25.11.21

El héroe riguroso


Raro es el universitario que en sus años de estudiante no ha tenido un compañero cuya brillantez intelectual le ha jugado una mala pasada, porque no solo le servía para ser el más capaz en las discusiones minuciosas, sino para replantearse, como una condena creciente, el auténtico valor de sus conocimientos, y que abrumado por ese, digamos, escrúpulo excesivo terminó dejando los estudios en un rasgo de estricta coherencia. Los otros, los que nos quedamos, los que esperamos a replantearnos crudamente la existencia, al menos hasta que hubiésemos encontrado un buen trabajo, nunca sabremos si a aquel compañero raro y brillante no lo devoró la fragilidad emocional que suele acompañar al genio, si no fue víctima de lo que un compañero de facultad muy chistoso (luego se hizo prestigioso indoeuropeísta) llamaba el dativo de desinterés, ¿para qué?
Esta reducción al absurdo quizá era más frecuente en las asignaturas de letras, las que lidian con la materia misma de los pensamientos, que no es otra que la palabra y sus inacabables matices. Había quien, a mitad de carrera, ya había llegado a la desoladora conclusión de Wittgenstein ( «de lo que no se puede hablar, mejor es callarse»), y hacía del resto de su vida un ejemplo de aquella decisión a la que llegó un martes por la tarde de cuando tenía veintipocos años. En el caso del protagonista de La escapada, Foneto, esa coherencia le llevó a regentar un quiosco, a vivir en la más estricta solitariedad, abandonar la lectura y pedir a los dioses (en su caso un hada) no enamorarse jamás.

La escapada es un retrato de este tipo de individuo, pero a mí  me llama más la atención el personaje del narrador, el propio Hidalgo Bayal, que continúa con sus historias estudiantiles y sus juegos filológicos, que yo sepa, desde aquel tumulto de ingeniosidades y alusiones literarias que fue El espíritu áspero, pero en este caso con más tristeza. Porque tan personaje es aquel héroe devorado por su integridad intelectual como el que, pasados los años, cuando ya se vive en un remanso de recuerdos, acude precisamente a él, al que se fue, al que negó el destino, y lo hace con la seguridad de que a fin de cuentas las trayectorias no han sido tan diferentes. Todos hemos subido cada día nuestra piedra. En el caso de Hidalgo Bayal, que aquí, por mor supongo de la mímesis, no encarna a ningún narrador ficticio sino a sí mismo y su memoria, ese alto sisífico fue hasta hace poco dar clases de lengua en un instituto, algo que decora el texto con sus habituales (en los libros que yo he leído suyos) lugares comunes de la enseñanza de la gramática y de la literatura. Y desde luego no es el Sín de El espíritu áspero, el profesor que ha sabido hacerse un mundo de conocimientos y curiosidades, sino alguien que solo recuerda el cansancio, o, como hace poco me dijo un compañero que lleva tres o cuatro años de retiro, ni siquiera se acuerda.

Durante una jornada madrileña de jubilado que pasea por su juventud (y un Madrid, tengo que decir, meramente toponímico, como si recordara sobre un plano), el narrador se encuentra en San Ginés, revolviendo libros viejos, con un antiguo compañero de Románicas, años 70, que coinciden al encontrar entre los libros revueltos una edición antigua de The reivers, la obra crepuscular de William Faulkner que en los tiempos de los que habla esta novela se traducía como Los rateros y después como La escapada, aunque ya comenté en otra ocasión por qué yo prefiero llamarla Los randas (si bien Hidalgo Bayal justifica La escapada porque es una sola, una excepción, una cana al aire, algo que, creo, se percibiría mejor con el artículo indeterminado). Por cierto que esta novela última de Faulkner tiene lo que pudiéramos llamar prolija melancolía, con una anécdota mínima que, más que estirar, exprime de tal modo que, al mismo tiempo que uno piensa que con menos habría habido bastante, y acaso habría resultado más intenso, también cree que en ese mismo tono podría seguir sobreexplotando la historia porque cualquier descripción, cualquier narración que se arme de descripciones y recuerdos es por definición inagotable.

