. Esta pedagogía había amansado al piloto.”
Galardi se marcha a Nápoles. Es un gallardo marino vasco de 27 años del que se encapricha una marquesa, la Roccanera, que aquí, más que ninfa, es hada madrina, la que envía al marino a un mundo ficticio, a la casa del laberinto. Porque la marquesa, como está enamorada de Galardi, lo hace su contable y lo manda al pueblo de Roccanera, que es una manera un poco rara de tener amantes. Baroja pasa por alto toda alusión erótica. No se sabe qué grado de amante tiene Galardi, si de florero o de muñeco. La única escena erótica, a lo lejos, en un bosque, se mencionará muy de pasada en el lío con Odilia, la ninfa nórdica.
El caso es que, cuando llega a Roccanera, en Calabria, y vuelve a retratar maravillosamente el barrio de la Marina, la novela se mete definitivamente a vivir en un cuadro. El inglés John Stuart, un genuino hombre de acción, lo que da para dos ingeniosos cuentos sobre cómo engañaba, en una época anterior a la narrada, a sus acreedores primero y a sus compradores después, decide construir una villa junto al mar y contrata al paisajista Toscanelli. Y toda la enorme finca que ajardina es también el tapiz donde se pinta la novela. A Baroja le gusta el mito de la construcción, de los preparativos. Le gusta describir reformas y construcciones. El lector, sin embargo, desconfía de Toscanelli, piensa que es un cantamañanas, y queda tan gratamente sorprendido con el resultado como el dueño que lo contrató, porque el arquitecto italiano no solo cuenta con los colores, sino también, y sobre todo, con el tiempo. El mundo que crea Toscanelli convive con una granja de labor y con una gruta misteriosa, con acantilados y valles profundos, con jardines clásicos y bosques salvajes. Es un jardín romántico de fantasía dentro de un paisaje calabrés, el escenario en el que se desarrollará esta pequeña comedia bufa, como muy oportunamente abrochará Baroja la novela.
El drama, el tercer nivel de la novela, empezaría en este punto. Otro inglés, O`Neil, después de una historia de agradecimiento y de amistad, se queda con la finca, y tiempo después se la deja a su hijo, Roberto, porque la hija, Susana, americana pragmática y urbanita, asoma el morro en la historia pero no le gusta y se va. Este Roberto es un retrato literario más que un personaje. Es un fantasma hecho de ecos, un romántico de reglamento, soñador, contemplativo, insatisfecho, poeta y enfermo. Su generosidad sin límites, su desprendimiento enfermizo me recordaba por momentos al Alejandro Miquis de El doctor Centeno. Pero este Roberto, a pesar de estar enfermo toda la novela, no deja de viajar a países perdidos ni de invitar a gente rara, una galería de tipos barojianos perfectamente imaginables en un cuadro no ya de Ricardo Baroja sino de Julio Caro. Por allí pasa el farero que construye maquetas de barco, el ermitaño que vive del aire, el erudito alemán que esconde un secreto vergonzoso, e incluso un faquir, al que Juan Galardi no puede soportar, pero que al lector lo regocija, sobre todo cuando habla “con gravedad de granuja”.
Las ninfas, sin embargo, se interponen en ese mundo infantil para espíritus ancianos. Sus ecos todavía los llaman desde el fondo del bosque y desde las olas de la playa. Laura Roccanera conquista a Roberto, que podría haber elegido a Rosa Malaspina, la Charo buena de La sensualidad pervertida, y encima libre.  

“Laura Roccanera y rosa Malaspina no veían en el mundo más que el amor; todo lo demás les parecía insignificante y ridículo.
Tras de esta afirmación de la primacía de Eros no estaban en todo conformes. Para la Roccanera el amor tenía que ir unido siempre a la admiración, al Fausto; la malaspina pensaba que podía ir unido a cierta compasión.
¿Quién era más mujer? No es fácil saberlo.

Galardi, por su parte, que prefiere la vida sencilla, se rodea de aparceros resentidos, uno de los cuales intenta matarlo, en una escena a lo Walter Scott que Baroja ventila en un abrir y cerrar de ojos, cuando el taimado Pascual intenta que Galardi, que no les deja sisar a la dueña, pise el suelo podrido de una galería y caiga desde veinte metros. Pero su mundo es el del honrado Alfio y su hija Santa, un mundo previsible y ordenado en el que Galardi se siente más a gusto, por más que, como hiciera Jaun con la Pamposha, Galardi se deje seducir por otra ninfa serrana, Odilia, un poco bruta, áspera y salvaje, y sin embargo amiga del conocimiento.

