17.12.08

MATERIALES NATURALISTAS 1

Juan Carlos Navarro














Termita

No sabía yo que “las termitas suelen tener sus nidos en las raíces profundas de árboles viejos que no fueron extraídas en el momento del corte de los troncos”, según leí en la información sobre la plaga que devora Villafranca del Campo. Hermosa metáfora. Incluso puede suceder que las termitas nacidas en la raíz de un árbol cortado se coman la viga que sacaron del tronco para el techo de un pajar. El caso es que Villafranca está en perdición. Un barrio entero carcomido, el sonido de la ruina por las noches, esas microrroturas de los maderos que van del crujido de solo un par de notas al derrumbamiento de los cañizos y el picor extraño que te entra cuando ves en el aparador un agujero de carcoma. Menos mal que hace mucho frío, y por lo menos se quedarán metidas en sus cuarteles de serrín, antes de que afloje el temporal y salgan al ataque de las otras casas del pueblo. Para cualquier nevada llaman al ejército y en Villafranca tendrán que asistir a un espectáculo desolador, y ya no me refiero a las termitas, que son, como decía el artículo, insectos sociales, sino a las puertas podridas, a las camas atacadas por los bichos, que suelen ser la señal del abandono, el principio de la nada. ¿Y si llegan las termitas a los bancos de la iglesia? ¿Y si se cuelan en el salón de plenos? Los vecinos tendrían la desasosegante sensación de seguir en el pueblo cuando el pueblo ya se está comportando como si todo el mundo se hubiera ido.
No puede ser que el Gobierno de Aragón o la Diputación Provincial o la Comarca del Jiloca o la Consejería de la Carcoma no tomen cartas en el asunto. Un pueblo con osteoporosis y sin derecho a la Seguridad Social maderera es un intolerable síntoma de tercermundismo, máxime teniendo en cuenta los agravios de otros pueblos que presumen de ser más bellos. Esa discriminación por razones estéticas está ya a un paso del feudalismo. Por muy hermosa que sea la venganza de los troncos, no debe de dar nada de gusto vivir entre maderas con vida propia. Eso sí, a ver si es posible que encarguen la fumigación a unos técnicos algo más solventes que los que pusieron las luminarias en la Plaza del Torico, porque de lo contrario nos van a salir los termes a todos por las orejas. Esto va a ser la marabunta.

Diario de Teruel, 18 de diciembre de 2008

13.12.08

Geórgicas II, 1

1. Invocación, vv. 1-8












Hasta aquí ha sido el cultivo de los campos
y los astros del cielo; a ti, Baco, ahora,
te cantaré, y contigo a los brotes silvestres,
los hijuelos del olivo, que crece despacio.
Ven aquí, oh padre Leneo, que de tus dones
aquí todo está lleno, y por ti florece
el campo preñado de pámpanos de otoño,
y en cubas repletas espuma la vendimia.
Ven aquí, oh padre Leneo, de vino nuevo
mancha descalzo conmigo tus piernas desnudas.

12.12.08

Librería

Entre las costumbres que me ha cambiado internet está mi uso y frecuentación de librerías. Hasta hace unos cuatro o cinco años, siempre había sido un parroquiano tópico: me gustaba que el librero me proveyese de novedades, me contara chismes literarios y me permitiera hilar tertulia con otros feligreses de la rebotica. En Madrid, en distintas épocas, he disfrutado de librerías que eran perfectas para eso. En Antonio Machado, en Méndez (el de la calle Mayor) o en Aviraneta he encontrado ese modelo de librero de cabecera que sigue al pie de la letra la máxima de Ortega cuando un periodista incauto, valga la redundancia, le preguntó si se había leído los cincuenta y cinco mil volúmenes de su biblioteca. “Nooo…”, le contestó, “de ninguna manera, pero sé lo que pone en cada uno de ellos”. Este saber lo que pone suele reducirse a un “este tiene buena pinta” que sin embargo es suficiente porque conecta con el tipo de libro que el librero sabe que te gusta.
Todo eso (la frecuentación, quiero decir, porque sigo dejándome caer por ellas, sobre todo por Aviraneta) terminó por una razón que no sabría juzgar, tan sólo describir. Yo suelo conocer a fondo las librerías que piso. Un mercado de abastos del tamaño de la Casa del Libro deja muy pronto de tener secretos. Mi media docena de estanterías predilectas, repartidas en sus cuatro o cinco pisos, cambian con bastante lentitud. Incluso creo que me gusta más la sucursal que hay en la calle del Carmen, porque no es que sea mucho más pequeña sino que está cribada.
La única librería que no se agota es internet, sobre todo Iberlibro. Desde hace tiempo es un placer localizar el libro desde mi casa y recorrer la ciudad para conseguirlo, generalmente novedades raras o títulos que quisiera incorporar a la biblioteca, alguno de esos cientos de libros cuya calidad parecía fuera de toda duda pero que el tiempo pasó sin que nunca les hincásemos el diente. La primera edición de los tres tomos del Galdós de Montesinos la encontré en una librería de Minnesota, el imprescindible Farm equipment of the Roman world estaba en un lugar de Gales.
La facilidad y categoría de los hallazgos me fue apartando de la vulgaridad de las novedades. Casi todos los libros que compro ya son antiguos, como si en Madrid hubiera un auténtico cementerio de los libros olvidados en el que de vez en cuando hay que meterse para descubrir, a su vez, las pequeñas librerías que han sobrevivido siempre en un zaguán y ahora la modernidad las ha puesto en su casa.
La última vez fue esta semana. La librería Áurea me envió su boletín de novedades en materia clásica con un anuncio interesante: se ha publicado, en dos tomos, la edición facsímil de Los doce libros de la agricultura, de Lucio Junio Moderato Columela, en la célebre versión de Juan María Álvarez de Sotomayor y Rubio, de 1824, primera traducción completa al castellano. Corrí a por ella (luego la edición decepciona un poco: el libro está pegado, no cosido: si lo desvirgas te lo cargas) y, aparte del curioso viaje que significa meterte en la estación de Ópera y salir en la de Bravo Murillo, que es también como cruzar el océano, como teletrasportarte, volví a respirar ese sitio casi inverosímil que es, en la calle Almansa, la librería Áurea: en un traspatio, con una puerta de hierro que parece la puerta de la carbonera, en una habitación que es como un salón de recreo en época de prohibición, presidido por un hermoso sofá de cretona y con todo lo que ahora más a mano se puede encontrar en materia de latín y griego. Desde que desaparecieron las librerías Miessner, y esa tentación constante de la Biblioteca Loeb, los antiguos sobreviven en un sótano que si no fuera por las novedades, muchas y muy bien escogidas, parecería una destilería de libros clandestina. Allí estaba, por cierto, la maravillosa Enciclopedia Virgiliana, y yo que ya creía que era una fantasía mía. Cada uno de sus tomos vale, todavía, sesenta mil pesetas.