A eso juega Hidalgo Bayal, a una prolijidad algo cansina, no tan afinada, a mi juicio, como en Hervaciana, quizá porque otro de sus referentes literarios, el gran Ferlosio, tendía también a dormirse en la suerte, y lo que muchos ferlosianos disfrutan por su extrema exactitud otros lo disfrutamos por lo mismo que disfrutamos del arte, por amor a lo innecesario. Y así ocurre que, en ocasiones, sobre todo al final, uno está viendo al profesor cansado más que al héroe o víctima de su propio rigor, más a Hidalgo Bayal que a Foneto, hasta el punto de que casi es más la novela del profesor ya retirado que repasa sin nostalgia, antes bien con un poso de amargura, los días del principio, cuando todo era tan azaroso como posible, y desde luego no está claro que haber renunciado al destino habitual haya sido, a la larga, una condena más dura que la que asumió quien hizo lo que se esperaba de él. Foneto es, además, un reflejo de miserias compartidas, y quizá en la admiración que al narrador le queda por esa forma extrema de valentía se encuentre también la justificación redentora de los propios recuerdos. Estábamos pendientes de la gramática histórica pero no de tomar soluciones terminantes. Creíamos seguir el rumbo del futuro, mientras otros se despeñaban, incapaces de mentirse lo suficiente como para que la vida tuviera sentido.

Por ese lado melancólico he disfrutado del libro. No sé, no me quedan muchos años para estar en esa misma situación y recordar a ese tipo raro que hablaba en griego clásico y a mitad de curso desapareció, e imaginar a qué garito kafkiano le llevó su ortodoxia intelectual, a qué torre de marfil le condujo su desprecio por el mundo que le había tocado vivir.


Gonzalo Hidalgo Bayal, La escapada, Tusquets, 2019, 301 p.

17.11.21

Y el verbo se hizo libro


Ayer hicimos la presentación de la novela Una flor de hierro en el Casino de Teruel, que no es un sitio donde se juega al bingo sino donde se programan actos culturales. En realidad, por no sé qué motivos de procedimiento, en el programa no era una presentación sino una tertulia.

Aparte de Belén Royo, de la Fundación Bodas de Isabel, que presentó el acto dentro de la Semana Modernista, intervinimos el ilustrador Juan Carlos Navarro, el historiador Serafín Aldecoa y yo mismo, que había escrito la novela. Era un salón de techos altos pintado de amarillo, el público se sentaba en sillas Luis XV, con reposabrazos y patas de león, y al fondo había unos cómodos sillones donde los ancianos socios del casino se sientan a leer la prensa y dormitar. Durante el acto se fueron proyectando, detrás de los intervinientes, ilustraciones de Juan Carlos Navarro para la novela. Iba a sonar de fondo también música de piano de Enrique Granados, pero no funcionaba bien el aparato y mientras la gente se sentaba estuvimos en silencio.

Convinimos en que primero yo hablaría de la novela desde el punto de vista estrictamente literario, después Juan Carlos comentaría sus ilustraciones y finalmente Aldecoa se ocuparía de la ambientación histórica en el Teruel modernista de 1909. 

Di las gracias y luego dije que la novela se había publicado ya en el periódico de la ciudad, en forma de folletín, en entregas diarias durante el verano de 2007. Luego estuve hablando en líneas muy generales del modernismo literario, sobre todo de dos técnicas que me interesaban: el trencadís literario, el ir juntando elementos heterogéneos hasta formar un todo homogéneo, con voces y estilos distintos, según los personajes y las situaciones, y, en segundo lugar, el afecto de los modernistas por la naturaleza como modelo de sus creaciones. Expliqué cómo había intentado llevar esas dos técnicas a la novela, a partir de la forja de un cardo bendito para la rejería de la catedral en la que intervienen personajes de todas las clases y edades, y finalmente hablé de que el punto de partida fue Pau Monguió, el arquitecto que a principios de siglo introdujo el modernismo en Teruel, de cómo había hecho él también modernismo para todos, y me detuve un poco en el ejemplo del asilo de ancianos, que hace unos meses fue derribado y sustituido por un infame mamotreto.