“Santa era una muchacha muy bonita y muy simpática, con el óvalo de la cara perfecto, los ojos grandes y melancólicos, el pelo de color de caoba, dividido en dos bandas y un aire de madonna.
Odilia era fuerte, corpulenta y atlética; tenía la cara ancha y un poco juanetuda; los ojos verdes y una magnífica cabellera rubia, casi roja.”

Mientras Roberto, el romántico languideciente, caza sirenas y les pone trampas a los espíritus, Galardi se casa con la humilde Santa, y lo primero que tiene que hacer para que no le arruinen la vida es librar a su mujer de la superstición. La escena de la tata fanática es estupenda, sobre todo el final, cuando Galardi la echa de casa: “Para evitar un nuevo ataque de jettatura, Santa puso a la entrada de la casa un cuerno y unas ramas de coral”, lo cual no le sirvió para que Roberto no se liara con Odilia y a Baroja para que el bueno de Roberto sacara a Galardi de las garras de la ninfa y se lo llevara, en una goleta, a recorrer el Mediterráneo y visitar páginas de Cervantes, como la de aquella Zahra de mala sombra que es como una versión cómica y misógina de la historia de Zoraida.
La novela, a pesar del juego de amoríos, llega a su punto culminante con los dos protagonistas, Roberto y Galardi, y Santa, su esposa, contemplando un paisaje. Son tres o cuatro páginas de antología, o de manual, o de ambas cosas, que no está en la red y me da pereza copiar. El caso es que a partir de esa escena, después de algún que otro episodio de decadencia y con un diablo ex maquina, Busoni, que aparece muy al final para rematar románticamente la novela en cuatro pinceladas, el mundo creado comienza a venirse abajo. La muerte de los personajes le da el sombreado final. El jardín se descuida, los edificios de la villa que levantó el primer inglés se vienen abajo. El tiempo pasa y los sueños se hunden. La novela no es en absoluto abierta, pero al mismo tiempo significa la fundación de un mundo aparte, fuera de la novela autobiográfica y también de la histórica, que son las dos que había practicado hasta entonces, y sin embargo resumen y esencia de las dos. Yo diría, además, que La leyenda de Jaun de Alzate le abrió nuevas perspectivas, el diseño de un mundo alejado donde irse a vivir, y que el posoperatorio y la vacuna antirrábica le dejaron en una melancolía que se sobrepone a base de romanticismo y de belleza. En un cuarto de Rotterdam, con bata de lana, boina y zapatillas, con el uniforme que ya no se quitaría nunca, Baroja, huido temporalmente del mundo, firmaba una preciosa exposición de marinas, jardines y mundos perdidos, acaso uno de sus mejores libros.

12.1.14

Paisajes y mujeres


Camino de perfección es un libro de viajes, una novela de paisajes. Es la primera gran novela de Baroja y una de las cuatro grandes de 1902, y otras cuantas cosas más en las que resulta igualmente difícil evitar la palabra grande. Es la más 98 de las cuatro célebres (Amor y Pedagogía, Sonata de Otoño, La Voluntad), la más intensa de las cuatro, tan bien escrita como la Sonata, en su estilo, pero menos perfecta. En todo caso es un manual de eso que se llama el sentimiento del paisaje en el 98.  
Fernando Ossorio huye de Madrid con una boina y un revólver, es decir, con la curiosidad del pintor y la voluntad del guerrillero. Se marcha para salir de sí mismo y volverse a encontrar. Lo educaron en Yécora, Yecla, en la España profunda, una ciudad levítica donde se convirtió, por culpa de la religión y del poco amor que recibió de sus padres, en “vicioso, canalla y malintencionado”, y quizá eso explique que ahora, terminada la juventud, se haya enfangado en una vida inútil y se haya convertido en una fiera rijosa, en un fauno que diez años después padecería reumatismo. Ya en Madrid, se enzarza en unas relaciones que ahora llamaríamos sadomasoquistas con su tía Laura, con quien vive porque le ha caído una herencia de su tío abuelo. Baroja nunca nos dice que se mude de ropa o que se dé un baño, lo que imperceptiblemente va ligando la espesa salsa de angustia que recorre la novela.
               Este no es un detalle menor. En estas bernardinas no buscamos analizar novelas sino pensar en cómo están escritas. Baroja no es manco cuando se trata de manejar la mímesis, y ese detalle está hecho adrede. Ossorio cruza un páramo de flores muertas, una tierra calcinada de fuego en las ventanas, de ardor místico y sudado, en una excepcional primera parte, hasta que sale de Toledo, deslumbrante como un secarral.
               Más cuestiones de mímesis. Ossorio va de Madrid a Manzanares, y de allí a Rascafría, Segovia, La Granja, Illescas y Toledo, antes de partir hacia Yecla. Total, unos doscientos kilómetros de fiebre místico nietzscheana. En Manzanares, nada más salir, duerme en un cementerio, donde está descansando el oráculo, Max Schultze, un alemán que se ha venido a España buscando espiritualidad. Ya es un lugar común de las biografías barojianas identificarlo con Paul Smith, a quien conoció Baroja en 1901, en el monasterio del Paular. Los dos largos artículos que tituló Nietzsche íntimo dan idea de aquel encuentro deslumbrante, por más que cuarenta y tantos años después Baroja pusiera las cosas en su sitio: “De Nietzsche no conocíamos más que el olor”. De modo que la imagen de Schultze subido a Peñalara y la visión apocalíptica correspondiente es el lugar común que Baroja eligió para santificar al peregrino cuando emprende viaje.
               Hasta entonces he anotado tres descripciones interesantes. Una es la puesta de sol en Madrid, previa a los arañazos de la tía Laura.

