30.8.09

La enfermedad sospechosa, y 21


Adaptación al medio

El cólera dejó una estela de tristeza que se evaporó enseguida. A principios de septiembre cesaron las defunciones. Teruel despertó al otoño como los viajeros de una diligencia cuando bajan a desentumecer las piernas. El luto se concentraba en los barrios pobres, o fuera de la ciudad. Se celebraron solemnes funerales en la Santa Iglesia Catedral, se dieron gracias a San Roque y se agradeció en público el amparo del Obispado. De los algo más mil infectados que hubo en la ciudad, murieron la mitad. En toda la provincia hubo más de quince mil contagios y casi cinco mil muertos, y muchos otros arrastraron secuelas que poco después acabaron con sus vidas. Pero la gente tenía ganas de vivir. El cólera fue a partir de entonces el hito mayor del calendario, hasta que lo sustituyó la guerra. Pocas eran las familias que no fueron amputadas de la noche a la mañana. Los hospicios estaban atestados. Pocos eran los motivos de felicidad, pero la gente supo agarrarse a ellos.

Ramón permaneció en el lazareto ayudando a su amigo Silvestre hasta que murieron los últimos casos perdidos. Había salido de la cárcel como en un novelón romántico. Por eso, cuando se refería al hermano Silvestre, lo llamaba con sorna mi Víctor Hugo. Quizá fue lo único romántico que sucedió en esta historia, y tampoco merece la pena perder mucho tiempo en narrarlo. La cárcel era un foco de infección. Cada vez que se declaraba un invadido, los presos bramaban entre los barrotes, clamando por que sacasen de allí al apestado. Lo arrinconaban, le tiraban piedras incluso, a ver si aceleraban su muerte o su traslado. Fue el caso del hombre que encontró en el calabozo. A las pocas horas de estar encerrado empezó a gritar que tenía el cólera. Se arrinconó junto a una estera y empezó a sufrir convulsiones que sólo Ramón sabía que eran fingidas. Ramón descansaba entonces, ya sin esperanzas, junto a un ventanuco que por lo menos traía el aire renovado, y vio perplejo cómo poco después las asistencias de la cárcel dejaban pasar a unos frailes con unas parihuelas para recoger el enfermo. Uno de ellos era el hermano Silvestre, que después de atender al herido se acercó a Ramón. Al verlo junto a él, los otros presos instintivamente se apartaron, y Silvestre le pidió que se tendiera en el suelo. Después habló unas palabras con otro hermano y ambos procedieron al protocolo que solían seguir con todos los apestados. Por el camino, el falso colérico empezó a retorcerse de auténtico dolor, y murió a las pocas horas de llegar al lazareto.

-No sé si Dios en su misericordia me perdonará alguna vez por lo que acabo de hacer –dijo el fraile-, pero si no te marchas ahora mismo volverán a meterte en la cárcel, o te llevarán al cementerio.

Ramón se limitó a preguntarle dónde había unos guantes, donde guardaban los medicamentos, qué enfermos estaban en peor estado. Fueron días instructivos. Ramón se manejaba bien sin tocar nada, y los frailes empleaban cobre y arsénico en sus tratamientos, infusiones de tomillo, espliego y camomila, friegas de alcanfor e ipecacuana.

-Sí –dijo el fraile-, y alguno también le hemos dado licor de trompón, para que se muriese más tranquilo.

Cuando fue a verlo al lazareto, el único pensamiento de Ramón estuvo en que Amparo regresase junto a su padre cuanto antes. Amparín se esforzó en ponerle al corriente de su situación. Ramón imaginaba que podría defenderse de unas causas tan estúpidas, de unas historias tan desustanciadas que a punto habían estado de costarle la vida. Comprendió de inmediato que Julio Benito, esa mezcla salvaje de niño y de amo, estaba detrás de semejantes insensateces. Lo que le sorprendió fue que Amparo ni siquiera lo pronunciase, que no se atreviese a hilar tan simples deducciones, que negase la evidencia en sus juramentos contra los carlistas. Que añadiese a su hermano a la lista de las víctimas, que después de todo lo siguiera protegiendo.

Eso también sorprendió al doctor Benito, quien nada más apaciguarse la situación, y cuando todos los jueces hubieron vuelto de su veraneo preventivo, consiguió que la causa se sobreseyese por falta de pruebas, sin mayores consideraciones. Jamás se volvió a hablar de aquella denuncia en la mesa familiar, pero el doctor Benito no había terminado su trabajo de desinfección.

Don Aurelio Benito llevaba mucho tiempo al tanto de las correrías de su hijo. Lo primero que había hecho con la herencia de sus tíos fue despilfarrarla en un proyecto sin tres ni revés detrás del que estaba Rodríguez del Rey. Que su hijo estuviera empeñando el patrimonio familiar en un ferrocarril a Sagunto lo llenaba de vergüenza, pero mucho más las compañías que frecuentaba. Lo vio en el café con el director de la escuela, ese tal Fabián, y también, en alguna de sus arengas montaraces, con el insoportable Polo y Peyrolón y otros carlistas de colmillo retorcido. Fue Pepe Larrubia quien le informó de que había algo raro en todo ese asunto, y en el peligro de desvelarlo. Con franqueza mortuoria, Pepe Larrubia se lo dejó muy claro.

-Lo única duda que tengo es si su hijo sólo quería deshacerse del maestro, evitar su matrimonio con Amparo, o..., en fin, buscaba algo más.

-Y encima es imbécil –fue lo único que acertó a susurrar don Aurelio.

De modo que fue difícil retirar la denuncia con tanta gente implicada sin que saltase la verdadera liebre. Amparín con su silencio amnésico no sólo consiguió que su familia no hablase de ella en la mesa, ni Pepe Larrubia ni nadie en su sano juicio. Seguía siendo una muchacha impresionable, nadie quería volver a las andadas. Olvidaban sus desvaríos y lo que hubiera podido provocarlos. Ni siquiera Ramón, y eso el doctor Benito se lo agradeció el resto de sus días, se atrevió jamás a mencionarlo.

Pasados unos meses del desastre, el doctor Benito llamó a capítulo a su hijo. Fue en el despacho de la renovada redacción. El hijo se comportaba como si una epidemia no hubiese pasado por su familia, como si él mismo no hubiera sufrido un contagio de crueldad, y sus palabras y sus movimientos eran tan hirientes e infantiles como siempre.

-Pasa, pasa –le dijo don Aurelio.

-Esto no arranca –venía diciendo su hijo-. Han bajado los corderos.

-Siéntate, haz el favor.

-¿Todavía estás de uñas conmigo por lo de Delgado?

-No. Lo de Delgado sólo era la herencia de mi hermana Petra.

-Mi herencia, padre. El riesgo lo corrí yo.

El doctor Benito no contestó. Abrió un cajón del escritorio y sacó un sobre. Lo miró un poco al trasluz y se lo tendió a su hijo.

-Toma. Es un pasaje a Cuba y cien duros para tus gastos. Esta mañana te he desheredado, y ahora te estoy echando de mi casa. Si tienes un poco de pudor, si te queda un poco de delicadeza, hazlo pasar por una idea tuya, y así por lo menos ayudarás a tu madre a pasar el trago.

Julio, como siempre, trató de tomárselo a broma.

-Pero, padre. ¿Y eso a qué viene?

El doctor Benito abrió un cajón del otro lado del escritorio y sacó otra carta. Esta venía sellada por el correo, y firmada por la señorita Lis. El doctor se la tendió a su hijo, que leyó aquellas líneas manuscritas con estupefacción creciente.

-Pero padre –dijo Julio, al final de la lectura, abofeteando el manuscrito-, esto es una tontería. Esta señora es una resentida. ¿Dónde voy yo con semejante tía? Yo la contraté para ir al baile y luego para ir a la despedida de Rodríguez del Rey, a la que ni siquiera fui porque Amparín se puso mala. ¡Intentaba recuperar mi dinero como fuese! ¡Yo mismo estaba con Amparo, cambiándome para la fiesta! ¡Estas son invenciones absurdas! ¿Cómo ha podido pensar...? De acuerdo con que yo animé a Fabián con lo de Darwin, pero esto otro, ¡por el amor de Dios! ¿Hasta qué punto llega su desconfianza en mí, padre?

-Ya lo sabes –le cortó el doctor-. Dile a tu amigo Fabián que retire la denuncia. Las dos denuncias. La de Darwin también. Esa la primera. Y luego ya sabes lo que tienes que hacer.

-Pero padre...