Juan Carlos comentó cómo había sido el proceso creativo, teniendo en cuenta que, aparte de la documentación que habíamos ido acumulando durante el año, la redacción de la novela empezaba el 1 de julio, y su publicación en el periódico el 1 de agosto, con un argumento previo que quedó inservible al segundo o tercer capítulo, de modo que también las ilustraciones tuvieron un desarrollo orgánico, y, a partir de un diseño común, vertical, con textura verjurada y golpes de látigo y demás motivos modernistas como fondo de los dibujos, fueron añadiendo matices y elementos a lo largo de la publicación.

Serafín Aldecoa pasó revista a los elementos históricos de la novela: la relación fructífera del arquitecto Monguió con el herrero Abad, la guerra de Melilla o la huelga de Inglaterra como tema diario, los sectores tradicionalista y liberal de la ciudad, las figuras de Timoteo Bayo, de Joaquín Torán y otros ilustres vecinos que aparecen en la novela, así como de las minas de Ojos Negros, participadas entonces por Ramón de la Sota, con una vía férrea que comunicaba con Sagunto, y, en fin, de cómo era la aristocracia por aquel entonces, los que en la novela aparecen con el nombre ficticio de marqueses de Valdeavellano.

Al final de su intervención, para regocijo de los asistentes y a propósito de que Aldecoa también había hablado de la llegada a Teruel de los Hermanos de La Salle, que tienen un papel relevante en la novela, leí una de las frases que el hermano Serafín dictaba a los alumnos para practicar la caligrafía redondilla: «Era bínubo y no bígamo el bigardo y begardo Alberto, que se guardó en el bolso la bonificación obtenida en la reventa de las anchovas y del escabeche». El autor de esa frase, Luis Miranda Podadera, no la escribiría hasta 1912, tres años después de cuando sucede la escena. Creo que es el único anacronismo que hay en la novela.

Todo fue muy propio, en el mismo Casino que proyectó Monguió, antes de que lo bombardearan en la guerra y su reconstrucción se olvidase del diseño modernista. Al final del acto algunos asistentes se acercaron a que les firmáramos un ejemplar, y luego, con los viejos amigos que habían venido a brindarnos su bonhomía, nos bebimos unas cervezas en el ambigú.

14.11.21

Libro de familia



La última vez que leí un libro de Muñoz Molina fue hace siete años, Ventanas de Manhattan, y me produjo algo entre el aburrimiento y la irritación, lo primero por su prosa tan monótonamente brillante, y lo segundo por ese exhibicionismo de triunfador, tan despectivo con el país que lo había enviado allí. Pero la otra tarde, en la librería, hice un par de catas aleatorias y compré Volver a dónde, que nada más leer ya he puesto en la biblioteca junto a Ardor guerrero, el otro libro que me gusta de Muñoz Molina. Del mismo modo que lo puse a caldo con La noche de los tiempos, debo decir que Volver a dónde es un hermoso libro que consigue lo que unas memorias o un dietario aspiran siempre a conseguir: que el lector pueda representarse su propio mundo del mismo modo que el autor cuenta el suyo, con esa misma perspectiva o con esa misma prosa. 

Volver a dónde es un libro de capítulos breves (228 para 343 páginas) en el que Muñoz Molina mezcla entradas de diario de cuando lo peor de la pandemia, la contagión que llamábamos aquí, y otras de mientras escribe el libro, un año después, en las que describe esta dudosa luz del día que pisábamos después del confinamiento, su vida hogareña y familiar, su esposa y sus hijos y su nietecita (un par de veces o tres aparece la abuela paterna de su nieta) , y su kioskero y su médico y su verdulero, además de otras dedicadas a contar su infancia, o más bien ese prólogo de las memorias infantiles que Baroja llamaba familia. Volver a dónde es, en efecto, un libro de familia, ahora que ya no sirven para nada. 

Esta estructura de collage funciona porque todo forma parte de un mismo sentimiento, el que mucha gente tuvo mientras estuvo confinada, esa detención del tiempo que casi naturalmente obligaba a mirar atrás con sorprendente nostalgia y adelante con inquietud. Muñoz Molina está entre su abuelo y su nieta, entre sus padres y sus hijos, él ya sexagenario inopinado (para sí mismo, como todos), concentrado en la austeridad de las obligaciones mínimas, regar las plantas y fregar los platos, protagonista de los aplausos a los sanitarios y testigo de las caceroladas ultra, desde una posición privilegiada (y ganada a pulso) en la que Muñoz Molina parece siempre deprimido. Él mismo dice que deja los antidepresivos por la bici, en un grado de desnudez autobiográfica que es como un ejercicio espiritual: no ahorrarse nada, ni la decoración de su tálamo siquiera.