8.12.08

Geórgicas de Virgilio

Libro primero

Cómo se consigue hacer fecundas las cosechas,
en qué asterismo hay que pasar la vertedera
por la tierra y a los olmos enredar las parras,
qué cuidado con los bueyes, qué dedicación
reclaman, Mecenas, también las reses menudas,
cuánta experiencia las abejas económicas.
Esto es lo que ahora comienzo a cantar.
Vosotras, oh lumbreras del mundo las más claras,
que al año guiáis, cuando se desliza por el cielo,
Líber y Ceres nutricia, si por gracia vuestra
en espiga gruesa la bellota de Caonia
transformó la tierra, y las aguas aqueloas
mezcló con la flamante uva; y vosotros, Faunos,
divinidades que amparáis a los labriegos
(moved el pie a compás, los Faunos y las Dríades,
pues canto para vosotros); y tú, oh Neptuno,
por quien la tierra echó al caballo relinchante
al ser de gran tridente por primera vez herida;
y tú, Aristeo, el amigo de los bosques,
que allá en las dehesas feraces de Cea
te pacen trescientos novillos como la nieve;
y tú también, Pan, tú que custodias las ovejas,
deja el bosque patrio y la espesura del Liceo
si es que los campos ménalos te preocupan,
ven y asísteme, Tegeo, seme venturoso;
y tú, Minerva, la inventora de la oliva,
y tu hijo, divulgador del corvo arado,
y tú, Silvano, que en tierno ciprés descuajado
te apoyas al andar: dioses todos y diosas
que al cargo estáis del ministerio de los campos
que alimentáis los no sembrados frutos nuevos
que abastecéis con largas lluvias desde el cielo.
Y tú también, César, aunque no esté decidido
qué asamblea de los dioses te dará cobijo,
ya desees visitar ciudades y del campo
ser amparo, y el orbe entero te considere
dueño de los frutos y señor de las tormentas,
las sienes ceñidas con el mirto de la madre;
o acaso vengas hecho el dios del mar infinito
y sólo adoren a tus númenes tus marineros
y Tule remota te sirva y Tetis te compre
y te escoja como yerno entre las olas;
o bien, en esa porción de cielo que se abre
entre el Erígone y las Quelas colindantes
te añadas a los lentos meses como estrella nueva
(que ya estrecha sus pinzas el Escorpión fogoso
y espacio te aparta de sobras en las alturas).
Seas lo que fueres, dame fácil travesía,
pues ni el Tártaro te espera como rey
ni funesto deseo de reinar te invada,
aun si a Grecia le asombran los Campos Elíseos
y Proserpina no piensa en seguir a su madre
cuando ella la reclama). Apiádate conmigo
de los labradores que no saben el camino,
emprende esta ruta, y desde este momento
acostúmbrate a ser implorado por sus votos.
Por primavera, cuando en las montañas blancas
el hielo se derrite y la gleba reseca
se deshace con el viento, entonces empiece
el toro a gemir con el aladro bien hundido
y en el surco a brillar la desgastada reja.
Cumplirá los votos del labriego codicioso
solamente aquella mies que haya sentido
por dos veces el sol, por dos veces el frío.
Antes de romper terreno ignoto con el hierro
hay que conseguir información sobre los vientos,
de cómo son las variables costumbres del cielo,
los cultivos de siempre, los hábitos del sitio,
qué se da bien en la zona, y qué no se da.
Aquí se cría hermoso el cereal, allí
mejor la uva y más allá plantones de arbolillo
y semillas que verdean sin ningún cultivo.
¿No ves el Tmolo los aromas de azafrán
y la India el marfil que envía y los flojos sabeos
su incienso; y los Cálibes desnudos, sin embargo,
sacan hierro y el Ponto fétido castóreo
y el Epiro triunfos de las yeguas elideas?
Siempre impuso estas leyes la naturaleza,
normas eternas para sitios determinados,
desde aquella época en que Deucalión
arrojaba las piedras a un mundo vacío
de las que nació la dura raza de los hombres.
Vamos, entonces, que labren los bueyes forzudos
la gruesa tierra ya desde los meses primeros
y cueza el estío los terrones polvorientos
con el esplendor del sol. Si es infecunda la tierra
basta levantar un surco leve bajo Arturo,
que allí los frutos no se arguellen con las hierbas
y aquí a los yermos no les falte el agua escasa.
También dejarás, un año sí y otro no,
los campos ya segados descansar, que el barbecho
se haga duro con la nula actividad.
Cuando cambie el tiempo plantarás el rubio trigo
allí donde antes pusiste legumbres lozanas,
de vaina tremolosa, o delicados brotes
de veza y las quebradizas cañas y el follaje
de los amargos altramuces. Queman la tierra
las hazas de lino y la queman las de avena
y queman la tierra los campos de amapolas
empapadas todas con el sueño de Leteo.
Con los años alternos, en cambio, la labor
se hace más llevadera, si no te apura
cubrir los suelos áridos de untoso fiemo
o esparcir ceniza inmunda por la tierra.
Así también, llevando cultivos alternos,
descansan los bancales y no se queda en nada,
mientras tanto, el fruto de la tierra sin arar.
A menudo viene bien incluso pegar fuego
a los campos agotados y las rastrojeras
quemarlas livianas entre llamas crepitantes,
pues tanto da si con esta costumbre las tierras
toman fuerzas ocultas y pingüe alimento
o si el fuego funde la maleza entera
y elimina la humedad innecesaria,
como si el calor le abre los poros a la tierra
y los respiraderos ciegos, que es allí
donde la savia alcanza hasta las hierbas nuevas,
o si la endurece más y las venas abiertas
contrae por que las finas lluvias no la quemen
o la potencia más dura del sol fulminante
o bien el frío del Bóreas penetrativo.
Igualmente ayuda mucho al labrantío
quien rompe los secos terrones con la legona
y les pasa el rastrillo de mimbres, pues no en vano
la rubia Ceres lo contempla en el Olimpo;
y quien, cuando ya está labrado el bancal,
lo que levanta en recto de nuevo lo rotura
con la reja de través, y remueve la tierra
sin desmayo, y firme gobierna en sus cosechas.
Elevad vuestras invocaciones, labradores,
por húmedos veranos e inviernos serenos:
farros son hermosos con inviernos polvorosos,
se jacta la Mesia de tanto fruto sin cultivo
y de las cosechas hasta el Gárgara se asombra:
el campo es fecundo. ¿Y qué diré de aquél
que después de haber echado ya la sementera
repasa el terreno y desmenuza los grumos
del nada fértil secano, y luego encamina
las aguas del río en sucesivas canaleras,
y cuando el campo agotado se requema
entre los mustios herbazales, hete aquí
que desde el borde inclinado del canal
hace que salten las aguas? Un ronco rumor
surge al discurrir entre las piedras esmeradas
y refrescan a chorros los áridos bancales.
¿Y qué diré de quien, para evitar que la caña
se acueste bajo el peso de la espiga
mete al ganado a pacer la mies asilvestrada
entre las tiernas yerbecicas cuando asoma
el sembrado por el lomo de los caballones?,
¿y de aquel que seca con arena bebedora
agua de los charcos que se queda retenida?
Sobre todo si, allá por los meses inciertos,
el río va crecido y todo lo inunda
con el barro que arrastra, y así se van formando
hondas lagunas que sudan tibia humedad.
Y, sin embargo, aun a pesar de las labores
de los hombres y los bueyes, que saben muy bien
cómo roturar la tierra, no dan poco mal
los gansos voraces o las grullas estrimonias
o la achicoria de amarga raíz o la sombra,
que no poco perjudica. Júpiter no quiso
que el camino de un cultivo fuese fácil
y el primero fue en mover las tierras con astucia,
en meter cuidado en las conciencias de los hombres
y no consintió que presos de grave desidia
sus reinos se abandonasen. Antes que Júpiter
ningún labrador trabajó la tierra. Ni era
de ley marcar o partir el campo con linderos;
buscaban sólo el procomún, y la propia tierra
sin nadie pedirlo liberal todo lo daba.
Fue él quien puso el veneno en las serpientes negras
y ordenó a los lobos provocar estragos;
fue el que removió los mares, el que represó
el vino que a raudales corría por doquier,
escurrió la miel entre las hojas, y el fuego
nos arrebató; que así, a fuerza de ejercicio,
variadas técnicas forjara, y buscase
brotes de trigo entre los surcos, y arrancase
el fuego escondido entre las venas de la piedra.
Entonces fue cuando por primera vez los ríos
sintieron los troncos de alisos ahuecados
y a las estrellas el marino puso número
y nombre a las Pléyades, a las Híadas
y a la hija de Licaón, la fúlgida Osa.
Cazar fieras a lazo y pájaros con liga
y acechar con perros los boscajes muy tupidos
fue entonces inventado; ya uno el ancho río
bate con la honda y busca en lo profundo,
y mojadas mallas arrastra el otro por el mar.
A continuación llegó la rigidez del hierro
y también las estridentes hojas de la sierra
(pues con cuñas partían los hombres primitivos
la leña fácil de hendir), y los varios oficios.
Todo lo venció el trabajo agotador
y las carencias que apuran en tiempos difíciles.
Fue Ceres la primera que enseñó a los hombres
a labrar la tierra con el hierro, cuando ya
las bellotas y madroños del bosque sagrado
escaseaban, y Dodona negó su alimento.
También al trigo se aplicó el trabajo luego,
porque el añublo hacía daño en las espigas
y el inútil cardo se erizaba entre las mieses.
Se pierden las cosechas, el bosque se enmaraña
de abrojos y lampazos, campan por los cultivos
la estéril cizaña y las avenas locas.
Conque si no te aplicas a menudo con rastrillos
a la hierba y asustas a los pájaros con ruido
y la impenetrable sombra del campo umbroso
no despejas con la podadera ni elevas
preces por la lluvia, esperarás en vano, ay,
esos enormes muelos de trigo, y en el bosque
aliviarás el hambre vareando encinas.
Nombremos las armas de los recios labradores

porque sin ellas las mieses ni pueden sembrarse
ni tampoco crecer. La reja, en primer lugar,
y del corvo arado el roble ponderoso,
y los carros de la eleusina, nuestra madre,
que ruedan despacio, y los trillos y las gradas
y los azadones de tamaños diferentes;
luego los bastos aperos de mimbre celeo
y angarillas hechas con las ramas de un madroño
y el harnero ritüal de los misterios iacos;
dispondrás todo lo que desde tiempo antes
hayas recordado aparejar, si es que mereces
la gloria de unas tierras dignas de los dioses.
Antes con antes se doma con fuerza una rama
de olmo en el bosque para cama del aladro.
Un timón de hasta ocho pies desde el arranque,
dos orejeras y el dental de espaldar doble
se ajustan al camal. Antes se cortan también
para el yugo una rama delgada de tilo
y una de alta haya que sirva para la esteva,
que gobierne la base del tiro desde atrás;
de estas maderas la dureza la examina
el humo si las cuelgas encima del hogar.
Reglas muchas puedo referir de los antiguos
si es que no desmayas ni te cansa conocer
pormenores del trabajo. La era lo primero:
tienes que igualarla con el rulo poderoso
y cavarla a mano y con la pegajosa greda
endurecer el suelo, que no medren las hierbas
ni avasallado por el polvo se resquebraje,
que entonces plagas varias la echan a perder:
puso a menudo su casa el ratón diminuto
e hizo granero por debajo de la tierra,
o los topos cegatos, privados de los ojos,
cavaron sus madrigueras, y fue hallado en las huras
un sapo, y la de bichos que lleva la tierra,
y el gorgojo que arruina los vastos muelos de trigo
y la hormiga que teme la mísera vejez.
Observa el almendro, si se cuaja de flores
y comba en el bosque sus ramas olorosas;
si los brotes prosperan, ricos serán los trigos
cuando en la fuerza del calor venga la trilla;
mas si adensa el follaje la sombra exuberante
pajas gordas trillará la era, nunca espigas.
Yo he visto a muchos que al sembrar tratan la semilla
y a lo primero la rocían con salitre
y con amurca negra, para que así el grano
crezca gordo dentro de las vainas engañosas
y se ablande rápido aun con poco fuego.
Yo he visto semillas escogidas muy despacio
y contempladas con dedicación y esmero
degenerar si el hombre cada año las más grandes
no escogía con la mano: así es el destino
que todo lo empeora, y cuando ya lo ha hundido
lo hace ir para atrás, nada distinto de aquél
que a fuerza de remos remonta una barca
río arriba y si ocurre que afloja los brazos,
el río lo atrapa y lo arroja al abismo.
Para nosotros, estudiar los astros de Arturo,
los días de las Cabrillas y el Dragón luciente,
es tan necesario como examinar el Ponto
para los que fueron arrojados a la Patria
a través del piélago ventoso, o estudiar
las bocas del Abidos, en ostras tan productivas.
Cuando el signo de Libra reparta las horas
del día y del sueño por igual, y el mundo
haya demediado ya las luces y las sombras,
poned a trabajar los bueyes, que no desmayen,
y sembrad cebada en los bancales, labradores;
es el tiempo de enterrar la semilla del lino,
la amapola cereal, y de doblar la espalda
y echarse encima del aladro mientras la tierra
seca lo permita, y sigan las nubes quietas.
En primavera llega la siembra de las habas
y entonces también a ti, alfalfa, te acogen
surcos esponjosos, y es el turno para el mijo.
Abre el año el Toro blanco, sus cuernos dorados,
y el Perro se esconde y cede al astro que le sigue.
Pero si labras la tierra pensando tan solo
en cosechas de trigo y robusta cebada
y no más que a la espiga dedicas tu afán,
habrás de aguardar que a tus ojos se oculten
las hijas de Atlante matutinas, y su puesto
ceda la estrella cretense de ardiente corona,
antes de echar la simiente apropiada en el surco
y antes de hora fiar la esperanza del año
a unas tierras desganadas. Pues muchos la siembra
empezaron antes del ocaso de la Maya
pero las cosechas que esperaban los burlaron
con espigas vacías. Si, en cambio, te dedicas
a sembrar algarrobas o humildes habichuelas
y plantar lentejas pelusianas no desprecias,
Pastor al ponerse te dará clara señal:
comienza entonces y alarga la sementera
hasta que vaya mediada la estación del frío.
El sol dorado por esta razón rige el orbe
en partes concretas dividido, y a través
de los doce signos que habitan en el cielo.
Cinco son las zonas que ocupan el firmamento:
una siempre está roja del fúlgido sol,
abrasada siempre por el fuego, y a derecha
e izquierda se extienden los límites azules
cuajados de negras tempestades y de hielo;
entre éstas y la del medio, por obsequio de los dioses,
dos más fueron dadas a los míseros mortales,
y por todo el camino que corta ambas zonas
sobre sí gira el orden oblicuo de los astros.
El mundo, así como escarpado se levanta
hacia los montes Rifeos y la parte de la Escitia,
así también se hunde en pendiente hacia Libia,
por allá por donde soplan los vientos australes.
Este polo está siempre por encima de nosotros,
pero al otro lo contemplan, bajo sus pies,
la Estigia siniestra y los Manes profundos.
Allí, según se cuenta, o la noche cerrada
calla para siempre y densas tinieblas la cubren
o vuelve desde nuestros límites la Aurora
y les trae un nuevo día, y entonces el sol
su soplo con caballos jadeantes nos envía.
Allí es donde enciende el Véspero brillante
las luces de la tarde. Y con esto podemos
predecir el tiempo incluso en el incierto cielo
y el día de la siega y la hora de sembrar
y cuándo batir con remos mármol traicionero
nos conviene, cuándo armadas sacar las naves,
o cuándo hay en el bosque que talar el pino;
no en vano escrutamos el ocaso de los astros
y su nacimiento, y el año, a partes iguales,
en cuatro diferentes estaciones dividido.
Si la lluvia fría guarda en casa al labrador
da tiempo a preparar las muchas cosas que luego
habría improvisadamente que atender
con el cielo sereno: el labrador afila
y endereza el duro diente de la reja,
vacía los árboles y talla las artesas,
marca el ganado y numera los montones.
Otros sacan punta a las horquillas de dos perchas
y a las estacas, y avían mallas amerinas
para la flexible vid. Tejer sencillas cestas
es mejor ahora con las varas de las zarzas.
Si hay ahora que tostar el grano al fuego,
molerlo luego con la piedra es menester.
Hasta en días festivos algunos trabajos
permiten las leyes divinas, y las humanas:
ninguna religión prohibió encauzar arroyos,
o tender la cerca en el sembrado, construir
las trampas de los pájaros, o quemar las yerbas
y al rebaño balador meterlo en agua sana.
Contino los lomos del cansino borriquillo
carga el arriero con fruta barata y aceite,
y al volver de la ciudad vuelve a cargar
una piedra de molino, o un montón de negra pez.
Huye de la quinta luna: entonces nacieron
las Euménides y el Orco pálido, entonces
en parto nefando la Tierra echó al mundo
a Ceo y Japeto y al bárbaro Tifeo
y los hermanos que tramaron destruir el cielo.
Por tres veces intentaron levantar el Osa
por encima del Pelión, y dejar que cayera
sobre el Osa rodando el Olimpo frondoso;
por tres veces el padre, los montes levantados
desmoronó con un rayo. También es muy bueno,
el décimo séptimo día, poner las parras
y domar bueyes uncidos y zurcir la tela.
Mejor de viajes el noveno, de robos malo.
Cunden más muchas labores en la noche fresca
o cuando, al salir el sol, rocía los campos
el lucero del alba. De noche se siegan
mejor los rastrojos finos, la pradera seca.
No falta un húmedo relente por la noche,
y alguno pasa las veladas del invierno
al amor del fuego, y con falces afiladas
abre las teas en forma de espiga.
Mientras tanto la mujer, que alivia con canciones
la larga faena, va recorriendo las telas
con el peine cadencioso, o pone a cocer
el mosto dulce y con la ayuda de unas hojas
el caldo del puchero hirviente desespuma.
Con la fuerza del calor se siega el rubio trigo,
con calor trilla la era las tostadas mieses.
Desnudo has de arar, has de sembrar desnudo.
El invierno vuelve perezoso al labrador:
los agricultores, en cuanto llegan los fríos,
se dedican a gozar los frutos que acopiaron,
se convidan a festines llenos de alegría,
el invierno los invita, y aleja las penas,
como cuando tocan puerto las cargadas naves
y los marineros cuelgan flores en las popas.
Pero también es tiempo de coger bellotas,
bayas de laurel, olivas, mirto ensangrentado,
de poner las trampas a las grullas, y a los ciervos
redes, y de perseguir las orejudas liebres,
de tirarles a los gamos, de darle que restalle
a la cuerda de estopa de la honda balear.
Es el tiempo en el que cae la nieve profunda,
cuando los ríos arrastran témpanos de hielo.
Qué diré de las estrellas y las tempestades
del Otoño, y en qué han de reparar los hombres
cuando afloja el calor y los días acortan,
o cuando la primavera se mete en lluvias,
cuando en los campos se erizan las espigas
y el trigo en leche se hincha, sobre la caña verde.
Yo he visto muchas veces, cuando el colono
llevaba al segador hasta los trigos royos
y ataba las gavillas con frágiles vencejos,
cómo se juntaban a luchar todos los vientos
que arrancaban de cuajo la preñada espiga
y la echaban por los aires: de este modo
se lleva la tormenta, en remolinos negros,
las pajas livianas y las cañas voladoras.
Muchas veces también se derrama de los cielos
una tromba de agua tremenda y las nubes,
que ya están en lo más alto acumuladas,
recrecen el horrible temporal de lluvias brunas.
El cielo se derrumba, y anega el diluvio
los campos feraces y el trabajo de los bueyes.
Se colman las fosas y los hondos ríos crecen
estruendosos y revueltas sus profundidades
hierve el mar. Con su diestra lanza el propio Júpiter
rayos que vibran en la noche de tormenta,
la tierra entera tiembla con estos embates,
huyen las fieras y un pánico avasallador
se apodera del corazón de los mortales.
Júpiter quebranta con su dardo refulgente
el Atos o el Ródope o las cumbres Ceraunias;
arrecian los Austros y es densísima la lluvia,
bosques y riberas claman con el vendaval.
Sin dejar de ser con esto muy meticuloso,
observa del cielo meses y constelaciones,
por dónde se oculta la frígida estrella
de Saturno, en qué órbitas del cielo errante
va el astro Cilenio. Rinde culto a los dioses
ante todo, y ofrece a la magna Ceres
sacrificios cada año en los hermosos prados
al fin del invierno, ya serena primavera.
Entonces es cuando están gordos los corderos
y suavísimos los vinos, los sueños son dulces,
espesas entonces las sombras en las montañas.
Mozos agrestes a Ceres contigo veneren:
dilúyeles panales en leche y vino dulce
y por tres veces pase la víctima propicia
en torno a las mieses nuevas. Y el coro entero
y todos la acompañen entre aclamaciones
e invoquen con gritos a Ceres en sus moradas,
y que no arrime nadie la falce a las espigas
si antes no danza y entona sus cantos a Ceres
con ramas de encina la frente coronada.
Y todas estas cosas, a fin de que pudiéramos

