18.11.15

Curso superior de castellano

               
   Hace ya unos cuantos años me di cuenta de que mis alumnos analizaban pulcramente las estructuras sintagmáticas pero no tenían ni idea de verbos específicos y locuciones fraseológicas, es decir, de castellano. Cuando decidí darle a la fraseología la importancia que ni el temario ni los manuales le conceden, resultaba divertido escucharles contar cómo, al llegar a sus casas, habían dicho que el de lengua les hacía estudiar cosas muy raras, y que sus padres, al ver las listas de locuciones, se sorprendían de que algo tan normal y corriente sonase a sus hijos tan extraño, e incluso aportaban versiones idiolectales, algunas tan ingeniosas como esa de la pulga de Benito. Pero al día siguiente las esponjosas mentes de los rapaces ya decían que habían tenido que estudiar un examen a matacaballo, que si había un papel junto a su silla ellos se llamaban andana o que estaban al cabo de la calle de que los encargados del dinero de la excursión habían hecho las cuentas del Gran Capitán. Al mismo tiempo, aprendían que cuando uno se encuentra con un muerto en un relato, es porque ha sido testigo de un macabro hallazgo, o que, cuando uno no sabe dónde se ha metido alguien, puede decir que está indagando su paradero, o bien que, para saber la verdad, hay que esclarecer los hechos; que las estatuas se erigen y las leyes se promulgan, y que uno puede plantarse en una casa o personarse, según las intenciones que lo muevan y las circunstancias que lo condicionen. Pasa el tiempo y mis tres diccionarios imprescindibles, a pesar de todos los repertorios on-line habidos y por haber, siguen siendo el ideológico de Julio Casares, el combinatorio de Ignacio Bosque y el fraseológico de Manuel Seco. Sin ellos, como aquel que dice, no sé salir a la calle.
               Este preámbulo innecesario viene a cuento de que me lo he pasado en grande con El secreto de la modelo extraviada, la novela que acaba de publicar Eduardo Mendoza. Es la quinta entrega de la serie del detective sin nombre, al que el comisario Flores, antes de jubilarse, sacaba del psiquiátrico para que lo ayudase a resolver algún caso. La última, creo, fue, hace tres años, El enredo de la bolsa y la vida, también escrita en ese castellano que a finales de los setenta, cuando sacó El misterio de la cripta embrujada, algún crítico calificó de barroco.  En realidad era el castellano preciso de los buenos traductores y de aquellos escritores que, como Stendhal o Delibes, se han leído el Código Civil. Pero Mendoza, amén de hipertrofiarlo, lo ponía en boca de un pelanas que se pasaba el libro entero con el pantalón meado, y lo usaba para narrar historietas de tebeo, relatos detectivescos estrafalarios, como una parodia bufa de un género menor narrada con el más alto nivel de castellano. Y con mucha gracia.
               En el 82 ya había salido El laberinto de las aceitunas, que a mí me gusta más que la primera y que guarda curiosas concomitancias con su siguiente novela, la esplendorosa La ciudad de los prodigios, que no sé yo si no seguirá siendo la última gran novela escrita en castellano, o más bien, para no pecar tanto de arbitrario, el último gran novelón. En todo caso, tardó diez años en repetir el experimento del detective sin nombre, cuando escribió La aventura del tocador de señoras, y otros diez para la cuarta, pero solo tres para la siguiente, esta que acaba de sacar ahora.