-Escúchame bien, hijo, porque no te lo volveré a repetir. Prefiero pensar que sólo querías apartar a tu hermana de Ramón. Esa es la razón que me hace repudiarte. Porque si lo otro también fuese verdad, si estuvieras intentando dar por loca a tu hermana para quedarte con su herencia y despilfarrarla con traidores como el diputado ese, te juro por mi honor que yo mismo te pondría en manos de los tribunales. Afortunadamente para ti, esta señora se ha dirigido a mí, no al juez. Y lo ha hecho movida por alguien que tiene, como has podido leer en la carta, mejor corazón que tú.

No hubo sombra de conciliación. Pocos días después, Julio Benito embarcaba en Valencia, en un periplo que lo llevaría a Cuba, de donde no habría de regresar hasta pasados algunos años.

La casa del doctor quedó marchita. A principios de otoño, y empujada por Ramón y por el doctor, la señorita Amparo marchó a Madrid, a estudiar medicina en San Carlos, forrada de todas las cartas de recomendación que pudo conseguir su padre. Era también protegida de los regeneracionistas y niña mimada de quienes buscaban una mujer científica para enseñar al mundo. Eran pocos, no obstante, y la carrera de Amparo se enfrentó con más obstáculos de los deseados.

-Tú lo que tienes que hacer es irte ahora a tu casa y cuando pase la peste marcharte a estudiar medicina, en una facultad, en un laboratorio o donde sea –le había dicho Ramón cuando se despidieron en el lazareto, y Amparo le dijo que confiaba en él, y no pudo tocarlo.

Y desde entonces no paró hasta conseguirlo. Seis años después, ya con su título debajo del brazo, Amparo Benito regresó a Teruel, a tiempo para asistir a la inauguración del monumento al doctor Francisco Loscos, que había muerto poco después de terminar el cólera, en noviembre del 85, el mismo mes en que murió Su Majestad Alfonso XII. Durante toda la epidemia se mantuvo a pie de obra. Llegó a preparar hasta setenta y cinco recetas diarias en la farmacia de Castelserás. Pasó el embate de la epidemia, pero no resistió las secuelas. No vivió lo suficiente para ver culminado su gran proyecto del Herbario Nacional, o por lo menos no murió viendo que había modos de financiarlo. Los mismos que le negaron unos duros para sus investigaciones promovieron años después una colecta con la que levantarle un monumento colosal.

Lo erigieron en la plaza de Emilio Castelar, que años después pasó a llamarse plaza de San Juan, y era un mamotreto de cinco metros de altura, con gradería de dos peldaños de piedra de Villalba, un zócalo y un espigado pilastrón de jaspe sobre el que se asentaba el busto del botánico. Empotrados en las caras de la pilastra, había cuatro placas de bronce con el nombre del maestro y el de algunas de sus obras. El monumento estaba rodeado de parterres con figuras geométricas, y una verja de hierro fundido que descansaba sobre un plinto de sillería. Pocos monumentos tan aparatosos había entonces en la capital.

Su inauguración convocó a un nutrido público. Amparín acudió con su padre, que se paseaba todo ufano con ella entre sus amigos de la Junta del Ferrocarril. Amparín ya era una mujer madura. Atrás habían quedado esos ojos demasiado abiertos siempre, ese aire frágil, tan impresionable. Era como si el saber la hubiera fortalecido, como si hubiera tomado jarabe de anatomía, emplastos de cirugía, infusiones de psicopatología. Llevaba todo el tiempo unas gafas redondas de alambre y por supuesto no usaba polisón sino un vestido entallado de falda recta y abotonado hasta el cuello. Amparín no dejaba de ver gente conocida. Por mucho que viniese casi todos los veranos, el hecho de que doña Emerenciana pasase largas temporadas con ella hizo que sus visitas se fuesen espaciando, y que en ninguna de ellas ocurriese ningún acontecimiento donde reunir a tanta gente ni Amparín quisiera dedicarse sino a visitar a sus más íntimos amigos. Ya todos los jóvenes llevaba canotier y a las muchachas se las veía un poco menos empaquetadas, pero poco. Vio, cómo no, a Serafín Adán, casado con María Eugenia Gascón, según Amparín había ido sabiendo en años de cartas sin entusiasmo. Se acercaron hasta ella los ilustres amigos de su padre e incluso alguno de los amigotes de su hermano, al que Amparín saludó sin prestar atención.

Era un hermoso día de principios de junio. Los cielos eran anchos y el color de las cosas muy cercano. Las primeras sombras de la tarde, proyectadas por la iglesia de San Juan, esparcían un aire templado entre las acacias. El ferrocarril seguía sin pasar por Teruel, pero el puente de la Reina Isabel II había sido reconstruido. En los círculos de barbas puntiagudas seguían los temas de siempre. Don Domingo Gascón había venido al acontecimiento, y su presencia ensombreció ligeramente la de otros prohombres que en los malos momentos habían permanecido en la ciudad. El propio señor Gascón, al saludar al doctor Benito y felicitarle por el insólito logro de su hija, dedicó unas cariñosas palabras a Amparín y le preguntó por sus primas. Supo que Blanca se había casado con un juez y se había ido a Cartagena, y había dejado la botánica. Clotilde, sin embargo, estaba muy enferma, pero aún seguía escribiendo poemas.

-Envíeme un florilegio de esas poesías, señorita Benito. Los publicaré en una Miscelánea Turolense que hace tiempo que me ronda por la cabeza.

Rodeada de hombres barbudos, Amparín apenas podía ver nada, hasta que su rostro se iluminó y una sonrisa fresca y sin intenciones acudió a su cara.

-¡Ramón!

Un niño pelirrojo y muy lustroso se acercó corriendo hasta ella.

-¡A ver qué beso le vas a dar a la tía! –dijo Amparo, abriendo los brazos.

El niño le dio un beso. Al zagal se lo veía contento, aunque un poco ruborizado. Amparín se agachó para estar a su altura y le arregló los lazos del corbatín, que se le habían salido del cuello.

-Te he traído unos mapas.

-¿Sí? –dijo el niño-.

-Y muchas cosas más. ¿Cómo has acabado la escuela?

-Bien, pero Ramón me ha puesto una mala nota.

-En casa del herrero... –dijo Amparín.

-¡Mira que le tengo dicho que no se me quite la chaqueta que estos días parece que hace calor pero viene un airecico que se jode el basto! –tronó la voz de Francisca, que venía deprisa entre el gentío, antes de besar a Amparo y saludarla. Enseguida se formó a su alrededor un corro de señoritas que escuchaban divertidas, un escenario circular en el que Francisca desplegaba sus movimientos de madre preocupada. Detrás de ella, tratando de escurrirse entre el gentío, apareció Ramón.

Se saludaron con cortesía, se preguntaron por las flores. Se felicitaron mutuamente por los estudios de medicina y por el niño tan sano y tan bien educado que estaban criando. Se prometieron comer juntos algún día en Albarracín con su prima Clotilde, que estaba muy enferma. Ramón se había puesto ese día el traje marrón del señor Manolo. Tenía más trajes, pero ese le gustaba, era como no llevar ninguno, le hacía sentirse más cómodo, por lo menos en una circunstancia tan encopetada como aquella.

Amparo era otra mujer. Es posible que en su momento no hubiese sido invadida mortalmente por el cólera porque ya lo había sido antes, en menor medida, en aquella colerina a la que nadie dio importancia, o no la importancia debida. Quizá ese primer y flojo ataque ya la hubiera vacunado para todo lo que vino después. Pero es el caso que el cólera había roto algo en sus vidas. Tratando de desinfectar sus sentimientos, habían matado para siempre cualquier forma de romanticismo. Ramón había fundado una familia con su patrona y con su ahijado. Nada había cambiado entre ellos, al menos en apariencia. Francisca seguía siendo la lavandera estruendosa que reanimaba a las clientas y Ramón el estudioso que vivía metido en su pequeño laboratorio, o salía al campo con su amigo el fraile, o gastaba sus ahorros en viajar a congresos internacionales y a exposiciones universales donde se exponían los últimos descubrimientos de botánica. De vez en cuando se daba sus garbeos por Valencia o por Madrid, y en vez de tantos libros de Linneo se aficionó al teatro. Pero no aceptó ninguno de los destinos que le ofreció el doctor Benito, empezando por el de ser su yerno. Tampoco siguió colaborando con la Junta del Ferrocarril ni con el periódico de don Aurelio ni con ninguna actividad que requiriese la más mínima relevancia pública.