por signos precisos conocerlas, los calores
y las lluvias y los vientos que traen los fríos,
Júpiter dispuso cómo nos ilustrarían
en cada mes las lunas, en qué signo los Austros
se sosiegan, viendo qué señal a sus ganados
cerca del establo guardarán los labradores.
De pronto, revueltas por los vientos encrespados,
ya empiezan a hincharse las olas del mar
y en las altas cumbres un ruido seco se escucha,
o bien rompe el mar y resuenan las orillas
y entre los bosques el estruendo se recrece.
Mal se resisten las olas a curvos navíos
cuando del mar un revuelo de rápidos mergos
lleva hasta la playa sus graznidos, y cuando
las gaviotas juguetean en la playa seca
y la garza deja las lagunas conocidas
y por más arriba vuela de las altas nubes.
Verás a veces, cuando amenaza la tempestad,
cómo las estrellas se deslizan desde el cielo,
y tras ellas una larga estela en llamas
blanca se ilumina entre las sombras de la noche,
y a veces un remolino de pajas livianas
y de hojas muertas, o cómo, encima del agua,
van las plumas nadando y giran unas con otras.
Mas si vienen los relámpagos del crudo Bóreas
o truena en la casa del Céfiro y del Euro,
el campo se inunda entero, las zanjas rebosan,
y en el mar las velas húmedas el marinero
se apresta a recoger. Nunca sorprendió la lluvia
a quien no se la esperaba. Cuando asomó,
las grullas de alto vuelo en los profundos valles
buscaron su refugio, o bien fue la novilla
la que alzó la vista al cielo y aspiró la brisa,
hocicos de par en par, o bien la golondrina
voló estridente en círculos sobre el estanque
y las ranas cantaron sus quejas en el cieno.
También la hormiga, labrando un angosto sendero,
solía sacar los huevos de sus escondrijos,
y bebió el enorme arco iris las aguas,
y en gruesa columna, con denso aleteo graznó
huyendo del pasto un ejército de cuervos.
Las varias aves del mar y las que en dulces lagos
exploran del Caistro sus asiáticas praderas
con ardor el dorso de las alas se rocían
y a veces zambullen la cabeza entre las olas
y a veces corren hacia ellas, y verás cómo,
ansiosas por lavarse, saltan de impaciencia.
La terca corneja llama a gritos a la lluvia
y a solas se dispersa entre la arena seca.
Ni aun las mozas que hilaban vellones de noche
dejaron de barruntar tormenta, cuando viesen
cómo echa chispas en la lámpara encendida
el aceite y crece el moco del pabilo.
E igual podrás con el mal tiempo predecir
los días de sol, los cielos abiertos sin nubes
y por signos ciertos conocerlos: no parece
tan apagado el resplandor de las estrellas
ni debe la luna su luz a rayos hermanos
ni finos vellones de lana surcan el cielo;
ni sus alas los alciones, tan caros a Tetis,
al tibio sol despliegan en las playas, ni quieren
hozar cerdos inmundos gavillas desatadas.
Y bajan más las nieblas hasta la hondonada
y se desparraman por el campo, y la lechuza,
que observa la puesta de sol desde el alero,
en vano se afana en su canto nocturno.
Niso aparece en lo alto del límpido cielo
y Escila sufre el castigo a sus rojos cabellos:
adonde huya y corte el aire leve con las alas,
allí está Niso, su enemigo encarnizado,
que con grande estrépito la sigue por el cielo;
y dondequiera que Niso remonte su vuelo,
huye aprisa y corta el aire leve con las alas.
Prieto el gañote los cuervos entonces empalman
hasta tres veces y cuatro sus claros graznidos,
y a menudo, con no sé qué rara melodía,
se chillan bulliciosos entre la enramada
desde sus altos cubiles; pasadas las lluvias,
se complacen en volver a ver sus dulces nidos,
sus pequeñas crías. No creo que esto suceda
porque su ingenio esté inspirado por los dioses
ni su mayor prudencia sea cosa del destino;
sino que, cuando ha dado un giro el mal tiempo
y la humedad inestable del aire, y Júpiter,
amerado por los Austros, los vientos del sur,
así espesa lo suelto que aclara lo espeso,
cambian de aspecto las especies animadas,
una emoción les llena ahora el pecho
distinta que cuando el viento juntaba las nubes:
a partir de ahora viene el canto de los pájaros
en el campo y los rebaños llenos de alegría,
y aquel graznido jubiloso de los cuervos.
Pero si vuelves la vista hacia el curso del sol
y a los días del ciclo lunar, no han de fallarte
las horas mañana ni caerás en la trampa
de las noches serenas. Si el cuerno de la luna
abraza en la sombra una negra neblina,
se les prepara una fortísima tormenta
a los labradores y en el mar; y si un rubor
de virgen el rostro le cubriera, viento habrá,
que el aura de Febe se enrojece con el viento.
Si la cuarta luna (que es la fuente más segura)
con cuernos buidos por el cielo fuese nítida,
todo ese día y los que han de venir
un mes entero pasarán sin vientos y sin lluvia,
y a salvo en la orilla los marineros
a Glauco cumplirán sus votos y a Panopea
y también a Melicertes, el hijo de Ino.
También te dará señales el sol al salir
y después cuando se esconda entre las olas;
los signos más ciertos son los que siguen al sol
al amanecer y cuando salen las estrellas.
Si el sol salpica de manchas su disco naciente
oculto en una nube, medio escondido,
lluvias temas, pues amenaza desde el mar
el Noto, azote de los campos, de los árboles
y del ganado. O cuando al amanecer
rompen sin orden por nieblas espesas los rayos,
o cuando surge pálida la Aurora, que abandona
el lecho de Titono, del color del azafrán,
mal cuidará, ay, el pámpano la blanda uva,
porque a mares el granizo indeseable
con recio estruendo bota sobre los tejados.
Esto es lo que más provecho hará tener presente,
cuando el sol tras recorrer el cielo se recoge
pues varios colores vemos vagando a menudo
por su faz: azul cerúleo anuncia lluvias,
rojo el Euro; si manchas al fuego brillante
le empiezan a salir, verás entonces cómo
a la par los vientos se desatan que las lluvias:
esa noche no conseguirá nadie que al mar
yo salga ni rompa las amarras con la tierra.
Mas si al traer el sol al día de regreso
el disco sigue hasta esconderlo luminoso,
en vano te amedrentarán los nubarrones
y en vano los bosques verás que se estremecen
con el viento Aquilón, el que aclara los cielos.
Muchas veces también nos habrá de avisar
de que acechan secretas las perturbaciones,
que guerras ocultas se traman y añagazas:
él también, muerto el César, se apiadó de Roma,
su cabeza radiante con lóbrega herrumbre
cubrió, y un siglo de impiedades tuvo miedo
de pensar que aquella noche fuera eterna.
Aquellos días la tierra y las aguas del mar,
perros astrosos y pájaros de mal agüero
dieron también sus señales. ¡Cuántas veces vimos
arrojar el Etna de sus hornos reventados
hirviente marea por los campos de los Cíclopes,
vomitar globos de fuego y piedras derretidas!
Escuchó la Germania el fragor de las armas
por el entero cielo, y los Alpes temblaron
con insólito estremecimiento. Se oyó
una voz tronante por los bosques silenciosos
y pálidas fantasmas de espantosa facha
fueron vistas al caer la noche, e incluso,
¡fenómeno indecible!, las bestias hablaron;
los ríos se empantanan, se abre la tierra,
llora en los templos el marfil desconsolado,
los objetos de bronce se cubren de sudor.
Erídano, el rey de los ríos, revolviéndose
inunda los bosques en violentos remolinos
y los campos y arrambla con los ganados
y sus majadas todas. En ese mismo tiempo
no dejaron las entrañas de las tristes víctimas
de mostrar presagios ominosos, ni la sangre
cesó de manar en los pozos, ni las ciudades
de resonar profundas en medio de la noche
con el aullido de los lobos. Jamás cayeron
tantos relámpagos en cielo claro ni tantos
siniestros cometas ardieron. Y así fue
como dos veces vieron los campos de Filipos
entrar las tropas romanas en lid fratricida
con sus mismas armas; y no pareció indigno
a los altos dioses abonar con nuestra sangre
dos veces la Ematia y las vastas tierras del Hemo.
Ha de llegar el día en que el agricultor
se vaya encontrando por aquellos confines
al trabajar la tierra con el corvo arado
lanzas corroídas por herrumbres escabrosas,
o en yelmos vacíos chocarán rastras pesadas,
y lo embargará el asombro cuando vea
sobre tumbas abiertas enormes esqueletos.
Oh dioses custodios de la patria, y tú, Rómulo,
y tú, madre Vesta, que amparas de Roma el Palacio
y el Tíber toscano, dejad que este joven
acuda en socorro de un tiempo convulso.
Pues ya hemos pagado hace tiempo el perjurio
de la Troya de Laomedonte. Ya hace tiempo
que la regia estirpe del cielo nos envidia,
oh César, por tu causa, y lamenta que busques
honores de triunfo que los hombres te dedican.
Está lo justo confundido con lo injusto,
tantas guerras por el mundo, y caras del crimen;
ningún honor es digno del aladro, los campos
quedan yermos, los colonos fueron expulsados,
curvas hoces se funden en rígidas espadas.
El Éufrates nos lleva por aquí a la guerra,
por allá la Germania; las ciudades vecinas,
rotos los pactos, toman las armas; despiadado,
el dios Marte se ensaña por toda la tierra:
así salen las cuádrigas del arrancadero,
se lanzan a la pista y arrastran los caballos
al auriga que en vano tira de las bridas,
y el carro no escucha las voces de la rienda.