El cielo estaba puro, limpio, azul, transparente. A lo lejos, por detrás de una fila de altos chopos del Hipódromo, se ocultaba el sol, echando sus últimos resplandores anaranjados sobre las copas verdes de los árboles, sobre los cerros próximos, desnudos, arenosos, a los que daba un color cobrizo y de oro pálido.
               La sierra se destacaba como una mancha azul violácea, suave, en la faja del horizonte cercana al suelo, que era de una amarillez de ópalo; y sobre aquella ancha lista opalina, en aquel fondo de místico retablo, se perfilaban claramente, como en los cuadros de los viejos y concienzudos maestros, la silueta recortada de una torre, de una chimenea, de un árbol. Hacia la ciudad, el humo de unas fábricas manchaba el cielo azul, infinito, inmaculado…

               Es lo que en el siglo XX se llamó descripción impresionista, es decir, aquella que describe no un paisaje sino el óleo que resultaría de un paisaje, pero también aquella que intenta transmitir una cierta emoción y un cierto estado de ánimo. Es decir, lo que, antes del siglo XX, se llamaba descripción virgiliana. La parte pictórica está en los colores, todos tonos de paleta: azul, verde, anaranjado, cobrizo, oro pálido, azul violáceo, amarillo ópalo, humo (que manchaba). No encontraremos mucha matización. Son colores vivos, distinguibles, nada de mezclas ni de transparencias, nada de ocultación. Es a la prosa lo que Regoyos a la pintura. También la prosa debe desempolvar de retórica las palabras vivas y fundamentales. Baroja no practica nunca el encaje de vocablos (creo recordar que es en Los visionarios donde, hablando de esto, Fermín Acha suelta una sentencia definitiva: “¿pero tú has visto algún lector que detenga su lectura para mirar el diccionario?”); claro que su castellano fundamental, su paleta básica, es extraordinariamente rica, como rico era el idioma real de su época.
               Eso por la parte de la pintura. Pero qué hay de la emoción. La gracia de esta novela es que Baroja sabe modular la intensidad y eliminar esa distancia pictórica que más que distancia es desafecto. La emoción exige entrañar el paisaje. En esta descripción, al principio de la novela, la intensidad es meramente poética, no tiene ese desgarro que adquirirá de camino hacia Toledo, y se remite a cuestiones de técnica, de retórica. Es ese “sobre los cerros próximos”, que vuelve a subir el tono con una anáfora y otra adjetivación triple. La frase sube y baja con un primer clímax en “sol” y un segundo en “próximos”. La emoción está ahí. Si lo ponemos en verso podría ser así:

El cielo estaba puro, limpio, azul, transparente. (2)
A lo lejos, por detrás de una fila de altos chopos del Hipódromo, (3)
se ocultaba el sol, (2)
echando sus últimos resplandores anaranjados (4)
sobre las copas verdes de los árboles, (3)
sobre los cerros próximos, desnudos, arenosos, (4)
a los que daba un color cobrizo y de oro pálido. (1)