Todos perdieron algo con el cólera: la esperanza, la dignidad, o por momentos la cabeza. Era ya algo lejano, pero en las horas de tormenta parecía picar como las cicatrices. En cierto modo, llevaban luto por sí mismos, por la parte de sí mismos que arrebató el cólera. Ramón la empleó en buscar hierbas por el monte, y Amparo en cuidar enfermos. Amparo los quería, y aún llegó el tiempo en que, medio en broma medio en serio, animó a Ramón a formalizar las relaciones con Francisca. Pero Ramón a aquello no lo llamaba matrimonio, sino adaptación de la especie.

Aquella tarde, junto al monumento a Francisco Loscos, Amparo y Ramón cruzaron entre el gentío algunas frases de cortesía.

-Ese traje me suena –dijo Amparín.

-Sí. Debí haberlo quemado, pero aguantó bien la desinfección.

Hubo un breve silencio entre ellos antes de que se despidiesen. Ramón no sabía qué hacer con las manos y, como estaban hablando del traje, las metió en los bolsillos. Su mano derecha tocó la carta de Castelserás, que siempre viajaba con él, casi como un amuleto. Con su mano izquierda, tanteando en las costuras, los dedos de Ramón juguetearon con unas piedrecillas. En el interior del bolsillo, Francisca le había metido unas bolitas de alcanfor.

FIN

La enfermedad sospechosa, 20


Los vivos y los muertos

Fueron, en todo caso, lapsos de tranquilidad, porque cuando empezaron los calambres la situación se complicó vertiginosamente. El cuerpo de Encarnita no cogía temperatura. Tenían que abrigarla en pleno mes de agosto con mantas gruesas de pastor y ladrillos calientes envueltos en paños mojados de láudano, pero la temperatura de su piel seguía bajando y cuando intentaba hablar, cuando intentaba siquiera gritar, de su boca salía una voz rota, afónica, como si los microbios le estuvieran devorando la garganta. Las mujeres no daban abasto con los sinapismos de mostaza, se turnaban para darle friegas con aceite de alcanfor y trementina, le aplicaban cáusticos en las piernas, en los brazos, y sujetaban a Encarnita cuando intentaba gritar porque algún tendón de las piernas se le había puesto rígido y no podía soportar el dolor. El doctor Benito añadió una poción con espíritu de Minderero, coñac, éter y anís, pero Encarnita también la vomitó.

Al atardecer del cuarto día dio la sensación de que había mejorado un poco. Cesaron los calambres y Encarnita, ayudada por el opio, pudo dormir casi una hora.

-Vamos a airearnos un poco, anda –le dijo Francisca a Amparín.

Las dos, después de volver a desinfectarse, subieron a la azotea. Se veían los tejados nítidos bajo un cielo brillante y oscuro, bandadas de vencejos iban y venían por las azoteas y las torres de las iglesias, como buscando un árbol para dormir que no estuviera corrompido. Allí estaba Benilde, la madre de Encarnita, a quien casi le da un síncope al verlas juntas a las dos.

-No te asustes, la chica se ha quedado dormida –dijo Francisca.

Francisca empezó entonces hablar de las tejas que había mal puestas en el tejado.

-En cuanto se pase esto tengo que llamar a alguien que las ponga en su sitio –dijo.

-Ramón ya te lo habría hecho –dijo Amparo, pero no se dejó vencer por la emoción.

-Lo sacarán, tú no te preocupes que lo sacarán –la consoló Francisca.

-¿Y lo sacarán vivo o lo sacarán muerto? Nadie sabe nada. El juez no tiene tiempo. Todo tiene que seguir su trámite. ¿Pero es que no se dan cuenta de que la vida no va siempre tan despacio como ellos quieren?

Amparín se desahogó hasta que vio la cara de Benilde, la madre de Encarnita, que la miraba como añadiendo leña al sufrimiento.

-¡Ya basta! –se dijo a sí misma Amparín, y dejó de hablar del asunto. Pero no de pensar en él. Su cerebro estaba enfermo de conjeturas. Repasaba uno por uno los conocidos carlistas, amigos de don Fabián, que habían firmado la denuncia contra Ramón, pero de vez en cuando volvía a un asunto sobre el que no quería pensar. Era como si pensar en la denuncia de los carlistas fuera un pensamiento sano, pero amenazado por otro pensamiento microbiano, venenoso, una nebulosa gris que no entendía y le daba miedo entender.

-Me bajo a preparar el caldo. Quedaros un rato aquí si queréis –dijo Francisca.

Amparo trató de hablar, de disipar el pensamiento. Amparo intentó hablar de los tejados.

-Desde mi cuarto se ven las azoteas y la torre del Salvador –dijo.

-Vicente habría arreglado esas tejas en un abrir y cerrar de ojos.

-Era muy mañoso...

-Era mucho bueno, mucho bueno –insistía la mujer, y elevaba las manos curtidas al cielo y se ajustaba la pañoleta negra bajo la barbilla, un gesto que repetiría cada día de los aún muchos años que le quedaban por vivir, acompañados de los mismos ayes y los mismos suspiros, las mismas invocaciones al cielo y los mismos lamentos de resignación-. Mira que se lo dije, no te vayas con los pastores...

-¿Se le fue pastor? –preguntó Amparín, sin ánimo de hurgar, por pura curiosidad.

-¡Ca!, se fue a trabajar con ellos, cuando se llevaban las ovejas a Valencia. Los liaron de mala manera. Les hicieron pagar no sé qué para un tren que iba a Sagunto. ¡Que sí, Benilde, que sí!, que es un negocio, que de esta nos vamos a vivir al Tozal. ¡Ay, Dios mío, qué bien que lo hemos pagado!

-Y luego Encarnita –dijo Amparo.

-Y luego Encarnita –repitió la madre-, el día que nos vino con el bombo.

-¿El padre vive?

-Ya lo creo que vivirá. Menudo señorito estaba hecho. Es el que engañó a su padre con esas cosas del tren. Y me engañó a mí también. Yo pensé que llevaba buenas intenciones. Era muy bueno con Encarnita. La sacaba de paseo, la montaba en una calesa, como las ricas.

-¿Ese es el novio del que habla? ¿El que tiene poderes?

-Poderes, poderes... ¡Arruinarnos a todos, engañarnos porque somos pobres, llevarse a esta criatura y devolverla luego como se devuelve una perra después de cazar! Ella dice poderes porque le hacía trucos de magia, luces de magia y cosas de esas. Encarnita es que es muy farandulera. Es muy buena chica, pero vienen los carros del circo y se le van los ojos, y cuelgan los letreros del teatro y allí la tienes, a ver entrar a las artistas. Yo le decía a Vicente: Vicente, esta chica se nos va con unos cómicos el día que menos te lo pienses. Y mira si se fue, ya lo creo que se fue. Menudo cómico la pilló por banda.

La mujer había hilado un lamento difícil de cortar. Amparo sintió que se desvanecía, le ardían las sienes y le costaba mantener los ojos abiertos. Se le había puesto un nudo en el estómago, le faltaba la respiración. Amparín se tapó la cara mientras la madre de Encarnita seguía hablándole del novio traidor, pero ya no escuchaba nada. Su pensamiento estaba siendo asediado por imaginaciones insoportables. Su mente enferma lo relacionaba todo. Al final se atrevió a preguntarlo, con un hilo de voz.

-¿Cómo se llama?

-Dijo que se llamaba Federico, pero vete tú a saber. Nosotros nunca conocimos a sus padres, decía que es que sus padres eran de Alemania o de no sé dónde. ¡Cómo nos engañó a todos! ¡Cómo engañó a mi marido!

La voz de Francisca fue como un soplo de aire que devolvió a Amparo la presencia de ánimo, el sentido de la realidad.

-Amparo –dijo Francisca, muy seria.

Amparo bajó corriendo y se puso unos guantes limpios. Encarnita estaba muy inquieta, le daban calambres en el pecho y en el abdomen, padecía un hipo que se le clavaba en los pulmones cada vez que latía. Al ardor de vientre insoportable se unía el peso de su embarazo, y ella, envuelta en agua, azulada ya toda su piel, con los dedos arrugados y las uñas lívidas, con manos de lavandera, pugnaba por desprenderse de las mantas y ponía las manos alrededor de la barriga para proteger al niño de sus convulsiones.

La muerte se había desatado. De nada sirvieron ya las cataplasmas ni los cocimientos, ni las dosis de bismuto ni las sanguijuelas aplicadas a la altura de las paletillas o en el abdomen. Pronto los cursos adquirieron un tono sanguinolento y Encarnita perdió la visión. Amparo comprobó que los ojos inyectados ya no eran sensibles a la luz. Sus córneas transparentes se ocultaban en la cima de la órbita. Intentaba desabrigarse, pero ya no era su voluntad sino sus músculos flexores, que actuaban como un último soplo de vida.