Geórgicas 17


17. Los malos presagios. 461-514.

Muchas veces también nos habrá de avisar
de que acechan secretas las perturbaciones,
que guerras ocultas se traman y añagazas:
él también, muerto el César, se apiadó de Roma,
su cabeza radiante con lóbrega herrumbre
cubrió, y un siglo de impiedades tuvo miedo
de pensar que aquella noche fuera eterna.
Aquellos días la tierra y las aguas del mar,
perros astrosos y pájaros de mal agüero
dieron también sus señales. ¡Cuántas veces vimos
arrojar el Etna de sus hornos reventados
hirviente marea por los campos de los Cíclopes,
vomitar globos de fuego y piedras derretidas!
Escuchó la Germania el fragor de las armas
por el entero cielo, y los Alpes temblaron
con insólito estremecimiento. Se oyó
una voz tronante por los bosques silenciosos
y pálidas fantasmas de espantosa facha
fueron vistas al caer la noche, e incluso,
¡fenómeno indecible!, las bestias hablaron;
los ríos se empantanan, se abre la tierra,
llora en los templos el marfil desconsolado,
los objetos de bronce se cubren de sudor.
Erídano, el rey de los ríos, revolviéndose
inunda los bosques en violentos remolinos
y los campos y arrambla con los ganados
y sus majadas todas. En ese mismo tiempo
no dejaron las entrañas de las tristes víctimas
de mostrar presagios ominosos, ni la sangre
cesó de manar en los pozos, ni las ciudades
de resonar profundas en medio de la noche
con el aullido de los lobos. Jamás cayeron
tantos relámpagos en cielo claro ni tantos
siniestros cometas ardieron. Y así fue
como dos veces vieron los campos de Filipos
entrar las tropas romanas en lid fratricida
con sus mismas armas; y no pareció indigno
a los altos dioses abonar con nuestra sangre
dos veces la Ematia y las vastas tierras del Hemo.
Ha de llegar el día en que el agricultor
se vaya encontrando por aquellos confines
al trabajar la tierra con el corvo arado
lanzas corroídas por herrumbres escabrosas,
o en yelmos vacíos chocarán rastras pesadas,
y lo embargará el asombro cuando vea
sobre tumbas abiertas enormes esqueletos.
Oh dioses custodios de la patria, y tú, Rómulo,
y tú, madre Vesta, que amparas de Roma el Palacio
y el Tíber toscano, dejad que este joven
acuda en socorro de un tiempo convulso.
Pues ya hemos pagado hace tiempo el perjurio
de la Troya de Laomedonte. Ya hace tiempo
que la regia estirpe del cielo nos envidia,
oh César, por tu causa, y lamenta que busques
honores de triunfo que los hombres te dedican.
Está lo justo confundido con lo injusto,
tantas guerras por el mundo, y caras del crimen;
ningún honor es digno del aladro, los campos
quedan yermos, los colonos fueron expulsados,
curvas hoces se funden en rígidas espadas.
El Éufrates nos lleva por aquí a la guerra,
por allá la Germania; las ciudades vecinas,
rotos los pactos, toman las armas; despiadado,
el dios Marte se ensaña por toda la tierra:
así salen las cuádrigas del arrancadero,
se lanzan a la pista y arrastran los caballos
al auriga que en vano tira de las bridas,
y el carro no escucha las voces de la rienda.

7.12.08

Geórgicas, 16


16. Señales de la Luna y del Sol. 424-464.

Pero si vuelves la vista hacia el curso del sol
y a los días del ciclo lunar, no han de fallarte
las horas mañana ni caerás en la trampa
de las noches serenas. Si el cuerno de la luna
abraza en la sombra una negra neblina,
se les prepara una fortísima tormenta
a los labradores y en el mar; y si un rubor
de virgen el rostro le cubriera, viento habrá,
que el aura de Febe se enrojece con el viento.
Si la cuarta luna (que es la fuente más segura)
con cuernos buidos por el cielo fuese nítida,
todo ese día y los que han de venir
un mes entero pasarán sin vientos y sin lluvia,
y a salvo en la orilla los marineros
a Glauco cumplirán sus votos y a Panopea
y también a Melicertes, el hijo de Ino.
También te dará señales el sol al salir
y después cuando se esconda entre las olas;
los signos más ciertos son los que siguen al sol
al amanecer y cuando salen las estrellas.
Si el sol salpica de manchas su disco naciente
oculto en una nube, medio escondido,
lluvias temas, pues amenaza desde el mar
el Noto, azote de los campos, de los árboles
y del ganado. O cuando al amanecer
rompen sin orden por nieblas espesas los rayos,
o cuando surge pálida la Aurora, que abandona
el lecho de Titono, del color del azafrán,
mal cuidará, ay, el pámpano la blanda uva,
porque a mares el granizo indeseable
con recio estruendo bota sobre los tejados.
Esto es lo que más provecho hará tener presente,
cuando el sol tras recorrer el cielo se recoge
pues varios colores vemos vagando a menudo
por su faz: azul cerúleo anuncia lluvias,
rojo el Euro; si manchas al fuego brillante
le empiezan a salir, verás entonces cómo
a la par los vientos se desatan que las lluvias:
esa noche no conseguirá nadie que al mar
yo salga ni rompa las amarras con la tierra.
Mas si al traer el sol al día de regreso
el disco sigue hasta esconderlo luminoso,
en vano te amedrentarán los nubarrones
y en vano los bosques verás que se estremecen
con el viento Aquilón, el que aclara los cielos.

4.12.08

Federico

“El crucifijo es –todavía- el símbolo más sublime”, dijo Federico Nietzsche. Ese todavía llevaba trilita. Ahora, más de un siglo después, los símbolos se hacen sublimes cuando se les da la importancia que ya no tienen. Cuando leí lo del padre que había pedido quitar el crucifijo de la escuela pública en Valladolid, al principio pensé que se trataba de un episodio más en esta desvergonzada conquista de lo que no les pertenece que ha emprendido la Iglesia católica al amparo de un Estado consentidor y de unas autonomías que la privilegian sin recato. Comparé lo del crucifijo en una escuela pública con esa reducción de impuestos que quiere aplicar la Comunidad de Madrid a las familias que llevan a sus hijos a colegio privado, para que paguen el uniforme. Elegimos políticos para que desmantelen el Estado, refunden las clases sociales y nos hagan comulgar con el pájaro Rouco. O con la negativa de Benedicto XVI a que la ONU declare que la homosexualidad no es un delito. A este paso, pensé, los maestros dejarán de explicar a las doce para cantar el ángelus. Un profesor no puede meterse en una iglesia y colgar un retrato de Federico Nietzsche en la sacristía, y un cura no debería meterse en una escuela y colgar un crucifijo.
Así pensé nada más escucharlo, pero luego me di cuenta de que tampoco es para tanto. Lo importante no es el crucifijo sino el clavo. Cualquier cosa colgada en el clavo es un símbolo sublime que nos acompaña por encima de la pizarra llena de números. En el fondo está bien que en la clase de religión católica haya un crucifijo, siempre y cuando en la siguiente clase el profesor pueda descolgarlo y colgar un retrato de Federico Nietzsche, si es de filosofía, o bien un busto de Euclides, si es de matemáticas. El que cuelga el crucifijo quiere poner una instancia superior, un punto de referencia para entender lo que se nos enseña. En todas las clases hay colgados retratos de científicos, pero ninguno en la cabecera, ninguno presidiendo los conocimientos. Ese era el objetivo: presidir, no juntarse con los hombres vulgares, sino llevar uniforme de buenas costumbres. ¿Y si el padre hubiera exigido que, al menos, se pudiera cambiar de símbolo sublime? ¿Y si hubiera ido al director con su retrato de Nietzsche? Además, no se trata de sustituir el mensaje de Cristo con un cualquiera. Se trata de Federico…

Diario de Teruel, 4 de noviembre de 2008

1.12.08

Geórgicas, 15

15. Señales de buen tiempo. 393-423.

E igual podrás con el mal tiempo predecir
los días de sol, los cielos abiertos sin nubes
y por signos ciertos conocerlos: no parece
tan apagado el resplandor de las estrellas
ni debe la luna su luz a rayos hermanos
ni finos vellones de lana surcan el cielo;
ni sus alas los alciones, tan caros a Tetis,
al tibio sol despliegan en las playas, ni quieren
hozar cerdos inmundos gavillas desatadas.
Y bajan más las nieblas hasta la hondonada
y se desparraman por el campo, y la lechuza,
que observa la puesta de sol desde el alero,
en vano se afana en su canto nocturno.
Niso aparece en lo alto del límpido cielo
y Escila sufre el castigo a sus rojos cabellos:
adonde huya y corte el aire leve con las alas,
allí está Niso, su enemigo encarnizado,
que con grande estrépito la sigue por el cielo;
y dondequiera que Niso remonte su vuelo,
huye aprisa y corta el aire leve con las alas.
Prieto el gañote los cuervos entonces empalman
hasta tres veces y cuatro sus claros graznidos,
y a menudo, con no sé qué rara melodía,
se chillan bulliciosos entre la enramada
desde sus altos cubiles; pasadas las lluvias,
se complacen en volver a ver sus dulces nidos,
sus pequeñas crías. No creo que esto suceda
porque su ingenio esté inspirado por los dioses
ni su mayor prudencia sea cosa del destino;
sino que, cuando ha dado un giro el mal tiempo
y la humedad inestable del aire, y Júpiter,
amerado por los Austros, los vientos del sur,
así espesa lo suelto que aclara lo espeso,
cambian de aspecto las especies animadas,
una emoción les llena ahora el pecho
distinta que cuando el viento juntaba las nubes:
a partir de ahora viene el canto de los pájaros
en el campo y los rebaños llenos de alegría,
y aquel graznido jubiloso de los cuervos.