               Ahí se ve mejor lo rampantes (líricos, emotivos) que son los segmentos de la prosa. No hace falta usar ni un solo adjetivo valorativo, ni mucho menos ornamental. Los números que he puesto entre paréntesis al lado de cada línea es el de sílabas átonas que hay entre la última y la penúltima sílaba acentuada, que es donde anida la emoción. Lo normal es que haya una, aquí el caso solo de la última, por no terminar la frase con demasiado énfasis. Pero las tres anteriores son versos exaltados rítmicamente precisamente por eso, por tener entre tres y cuatro sílabas átonas entre último y penúltimo acento.
               Este tipo de emoción modernista ortodoxa es solo el comienzo, hasta que el personaje empiece a sudar. Pocas páginas después (VI, 849)[1], escribe Baroja la abigarrada descripción del lumpen madrileño en un alba desapacible, donde por cierto aparece un “viejo encorvado que conocía todo lo reconocible en cuestión de basuras”. Ossorio empieza su viaje donde terminará el de La busca, en casa del señor Custodio, también basurero. Empieza por lo más humilde, por la esencia limosa.

               Empezaba a apuntar el alba; enfrente se veía Madrid envuelto en una neblina de color de acero. Los faroles de la ciudad ya no resplandecían con brillo; solo algunos focos eléctricos, agrupados en la plaza de la Armería, desafiaban con su luz blanca y cruda la suave claridad del amanecer.
               Sobre la tierra violácea de oscuro tinte, con alguna que otra mancha verde, simétrica, de los campos de sembradura, nadaban ligeras neblinas; allá aparecía un grupo de casuchas de basurero, tan humildes, que parecían no atreverse a salir de la tierra; aquí, un tejar; más lejos, una corraliza con algún grupo de arbolillos enclenques y tristes, y alguna huerta por cuyas tapias asomaban masas de follaje verde.
               Por la carretera pasaban los lecheros montados en sus caballejos peludos, de largas colas; mujeres de los pueblos inmediatos arreando borriquillos cargados de hortalizas; pesadas y misteriosas galeras, que nadie guiaba, arrastradas por larga reata de mulas medio dormidas; carros de los basureros, destartalados, con las bandas hechas de esparto, que iban dando barquinazos, tirados por algún escuálido caballo precedido de un valiente borriquillo; traperos con sacos al hombro; mujeres viejas, haraposas, con cestas al brazo.

               Si contásemos, como en el fragmento anterior, la distancia entre acentos a final de verso, veríamos que abundan los que solo tienen una, es decir, con una emoción menos exaltada. Aquí la emoción se traslada a la velocidad de los segmentos largos: “mujeres de los pueblos inmediatos arreando borriquillos cargados de hortalizas”, con una insistencia que remacha la estricta realidad de lo descrito, pero con un ritmo que lo envuelve de emoción. Es la descripción seca, sin rebabas. Las imágenes se yuxtaponen en un tono de inventario pero con ritmo clamante, esa nitidez que es como una mano abierta, llena de piedad. A Nietzsche lo de la piedad no le iba mucho, pero en las descripciones de Baroja se ve si hay afecto solo por cómo ordena las palabras.
Y la tercera descripción es de una aldea a “unas cuatro o cinco horas” de Manzanares, es decir, a Cercedilla. Allí Ossorio todavía es un corresponsal del 98 en viaje por la España rocosa. Todavía viaja con el caballete.

Junto a una tapia de adobes color tierra jugaban los chiquillos en un carro de bueyes; un burro, tumbado en el suelo patas arriba, coceaba alegremente. En el umbral de la casa frontera, de miserable aspecto, una vieja con refajo de bayeta encarnada, puesto como manto sobre la cabeza, espulgaba a un chiquillo dormido en sus piernas, que llevaba una falda también de bayeta amarillenta. Era una mancha de color tan viva y armónica, que Fernando se sintió pintor y hubiera querido tener lienzo y pinceles para poner a prueba su habilidad.

Eso es lo que se va buscando en estas primeras descripciones, poner a prueba su habilidad. De hecho poco después, justo antes de subir a Peñalara con el amigo alemán, Baroja tiene el ramalazo simbolista que admiramos en el Machado de aquellos días:

Comenzó a anochecer; el viento silbaba dulcemente por entre los árboles. Un perfume acre, adusto, se desprendía de los arrayanes y de los cipreses; no piaban los pájaros, ni cacareaban los gallos…, y seguía cantando la fuente, invariable y monótona, su eterna canción no comprendida.