               El truco sigue funcionando, pero, conforme pasa el tiempo, la autorreferencia se tiñe de melancolía. Tengo que mirar a ver qué dicen los críticos jóvenes: seguramente les parece un lenguaje arcaico, como a mis alumnos aquello tan raro de dar el brazo a torcer. Escribo en serio si digo que, pese a que Mendoza sabe usar los giros de modo que los entienda hasta quien no los ha escuchado nunca (pero pertenecen al acervo común, ese que, más que aprenderse, se reconoce), no me extrañaría nada que la exquisita claridad de su prosa les haya parecido entre muy artístico y muy artificioso, acostumbrados ellos como están al lenguaje primitivo que, precisamente, Mendoza utiliza para dar voz a los personajes de la segunda parte de este libro. La primera te congracia con el humor y el buen oficio narrativo, con una lengua que hace ya cuarenta años era parodia de un lenguaje real deliciosamente usado; pero la segunda se ensombrece de dialecto guásap, también parodiado, redimido por el dominio portentoso del idioma. Mendoza sabe que una cosa son los tópicos y otra las combinaciones que la lengua admite casi en calidad de una tercera palabra, por selección natural y en aras siempre de la precisión. Un buen escritor es el que sabe manejarlas, porque no aportan solo un matiz sino una circunstancia de uso que, sacada de contexto, es un vivero de ironía. Todo eso se está perdiendo. Pronto no serán los padres de mis alumnos sino sus abuelos quienes tengan que explicarles lo que significa zurrar la badana, trabajar de balde o ahuecar el ala, por mucho que ellos lo padezcan en sus carnes. Leo las páginas que dedica en esta segunda parte a la estupidez que se apodera del idioma y en medio de los disparates y las carcajadas llega nítido el desencanto, la irritación con la que vemos desmoronarse las cosas bellas a manos de patanes orgullosos de su patanía. Pocas veces la ignorancia y la cochambre intelectual han estado tan pagadas de sí mismas. Mendoza, sobre todo al final del libro, despacha mandobles a diestro y siniestro, a los corruptos (y tacaños) empresarios de la colla dirigente catalana, y a los adolescentes de su izquierda caprichosa. Todos igual de mal hablados.
               Y todo ello, cómo no, en una novela. Rápida, entretenida, sin pretensiones pero bien armada. Mendoza orquesta con mesura los recursos del género: el falso asesinato, la ronda de testimonios, incluso la tinta invisible. El protagonista, por su parte, acepta las vejaciones con resignación y si es menester hace footing sin pantalones o se disfraza de drag-queen, visita escenarios de clases sociales más que diferentes, se vale de su desvalida hermana, la Cándida, o liga sin comerlo ni beberlo con una moza riojana. Admiro a los escritores que saben desmadrarse sin hacer el ridículo. Mendoza nos lleva ciento y pico páginas con un envase de comida china reciclada en un cubo de basura y cuando por fin la entrega sentimos el mismo alivio cervantino de cuando en aquella primera historia del 79 el personaje se daba una ducha.
               Es posible que la parte crítica, zahiriente, sea más acusada en esta novela que en las otras, acaso por esa melancolía que lo cubre todo. El último parlamento del señor Llewelyn parece un desengañado planto del autor: “Sólo de madrugada, con las calles casi vacías, me es posible recuperar el cariño que creía haber sentido por Barcelona en mi remota infancia…”, “a veces tengo la sensación de haberme hecho viejo sin madurar…”, “vivimos en un mundo insensato que, por si fuera poco, tiene los días contados…” Toda sátira es moral. Jonathan Swift se cogió un cabreo de pronóstico porque seis meses después de publicar su Gulliver aún no había cambiado el mundo. Pero en toda la berrea que soportamos de par de mañana hasta que apagamos por la noche la lamparita, en todas las soflamas insultantes, en todas las revelaciones escandalosas, en todas las opiniones infundadas y en todas las declaraciones solemnes no encuentro un retrato tan certero de lo que nos está pasando, un diagnóstico tan preciso como el que ofrece Mendoza en esta novela. Al detective innominado ya no lo saca el comisario Flores para que le resuelva la papeleta, sino un subinspector, Asmarats, y no para que le ayude sino para cargarle un muerto y meterlo en chirona. Cuando empezó la serie, los personajes aún tenían dignidad. 

Eduardo Mendoza, El secreto de la modelo extraviada, Seix Barral, 2015, 318 páginas.