27.11.08

Guerra

La rutina de la guerra está llena de latas, calderos antiguos sobre un moderno camión, y gente que, mientras preparaba el rancho, ponía la misma cara que si estuviera guisando una comida de hermandad para las fiestas de su pueblo. Los hombres despiojan sus carnes blancas, serios, sin rictus de dolor ni mucho menos de asco, como si los piojos fuesen igual que la arenilla de los que vuelven de la playa. Apenas se ve el pánico. Tiene más cara de susto un soldado con fusil que los desertores a los que custodia. En una escuela, los niños se amontonan en los pupitres, y entre ellos un miliciano trata de dibujar sus primeros palotes, mientras un maestro con corbata, más o menos de su edad, le indica cómo debe hacerlo. Allí hay niños aburridos y asustados, absortos y despistados. No están callados por miedo a la vara del maestro, que no parece tenerla: están tristes, como sin ganas de hablar.
Otro soldado se apoya en la vía de un tren para echar una siesta. Tiene los ojos cerrados, pero sabemos que no está dormido. Un señor con barretina y pata de palo, que, más que de palo, parece el hueso original, vestido con ancha faja y chaquetilla de pana recia, tiene sin embargo un rostro cercano, contemporáneo, comprensible. Eso es lo que más me llama la atención de todas estas fotos, lo verosímiles que son las caras, aun cuando la escena no sea dantesca. No vemos moribundos ni escenas de llanto desgarrado, no vemos niños llorando ni madres atravesadas por la angustia. Todas son, por así decirlo, escenas de tranquilidad. Los combatientes miran cavar una trinchera como si estuvieran arreglando una cuneta, como si fuera normal.
Hay pocas fotos con cadáveres. Una es la clásica del que quedó en medio de los escombros, con los ojos abiertos. Al otro lo llevan en parihuelas sus compañeros. La muerte ya ha entrado en su rostro. Está en la nariz afilada, en los párpados hundidos. No ha sido una muerte repentina. Hay agonía en su rostro. Sus compañeros le han cerrado los ojos. Pasa entre ruinas que tienen algo de arcilla que se ha vuelto a derretir, ladrillos que vuelven a ser barro, montes erosionados. Los cadáveres se funden con la tierra quemada, con la luz blanca quemada de las cámaras que perseguían retratar la vida.
(Amarga memoria. Fotografías de la Brigada Lincoln. Escuela de Artes y Oficios de Teruel. Hasta el día 5.)



Diario de Teruel, 27 de noviembre de 2008

26.11.08

Miniaturas del 98, II

Juan Ramón Jiménez en la azotea
.
Pocos científicos han tenido tanta trascendencia en nuestra literatura como el doctor Simarro, médico de confianza de Juan Ramón Jiménez. Cuando el poeta venía a Madrid, cuando le tocaba regresar al caos porque ya llevaba mucho tiempo retratando las paredes blancas de Moguer, el doctor Simarro lo internaba en un sanatorio que era como un hotel de lujo para poetas. Allí Juan Ramón, siempre al otro lado de la tapia, daba melancólicos paseos y escuchaba el ruido de sus dolores. A Juan Ramón Jiménez le dolía todo. Al doctor Simarro le decía, en términos generales, que estaba muy triste.
Los domingos por la tarde los otros poetas noveles (Villaespesa, los Machado, gente así) lo venían a visitar. Ellos llevaban una vida sana y disipada, y les admiraba que Juan Ramón, con el dinero que tenía, la llevase tan concentrada y enferma. Juan Ramón los recibía en su alcoba de poeta, en el decorado en el que siempre nos imaginamos a un poeta, con el florero de lilas en el alféizar y el sillón de orejas junto al fuego, con una mesita baja llena de infusiones orientales y la enredadera que asoma por la ventana, y una tarde llena de cipreses y un enfermero que parece un mayordomo. Entonces el coro de poetas modernistas le pedía a Juan Ramón que les leyese algo, y Juan Ramón les leía unos poemas tristes sobre las hojas amarillas del otoño, como si se hubiese recluido en el sanatorio para provocarse los dolores y destilarlos luego con tinta violeta. No había cumplido aún los veinte años y ya tenía enfermedades caras, interiores, generales, y oía ruidos extraños (esto fue un poco más tarde) y le molestaban los vencejos para escribir sobre los vencejos.
El doctor Simarro dijo que todo eso eran nervios y le recetaba bromuro en grandes cantidades. Estaban los poetas escuchando su aria triste y llegaba el mayordomo del manicomio con una bandeja y un vaso de agua y le ponía unas cuantas cucharadas de bromuro, como si fuera bicarbonato para sus úlceras existenciales, y Juan Ramón se lo bebía de un trago y seguía recitando su aria triste.
Para entonces ya tenía la cara que yo más tengo grabada, porque es la que venía en la solapa del Platero y yo que me leían cuando era pequeño. Es un hombre de ojos lánguidos y decaídos, como de ternero degollado, con ojeras negras y una barba tupida y también muy negra. Daba la impresión de que para ser un gran poeta había que estar enfermo, pero no con el mal del poeta romántico, que después de todo sigue siendo alegre y follador, sino con el del poeta que se ha puesto malo de ser poeta, de la hiperestesia, del sentir demasiado, del ver demasiado, de vivir y morir demasiado, y de tomar demasiado bromuro. Después del tratamiento a que se sometió en el sanatorio del doctor Simarro, Juan Ramón había contraído ya un tumor poético y depurativo, como esos vegetarianos que caminan sin tocar el suelo, y se lavan mucho las manos y una voz más alta que la otra les destroza los tímpanos y los deprime mucho. Juan Ramón construyó en ese jardín de mármoles neurasténicos del sanatorio la imagen de poeta delgado que cruza dos veces las piernas, que siempre está serio, que bebe zumo de acelgas mustias sin abrir la boca, y que siempre piensa en sí mismo. Juan Ramón se fue elevando hasta su nombre y allí se quedó, labrando piedras de aire y quejándose mucho del costado.
Y sin embargo, a pesar del bromuro, Juan Ramón Jiménez se casó. Puestos a buscar puntos de comparación con los noventayochos de siempre, esto del bromuro del doctor Simarro es como la fimosis de Unamuno, del mismo modo que su prosa es la prosa que nunca supo escribir Azorín, o sus insultos a los trileros del 27 los mismos que se le podían ocurrir a Machado. Incluso, en una época en la que todos escribían un libro sobre el Quijote, Juan Ramón (que ya había tomado de allí su amor hacia los burros) lo que hizo fue imitarlo. Vio desde su ventana una mujer y dijo “¡esa!”, y a partir de entonces la creó y la recreó en un dilatado noviazgo lleno de miradas poéticas. Toda la obra de Juan Ramón se perfecciona y parte en dos precisamente en el Diario de un poeta reciencasado, como si hasta entonces hubiera hecho poesía de soltero, más intrépida, más apegada a las cosas de este mundo, a las tapias del pueblo, a los ruidos esos raros que él oía, como si los litros de bromuro no hubiesen apagado del todo los brotes de contagio con la realidad. En cualquier caso, yo creo que cualquier análisis moderadamente serio de la poesía de Juan Ramón tiene que coincidir en que una vez casado Juan Ramón ya era un ente inasible, y su poesía cada vez más concentrada, más levitativa, más desnuda de todo, incluido de cuerpo, como un espectro conceptual que mantiene con Dios extrañas conversaciones. La prosa, sin embargo, jamás dejó de ser maravillosa, y sus Españoles de tres mundos el libro que uno acaba leyendo para saber si sabe o no sabe escribir.
Su mujer, Zenobia Camprubí, no debió asustarse mucho con lo del bromuro, y desde que se casó fue algo así como la mirada real del poeta, su madre, su hermana, su amante poética. Hay un libro, Vivir con Juan Ramón, donde la mujer cuenta con desnudez existencial (la de Juan Ramón era esencial, de acuerdo con su dieta hipocalórica, con su sangre transparente) cómo Juan Ramón, aparte de un gran poeta, debía ser un callo de hombre. Cuando volvieron a España, Juan Ramón, metido siempre en sus esencias, la tomó de secretaria, de modo que muchos poetas se enamoraban de Zenobia mientras ésta los entretenía en el recibidor. En verano Juan Ramón escribía desnudo, no le fuesen a perturbar los calzoncillos, no se fuese a dejar algo de verdad en las costuras de los calcetines, y cuando salía de su escritorio, para atravesar la sala donde Zenobia pelaba la pava con los poetas enamoradizos, Juan Ramón se metía detrás de un biombo y caminaba con él hasta la cocina, donde se tomaba otro vaso de bromuro y volvía a completar un verso, a ver si le daba tiempo antes de que se hiciese la hora de merendar. Los visitantes veían los pies y el cogote de Juan Ramón caminar un milímetro por encima del suelo, como la pantera rosa, y le preguntaban a Zenobia qué nuevo verso había escrito el maestro, ¡Quiero dormir tu morir!, por ejemplo.
Pero entonces ya era el Juan Ramón volátil y flotante, el Juan Ramón casado. A mí me sobrecoge, aparte de todas sus prosas, esa experiencia del casorio, que la montó como si fuera un asunto para un libro de poemas más que para vivirlo de verdad. Lees ese libro y tiene las tempestuosidades del mar y las claridades del cielo, la soledad de quien cruza un océano para encontrar a su amada y en el agua van cayéndose las conjeturas, esa velocidad del sentimiento de cuando haces algo que ojalá sea lo más importante que has hecho, los vientos frescos de la ilusión y las corrientes frías de la duda, que en muchas ocasiones le atacaban al costado.

Por culpa de la obsesión adelgazadora y antolójica de Juan Ramón, este libro, el Diario de un poeta reciencasado, no ha tenido circulación suficiente entre el mundo de los libros de sobra conocidos. En ningún sitio es lectura obligatoria, y sin embargo es uno de esos libros que no sólo funden la soltería del poeta y su ausencia definitiva sino la tradición poética española y sus rumbos de futuro. Viajas con Juan Ramón por el mar como por un instante inacabable, y ahí está todavía, lozano, el poeta que amaste de pequeño, aunque en la fotografía de la solapa pareciera un enfermo del hígado. Daba igual porque dentro había más fotografías, la portentosa capacidad de Juan Ramón para nombrar las cosas y las sensaciones que brotan de las cosas: Tú, Platero, no has subido nunca a la azotea. No puedes saber qué honda respiración ensancha el pecho cuando, al salir de ella de la escalerilla oscura de madera, se siente uno quemado en el sol pleno del día, anegado de azul como al lado mismo del cielo, ciego del blancor de la cal, con la que, como sabes, se da al suelo de ladrillo para que venga limpia al aljibe el agua de las nubes... Hay fragmentos de la infancia en los que la memoria se ha ido revolviendo con los sueños, los deseos y los miedos, pero si hay algo de lo que me acordaré toda mi vida es que yo, como Platero, también estuve en esa azotea y también he visto esa luz.