               Si la novela hubiese seguido por ese derrotero de modernismo blando, no habría llegado a Peñalara con el alemán. Mientras ascienden a la cumbre, la descripción se inflama, se oxigena, se llena de combustible:

               Charlando, iban subiendo el monte, se internaban por entre selvas de carrascas espesas con claros en medio. A veces cruzaban por bosques, entre grandes árboles secos, caídos, de color blanco, cuyas retorcidas ramas parecían brazos de un atormentado o tentáculos de un pulpo. Comenzaba a caer la tarde. Rendidos, se tendieron en el suelo. A su lado corría un torrente, saltando, cayendo desde grandes alturas como cinta de palta; pasaban nubes blancas por el cielo, y se agrupaban formando montes coronados de nieve y de púrpura; a lo lejos, nubes grises e inmóviles parecían islas perdidas en el mar del espacio con sus playas desiertas. Los montes que enfrente cerraban el valle tenían un color violáceo con manchas verdes de las praderas; por encima de ellos brotaban nubes con encendidos núcleos fundidos por el sol al rojo blanco. De las laderas subían hacia las cumbres, trepando, escalando los riscos, jirones de espesa niebla que cambiaban de forma, y, al encontrar una oquedad, hacían allí su nido y se amontonaban unos sobre otros. (VI, 870)

               La escala continúa. poco después ambos amigos se adentran por las asperezas de la sierra, en un paisaje que a Ossorio le recuerda “algunos de los sugestivos e irreales paisajes de Patinir”:

Una ingente montaña, cubierta en su falda de retamares y jarales florecidos, se levantaba frente a ellos; brotaba sola, separada de otras muchas, desde el fondo de una cóncava hondonada, y al subir y ascender enhiesta, las plantas iban escaseando en su superficie, y terminaba en su parte alta aquella mole de granito como muralla lisa o peñón tajado y desnudo, coronado en la cumbre por multitud de riscos de afiladas aristas, de pedruscos rotos y de agujas delgadas como chapiteles de una catedral
En lo hondo del valle, al pie de la montaña, veíanse por todas partes piedras esparcidas y rotas, como si hubieran sido rajadas a martillazos; los titanes, constructores de aquel paredón cviclópeo, habían dejado abandonados en la tierra los bloques que no les sirvieron.
Solo algunos pinos escalaban, bordeando torrenteras y barrancos, la cima de la montaña.
Por encima de ella, nubes algodonosas, de una blancura deslumbrante, pasaban con rapidez. (VI, 873)

               Todavía la descripción de Segovia será pictórica, pero ya está teñida de un expresionismo desgarrado:

               Era una sinfonía de tonos suaves, dulces; una gradación finísima que se perdía y terminaba en la faja azulada del horizonte.
               El pueblo entero parecía brotar de un bosque, con sus casas amarillentas, ictéricas, de maderaje al descubierto, de tejados viejos, roñosos como manchas de sangre coagulada, y sus casas nuevas, con blancos paredones de mampostería, persianas verdes y tejados rojizos del color de ladrillo recién hecho. (VI, 878-879)

En Segovia, por cierto, cuando Ossorio se encuentra con Polentinos, el rey Lear de la Mancha, “cachazudo y sentencioso”, funda Baroja la prosa carpetovetónica, el tipo de prosa y la distancia que, algo más amanerada, emplearía Cela en sus libros de viajes. Pero también vemos aquí al que, antes que Cela, le sacaría el jugo, Solana. Sin embargo aquí Baroja insiste en las anáforas en gradación, que son el modo de la poesía exaltativa. Al pasar, luego, cerca de Madrid, de camino a Illescas, el paisaje se vuelve más angustioso, hasta esa joya de intensidad febril que es el camino hacia Toledo. Es un poco larga, pero son las mejores páginas del libro.