13.11.15

Taller de escritura 'Jonathan Franzen'

               

             Entre las muchas recetas de taller literario que Franzen aplica en Pureza, destaca un autorretrato al fondo, el de Charles, marido de Leyla, escritor vago y pedorro que está pariendo sin prisas “la gran novela americana”, ese tochazo de setecientas páginas con el que todo novelista norteamericano tiene que cumplir. “En otros tiempos habría bastado con escribir El ruido y la furia o Fiesta. En cambio, en su época, la magnitud era esencial. El grosor. El tamaño”. No todos, claro, y como tema de una de esas tesis insustanciales que se escriben en las universidades norteamericanas no estaría mal comparar los que han pasado la prueba del tocho y los que no. El tal Charles, antes de que se quede paralítico por un accidente de modo (con Harley de cincuentón) y su mujer lo atienda mientras ella vive con su amante, publica la gran novela, y el fracaso de crítica es prácticamente unánime. La famosa Michiko Kakutani, del New York Times, lo despacha, en la ficción, como “inflado e inmensamente desagradable”. El diagnóstico no solo es una venda antes de lo que cualquier crítico serio diría de Pureza sino un acto de arrogancia, algo así como dejar caer que ya sabe lo que van a decir y que van a decirlo porque aún no han entendido nada. O bien será uno de esos ejercicios de patética sinceridad autoinculpatoria que tanto abundan en esta novela. No sé, el caso es que, acaso matizando lo de “inmensamente”, el juicio es exacto: es una novela inflada, un patch-work desigual, y desde luego muy desagradable, sobre todo porque toda su inflación es anodina.
Franzen no solo ha pasado la prueba del tocho sino que esta es la tercera novela gorda que escribe. La anterior, Libertad, ya nos pareció una novela de tesis, un magnífico ejercicio de ritmo narrativo en el que los personajes eran ilustraciones de una idea, de un fenómeno social, de un tipo, casi todos lastrados por sus obsesiones por el sexo, el dinero, la juventud y la ecología. En eso Pureza ha cambiado. Aparte de que se ha añadido la obsesión por internet, los personajes ya no son ejemplos de una idea sino directamente frikis. La coartada de su hipertrofia está en el nombre de la protagonista, Pip, una especie de salvoconducto para justificar el aire de folletín desmadrado que tiene la novela entera. Pero no está bien ampararse en Dickens cuando se utilizan tantos trucos. Ese no es el espíritu del folletín. Dickens no cambia de orden los episodios para disimular un final insípido, ni torea al lector con historietas de espías ni se cita a sí mismo con asesinatos al amparo de la oscuridad, ni desde luego se notan en sus novelas los empalmes ni mucho menos abusa de lo que aquí más me ha molestado, esa invitación al lector a que sea tan morboso como sus personajes, ese sostener tantas escenas con la sola promesa de que al final se nos recompensará con unas páginas de sexo cutre. Siempre flota en el aire el aroma de la perversión, de la desintegración moral, contado con esa crudeza un poco cómica con la que a los escritores jóvenes les parece que hay que contar la realidad. Franzen debe de ser un joven sesentón que monta en Harley. Cuidado.
Y además no es una novela sino tres o cuatro, pero cada una de ellas, que podría, por tamaño, publicarse por separado, no tiene consistencia porque su desarrollo se trunca con la irrupción de la siguiente historia. Está la novela de Purity, una chica de esas que siempre dicen lo que piensan, y a la que el azar y los correos electrónicos van llevando de acá para allá sin más excusa narrativa que la grasa documental, esos tediosos pasajes llenos de datos reales, nombres de empresas y de softwares, analistas chinos y mujeres guapas. Por cierto, qué novela tan machista, cuánta mujer loca o estúpida. Yo creo que no se salva ninguna. Pensaba en Leila, pero no, qué va: quizá sea la más tonta de todas, incapaz de decidir y con unas tragaderas del todo descalificatorias.