El doctor Benito asistió a sus últimos momentos. Llegados a cierto punto, tan sólo trató de que terminasen los padecimientos de la criatura. Su voz casi inaudible se apagó en una palabra que Amparo no quiso escuchar. Todavía respiró unas horas lenta y convulsivamente. Doña Benilde preguntó si ya no se podía hacer nada más. El doctor Benito contestó con voz baja.

-Los hay que inyectan en vena cloruro de sosa, pero yo creo que ya ha padecido bastante.

Luego se volvió a su hija.

-Ahora debemos estar preparados. Hay que sacar al niño en cuanto deje de respirar.

Encarnita murió entre sábanas limpias al amanecer de un día luminoso. Su cuerpo quedó yerto, frío como el mármol mucho antes de su último suspiro. El doctor Benito certificó la muerte, llamó de un grito a Francisca y sacó del maletín unas tijeras. Amparín entró entonces en el dormitorio y la encontró, por fin, tranquila. Se acercó a ella, y en un gesto instintivo le cerró los ojos y se santiguó.

-Quita de ahí, Amparín. Ahora prefiero que me ayude Francisca. Salte fuera, por favor, hija mía. Tú también has padecido ya bastante –dijo el doctor Benito.

Amparín se subió a la azotea. Nunca había sentido tan cerca la muerte de nadie. Jamás había dado tan poco valor al miedo. No quería pensar. Sentía languidecer los miembros y su único deseo era visitar a Ramón en la cárcel, decirle que todo había sido cosa de los carlistas, un susto, una broma salvaje. Necesitaba decirle que jamás había dudado de él. Estaba segura de que no había robado ninguna linterna mágica y también de que enseñaba a Darwin en la escuela, como era su obligación, y por eso lo quería. Un calabozo en aquellas circunstancias se diferenciaba poco de un depósito de cadáveres. No podía consentir que a Ramón le pasase algo sin hablar, sino por fin hablar, no jugar a los noviazgos cultos ni a los coqueteos. Hablar y decirse cosas simples. Quizá el amor era difícil de mostrar, porque incluso era difícil de sentir, pero sí podía mostrarle su confianza, y arriesgarse por ello si fuese necesario.

-¡Amparo! –la voz de Francisca sonó como un baldeo por las escaleras. Amparín fue a embocarlas, pero era ella la que subía, con un niño en sus brazos.

-¡Pero has visto qué preciosidad! –dijo Francisca, a voz en grito, fresca y orgullosa, como si no hubiera un muerto en la casa.

El niño estaba bien. Respiraba. Lo habían desinfectado y era el propio doctor Benito el que daría parte al Ayuntamiento para que trajesen enseguida una nodriza. Francisca lo había fajado con ropas blanquísimas bordadas, espumantes de puntillas, y lo elevaba al cielo como si lo estuviera ofreciendo al sol, y sólo hacía que mirarlo.

-Voy a subirme aquí con él hasta que limpien bien la habitación y se lleven a Encarnita. Dice tu padre que vendrán enseguida. Y tú lo mejor que puedes hacer es quedarte aquí conmigo.

El niño no abría los ojos y en su esfuerzo por mover los labios producía diminutas bambollas de saliva. Estaba coloradote, y era bastante peludo. Francisca lo había ya peinado y puesto guapo y perfumado, y le ponía la mano de visera para que no le diese la luz en la cara.

-Francisca, yo me voy.

-Ni se te ocurra. Tu padre me ha dicho...

Amparo no la dejó seguir.

-No te preocupes por mí. Tú atiende al niño.

Amparo dejó la casa y cruzó Teruel para ir al Juzgado. Pretendía ver al reo Ramón Vargas, pero el reo Ramón Vargas ya había sido trasladado con otro convicto de asesinato al penal de Capuchinos. Y allí se presentó Amparín en menos de media hora. Se subía las faldas del vestido para correr por la carretera de Zaragoza, hasta el antiguo convento que en tiempos de Mendizábal se empleó como presidio. El edificio ya era viejo y las paredes iban desmoronándose sin nadie que las repellase, los chorretones ferruginosos cubrían toda la fachada, horadaban el yeso y se mezclaban con el arroyo de aguas fecales que la flanqueaba. En las ventanas sólo se veían prendas atadas a secar y a veces la mirada perdida de un preso. A pocos metros de la entrada, un portalón podrido y sujeto con una cadena de hierro, dos guardias dieron el alto a la señorita Amparo.

-Quiero entrevistarme con un preso –dijo.

-Eso tiene sus horarios y sus normas. ¿Es familia suya?

-Soy su novia.

-Entonces, si quiere traerle algo de comer, déjenoslo, que nosotros se lo daremos.

-No, no quiero llevarle comida. Quiero hablar con él.

-Imposible.

Amparín suponía que los guardias eran sobornables, pero no sabía cómo. Prefería pedirlo por favor, insistentemente, una y otra vez, hasta que uno de los guardias perdió la paciencia.

-A ver si acabamos con esto de una vez. ¿Cómo coño se llama su novio?

-Ramón Vargas.

-Voy a ver si está en los papeles.

-No vayas –dijo el otro guardia-. Es el maestro, ¿verdad? Hace un par de días se puso malo y se lo llevaron al lazareto. Allí no te impedirán la entrada. ¡Allí, si te descuidas, lo que te impedirán es la salida!

Amparo no se dejó abatir.

-¿Ves esas casicas de ahí arriba? Allí están. A lo mejor aún no se ha muerto.

Amparín siguió la carretera de Zaragoza hasta un barracón cercano a la masía del Chantre, entre lomas blancas y hierbajos puntiagudos. El barracón estaba cercado por unas empalizadas de caña y custodiado por otros dos guardias. Por encima de los cañizos se veían mecerse las lonas de las tiendas y algunos tejados de chapa en lo que parecía una masía en ruinas.

-Quiero ver a un enfermo.

-Eso no puede ser. Dígame quién es y le daré recado.

-Se llama Ramón Vargas.

El guardia sacó un cartapacio del morral y consultó una lista.

-Sí, está. Lo trajeron de Capuchinos hace un par de días. El otro que venía con él ya se ha muerto. Él todavía no.

-Déjeme ir a verlo.

-Le digo que no puede ser.

Sucedió que dos Hermanos de San Juan de Dios, que llevaban ya unos días en Teruel y alrededores cuidando enfermos, fueron a relevar a sus hermanos, que habían velado toda la noche y de par de mañana necesitaban descansar. Amparín les explicó su situación, y los hermanos dieron al guardia su palabra de que la mantendrían vigilada. Nada más entrar en el recinto del lazareto, Amparo vio dos grandes cubas de agua hirviente que rezumaban el humo amarillento de la lejía, y dos frailes dedicados a sacar y meter las ropas con un palo y ponerlas a secar en los arbustos.

-Espérate aquí –dijo el hermano-. Voy a preguntar si lo puedes ver.

El fraile entró por una puerta y poco después salió acompañado de Ramón Vargas, que, salvo porque le había crecido la barba y llevaba la camisa sucia y arremangada, parecía en perfecto estado de salud. Amparo volvió a sentir que le faltaba la respiración.

-Entonces te han soltado.

Ramón se mantuvo a prudente distancia.

-No, no me han soltado. Me he ido yo. ¡Gracias a Víctor Hugo! ¿Cómo está Encarnita?

-Encarnita murió anoche.

Ramón, por primera vez, contuvo los deseos de abrazarse a ella. Pero no dejaba de ver moribundos en el lazareto, y si alguien cumplía con la norma de no dejarse impresionar, ése era él. Le dolía Encarnita. Tampoco a ella había sido capaz de sacarla con vida del pozo en el que había caído.

-Vaya –dijo, un poco sarcástico, pero muy serio-, me quedo sin saber por qué se mató su padre.

-Pero ha tenido un niño precioso, y sano. ¿Y tú, estás bien?

-Yo estoy muy bien. Escucha, Amparo, no te preocupes por mí. Aunque no lo parezca, un lazareto es un sitio seguro.

Del barracón salió un fraile muy delgado que llamó a Ramón. Era el hermano Silvestre.

-Debo volver, Amparo. Me llama mi Víctor Hugo. Ahí dentro hay un montón de gente desesperada.