—Qué va usted a hacer —le dijo Polentinos.
—Me voy a Toledo.
—Tiene usted más de treinta kilómetros desde aquí.
 —No me importa.
—¿Pero va usted a ir a pie?
—Sí.
Salió a eso de las cuatro.
El paisaje de los alrededores era triste, llano. Estaban en los campos trillando y aventando. Salió del pueblo por una alameda raquítica de árboles secos.
Al acercarse a la estación vio pasar el tren; en los andenes no había nadie.
Comenzó a andar; se veían lomas blancas, trigales rojizos, olivos polvorientos; el suelo se unía con el horizonte por una línea recta.
Bajo el cielo de un azul intenso, turbado por vapores blancos como salidos de un horno, se ensanchaba la tierra, una tierra blanca calcinada por el sol, y luego, campos de trigo, y campos de trigo de una entonación gris pardusca, que se extendían hasta el límite del horizonte; a lo lejos, alguna torre se levantaba junto a un pueblo; se veían los olivos en los cerros, alineados como soldados en formación, llenos de polvo; alguno que otro chaparro, alguno que otro viñedo polvoriento...
Y a medida que avanzaba la tarde calurosa, el cielo iba quedándose más blanco.
Sentíase allí una solidificación del reposo, algo inconmovible, que no pudiera admitir ni la posibilidad del movimiento. En lo alto de una loma, una recua de mulas tristes, cansadas, pasaban a lo lejos levantando nubes de polvo; el arriero, montado encima de una de las caballerías, se destacaba agrandado en el cielo rojizo del crepúsculo, como gigante de edad prehistórica que cabalgara sobre un megaterio.
El aire era cada vez más pesado, más quieto.
En algunas partes estaban segando.
Eran de una melancolía terrible aquellas lomas amarillas, de una amarillez cruda calcárea, y la ondulación de los altos trigos.
Pensar que un hombre tenía que ir segando todo aquello con un sol de plano, daba ganas, sólo por eso, de huir de una tierra en donde el sol cegaba, en donde los ojos no podían descansar un momento contemplando algo verde, algo jugoso, en donde la tierra era blanca y blancos también y polvorientos los olivos y las vides...
Fernando se acercó a un pueblo rodeado de lomas y hondonadas amarillas, ya segadas.
En uno de aquellos campos pastaban toros blancos y negros.
El pueblo se destacaba con su iglesia de ladrillo y unas cuantas tapias y casas blancas que parecían huesos calcinados por un sol de fuego.
Veíanse las eras cubiertas de parvas doradas; trillaban, subidos sobre los trillos arrastrados por caballejos, los chicos, derechos, sin caerse, gallardos como romanos en un carro guerrero, haciendo evolucionar sus caballos con mil vueltas; a los lados de las eras se amontonaban las gavillas en las hacinas, y, a lo lejos, se secaba el trigo en los amarillentos tresnales.
Por las sendas, entre rastrojos, pasaban siluetas de hombres y de mujeres renegridos; venían por el camino carretas cargadas hasta el tope de paja cortada.
Nubes de polvo formaban torbellinos en el aire encalmado, inmóvil, que vibraba en los oídos por el calor.
Las piedras blanquecinas, las tierras grises, casi incoloras, vomitaban fuego.
Fernando, con los ojos doloridos y turbados por la luz, miraba entornando los párpados. Le parecía el paisaje un lugar de suplicio, quemado por un sol de infierno.
Le picaban los ojos, estornudaba con el olor de la paja seca, y se le llenaba de lágrimas la cara.
Un rebaño de ovejas grises, también polvorientas, se desparramaba por unos rastrojos.
Fue oscureciendo.
Fernando dejó atrás el pueblo.
A media noche, en un lugarón tétrico, de paredes blanqueadas, se detuvo a descansar; y al día siguiente, al querer levantarse, se encontró con que no podía abrir los ojos, que tenía fiebre y le golpeaba la sangre en la garganta.
Pasó así diez días, enfermo, en un cuarto oscuro, viendo hornos, bosques incendiados, terribles irradiaciones luminosas.
A los diez días, todavía enfermo, con los ojos vendados, en un carricoche, al amanecer, salió para Toledo. (VI, 888-889)

               Aquí ya no hay color pastel, ni reglas de escansión. Aquí está Baroja, preciso, exacto, escueto, pero, precisamente por esa prosa de frases desperdigadas, de anotaciones dispersas, alucinadas, lleno de emoción cansada, exhausta, deslumbrada, como si estuviera llegando a la roca viva de la descripción, la hubiera despojado de pintoresquismo, incluso de prosodia exaltativa, y la hubiera dejado tal y como es, en su inmensidad sencilla. Ossorio ha llegado a Toledo y Baroja al gran Baroja, y a partir de entonces las descripciones son, sin excepción, obras maestras: la meticulosa del caserón donde se aloja, la del paisaje místico toledano, hacia la puerta Visagra, las escenas entre impresionistas y del Greco de Toledo, el precioso amanecer en la tartana, de camino a Yécora, el retrato noventayochista de Yécora, más por lo que no es que por lo que es, mientras Ossorio piensa qué hacer con su voluntad, o la estampa de la Semana Santa de Yecla, un anticipo perfecto para la España Negra de Solana, punto más negro de su peregrinaje por la esencia del alma seca.
               A partir de ahí, en el desenlace, ya purificado el protagonista, las descripciones son felices, y menos abundantes, porque hay que resolver la trama. Pero la apoteosis remata el libro en otro fragmento de antología:

Anochecía; un anochecer de primavera espléndido. Se veían por todas partes huertos verdes de naranjos, y en medio se destacaban las casas blancas y las barracas, también blancas, de techo negruzco.
Cerca, un bosquecillo frondoso de altos álamos se perfilaba delicadamente en el cielo azul oscuro, recortándose en curvas redondeadas. La llanura se extendía hacia un lado muda, inmensa, hasta perderse de vista, con algunos pueblecillos lejanos, con sus erguidas torres envueltas en la niebla; hacia otra parte limitaba el llano una sierra azulada, cadena de montañas altas, negruzcas, con pedruscos de formas fantásticas en las cumbres.
Enfrente se extendía el Mediterráneo, cuya masa azul cortaba el cielo pálido en una línea recta. Bordeando la costa se veía la mancha alargada, oscura y estrecha de un pinar, que parecía algún inmenso reptil dormido sobre el agua.
A espaldas velase la ciudad. Bajo las nubes fundidas se ocultaba el sol envuelto en rojas incandescencias, como un gran brasero que incendiara el cielo heroico en una hoguera radiante, en la gloria de una apoteosis de luz y de colores. Absortos, contemplábamos el campo, la tarde que pasaba, los rojos resplandores del horizonte. Brillaba el agua con sangriento tono en las acequias de los marjales; el terral venía blando, suave, cargado de olor de azahar; por el camino, entre nubes de polvo, seguían pasando los carros cargados de naranja...
Fue oscureciendo; sonaron a lo lejos las campanadas del Angelus, últimos suspiros de la tarde. Hacia poniente quedó en el cielo una gran irradiación luminosa de un color verde, purísimo, de nácar.

               En este lienzo de descripciones ha ido Ossorio purgando su agonía. Una lucha no conceptual, unamuniana, sino más bien radical, contra o a favor de pasiones elementales, una batalla para doblegar la torrija moderna que había llegado a extremos impactantes en Gonchárov y, sobre todo, en Turgueniev, de cuyo Padres e hijos hay sombras en esta novela. Baroja tuvo que sentirse igual de impresionado que todo el mundo con aquel muchacho que vive, agoniza más bien, arrancado de sí mismo, en una implacable mirada reductiva de su miserable condición humana.
               En Baroja es muy común plantear a los personajes desde una alternativa perentoria. El manuel de La Busca tiene que elegir entre el día y la noche, y Ossorio desearía vivir en “un paisaje intelectual, frío, limpio, puro, siempre cristalino, con una claridad blanca, sin un sol bestial; la mujer soñada era una mujer algo rígida, de nervios de acero, energía de domadora y con la menor cantidad de carne, de pecho, de grasa, de estúpida brutalidad y atontamiento sexuales”; pero lo desea mientras se reboza en las perversiones de su tía y en un “erotismo bestial nunca satisfecho”. Son dos siempre las alternativas, de modo que una es intolerable, inmoral, reprobable, y la otra una quimera. Lo que busca Ossorio es el término medio entre el callejón sin salida del escepticismo lúbrico y la inhumanidad de los ángeles perfectos. Pero siempre con algo de ambos. Laura es una serpiente peligrosa, pero Adela, luego, en Toledo, “rubia, de tez muy blanca”, no soluciona mucho, por demasiado etérea. Sin embargo, su hermana, Teresa, es el prototipo de mujer que gusta a Baroja:

Teresa era graciosa; tenía la estatura de Adela, la nariz afilada, los labios delgados, los ojos verdosos, los dientes pequeños, y la risa siempre apuntando en los labios, una risa fuerte, clara, burlona; sus ademanes eran felinos.