24.11.08

Galdós, El equipaje del rey José
























Siempre que asoma el Galdós teatral en las novelas tenemos diversión asegurada. Es curioso que un hombre tan apegado a la gramática de la escena no brillara más sobre las tablas, y que sus mejores piezas teatrales fueran una decantación de novelas homónimas, pero no al revés. También Dostoievski tenía un sentido teatral de la novela, y no es por lo único por lo que me lo ha recordado.
El caso es que, así como en la segunda entrega de la primera serie nos escribe una deliciosa comedia de teatro dentro del teatro en La corte de Carlos IV, así también ensaya ahora, al principio de la segunda serie, un dramón de tintes clásicos sobre el tema de la guerra civil. Luego de una transición muy criticada donde aparecen unos cuantos afrancesados en Madrid, de pronto uno de aquellos currutacos sale de Madrid y entra en un drama de Shakespeare.
El escenario son las montañas vascas por donde circulaban los convoyes de rapiña que acompañaron a José Bonaparte en su huida. En este paisaje duro y montuoso viven los viejos patriarcas como don Fernando Garrote, un antiguo donjuán que repobló la comarca con hijos ilegítimos. El recuerdo de don Juan Manuel de Montenegro es más que evidente, como si Valle-Ínclán hubiera visto en este episodio, más que una trama, toda una estética teatral. Don Fernando Garrote tiene un hijo, Carlos, que se ha echado al monte con los guerrilleros y suspira por una moza que se llama Jenara. Esta Jenara, en cambio, guarda la ausencia de su prometido, Salvador Monsalud, muchacho pobre que se fue a Madrid y ahora, de vuelta, la visita por las noches, escondido detrás de una puerta, para que ella no vea su uniforme de renegado. Por supuesto, Salvador Monsalud lleva el apellido de su madre, una mujer ultrajada por el donjuán del pueblo, don Fernando Garrote, que no sólo no reconoció a su hijo sino que dejó que a él y a su madre se los comiese la miseria.
Con este molde de caras de plata se puede escribir un drama calderoniano o un folletín de tres al cuarto. Galdós, combinando ambos sistemas, escribe una buena novela, sin los excesos que nos apesadumbraron en algunos pasajes de la serie anterior. Todo está cortado a la medida del drama, y eso escurre mucho la narración: nunca hay que comenzar de nuevo en busca de otra historia; es la misma, que no puede no crecer en intensidad; cada paso es un desenlace, un giro inesperado de la historia que sólo viene a confirmar el sentido general que ya sabíamos, como sucedía en las tragedias clásicas. Hay momentos en que parece un Edipo del revés, sobre todo en un capítulo, magnífico, en el que el viejo Garrote y el cura cobarde se echan al monte con las armas cambiadas, y están a punto de matar a quien el lector ya sabe que puede ser su hijo. Es otro momento de barrida de centrales, porque la sospecha no se confirma y lo que aguarda es mucho mejor, la tremenda escena de la cárcel, el gran agón de los dos protagonistas de esta historia.
Y eso que, en principio, todo indica que el duelo final entre hermanos es el momento cumbre. Está muy bien narrado, sobra decirlo, y, esta vez sí, consigue que la novela se nos haga corta. Incluso se nos muestra el final feliz que las novelas aconsejan pero desmiente la historia. Es espléndido el momento en el que Carlos finge ante los otros guerrilleros para que ninguno descubra la identidad de su hermano Salvador, que le sigue la siniestra superchería. Se salvan para quedarse a solas. Se protegen para matarse. Es una gran circunstancia, pero el personaje de Carlos parece un poco plano. Se ha dejado embaucar por la Jenara y no se asoma siquiera al horroroso drama que corroe las entrañas de Salvador. Son dos antagonistas envilecidos que nos parecen buenas personas. Si Carlos supiese la verdad, los dos estarían en igualdad de condiciones.
No se sabe, porque en la gran escena de la cárcel, entre padre e hijo, también está desequilibrada. Sólo el viejo sabe que Salvador es su hijo, pero el propio Salvador aún no lo sabe. O sí, quién sabe, porque su vía crucis moral (y el vino, todo hay que decirlo) ya lo ha vuelto medio loco. Se ríe como el hermano loco de los Karamázov, con una contemplación desesperada de lo que ya no tiene remedio. Siente compasión, y vergüenza, y odio, y emoción, y los sentimientos son tan violentos y tan contradictorios que le sacan muecas de locura.
El viejo, el futuro don Juan Manuel Montenegro, junto con el patético cura que lo acompaña, también se debate entre sus deberes cristianos (entre los que se incluyen matar seres humanos como a conejos o pedir perdón a Dios antes de que lo maten) y la vergüenza que le da reparar sus pecados. Lo zarandea el fanatismo patriótico y la moral de pueblo, el egoísmo de viejo patriarca y la entereza para encarar la muerte. Es un viejo monstruoso que habla a un joven desquiciado. Se sacan las entretelas, pero ninguno es capaz de decirse la verdad. Tremendo. Frente a ellos, el noblote Carlos y la taimada Jenara quedan un poco a media luz. El uno es demasiado inocente y la otra demasiado lista. Los novios han cedido su asiento a los personajes profundos. Buen síntoma.

Miniaturas del 98, I

Hace diez años, el dibujante Juan Carlos Navarro y yo mismo publicamos en el DDT una serie titulada Miniaturas del 98 que no se limitó a los miembros canónicos sino a toda la fauna literata de la época. Juan Carlos me ha pasado aquellas ilustraciones y yo he recuperado del almario digital casi todos los textos, y es probable que los tenga todos. Así que voy a ir colgándolos aquí, en este patíbulo.

Ejercicios espirituales con Gabriel Miró
(marzo de 1998)

Todos los años por estas fechas, cuando se avecina la semana de pasión, leo medio centenar de páginas de Gabriel Miró para entrar un poco en ambiente. Leer a Gabriel Miró es un acto de ascetismo y de placeres concentrados, el continuo deslumbramiento y el continuo despiste. Para esta época del año vienen muy bien las Figuras de la Pasión del Señor, que Miró describe con piedad de carmelita bordando una mantelería. En su silencio infinito, las hordas bravías de los cactos y cardenchas crepitan de lagartos y escorpiones, y se retuercen y van estilizándose sobre un cielo calcinado, borda Gabriel Miró en su descripción de la tierra de Judea, y sin tiempo a respirar nos abruma con la imagen del desierto: duro, rígido, de peña baja con palmito y cañar, y el desierto cegado de torbellinos y olas de arenas humenantes. Y después, cerros calcáreos, cerros velludos de oro de bojas; sobraqueras umbrías, márgenes de basalto, tajadas, profundas, y márgenes de henar, de zízifos, de juncos y papirus; y el Jordán, ancho, limoso, espeso, que se para cuajándose entre islillas de ovas y médanos... Y leído esto la inercia de la música te invita a seguir leyendo con el recuerdo cegado por el resplandor paulino que había en la frase anterior. De modo que uno vuelve y pasea un poco por el huerto léxico y sagrado, y recolecta un ramillete de palabras extrañas y continúa la peregrinación por la siguiente frase, y en su corazón humea todavía el aroma de la anterior y de pronto se sorprende sin prestar atención a las palabras nuevas, y vuelve atrás cargado de paciencia y de resignación cristiana. Así resulta muy difícil avanzar, hasta que te percatas de que en Miró, como en algunos otros placeres de la vida, lo importante es estarse quieto.
Miró dejó muy claramente dicho cómo debía ser leído, lo que pasa es que se trata de un ejercicio de concentración para el que uno no siempre tiene cuerpo. En El humo dormido, hablando del órgano que sonaba en el convento de unas monjas, Miró reflexiona sobre si se oye mejor con la ventana abierta de par en par o tan sólo entornada o cerrada del todo, y llega a la conclusión de que lo mejor es esperar a que llegue el verano, que entreabre las salas más viejas y escondidas; así se escucha y se recoge su intimidad mejor que con las puertas abiertas del todo; abrir del todo es poder escucharlo todo, y se perdería lo que apetecemos del trastornado conjunto. Esto quiere decir que la prosa de Gabriel Miró, como las letanías del rosario y las hagiografías de los misales, entra por el subconsciente, por la música de su rumor sagrado, como cuando a uno se le va el santo al cielo en mitad de la homilía pero esos pensamientos en los que se acurruca tienen que ver, más o menos, con lo que dice el cura.
Toda la obra de Miró es un abnegado sacrificio de perfección. Miró consideraba pecado la velocidad, y en sus ejercicios espirituales concibió la prosa más lenta y levitativa de nuestra literatura. Ortega y Gasset decía que era menester leerlo con visera, para escapar al deslumbramiento de sus pasamanerías. Y eso lo dijo alguien que sentó un tópico tan ingrato como peligroso: la admiración condescendiente, el afecto sin interés, ese tono que no se sabe muy bien si es de sinceridad o de cachondeo. Ortega sabía que Miró había creado un idiolecto sagrado para monjes en ayunas, y desde luego que lo supo valorar, pero sus palmadas en la espalda (los dos, a fin de cuentas, practicaban la misma clase de modernismo) sentaron a Miró peor que las críticas salvajes, un poco patéticas, que le dedicaron algunos críticos ilustres de la época. Astrana Marín le reprochaba su insensibilidad, el exceso de afectación y de conceptos fiambres, y luego se dormía en la suerte de unos cuantos insultos un poco demasiado histéricos. Fue en una crítica a su libro El obispo leproso, obra de una piedad y una amargura inconcebibles, y Astrana lo zahería desde la ortodoxia católica, lo que quiere decir que tampoco Miró fue santo de la devoción de los beatos.
Y es aquí donde empieza el más interesante Gabriel Miró, su recuévano de paganía estética. Él, que nunca se metió con nadie, tuvo más de una vez que tapar la boca de los que le criticaban: que digan lo que quieran, pero esto hay que saber hacerlo. Y en efecto eso nadie se lo puede discutir. Si uno coge aire y se sumerge de lleno en una de sus novelas tiene que prepararse para un libro que cuesta el trabajo de diez y contiene idéntica proporción de placeres, de texturas, de metáforas, de contrapuntos. Está la casta María Fulgencia, la frente de orgullo, y los labios y los ojos de pureza, de placer y de infortunio, y está Pablito, su amor imposible, un poco soso, y está el obispo que se muere de lepra, y su amor ulcerado y secreto. Y está un bárbaro que disfruta torturando animalillos, y están los suicidios, las inundaciones, los asesinatos. Y está el obispo, que se va muriendo, que nunca se termina de morir. Y Miró va del cielo al infierno, del paraíso a la podredumbre, de las doncellas a las pústulas, de la botánica profesional a la esencia de los descampados, y uno va mascando ese pastel de aromas dulces como la fresa y como la muerte y empieza a detectar unos extraños movimientos del espíritu que no se sabe bien si son euforia o estreñimiento. Miró fue un orífice de la pulcritud, un devoto de la parsimonia. Rítmicamente no tiene un solo fallo, pero todo está retorcido, detenido, amordazado por su perfección sublime. Miró nos hace levitar con sus devocionarios entre rancios y luminosos, y después de un rato la belleza nos aflige como a esos santos que comulgan con los ojos en blanco y la lengua de degollado. Pero tras su religiosidad abotonada late una sospecha de lujuria verbal, de gula estética, de soberbia estilística, y eso es lo que a los catequistas de la época les traía un poco moscas. Ejemplos tenían en los decadentes de media Europa, y sin ir más lejos en el propio Valle-Inclán, de lo que significa la religión tomada como excusa para la borrachera estética, con todo lo que tiene eso de cinismo, de pecado. Es lo que pasa por tomar a Dios como tema único y obsesivo, que te acaban llamando pecador.
Nada más lejos de las pías intenciones de Miró. Su retrato más carácterístico nos presenta una de esas caras que se ven en los nichos de los cementerios, de gente que murió joven y nos mira con cara de susto y de buena persona, como esos novios frágiles que no tuvieron tiempo de pecar. Miró era uno de esos enfermos crónicos que juntan las rodillas al sentarse, que miran con la lágrima de su extrema bondad y los labios prietos, temblorosos, como si al beber un sorbo de café se les hubiera despertado la úlcera. Miró aparece en las fotografías con un traje que le viene pequeño, y lleva el botón del cuello muy apretado y sobre su rostro lacio salen dos ojos grandes que claman al Señor, como si todas las angustias religiosas se le hubiesen apretado con el traje y brotasen purulentas, húmedas de fervor y de retortijones, por esos ojos límpidos, a punto de reventar. Incluso tenía el nacimiento del cabello en pico, como los vampiros, por ese tanto de sangre y de nocturnidad que hay en sus necrosis evangélicas, en sus pacientes entomologías teologales.
La obra de Miró es un bosque plagado de versos y de angustias, de pasiones reprimidas, de llagas divinas y de crueldades. Yo no sé si su extrema religiosidad le impidió ser el Proust que no tuvimos o precisamente fue su beatitud lo que lo hizo más moderno. De Proust le separa, aparte del mundo, el torrente interior, no la tristeza ni la patológica obsesión por los detalles. La velocidad de su prosa es la de los distintos estadios de un cadáver a lo largo de un velorio, pero más allá de su capacidad para el espanto y la palabra rara se levanta, como a un milímetro del suelo, un espíritu contemplativo y bueno, minucioso hasta el desgarro, paciente hasta el delirio, espectacular y desesperante. Miró detuvo el tiempo para que cupiesen las palabras, y en ellas un sentimiento que por pura fe o por puro vicio siempre sigue fascinando. No hay que leer a Miró en Semana Santa para entender las estaciones del calvario, sino las extrañas contradicciones interiores de sus peregrinos, ese misterio eterno de la blancura que se lava con sufrimiento, del placer al que sólo se accede por la vía mística de la flagelación. De las buenas personas que no valen para este mundo.