-¡Espera! Yo... lo único que quería decirte es que siento lo que te ha ocurrido. Yo no he tenido nada que ver y sé que tú tampoco, que todas las denuncias son mangoneos estúpidos de unos cuantos...

Amparín no pudo continuar. También hubiera deseado abrazarse a Ramón, pero seguía siendo peligroso.

La enfermedad sospechosa, 19


Evitar toda emoción moral

Lo primero era evitar toda emoción moral, no afligirse ni impresionarse por nadie ni por nada. Así era la primera norma del método del doctor Morell para el tratamiento del cólera, que había cosechado excelentes resultados en Gandía y que el doctor Benito aplicó entre sus pacientes de Teruel. Entre ellas, una dieta preservativa que al parecer había sido, junto con la visita de Su Majestad, lo único que surtió efecto en el desastre de Aranjuez: tres gotas de láudano, dos de esencia de menta y una cucharada de ron, disuelto todo en una taza de té y tomado en ayunas por la mañana.

Este y otros métodos y prevenciones fueron anotados con esmero en un papel por el doctor Benito cuando se convenció de que Amparo se había vuelto de Albarracín para quedarse y ayudar, no como el cobarde de su hermano, que cuando la cosa se puso fea se encerró bajo siete llaves en la casa de la sierra. Pero le preocupaba sobremanera la excitación de su hija, el berrinche tan tremendo que se llevó al ver a Ramón Vargas en los calabozos, su obsesión por descubrir quiénes estaban detrás de la denuncia y sobre todo por cumplir con los deseos del maestro: “Cuida de Encarnita”, le había dicho, “no dejes que baje al lavadero, dile a Francisca que coja todo el dinero que tengo en mi cuarto, que no les falte de nada, pero que no salgan de casa, sobre todo la muchacha”.

Y así lo hizo, pero antes fue a ver a Pepe Larrubia para ponerse al tanto de la situación. El problema ya no era la gravedad de las acusaciones contra Ramón, toda vez que la Santa Inquisición hacía medio siglo que no podía condenar a muerte a nadie (y el último, por cierto, fue un maestro que no llevaba a misa a sus alumnos), sino la dilación del procedimiento y el ambiente corrompido e insalubre de los calabozos. Pero Pepe tenía un deje ladino por el que Amparo conocía que no estaba diciéndole toda la verdad. Hablaba de los carlistas, así, en general, como promotores de la causa contra Ramón Vargas, y le preguntaba una y otra vez si en los últimos días había vuelto a tener alucinaciones. Al parecer, una perturbación mental de la señorita Amparo –según el fiscal- habría venido de perlas a su futuro esposo y probable fideicomisario.

-Te lo diré más claro, Amparín –dijo, algo impacientado, Pepe Larrubia-. Es posible incluso que te llamen a declarar. Si se agarran al argumento de que Ramón estaba interesado en que tú te volvieses loca, puedes estar segura de que lo va a pasar mal.

-¿Ramón? ¿Sabe eso mi padre?

-No... –dijo Larrubia, como si aún no se hubiese atrevido a decírselo-. Si tu padre se entera...

-¡Si mi padre se entera les pone una denuncia a todos esos santurrones de la Unión Católica! ¡Ramón está haciendo por la ciudad mucho más que todos ellos con sus rogativas! ¡A quién se le ocurre! ¡A cualquier juez que tenga dos dedos de frente le ha de parecer inconcebible!

Pepe Larrubia miraba con cara de circunstancias. No era capaz de decirlo todo, y Amparín tampoco podía comprenderlo todo. Era indignante, a estas alturas, en estas circunstancias, tomarla con un maestro por enseñar los experimentos del señor Darwin. Toda esa canalla de carlistas meapilas buscaba en la enseñanza lo mismo que en la judicatura: llenarla de familias de caciques, apacentar al populacho y custodiar sus privilegios. Le tenía dicho a Julio que no se anduviese con ellos, pero Julio la despreciaba porque era menor y porque era mujer, y en más de una ocasión se lo había visto en el café soltando disparates contra el Rey, como probando a los jefes de la cuadrilla que él también sabía desafiar a las autoridades. Tan sólo rogaba a Dios que su hermano Julio no tuviese nada que ver con ellos.

Amparín le hizo prometer a Pepe Larrubia que conseguiría una rápida libertad condicionada, costase lo que costase, y después, acatando las órdenes de su padre (y las de Ramón), se fue a casa de Francisca y ya no salió de allí en algunos días. Doña Emerenciana estaba bien cuidada por Pascuala en Albarracín, en su casa de la calle de los Amantes Amparín no debía estar porque su propio padre podría ser un agente nocivo, pero la limpieza a prueba de microbios de Francisca y las prevenciones obsesivas de Ramón garantizaban que las mujeres estarían a salvo si no abandonaban el domicilio.

Francisca y ella se entendían bien. Su relación había sido siempre la de la clienta con la costurera, pero nunca habían cruzado más que un par de frases seguidas. Ahora las conversaciones necesitaban trascender los protocolos. Hablar era un advertirse, un ten cuidado con la fruta, un lávate las manos, hierve el agua, mensajes precisos para caminar sin lastimarse sobre el filo de una espada. A la madre de Encarnita le dieron instrucciones precisas de no tocar nada más que el rosario, y no llevarse nunca los dedos a la boca para santiguarse. La pobre mujer estaba en un ay. Encarnita padecía frecuentes bascas y mareos, por efecto del embarazo, pero a la mujer cada vahído le parecía un mal agüero.

-Usted no se preocupe, mujer. Vamos a rezar un poco y luego nos desinfectamos todas otra vez, y así matamos la tarde –la tranquilizaba Francisca.

Amparín no dejaba de darle vueltas a la imagen de Ramón en el calabozo. A Francisca la llevaba mártir, que si yo debería estar haciendo algo por él, que si Pepe Larrubia se mete en su casa y adiós muy buenas, que si cuánto tardaba su padre, quien solía visitarlas un par de veces al día en sus idas y venidas por la capital. Y Francisca, llevada de su optimismo natural, tiraba de repertorio para sosegarla.

-Pero chica, ¿tú te crees que esto puede acabar sin que tú te cases con tu novio?

-Ay, Francisca, qué buena eres –le decía Amparín, en un tono que, se daba cuenta ahora, era un término medio entre el que empleaba con Blanca y el que usaba con Pascuala-, pero lo peor de todo es que ni siquiera somos novios. Él es un hombre activo, como tú, y yo, por más que me empeñe, soy una mosquita muerta. Me hice la valiente viniéndome de Albarracín y aquí me tienes, enclaustrada en una sala de desinfección.

Estaban las dos en el gabinete de costura, entre polisones recién planchados que nadie había venido a recoger. La tarde caía por detrás del cerro de Santa Bárbara, las paredes encaladas de la casa se tomaban por momentos del color del azafrán. Francisca contó a Amparín con pelos y señales cómo fueron sus dos años de casada, los más felices de su vida, y Amparín las dudas sobre qué hacer con su vida, ella que podía permitirse el lujo de no hacer nada.

-Me gustaría ir a lavar contigo al lavadero, Francisca, que se me pusiesen las manos tan esmeradas como las tuyas.

-Tú no sabes lo que dices.

-Me gustaría ser como tú –dijo Amparín.

-¿Cómo? ¿Viuda, vieja o pobre? –desdramatizó Francisca.

-No. Sana, como dice Ramón. Siempre se lo oigo decir. Francisca es sana.

Amparo y Francisca regresaron a la cocina.

-Lo siento, Francisca, pero voy a ir. Tengo que ir al juzgado. Él se ha expuesto mucho por nosotras y yo tengo que hacer lo mismo.

Francisca no tuvo que hacer esfuerzos para convencerla. En el quicio de la puerta, con una mano en el pecho y tratando de hablar sin conseguirlo, la madre de Encarnita las llamaba. Intentaba decir algo y sus palabras se desmenuzaban en un llanto incomprensible. Francisca salió disparada escaleras arriba. Amparo corrió tras ella.

Al llegar al cuarto de Encarnita las abofeteó un hedor nauseabundo. Encarnita estaba en la cama, tumbada boca arriba, sujetándose el vientre y llorando a lágrima viva. Francisca retiró las sábanas de golpe y vio las piernas enclenques de Encarnita en un charco de grumos blancos como agua de arroz.

-Madre de Dios –dijo Francisca, y se volvió a Amparín-. Tráeme sábanas limpias y pon a cocer un caldero de agua. Y tráete todos esos ungüentos que nos ha dejado tu padre.