Y está la historia, tan rocambolesca como todas, de los padres de Purity, ella una multimillonaria caprichosa que renuncia al dinero también por capricho pero sigue siendo igual de insoportable, y él un mero pegamento novelesco, un ser sin alma, sin gracia narrativa, que está como podía no estar, en parte porque su papel queda usurpado por Andreas Wolf, protagonista de otra novela que no tiene nada que ver, pero que, con la excusa del folletín y de las escenas barajadas, Franzen conecta con el resto a base de casualidades rigurosamente inverosímiles.
¿Cómo es posible que la contraportada diga, citando a un crítico, que “dentro de unas décadas, cuando queramos ver una foto del 2015, volveremos la mirada hacia Pureza”? ¿Alguien piensa que una historia de frikis obsesos o atontados, a los que les llueve el sexo y el dinero, las historias (flojas) de crímenes justicieros y esos coros de ninfas babeantes puede ser representativo de la realidad de 2015? ¿Así de chalados y de primitivos son los norteamericanos?
Hay dos novelas que ya me pasaron por la cabeza cuando leí Libertad y ahora me han vuelto a rondar. Desde luego, si uno lee Pastoral americana, de Philip Roth, no llega a esa conclusión tan deprimente sobre el norteamericano medio, y eso que algunos personajes son más extremos que los de Franzen, pero también más verosímiles. Y también, al principio, con la historia de los okupas, pensé que Franzen había tirado por la rama Irving, pero Irving orquesta mejor, aunque en Hasta que te encuentre también abusa de la documentación realista. La inflación de Pureza proviene de ahí y de sus diálogos innecesariamente prolijos. Pero Franzen renuncia a toda descripción que no esté inserta en una acción (otra receta de taller). Su novela tiene una decoración de atrezzo, los personajes cruzan puertas y subes escaleras, toman aviones y se tumban en alfombras, pero uno nunca se hace cargo de cómo se está en los sitios. La nieve de Berlín no da sensación de frío ni el bar donde se mete (a encontrar el anillo perdido, como aquél que dice) da sensación de caldeado. En la muerte no hay ojeras y en el sexo no hay sudor. Pero hay unos diálogos inacabables, sostenidos por la promesa de un polvo, o de un crimen, o de un hallazgo que ves venir desde la solapa, con ese modo de hablar también inverosímil a que nos han acostumbrado las series de televisión: ideas complejas leídas a toda velocidad. Al principio de la novela aparece un esquizofrénico increíble que habla como un libro abierto, pero es que luego, en la novela, todos, hasta los más idiotas, hablan como un libro abierto, a toda pastilla y con palabras largas. Son amenos de leer, pero la amenidad no creo que sea una virtud elogiable. Es lo mínimo que se puede pedir. Eso sí, resulta muy difícil pararse a pensar en una sola de las frases porque todas son tan grandilocuentes como inocuas.
Dickens se tomaba la molestia de poner voz a sus personajes de modo que cada cual tuviese algo, un giro, una muletilla, un acento que los distinguiese. Franzen no utiliza acotaciones en los diálogos para nombrar al interlocutor porque así el diálogo es más rápido, pero como tampoco incluye en las intervenciones nada que señale a su responsable, y como todos hablan igual, igual que Franzen, no es raro leer una larga discusión anodina y perder la cuenta de quién está diciendo qué. Bien es verdad que la novela invita a leerla sin prestar demasiada atención, con la certeza cansina de que ahora empieza una escena de reencuentro, una disquisición cibernética, un polvo maloliente, o alguna de esas secuencias de imaginación adolescente y calenturienta que un señor mayor como Franzen ya podría poner en cuarentena un poco antes de hacer el ridículo utilizándolas.