22.11.08

Bisonte

Qué hermosura de artículo nos regaló Evaristo Torres el domingo pasado. Qué emocionante la escueta mención de las calamidades que pasaron nuestros emigrantes de los años sesenta, aquella Operación Bisonte que se fue a hacer las Américas, y qué valiente declaración de sentimientos infantiles, esos que cuando somos mayores tendemos a cubrir de dignidad mal entendida, a ocultarlos como si por no merecerlos pudiéramos no haberlos sentido. No, la extrema dignidad está en los nombres y en los apellidos, en el mugriento callejón francés y en el césped señorial del Canadá, en los pantalones de tergal y en la televisión barata. La epopeya del emigrante no sólo consiste en cruzar el océano, sino en llegar a una ribera donde no es querido, salvo para aquellos pocos que ya siempre serán sus amigos. Para sentir lo que fue aquello no hay nada más emocionante que nombrar las cosas por su nombre.
Y eso, la claridad como deber, el corazón abierto es lo que más me gusta siempre de los artículos de Evaristo. Es un palo difícil de tocar: consiste en ir quitando todo aquello que nos disimula, que nos acicala, que nos niega. “Yo nunca llevé a nadie a mi casa. Nos daba vergüenza”, dice Evaristo, de cuando estuvo en Canadá. Pues sí, así son las cosas para un emigrante, concentrado en no mirar el sentimiento de inferioridad con que le abofetean cuando sale de casa por las mañanas, cuando cruza un puente y nadie lo ve. Y eso por no hablar de los parientes que volvían al pueblo y ya no eran los que habían sido sino los franceses, los alemanes, los del Canadá, que engrandecían sus vidas y entusiasmaban a los niños con cifras enormes y hablaban con aplomo de aventureros que han visto ya las maravillas del mundo. Incluso cogían de distinta forma el cigarrillo, y no llevaban pantalones de tergal. Y se defendían de la posibilidad de que en el pueblo donde nacieron también se les tratase como algo distinto, ajeno, extranjero.
Ha sido muy audaz el Ayuntamiento de Villarquemado al programar estas jornadas sobre la emigración, al invitar a las familias que pasaron la odisea y al llevar allí también a inmigrantes de nuestro tiempo, a que hablaran desde el otro lado del espejo. Entre tanto sarao retórico y tanto sentimiento protocolario, Villarquemado nos brinda una lección práctica de memoria histórica, y Evaristo Torres otra perla de sinceridad.



Diario de Teruel, 21 de noviembre de 2008



El impuesto de los pobres
Por Evaristo Torres Olivas

Los días 10, 11 y 12 de este mes, mi pueblo, Villarquemado, rindió homenaje a los que dejaron su tierra en busca de un futuro mejor. Tras las huellas de la Operación Bisonte (1957-2008). Reflexiones sobre la migración en Aragón. Bajo ese título, se han celebrado en Teruel y Villarquemado, conferencias, proyecciones audiovisuales y una mesa redonda. Como emigrante e hijo de emigrantes, estas jornadas me han servido para rememorar la historia de mi pueblo, de mi familia y la mía.
Bajo diversas denominaciones - Operación Bisonte, Operación Alce, Operación Marta- a finales de los cincuenta, varios cientos de españoles, hombres y mujeres jóvenes, abandonaron su país para emigrar a Canadá. En la primera de ellas, La Operación Bisonte, en el mes de mayo del 1957, 14 parejas de la provincia de Teruel, de las cuales 6 eran de mi pueblo, Villarquemado, partieron a Montreal, en la provincia francófona de Québec. A mi padre lo rechazaron en el reconocimiento: se había roto un brazo siendo niño y tenía un leve defecto en el codo.
La España de la posguerra, el Régimen autárquico que mataba de hambre a los españoles pobres; la Dictadura, que como dijo en su conferencia el profesor Antonio Cazorla, de la Universidad Trent de Toronto, hizo pagar a los pobres un impuesto muy elevado: el de la emigración.
Mi padre, al ser rechazado par ir a Canadá emigró a Francia. Y unos años más tarde, en el 61, mi madre y yo nos reunimos con él. En París, en el distrito 19. En un mísero callejón de la rue de Flandre. Nuestra casa durante cinco años: una habitación de apenas 15 metros cuadrados. Para ir al baño había que salir a la calle y dirigirse a unos váteres colectivos. Mi padre trabajaba en la cadena de la Citroën y mi madre limpiando en una óptica, en una floristería y en tres casas particulares. Como en casa no teníamos duchas, mi madre me llevaba a las casas en las que trabajaba y me duchaba allí.
Mis amigos de París se llamaban Amid, Ali, Ouali, Paolo, Carmela, Eusebio y Antonio. No había ningún François ni ninguna Colette. Amid-al que mis padres llamaban el morico- era mi amigo inseparable. Juntos robábamos caramelos en la pastelería y juntos intentábamos acercarnos a las francesitas en el parque Buttes Chaumond, él con el seudónimo de Alain y yo de Jean Claude. Pero nuestras pintas nos delataban y éramos rechazados una y otra vez. En el colegio, para el resto de mis compañeros de clase, yo no era Evaristo sino un español de mierda. No conservo un mal recuerdo de los profesores, especialmente de Mademoiselle Moreauc y de Madame Michèle. Los fines de curso no los soportaba: se hacía una fiesta en la que se entregaban premios y a la que asistían los padres. Los míos nunca venían porque no podían perder un día de trabajo. Tampoco soportaba los pantalones de tergal y las camisas blancas con las que me vestía mi madre, cuando los franchutes se ponían vaqueros Levi Strauss y camisas de flores. Del París de mi infancia recuerdo los paseos de los domingos, las señoras de Pigalle recostadas en las esquinas y a las que mis padres llamaban “las del bolsico” y una patada que le di a un bolsa mugrienta que resultó estar llena de monedas con las que al día siguiente mi padre, mi madre y yo nos compramos un par de zapatos cada uno en la zapatería André. También recuerdo a la dueña de la floristería que limpiaba mi madre todos los jueves, una señora mayor que empinaba el codo y que me compraba pasteles y libros de Tintín y de Pif Poche. En julio, terminado el curso escolar, viajaba a Villarquemado desde París con el tío Eugenio o con Carmen la Zapatera. Los veranos en el pueblo suponían el reencuentro con los abuelos, los tíos y los primos. La trilla, el campo, los tirachinas y los pájaros en las barderas. Y la Primera Comunión, en pleno mes de agosto, aprovechando las vacaciones de mis padres. El único niño que comulgó, vestido con los odiosos pantalones de Tergal, la camisa blanca y una chaqueta de cuadros.
En el 67, emigramos a Canadá desde París. Allí residían mi tío Florencio y mi tía María, dos integrantes de la Operación Bisonte, mis tíos Antonio, Jesús y María y mis primos Vicente, José Antonio y Emilia. También estaban unos primos de mi padre, Juan y Ramona y sus hijos Javier y Juan Carlos. El cambio fue espectacular. Nuestra casa ya no era una habitación en un callejón mugriento sino un piso con cocina, salón, dos habitaciones y un baño. Y televisión. Todo era verde y había parques inmensos por todas partes. En el colegio me adapté rápidamente porque asistí a la misma clase que José Antonio y Emilia que ya llevaban un año en Montréal y cuidaron al primo que no tenía ni idea de inglés. Vivíamos en un bloque de apartamentos, rodeados de chalets de gente acomodada. Mi bloque era mayoritariamente de francófonos pero yo asistía a un colegio católico inglés. Al regresar a casa por las tardes, era agredido todos los días por unos energúmenos de un colegio protestante, que me odiaban por extranjero y por católico. En algunas ocasiones me invitaban algunos compañeros de colegio a sus casas. Yo no concebía que se pudieran tener casas así: jardín con piscina, sótano, garaje, alfombras de un palmo de grosor y dos o tres televisiones en color. Me invitaban a comer pizza, hamburguesas y pollo Kentucky. Yo nunca llevé a nadie a mi casa. Me daba vergüenza. Teníamos lo imprescindible: cuatro muebles, ninguna alfombra y una televisión Philco en blanco y negro del año de la polca. En mi casa no se comían ni pizzas ni hamburguesas sino judías, lentejas, garbanzos y pollo guisado; y los domingos, paella. Nunca salimos de Montréal y nunca tuvimos coche. España estaba siempre en el corazón y en las conversaciones. El regreso era inminente. Mis padres tardaron trece años en regresar. Otros nunca lo hicieron y unos cuantos nunca lo harán. En Canadá viven mis primos y muchos paisanos de Villarquemado. Allí está enterrado mi tío Florencio y mi abuela Rosina, una mujer que nunca había salido de Villarquemado y ya muy mayor, los hijos la llevaron a Montréal para que pasara sus últimos años con ellos.
Todas estas cosas recordé cuando en el cine de mi pueblo escuché, en representación de todos los emigrantes e hijos de emigrantes, a Anacleto Esteban, Ángel Fombuena, Daniel Mora, Emilia Paricio y Michel Martínez. Y me emocioné con las palabras de Juana Locic, una rumana que vive en Villarquemado y que dejó familia, casa y paisajes de su infancia para buscar una vida mejor en España.
Quiero terminar recordando a cada una de las 14 parejas que en mayo de 1957, abandonaron Teruel para irse a un país desconocido, al otro lado del mar. Y un recuerdo muy especial para los de mi pueblo: Valentina Sanz y Alfredo Coedo, Elvira Sánchez y Álvaro Iritia, Armonía Esteban y Tomás Montoro, Concepción Fombuena e Isaac Pérez, Úrsula Torres y Ramiro Sanz. Y mis tíos María Torres y Florencio Mora. Y para mi madre, Humildad Olivas, que murió dos días antes de que su pueblo le rindiera un homenaje junto a sus paisanos emigrantes. Todos ellos, con escasas excepciones, fueron obligados a pagar el impuesto de los pobres.