-He roto aguas, ¿verdad? –dijo Encarnita, pero nadie supo contestarle.

Amparín conoció de golpe la sensación que tantas veces había anhelado, y de la que tuvo un ligero vislumbre la tarde en que salió de Albarracín con su amiga Blanca. Consistía en no pensar en asuntos pasados ni futuros, en un estar en la vida con la presencia con que leía los libros, en leer la vida y correr entre sus páginas. Amparo hizo lo que le había mandado Francisca porque ella era la que naturalmente lo gobernaba todo, la instintiva capitana de aquel barco con grietas. Pero Amparo se sabía de memoria las instrucciones de su padre, y en un momento preparó una lavativa de cebada con un poco de santonina y un vaso de agua con azúcar y unas gotas de limón, ácido clorhídrico y jarabe de grosellas, y puso unos ladrillos encima del fuego. Para cuando volvió a subir al dormitorio, Francisca ya había cambiado la cama y ventilado la habitación. Encarnita llevaba puesto un camisón limpio. Francisca estaba fregando el suelo con jabón de sosa.

-Yo me avío bien –dijo Francisca-, y tú estás un poco floja. Más te valdría volverte con tu familia.

-Vamos a ponernos los guantes –dijo Amparín-. Mi padre no tardará en pasarse.

Desde aquel momento las mujeres se repartieron la tarea de cuidar a Encarnita como a una reina. La madre, repuesta de sus sofocos, se quedó en el patio, cociendo las sábanas y los camisones que cada poco tiempo tenía que cambiar Francisca. Ella misma las ponía a tender en la azotea y quizá ese fue el único beneficio que les trajo el verano, que se secaban enseguida. Amparín preparaba las cataplasmas y los emolientes y desinfectaba con sulfato de hierro las bacinillas.

Encarnita tenía mucha sed. Si probaban a darle agua fresca o bolitas de nieve, la sed se recrudecía. Si lo intentaban con infusiones calientes o caldo de jamón, Encarnita las vomitaba enseguida. Su malestar iba en aumento y aún antes de que llegara el doctor Benito Amparín decidió agregar unas gotas de láudano a las lavativas y unas briznas de azafrán en las infusiones.

Bien entrada la noche llegó el doctor a dar las buenas noches a su hija. Venía exhausto de visitar enfermos. El Ayuntamiento había decidido pagar a los médicos hasta cincuenta pesetas diarias por ejercer su trabajo, y aun así eran pocos e iban con el agua al cuello. Se multiplicaban los casos de orfandad y las familias necesitadas, y de todos los casos había ejemplos lamentables que añadir. Cundió la especie, muy habitual en los pueblos, de que los borrachos eran inmunes al microbio, y la gente los contrataba para llevar los cuerpos al cementerio o para velar a los desahuciados. Hubo quien llegó a pedir hasta 120 reales por dormir la mona junto a un moribundo. Unos estaban más preocupados por la suerte de las Carolinas que por el infierno desatado en la ciudad. Otros, aprovechando la munificencia del obispado, iban a pedir auxilio cuando en su casa criaban gallinas que vendían a 24 reales para caldo de los enfermos. El trabajo extenuante no era mucho comparado con el desánimo a que invitaban las circunstancias. La gente no se concentraba en evitar el contagio. Por muy egoísta y desconfiada que se hubiese vuelto, al no verlo, se olvidaba, no se imaginaba a sí misma en una situación tan lamentable como la de los enfermos que morían por docenas, no los visitaba y se sentía segura, o se despreocupaba. Y, entre los que sí eran conscientes, también los había tan seguros de la muerte que procuraban dar suelta a sus deseos, fuesen anhelos o depravaciones, y obstinados en su búsqueda caían antes en las redes del asesino. Los curas decían que el único preservativo contra el cólera era la castidad y las costumbres pías. Se multiplicaron las rogativas y el propio doctor Benito criticaría, cuando abriese otra vez su periódico, a las autoridades que por miedo al contagio no las secundaban, pero no dejaba de considerar que con eso no bastaba, que las hogueras de azufre por las calles tenían más de placebo siniestro que de comprobación científica, que daba igual crear vacunas con bacterias vivas como Ferrán o con bacterias muertas como decía Ramón y Cajal. El cólera era agua entre las manos, y si no dependían de San Roque, al doctor Benito ya no se le ocurría de quién podrían depender.

Con esta pesadumbre llegó el doctor Benito a visitar a su hija y se encontró con semejante papeleta. Pero él se quitó el cansancio como quien se quita el abrigo, auscultó minuciosamente a Encarnita y escuchó con atención los cuidados que le habían dispensado. Tan sólo le pareció mal que no lo hubiesen mandado llamar.

-El niño está bien –dijo, como todo consuelo.

Volvieron a bajar al patio para desinfectarse, y el doctor Benito fue muy serio con su hija.

-Debes volver a Albarracín, hija mía.

-De ninguna manera, padre. Es aquí donde debo estar. Ahora más que nunca es aquí donde tengo que estar.

El doctor Benito no insistió. A fin de cuentas, era lo que esperaba de su hijo.

A las pocas horas ya no hubo manera de parar los cursos, vómitos y borborigmos de Encarnita. Sufría frecuentes vértigos y desvanecimientos, síncopes que la dejaban paralizada y asustaban a su acompañante al creer que había llegado el momento. El cólera es fulminante, pero la suya es una lenta fulminación de varios días, una desesperante procesión de momentos dolorosos. De nada sirvió el agua gomosa con láudano y limón, ni tampoco el subnitrato de bismuto ni el extracto de ratanía que recetó el doctor Benito, ni tampoco las sanguijuelas aplicadas en el epigastrio. No comía nada, unas cucharadas de caldo le provocaban diarreas biliosas e insoportables dolores de hígado.

Tan sólo el láudano parecía sosegarla, aplicado en lavativas o en agua dulce, pero no conseguía destruir los microbios ni atajar sus secreciones venenosas. El doctor Benito dio permiso a su hija para que no lo escatimara. Francisca llenó la azotea de sábanas tendidas, y cuando Amparín le dijo que no trabajase tanto, que podían lavar con paños a Encarnita y aguardar un poco a cambiarle la ropa, Francisca dijo que en su casa no había habido nunca sábanas sucias en las camas, y así seguiría siendo. Y Francisca cogía en sus brazos el cuerpo estragado de Encarnita y la cambiaba de ropa y la limpiaba, y cada vez que Amparín le echaba unas gotas de láudano en el vaso ella perfumaba la estancia con agua de rosas.

Las dos trabajaban con cuidado. Bajaban a desinfectarse cada media hora, siempre llevaban puestos guantes de un hule muy fino que les trajo el doctor Benito y un tapabocas de lino untado con goma, y cuando hablaban con Encarnita o la limpiaban procuraban no hablar. Encarnita las miraba como rogándoles que le dijesen que sus males eran de parturienta, no de moribunda. Pero cada vez estaba más inquieta y más de una vez tuvieron que sujetarla una por cada lado para que no hiciese bruscos movimientos con la barriga. El niño, según volvió a certificar el doctor Benito, seguía vivo.

Pero pronto le salieron sombras azules por debajo de los párpados y junto a los labios. Se le alteró el semblante, estaba muy demacrada. Ya no era la muchacha despierta de boca grande y risueña. Los ojos se le hundieron, su mirada languidecía y la piel empezó a tomar un tono lívido. Probaron a cortar los vómitos con la poción antiemética de Riverio y un antiespasmódico de láudano, agua de menta y jarabe de cidra. Pero la sed y los sudores aumentaban. Sólo el láudano le hacía efecto, pero también le enturbiaba el cerebro y le relajaba los músculos. La tranquilidad era una hora en la que Encarnita pudiera entregarse a un sueño desmadejado, o hablar un poco con Amparo o con Francisca. A su madre solo la dejaban entrar hasta que trataba de incumplir las normas, de llorar con desesperación o agarrarse al cuello de su hija y cubrirla de besos.

Al principio a Encarnita sólo se preocupaba del niño. “¿Nacerá vivo o muerto?”, preguntaba, como si su propia situación ya fuera irrelevante. Pero a medida que la cianosis hizo estragos en su cuerpo y comenzaron los calambres, hubo que redoblar las dosis de láudano, y Encarnita fue perdiendo poco a poco el sentido de la realidad. A veces incluso, en momentos de tranquilidad, hablaba como una niña, se transportaba a sus sueños y unas veces estos le arrancaban una sonrisa y otras la volvían a sumir en el llanto. “Tengo un novio”, decía, y al ver el gesto condescendiente de Amparo se ponía seria: “¡Sí, un novio!”, insistía, ”¡y tiene poderes!” Otras veces torcía el gesto, y el mismo recuerdo que acababa de hacerla feliz parecía martirizarla.