               Estas dos hermanas recuerdan un poco a la Blanca y Marina de El mayorazgo de Labraz.  Baroja/Ossorio, por mucho que aspiren a la espiritualidad antiséptica, o que huyan de zancocho guarro, tienen siempre una querencia más moral que sexual por este tipo de mujer, que deberemos añadir a la lista de las Lulú, en el fondo su verdadero ideal de mujer. Pienso si esta pareja tan frecuente no la sacaría Baroja de la pareja de hermanas de Tormento, Amparo y Refugio, creo recordar, una ingenua y la otra resabiada. A Galdós también le tiraba más lo popular. Quien de veras le gusta a Guzmán en Lo prohibido no es Eloísa sino Camila. Las Lulús de Baroja son las Fortunatas de Galdós, solo que en Baroja, además de populares y pasionales, adquieren sentido común, por más que la desgracia las arruine. Lulú es una Fortunata (más que una Isidora) que hubiese sentado la cabeza. A Baroja le atrae ese componente popular-realista de las mujeres listas como ardillas, y al mismo tiempo francas, verdaderas. Por lo demás, esa Teresa viviría en Toledo, pero era vasca de reglamento, el vivo retrato de la Anthoni. La risa es la de la Pamposha, y los rasgos faciales los de las mujeres que veía en su casa de Itzea[2].
               En medio de la duda, Teresa es, ahora, inasequible. Ossorio no se la plantea, cuando es exactamente lo que necesita, y lo que después encontrará en Dolores. La novela podría haberse descargado un poco, pero faltaba el regreso a los orígenes, de modo que Teresa se quedó sin papelón. En cambio, se plantea seducir a una monja. Sus bajos instintos no están curados aún, o no sabe cómo administrarse la medicina. La medicina era Teresa, no la monja, pero él no la ve. “Hay que cegarse. Esta preocupación por el otro es una cobardía”, dice, muy en Nietzsche, y los diablos lo acosan, pero consigue controlarse y siente “un verdadero placer por no haberse dejado llevar por sus verdaderos instintos”.
               Es el principio de la cura. En Yécora, tierra natal del su pecado, es donde busca redimirse. Acude a buscar a Ascensión, una antigua conquista a la que dejó tirada, y de cuyo hijo quién sabe si no es padre, y que no quiere, muy sensatamente, saber nada de él. La gente que viene de tan lejos a pedirte perdón no tiene cuentas contigo sino consigo mismos, y uno, una, es la comparsa de un asunto privado con el que se le vuelve a humillar. Ossorio trata de devolver el respeto que no tuvo, y para eso siempre es tarde. La regeneración implica renovación. “Como las lagartijas echan cola nueva –se decía-, yo debo de estar echando cerebro nuevo”.
               Y ese cerebro nuevo es el que le lleva hasta Dolores, hija del administrador de la familia, que sabe lo que Ossorio percibe en concepto de no trabajar en nada. Ossorio tiene que ganarse al padre y a la madre, además de la hija, que es una Lulú sin fisuras: “Bajo la apariencia de muchacha traviesa, hay en ella una ingenuidad y una candidez asombrosas, sin asomo de fingimiento”. Con ella disfruta, en el baile, de “los sanos instintos naturales”, no emponzoñados por la educación religiosa, que es un foco de infección. Las discusiones con el curilla que, al ir a visitar su antiguo colegio de los Escolapios, intenta reconvertirlo, solo sirve para sacar a Ossorio de sus casillas, quien  tiene también que lidiar con el novio del pueblo, Pascual Nebot, con el pueblo cerril y con las aprensiones, razonables, de la propia novia.
               Pero esto está ya narrado resumidamente. Las escenas no son acciones sino resultados, se trata de cerrar el libro, y eso provoca un leve desequilibrio entre el deslumbrante ritmo narrativo de la primera parte, hasta que sale de Toledo, y el tono más episódico de lo que sigue. Incluso ese doble final, la muerte de la primera hija (como diez años después con Andrés Hurtado) no cierra la novela sino que, en una página más, agrega otro hijo con el que, ahora sí, cerrar la novela en un epílogo. Esas dos últimas páginas también están en primera fila del inventario del 98, en un tono épico nietzscheano del que se ha hablado mucho, con un decálogo de promesas de libertad a su hijo recién nacido que todavía dan que pensar.
               En 1917 Baroja escribió unas Páginas de autocrítica en las que retrataba en pocos párrafos sus novelas anteriores. En el caso de Camino de perfección, dice:

Camino de perfección es un libro casi exclusivamente de viajes. Tiene su parte psicológica, que no creo que esté del todo mal. Pesa un poco, es cierto; para llegar hasta el fin hay que tragarse muchas descripciones, mucho sol, mucho polvo, muchos caminos de Castilla; todo es cuestión de tener un estómago resistente.

               Es posible que ya no le dedicase una novela entera al paisaje, pero sí que en esta había practicado todas las formas de intensidad descriptiva. El 98, además, ya tenía una novela con sus principales características generacionales. Ese desequilibrio narrativo entre sus dos mitades quizás haga de ella una novela imperfecta, pero al mismo tiempo la adorna con los titubeos de la juventud. Juvenil es esa desproporción y juvenil la intensidad cegadora con que vibra la novela, fresca como el primer día. 




[1] A pesar de que ilustro estas entradas con las preciosas portadas de Caro-Raggio, que también frecuento y colecciono, estoy leyendo en la edición de Obras Completas en 16 volúmenes de Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores.
[2] Sería el momento de aplicar la plantilla freudiana a Baroja, tontería que no pienso hacer.
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