Diario de Teruel, 16 de noviembre de 2008

19.11.08

Florecillas de San Francisco


Uno de los mejores y menos conocidos libros de Álvaro Pombo, la paráfrasis de la Vida de San Francisco de Asís, lleva en el epílogo su cumplido agradecimiento al volumen 399 de la B.A.C., en el que se recogen sus escritos y las biografías y documentos de la época. Bajo la batuta del Hno. José Antonio Guerra, son muchos los hermanos franciscanos que se ocupan de la redacción, y entre ellos el Hno. Lázaro Iriarte, que se ocupa de las Florecillas de San Francisco y de las Consideraciones sobre las llagas.
La prosa franciscana es un reto estilístico. También Chesterton escribió páginas muy luminosas cuando se ocupó del santo (máxime si uno lo lee en la magnífica versión de Marià Manent), pero en estos dos casos que a mí me gustan tanto cualquier mínima huella del autor barroquiza el texto inevitablemente. Tal es su condición perfecta y despojada que cualquier forma de estilo está condenada a desnaturalizar su esencia, por rilkeano que sea el revestimiento.
Pero los hermanos franciscanos, que no son Chesterton ni Álvaro Pombo, que no están movidos por el nombre y apellidos de un artista, pueden acercarse con más esmero al ideal primigenio, que tampoco es tan escuálido como pueda parecer. Todo lo contrario. Lo que me asombra a cada paso es el uso constante de la retórica al servicio de la ausencia de retórica, y siempre con una búsqueda contenida de la emoción que se va desperdigando entre las enumeraciones y en las breves descripciones. Hay capítulos como el VIII (Cómo San Francisco enseñó al hermano León en qué consiste la alegría perfecta), el XIV (Cómo, mientras San Francisco hablaba de Dios con sus hermanos, apareció Cristo en medio de ellos -muy divertido éste-) o, de lo que llevo leído, el XVIII (Cómo San Francisco reunió un capítulo de cinco mil hermanos en Santa María de los Ángeles) que son de una perfección estilística que si no es deslumbrante es precisamente porque debe no serlo, pero que casi por eso es aún más bella.
El tercero de los tres capítulos que mencionaba tiene un precioso párrafo de muchedumbre. En la literatura, igual que en el cine, es difícil sacar bien a mucha gente a la vez. Aquí el juego de enumeraciones es medido pero frondoso, y se combina con un crescendo que trasciende lo dicho y es exclusiva misión del ritmo y del sonido. La escena es que San Francisco reúne a un montón de gente y, cuando le preguntan qué van a comer, el santo les dice que no se preocupen, que Dios proveerá.

Todos ellos recibieron este mandato con alegría de corazón y rostro feliz. Y, cuando San Francisco terminó su plática, todos se pusieron en oración.
Estaba presente a todo esto Santo Domingo, y halló muy extraño semejante mandato de San Francisco, juzgándolo indiscreto; no le cabía que tal muchedumbre pudiese ir adelante sin tener cuidado alguno de las cosas corporales. Pero el Pastor supremo, Cristo bendito, para demostrar que él tiene cuidado de sus ovejas y rodea de amor singular a sus pobres, movió al punto a los habitantes de Perusa, de Espoleto, de Foligno, de Spello, de Asís y de toda la comarca a llevar de beber y de comer a aquella santa asamblea. Y se vio de pronto venir de aquellas poblaciones gente con jumentos, caballos y carros cargados de pan y de vino, de habas y de otros alimentos, a la medida de la necesidad de los pobres de Cristo. Además de esto, traían servilletas, jarras, vasos y demás utensilios necesarios para tal muchedumbre. Y se consideraba feliz el que podía llevar más cosas o servirles con mayor diligencia, hasta el punto que aun los caballeros, barones y otros gentileshombres, que habían venido por curiosidad, se ponían a servirles con grande humildad y devoción.


El párrafo es espléndido. Es la prueba de que con un medido alargamiento de las cláusulas no hay ninguna necesidad de signos de admiración ni superfluos adjetivos. Los adjetivos aquí no son ni muchos ni muy aparatosos: feliz, extraño, indiscreto, supremo, bendito, singular, grande. Y pare usted de contar. Son incluso vulgares, y la mitad pertenecen a fórmulas de devoción que se van repitiendo cada pocas líneas como una carraca de las que usan los monjes para despertarse por las mañanas, recordando lo cerca que tienen la jubilación. Es decir, que las pompas visibles no son vehículo del enaltecimiento, pero sí las audibles.
El latín es una lengua con poco vocabulario, o, para ser más precisos, con mucha polisemia. Eso exige de la prosa el constante uso de la oratio numerosa, de la frase rítmica, si se quiere reproducir esas subidas y bajadas gregorianas que son como una melodía de ascensión a la divinidad. El fragmento que empieza en Pero el pastor supremo va elevándose en tres frases de nombres de cosas y al final echa flor en el fragmento que habla de lo contentos que estaban todos. Por lo demás, narrativamente, es impecable.
Voy buscando cosas de estas porque hay muchas veces que volver a Fray Luis de Granada y este tipo de literatura si uno quiere ver ejemplos de emoción no decorada, cómo con las cuatro reglas de la retórica y palabras sencillas como un hábito de estameña se pueden pisar territorios de apasionante narración y de altísima poesía. Amén.

Galdós, La batalla de los Arapiles



A Galdós se le nota que los ingleses le entusiasman. Hacia 1868, con 25 años, ya leía con fervor a Dickens y había traducido, a su modo, las Aventuras de Pickwick, y siete años después, cuando escribió La batalla de los Arapiles, aún no le había bajado la fiebre. Pero no me refiero tanto al amor por la novela inglesa sino por lo inglés, por la figura romántica de lord Gray en Cádiz (e, indirectamente, aquí también), o por ese gran personaje, Miss Fly, tan extraordinario que fastidia un poco el final, desde el momento en que se trata de una mujer mucho más interesante que la heroína casadera, la sosa Inés, cuyas páginas de piedad filial, amor fraterno y deseos cristianos nos aburren un poco. Teniendo en cuenta que Galdós no se salta un principio de proporcionalidad cuando reparte los papeles del final, sucede que muchas páginas nos impacientan, bien porque aún no ha llegado miss Fly, o porque ya se ha ido. La misma Amaranta, tan seductora siempre, transige con una especie de reconciliación senil con el moribundo Santorcaz, cuya tez amarilla ocupa demasiadas líneas, sobre todo cuando cae en brazos de la claudicación melodramática. Amaranta dice que se va al sur, y otra vez los secundarios nos hacen soñar más que los protagonistas, aunque se casen, aunque ella cuide de su anciano padre y a él lo hagan general. Pero Amaranta, que promete desaparecer mientras viva su ex amante Santorcaz, va rumbo a intrigas y adulterios, mientras que a Inés la imaginamos reuniendo el papeleo de su beatificación.
Miss Fly, sin embargo, le ha dado vida a la novela entera, desde cuando, tras ese primer episodio ascético y cervantino, el del pobre monje Juan de Dios, espléndido, Gabriel de Araceli se ve en la situación de entrar como un espía en Salamanca, tomar nota de los parapetos y las fortificaciones, rescatar a la dama raptada por su presunto padre y unas cuantas misiones imposibles más, y miss Fly, una dama sin remilgos, decide acompañarlo. Pensaba todo el rato en la Fanny de Baroja, la que acompaña a Roberto a internarse en el peligroso mundo del hampa. Las dos quieren ir allí para ver, para curiosear; las dos aman el arte, pero también las costumbres extrañas. La dos tienen espíritu de aventura, y se comportan con una feminidad inteligente y aguerrida donde, si no está todo lo que Galdós veía en la mujer perfecta, poco le falta, ciertamente, porque le salen bordadas. Quizá lo único que no me gusta es cómo la despide, dando a entender que se había enamorado de Gabriel. Una dama tan sugerente no puede caer en manos de un meapilas.
Ya me había pasado lo mismo con Gray en Cádiz, cuya sombra se asoma en Los Arapiles con un papelito curioso, tanto que si miss Fly se encapricha de Gabriel es por agradecimiento a que Gabriel se pulió a Lord Gray en aquel duelo tan injusto del que ya en su momento protestamos. Uno se imagina una novela con Fly y Gray en amoríos imposibles, veloces y arrebatados, llenos de olas gigantes y ojeras de color violeta. Pero a Gabriel sólo le falta regalarle a Inés para la boda un plan de pensiones. Es un héroe menor, por mucho que haya arrebatado el águila francesa en lo alto del Arapil, y lo es porque sus hazañas sólo sirven si su suegra escribe unas cuantas cartas de recomendación. Llega un momento en que pide el retiro porque si no, de mérito en mérito, lo van a hacer capitán general, algo que, dicho sea de paso, dice mucho de cómo veía Galdós el cursus honorum del militar español.
En realidad no hay nada reprochable. Gabriel era nosotros, el que escucha, aunque nosotros hubiéramos preferido a cualquiera de las otras dos mujeres. Sus audacias nunca son producto de una mente superior sino de unas circunstancias muy propicias. De pronto se sube a una torre desde donde se ve toda la fortificación. De pronto engaña a un soldado francés que es la vergüenza de la Enciclopedia. Incluso en su batalla final, tan majestuosamente narrada, el cuerpo entero del ejército, el miedo y la bravura enloquecida es lo que lo impulsa, no algo de veras decidido, como en esas escenas de Andrei Volkonski decidiendo jugarse la vida en primera línea. A Gabriel lo llevan.
Quizás el alma realista de Galdós prefería que el protagonista fuese un espíritu tan mediano, y adrede dejó que las grandes figuras narrativas se disolviesen en una función decorativa, como papeles de raso brillante con que forrar de pasiones la trama. Ocurre en más novelas (en Lo prohibido, sin ir más lejos), que destina a labores subalternas a las mujeres que debían comerse la novela entera. No obstante, la última mirada de miss Fly está descrita con el escrúpulo de quien quiere quedar bien con el personaje que ha usado. Gabriel no lo sé, pero Galdós babeaba con la inglesa. Nos lo hemos pasado muy bien con lo que vio Gabriel, y nos ha decepcionado un poco lo que hizo. El hecho de que el siguiente Episodio, El equipaje del rey José, ya no esté contado por él es algo que no nos produce demasiada melancolía, porque es más que probable que sigan apareciendo personajes como miss Fly.
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