La enfermedad sospechosa, 18


Plegaria

Días después de la Vaca del Ángel, las calles seguían cubiertas de inmundicias de la fiesta. El paisaje no era muy distinto al de otras épocas del año, pero se notaban más los vahos fermentados del vino y la incontinencia general del mocerío, que en punto a decoro dejaba mucho que desear. Quedaban en los charcos de la plaza rastros de sangre de los toros ensogados, de cuando eran arrastrados por la muchedumbre y se arrancaban las pezuñas con las piedras. A pesar de que ya se hubiese detectado algún caso de contagio extramuros de la ciudad, en los barrios del Arrabal o del Calvario, la gente se agolpaba en las tabernas y caminaba cogida del brazo, los mozos de los pueblos que habían acudido a emborracharse y buscar novia mezclaban el aliento y el sudor delante de los toros, en las iglesias la multitud se apiñaba en silencio y el cura rezaba un Pater noster, Ave María y Gloria Patri mientras por el suelo de los templos, arrastrándose como culebras venenosas, un ejército de microbios escogía sus víctimas entre los fieles, se emboscaba en las suelas de los zapatos y en los restos de alimento de las manos, en las manchas de los trajes y en el agua bendita. El Reverendísimo e Ilustrísimo Prelado de la Diócesis se dignó conceder cuarenta días de indulgencia por cada vez que devotamente se recitara esta plegaria: ¡Oh castísima doncella, Virgen sin mancha y Mártir insigne de nuestra sacrosanta fe! ¡Oh Emerenciana gloriosísima, Patrona y Abogada nuestra cerca del trono del Rey inmortal de los siglos!, clamaba la multitud.

Y así la epidemia se cebó con tal violencia en la ciudad que de un día para otro las calles empezaron a llenarse también de sillas vacías, igual que en los pueblos del Bajo Aragón y de Gúdar y de la muy castigada ribera del Jiloca. En una semana se contaban más de treinta invadidos en Calamocha, y casi la mitad perecían sin remedio, lo mismo que sucedía en Villel, a bien pocas leguas de la capital. Las cifras de invasiones se dispararon a finales de julio. En la última semana la contagión afectó a veintiocho personas en la capital, y murieron catorce. En la provincia entera, en ese mismo tiempo, murieron casi setecientas personas, y dos mil trescientas fueron infectadas. La proporción siniestra se cebó con espantosa crudeza en algunos pueblos. Esa semana la epidemia se ensañó con los pueblos del Bajo Aragón. Castelserás, Híjar, Albalate o Alcañiz sufrieron invasiones masivas y perdieron a decenas de vecinos. En pueblos pequeños como Ariño, Ejulve, Obón, Urrea o Villel, la espada segó miembros de todas las familias, todos tuvieron motivos para vestir de luto. En Villastar, muy cerca de Teruel, de ciento ochenta vecinos que eran, en quince días enterraron a sesenta.

Pese a los esfuerzos de las autoridades por que nadie franqueara el paso al asesino, y las muy detalladas instrucciones sobre cómo fumigar las casas de los muertos, se veían a veces, como dice el poeta Lucrecio, a quien tanto leyó Ramón aquellos días, los cadáveres tendidos de los padres encima de los hijos. Los parentescos y las deudas eran fieles aliados de la peste. Hubo familiares que sentían como un pecado mortal no atender a los suyos en la cabecera de la cama, madres que jamás se habrían perdonado no besar el cadáver de su hijo, y otros que tuvieron que cargar con el baldón de no haber atendido a una madre agonizante como estaba mandado.

Ese fue el caso de Nazario, el empleado de la redacción del Ferro-carril, y también del regente, Laureano. Los dos fueron contagiados por ser piadosos e inconscientes. El cólera no había hecho sonar sus trompetas ni había levantado polvo del camino en sus ataques. La gente moría obsesionada con morir, enloquecida de luchar contra enemigos invisibles, y de sospechar de sus seres queridos hasta el punto de dejarse llevar por el pánico y abandonar familias o incluso destruirlas. Hubo días de agosto en que el aspecto de las calles era tétrico. Una fila de carros llegó a llevar al nuevo cementerio para coléricos, también en los terrenos del Calvario, a más de treinta cadáveres en una sola jornada. Hacían el mismo camino que los caballos de picar, pero los hombres eran más jóvenes. Un carro que transportaba cuerpos muertos de unos huérfanos perdió un cadáver por el camino que fue pasto de los perros, milagrosamente inmunes al microbio, como si fuera un castigo pensado solo para el ser humano.

A primeros de agosto el doctor Benito se vio obligado a cerrar el periódico. Se había convertido en un foco de infección. La enfermedad no sólo hacía estragos entre los pobres, más supersticiosos, que se inmolaban en aras de la costumbre, de la ignorancia o del miedo, sino en casas tan principales como la del señor Gobernador, cuya esposa pereció a los pocos días de alzarse la bandera negra en el corazón de la ciudad. Pero quedó demostrado, y así se empeñaba el doctor Benito en divulgarlo, que las medidas de higiene correctas eran útiles aun en el trato directo con los enfermos. Los médicos, en cambio, no se dejaban convencer así como así. Jóvenes voluntarios como el doctor Delgado (pariente de Ramiro Delgado y a la sazón pretendiente de Clotilde Catalán de Ocón) aceptaron destinos en pueblos infestados, y si guardaron en sus prevenciones verdadero celo, con un poco de suerte lograron salvar la vida. Tampoco para el doctor Ferrán fue un camino de rosas. En su expedición vacunadora, cuando la epidemia ya se había desbordado, llegó a pueblos como Híjar donde a finales de julio hubo hasta diez muertos diarios y el doctor, sí, fue recibido como un héroe, pero nadie dio un paso al frente para ponerse la vacuna. ¡Oh culpa funestísima! ¡Oh ira de Dios! Por eso es lanzado sobre al haz de la tierra el azote de la epidemia reinante, como emanación de un Dios omnipotente y eterno, tan villanamente ultrajado de los míseros e insensatos mortales.

Ramón sí estaba convencido, y durante algunos días se convirtió en la mano derecha del doctor Benito. Aprendió a diagnosticar las distintas fases de una invasión de cólera, repartía por las casas los desinfectantes y enseñaba a utilizarlos. El día que el doctor Benito decidió cerrar el periódico, al menos hasta que la enorme virulencia de la peste se calmase, Ramón le ayudó a desinfectar la redacción. En los cruces de las calles y en las plazas ardían hogueras de azufre, al sol hiriente de julio seguían noches de fuego, grandes piras en las que los familiares arrojaban los despojos de sus muertos, sus ropas y sus enseres, y junto a los que algunos preferían soportar el calor cercano de las llamas y el hedor acre de la muerte antes que morir ellos mismos degollados por la brisa nocturna.

El procedimiento no era siempre el mismo y dependía de las existencias. Esa vez Ramón y don Aurelio usaron una solución de agua fuerte con virutas de cobre. La echaban en un balde y cuando reaccionaban los elementos regaban el suelo y frotaban bien el excusado con el líquido azul. Ramón estaba procediendo a sellar las ventanas, antes de prender una gran salamandra de azufre, cuando dos guardias con fusil al hombro llamaron por los cristales con los nudillos.

-Estos vienen a por agua fenicada. Voy a bajar una barrica de la consulta. No quiero que la pisen –dijo don Aurelio.

El doctor Benito salió al zaguán y abrió a los guardias, que se cuadraron delante a varios pasos de la entrada, temerosos de que estuviera contagiada. Uno de ellos sacó un papel y lo leyó como si fuera un bando.

-¿Don Ramón Vargas Espílez?

-Sí, soy yo –dijo Ramón, que estaba encajando trapos en los dinteles.

-Está usted arrestado –dijo el guardia.

El doctor Benito compuso una expresión de alarma.

-¡Acabáramos! ¿Será posible? ¿Pero cómo que arrestado? ¡Pues sí que son ustedes de ayuda! –dijo, iracundo, congestionado.

-A nosotros nos ha mandado el juez. No se crea usted que nos hace mucha gracia custodiar a ese sujeto. Siempre anda metido en casas de apestados.

Ramón bajó del taburete y se asomó a la puerta limpiándose las manos.

-¿De qué se me acusa?

-Oiga, yo no sé nada. Yo soy el guardia.