Su punto de partida es una apuesta estética coherente, y la forma de plasmarlo, un cambio en su prosa que quizá venga de los años que llevo sin leer su libros, pero que, por lo que en algún artículo suyo he comprobado, seguía siendo esa prosa pleonástica y rosariera que se me caía de las manos. En Volver a dónde la frase se acorta, desaparecen los nexos que antes servían de bisagra para ondular las frases y alargarlas. Eso le aporta una intensidad que aquel fraseo desperdiciaba. Ya no se regodea en las enumeraciones, pero sigue limitándose a describir con una precisión que ilumina la frase, las acciones que ve, los objetos que contempla, las escenas que recuerda. Cualquiera sabe, pero me suena a ejercicio de contención, a ora et labora, al oficio de buscar la forma de describir exactamente lo que es, y si acaso luego sombrearlo de reproches, discretos —no mucho, sobre todo en el impactante ajuste de cuentas con su padre— por lo que toca a las cuestiones familiares, pero indiscutibles en lo que se refiere a la infame turba de políticos que padecemos. Su coherencia estética consiste en dejar constancia de lo que vio, de los hechos mínimos que sucedieron dentro de un desastre gigantesco, pero no por meticulosidad morbosa, que siempre es un alarde y nada más, sino por la obligación galdosiana de dejar constancia literaria de lo sucedido. La prosa rigurosa se somete a las mismas fructíferas limitaciones que la propia vida confinada y la obligación  de ser preciso. Quizá sea lo que, en general, más disfruto y más persigo en cualquier prosa, la precisión, que no tiene que ver con el realismo sino con la exactitud. Cuando está, como es el caso, al servicio de la realidad, su efecto, sin necesidad de adornos, tiene una intensidad poética que no nace de las bellas metáforas sino de la capacidad de observación y de formulación de lo observado. Para el escritor comprometido con la escritura quedan los detalles de la vida que no recoge la ciencia pero sí la historia. 

Bien es cierto que este libro son dos libros barajados (y barojados), su experiencia personal en el contagio y los recuerdos de infancia a la luz de sus padres, ella todavía viva y protegida, mientras los ancianos de las residencias mueren y ven morir. Es verdad que la enseñanza que nos queda es que con toda nuestra civilización a cuestas hemos asistido a un proceso crudamente darwiniano, seres débiles que mueren y seres fuertes que se van de botellón o berrean consignas idiotas, y en medio un tipo de ciudadano, tan anónimo como mayoritario, que es el que dio a Muñoz Molina el prestigio que tiene, porque su triunfo no consistió en lo bien que escribía sino en que se dedicaba a describir el mundo que veían sus lectores, y cómo lo veían. Sus recuerdos de infancia encajan en el libro por ese lado, como reflexión sobre los padres y abuelos que se van y que se quedan, esa conjetura tan habitual a partir de los cincuenta que consiste en pensar qué hacían nuestros padres a nuestra edad, si aún estaban vivos, cómo los veíamos, cómo nos ven los niños.

Sin embargo, y puestos a ponerle un pero, creo que las memorias infantiles son un género mayor que merecen siempre libro aparte. Muñoz Molina dejó largos fragmentos en El jinete polaco y escenas desperdigadas en los libros suyos que he leído, pero, que yo sepa, es esta la vez que más ha hurgado en su memoria de niño, y lo ha hecho con una deslumbrante precisión descriptiva, que es de donde nace la poesía, y sin desmadrarse en ningún momento ni apenas caer en la autocomplacencia. Muñoz Molina se ha entregado como un monje al nombre exacto de las cosas. Que sea tan sombrío y pesimista, teniendo la vida que tiene, ya es marca de la casa. Si un día se le ocurriera soltar una broma casi que sus lectores se lo reprocharíamos, como si hubiera dicho una palabrota.


Antonio Muñoz Molina, Volver a dónde, Seix-Barral, 2021, 343 p.

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