Todos estos trucos de taller son realistas solo en el sentido de que la ficción ahora se escribe así. El truco de barajar las secuencias de historias distintas para disimular su escasa consistencia es el pan de cada día en las series de televisión. La ironía trágica (que sepa más el lector que el protagonista) es un recurso que aquí puede que funcione para seguir la zanahoria, pero no para crear una buena historia. Purity tiene cara de disimular mal que ya sabe quién es su padre. Y, al contrario de lo que hacía de Libertad una novela sólida, aquí la novela se cae. En ningún momento ha subido más allá de la tontería novelesca -- buen símbolo de la imaginación onanista de Franzen-- con que abre una de las historias: una tía buena y tonta siendo penetrada encima de una bomba atómica por un verraco de la América profunda. A fin de cuentas ése es un símbolo suficiente para resumir la novela entera.
La historia entera de Andreas Wolf, indistinguible de Tom Aberant, como si ambos fueran un juego de palabras para nombrar al periodismo y al dinero, es un cuento que no servía para novela y aquí está remetido malamente. A ver si lo sé resumir: resulta que el padre de Pip abandonó a la madre insoportable de Pip y se hizo periodista con el dinero que el abuelo multimillonario de Pip le dio a su yerno porque su hija prefería ser jipi en las montañas. Pip encuentra a su padre porque de pronto está chupándosela a un tipo y una vecina la llama para someterla a un test porque la quieren contratar en el Sunlight Proyect, una especie de central de espionaje cibernético al estilo Asange radicada en Bolivia, donde mujeres idiotas se la chupan a Andreas Wolf. Porque resulta que este Andreas Wolf, que es alemán del Este y cuya madre está oportunamente loca, mató al padrastro abusador de una chiquilla que resulta que es la que hizo el test a Pip cuando estaba hablando por el micrófono. Pero resulta que cuando cometió su crimen se lo contó al padre de Pip, y tiempo después se las ingenia para que Pip entre a trabajar a las órdenes de su padre sin saber que es su padre, mientras la nueva esposa, Leila, sospecha que se la quiere tirar.
Y en este plan. Lo malo de usar argumentos pulp es no someterlos a la estética pulp. Esta historia está más o menos bien para una de esas novelas que caben en el bolsillo de atrás del vaquero. Pero salirse de ahí exige hacerlo con respeto. Dickens es mucho más. Dickens nos habría conmovido con este final violinero, sorprendentemente corto para la paliza que nos ha dado con cualquier nonada, apresurado y gris, como si él estuviera también harto de la novela. Dickens se habría ocupado, fundamentalmente, de crear en Pip un gran personaje. Franzen mantiene al principio un rasgo que luego se diluye en su condición de correveidile narrativo, el de decir siempre la verdad. Ahí estaba la novela y su protagonismo, pero el opinador sermoneante que hay en Franzen se come cualquier desarrollo del personaje, que pronto es una niña uno poco pavisosa a la que cuesta situar en la madeja de historias sin gracia. No, no bastaba con que el protagonista, finalmente, cobre su herencia y descanse del camino que ha de recorrer desde el orfanato (en este caso una casa de acogida para mujeres). Los tópicos son adornos, no fines. Dickens puede contarnos el final que le dé la gana porque Esther ya es un gran personaje, pero en los talleres literarios todo se sacrifica en aras de la velocidad. La prosa pronto se hace irrelevante, todo se podría decir con la tercera parte de palabras. Cuando tiene que crecer, se mete en los archivos de la Stasi. Cuando tiene que emocionar, resulta involuntariamente cómico, y cuando tiene que apasionar se empeña dárselas de psicólogo. Da la sensación creciente de que cumple con las dimensiones narrativas colosales previamente esbozadas aunque no tenga buen material con el que rellenarlas, estirando más de la cuenta la mayor parte de las escenas. Cuando Dickens hace eso, lo compensa con sentido del humor. Aquí no hay humor. Para que haya humor los personajes tienen que estar vivos.

Jonathan Franzen, Pureza, Salamandra, 2015, 697 p.
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