-¡No preocuparse! –dijo, ceremonioso, don Aurelio-. Ahora mismo te envío a mi abogado. No te preocupes lo más mínimo, Ramón. ¡Será posible! ¡Pues buen ánimo tiene los jueces de terminar con la epidemia, si a los pocos que intentamos combatirla nos meten en chirona!

-Bueno, señores, ¿vamos o no? –insistió el guardia.

Ramón salió a la calle y un guardia con guantes le puso los grilletes.

-¡Y no me toque! –dijo el guardia, cuando echaron a andar.

Ramón fue conducido a los calabozos del Ayuntamiento, que estaban muy cerca de la redacción, en la plaza del Seminario, al pie de la torre de San Martín. Los guardias abrieron una puerta de madera recia y lo dejaron al principio de la escalera. Lo primero que hizo Ramón fue cerciorarse de que los grilletes no le habían hecho heridas en las manos, y descendió con cuidado hasta una oscura bóveda de ladrillo por cuyas paredes chorreaba un agüilla que iba carcomiendo la argamasa. La luz y la ventilación procedían de una claraboya cuya tenue luz azul entraba desde la cuesta de la Andaquilla. Tan sólo debajo del fanal podía verse con cierta claridad, pero el resto era un hedor de sombras húmedas, aire sofocado y brillos de salitre en las paredes. Si Ramón hubiese dado por buena la teoría del miasma, en ese mismo momento se habría dado por muerto. Por eso nos ha puesto el Excelso como a disposición del ángel de la muerte, que se entroniza en las ciudades, se ensaña en los pueblos, destruye las familias, tala en flor y de un golpe la vida de los individuos, viste de luto el mundo, y llena de consternación y quebranto a las criaturas.

En vez de desesperarse con interrogantes que solo el tiempo disiparía, Ramón se concentró en no tocar nada. No se sentó en los bancos de esteras mugrientas en donde los detenidos se tumbaban a dormir, ni mucho menos en el suelo lleno de restos podridos y de ratas cuyos lomos cerdosos espejeaban en la oscuridad. Se limitó a pasear de un lado a otro. Cuando estaba llegando al otro extremo de la bóveda, una voz lo detuvo:

-Quieto ahí. No te me acerques.

Ramón se esforzó por distinguir el bulto que le había hablado.

-No estoy invadido.

-Yo sí –dijo la sombra, y después de carraspear un poco, añadió-: Bueno, eso es lo que yo me digo. Sería muy raro que no me pegara nada esa zorra.

Cuando se le acostumbraron los ojos, Ramón distinguió un hombre grande y corpulento de unos cincuenta años, que llevaba la faja enrollada y la camisa de tirilla, y unas alpargatas de esparto. Estaba rollizo, sudoroso, y no dejaba de mirar el suelo como quien mira un recuerdo amargo, y se frotaba las manos con avaricia. Justo es pues tan formidable azote; comprendemos la causa de tamaña aflicción; pues hemos pecado, inicuamente hemos obrado revelándonos contra un Dios todo majestad, todo santidad, todo poder, cuya justicia ofendida nos hiere y nos aflige.

El cerrojo del portón se descorrió de nuevo.

-¡Ramón Vargas! –se oyó la voz de un guardia.

-Cuidado con lo que toca –dijo Ramón, como toda despedida.

El hombre lo tomó como una broma, incluso soltó una carcajada débil, trastornada, seguida de una fuerte tos.

Arriba estaba esperando Pepe Larrubia, abogado del despacho de don Mariano Muñoz Nogués. Era un tipo enclenque y encorvado, todavía joven, de nariz larga y aspecto macilento, que sin embargo vestía chistera corta y elegante levita de dril, amén de una corbata de fantasía de color azafranado que era como la marca de la casa. En aquel ambiente oscuro, el blancor almidonado de los puños resplandecía como las luciérnagas.

El abogado se presentó con distancia y ceremonia, sin tender la mano a su cliente, pero enseguida fue al grano.

-Tiene usted dos denuncias. Una podría quedar en nada y salir usted libre con obligación de comparecer ante el juez, pero la otra puede que lo retenga más tiempo. Don Fabián Trillo lo ha denunciado por sustracción de bienes de la escuela municipal.

-¿De bienes? –interrumpió Ramón- ¿Qué bienes?

El abogado levantó la vista de sus legajos y en tono aséptico dijo:

-Un aparato. Una linterna mágica.

-¿Una linterna? ¿Y qué más?

-Nada más.

-¿No hay más denuncias?

-Sí, bueno. Esta otra también la firma don Fabián Trillo.

El abogado tomó aliento y continuó.

-Se le acusa de perversión de menores.

Ramón empezó a sonreír. Aquello no tenía pies ni cabeza. Si querían echarlo de la escuela, no era necesario que lo metiesen en la cárcel. Habría bastado un expediente administrativo, una retirada del servicio, incluso un apartamiento del cargo.

-¿A mí? ¿Perversión de menores? ¿Con la linterna mágica? ¡Vamos, hombre!

-No, señor. Esta es otra denuncia, y viene firmada por más personas. Se le acusa de impartir el darwinismo en la escuela como si fuese una disciplina más.

La incredulidad de Ramón se tiñó entonces de furia.

-¿Ah, sí? ¿Y quién más me acusa de eso? ¿No serán por casualidad los miembros del círculo tradicionalista? ¿No será el diácono, don Remigio? ¿No será también algún catedrático de psicología depravado? ¡Se supone que Cánovas no mete a la gente a la cárcel por enseñar las ciencias naturales!

Pepe Larrubia dejó que Ramón se desahogase. No estaban todos los nombres que Ramón imaginaba, pero sí un par de ellos, los dos notorios carlistas, de estos que practican una discreción escandalosa, y que en la manifestación cívica del tres de julio tampoco se destocaron al paso de la comitiva. Pero a ellos las autoridades, para templar gaitas, no los acusaron de nada.

-Se le olvida a usted, señor Vargas –dijo Larrubia, con gesto luctuoso, pero firme, como dando a entender que esto era un asunto para profesionales-, que el juez es tan tradicionalista como Polo y Peyrolón o incluso un poco más.

-Sí, claro, la justicia es ciega, y el cólera invisible. Igual es solo un escarmiento. Me quitan el trabajo y me ponen a la sombra una temporada, a ver si me devoran los microbios. Para odiar tanto a Darwin, han comprendido sus mensajes a la perfección.

El abogado era paciente, pero tampoco demasiado.

-Se hará lo que se pueda –dijo-. Las pruebas son bastante burdas. La linterna mágica fe encontrada en el corral de su antigua casa, mal disimulada, por un guardia medio borracho y sin testigos de ninguna clase. De lo otro, sin embargo, ya hay más pruebas. Don Fabián Trillo presentó unas hojas de dictado de sus alumnos. Es incuestionable que se trata de fragmentos de la obra de Charles Darwin.

Por ello, pues, oh nuestra Patrona adorada, decid a nuestro Dios y Señor, en cuya presencia estáis, de cuya corte formáis parte, que hemos visto y adorado su mano, que nos reconocemos ya reos y confesamos culpables: que no queremos más ofenderle, que nos pesa de todo corazón haber pecado.

Ramón pasó las horas que siguieron en el calabozo, de pie, caminando por la estancia con un pañuelo en la boca. Su compañero de celda no dejó de toser ni de maldecir su suerte ni de arrojar esputos. Un guardia encendió un candil de sebo que sólo iluminaba la escalera. Ramón se sentía herido, pero no quería atormentarse. En aquellos momentos, se decía, es cuando tenía que servir de algo su defensa de la causa del doctor Ferrán. Se negó a dormir en toda la noche, y paseó tozudo por el calabozo, entre los ronquidos de gigante triste del compañero y las violentas sacudidas del hedor. Se entretuvo en medir incluso las horas por el resplandor de la claraboya, pero consiguió no sentarse y dormir. A eso de las nueve da la mañana, el cerrojo volvió a descorrerse.

-¡Ramón Vargas! –gritó la misma voz.

Ramón subió deprisa, convencido de que alguien tan influyente como Muñoz Nogués o el propio doctor Benito no dejarían que un juez carlista se riese de ellos. Cuando subió al estrecho vestíbulo lo cegó la luz del día que entraba por los ventanales. Las pupilas recobraron su tamaño y Ramón se dio cuenta de que no era el abogado quien lo había venido a visitar, sino la señorita Amparo.

A tus plantas, hermosa doncella,

Acudimos en trance cruel:

Que la peste, mortífera huella

A imprimir comenzó ya en Teruel.

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