29.1.21

Paisaje

Cuaderno de invierno, 40



Los habitantes de los valles no suelen ser muy conscientes de qué hay más allá de las montañas. Es difícil imaginar que detrás de esa muela de faldas calizas, tapizadas de pinos bajos, no hay otro río con su bosquecillo de sargas y de álamos ni sotos de ribera donde bajan las ovejas a pastar, sino barrancos de arcilla surcados por ramblas y escorrentías, gargantas impracticables, desiertos de polvo y de barro. Al norte hay un páramo ventoso y al sur un delta de muelas terciarias, en cuya superficie se cultivó en otro tiempo vid suficiente para regar de vino peleón la comarca entera. Desde el cielo parece un archipiélago seco, salvo por el ancho y tendido desfiladero por donde baja el río.

La idea del paisaje con la que nacimos era el monte pelado y la chopera. Las estribaciones y otros elementos del paisaje fotogénico estaban muy lejos porque había que acceder a ellas por carreteras descarnadas que culebreaban en las paredes de los barrancos, o remontar el río hasta su nacimiento, entre bosques de pinos y peñascos rojizos, pero las vías principales, las que nos llevaban a las grandes capitales de provincia, eran un valle de secano y un monte de carrascas truferas. El viajero no veía más que bancales llenos de piedras y antiguos sabinares convertidos en pasto ralo. Las escenas de feracidad, colorido y un carro de heno se reducían al merendero junto al balsón, y solo traían imágenes de un calor achicharrante o de un frío estremecedor. Con el mal tiempo solo iban al monte los cazadores y los buscadores de rebollones, y en invierno ni eso. El resto lo identificábamos con lo desapacible. Lo que entonces podría habernos parecido fascinante, las calles de los pueblos cubiertas de lodo rojo, las encinas inclinadas a favor del viento, las masías perdidas, nos parecían el escenario del atraso, una asociación demasiado simple entre lo seco, lo pobre y lo feo. 

Nos quejamos de despoblación, pero es precisamente a partir de esa inmensidad sufrida, de esas asperezas arañadas por el viento desde donde uno empezó a recomponer el gusto por el campo que tenía al lado de casa, al otro lado de aquellas muelas. Cuando paras el coche en la carretera en mitad del Campo de Visiedo y lo que ves te parece muy hermoso, es que has empezado a comprender este paisaje.

28.1.21

Anticiclón

Cuaderno de invierno, 39



Esta tierra tiene estas cosas. Por la mañana hay que ponerse el tabardo de borreguillo y a mediodía vas a cuerpo gentil. Disfrutas del sol en mangas de camisa y al atardecer hay que encender el fuego, como si al meterte en casa regresases al invierno. Los árboles, y eso que llevan años soportando esta contradicción meteorológica, vuelven a caer en la misma trampa. La semana que viene no solo florecerán los almendros, seguro que más de un frutal abre sus yemas, lo suficiente para que cualquier noche se vuelvan a helar. Los labradores rezan primero por que no hiele demasiado, y al día siguiente por que no haga tanto calor. 

Faltan pocas horas para febrero pero la Morena ya va de sombra en sombra, su cuerpo no se dará ninguna prisa en echar el pelo del invierno. Hasta entonces, como el tiempo no cambie, pasará calor. Uno está tan tranquilo leyendo a sus escritores nórdicos y afuera parece que estemos en mayo. Le remuerde la conciencia y sale a laborar un rato. El cuerpo está como si no se le hubiera deshecho del todo el hielo a las articulaciones. Los mastines, tumbadazos, escuchan los tañidos de la azada, la cuenta atrás para que se vaya esta calor impertinente. Los días alargan incluso más de lo debido: cuando se pone el sol, uno se enjuga el sudor de la frente con el dorso de la mano, deja en su sitio las herramientas y acude contento al encuentro de la noche, más o menos como los mastines, que cuando ya todo es sombra se levantan, se estiran y ladran un poco como para entonar la voz. Resucitan al frío, y yo, en cierto modo, también. Regresa un sentimiento que también tenía congelado, el cansancio indulgente, como si a partir de entonces cualquier pérdida de tiempo estuviera justificada, al menos hasta que salga el sol y nos volvamos a sentir culpables. Galán aparece de debajo de un seto, con el andar despatarrado y zambo de los que se levantan de la siesta, va con los ojos cerrados al abrevadero y se bebe lo menos un litro de agua. Por el poco entusiasmo que le pone, tiene que estar calentucha. Yo abriría la nevera y me bebería de un trago un trinaranjus de limón, pero lleno un vaso de agua y espero a que se quede más tibia, no me vaya a sentar mal.

27.1.21

Segur

Cuaderno de invierno, 38



La batalla de los ailantos no había hecho más que empezar. El exterminio ha seguido como antes del temporal, arrancando las raíces retorcidas, hasta que me he encontrado con un tocón del que salía más de una vara. Al quitarle la hojarasca de encima y descubrirlo un poco con la azada, ha aparecido la madre de las zocas, al menos de todas los que colonizan aquella zona. Le salían, una por cada lado, cuatro raíces gordas como anacondas, imposibles de arrancar por el método de la palanca, tronchos demasiado gruesos que aconsejaban tirar de hacha.

Primero ha habido que descubrir bien el tocón, cavar un agujero a su alrededor hasta que se viese la dirección de cada una de las raíces principales y si había alguna otra que creciera en vertical. Al principio he usado la azuela con la que saco astillas para la estufa, pero la raíz del ailanto no es tan blanda como sus troncos. Luego, haciendo cálculos, hemos llegado a la conclusión de que las raíces llevan quince años engordando sin parar con el humus de las hojas de los membrillos, que forman un túnel de ramas, y el agua que corre por la acequia. He pensado incluso en desenfundar la motosierra, pero es un artefacto del diablo que cuando lo manejo me vienen a la mente demasiadas pesadillas como para estar tranquilo. Al primer rebote en un nudo puede saltar la cadena y abrirte en canal. De modo que me he inclinado por el hacha grande, la de abrir los troncos clavándola una sola vez y golpeando con ella en el tajo como si fuera una maza. Esta vez era distinto. Con lo gruesas que son las raíces, hay que hacer faena de aizkolari. Claro que yo no levanto al cielo el hacha ni la hinco con todas mis fuerzas subido encima del tronco, con los pies descalzos y el dedo gordo peligrosamente cerca de la hendidura; yo, más que golpear con el hacha, la dejo caer bien dirigida. Aun así, la segur es tan pesada que ya he hecho una muesca que llega por lo menos a la mitad de la primera de las cuatro raíces. Estaba la mañana fresca y me he puesto una txapela que compré en Casa Arturo, en Vera de Bidasoa, y un jersey azul de lana con cremallera. Para ver lo que estaba haciendo mientras descansaba de hacerlo, yo creo que iba bien conjuntado.

26.1.21

Rama

Cuaderno de invierno, 37



La rama del pino grande que desgajó la nieve ha caído a pocos centímetros de un ciruelo que pusimos el año pasado. El plantón aún lleva la etiqueta, prunus domestica, y la rama unas piñas prietas y lustrosas. Era una rama joven, con el primer gris claro en la corteza. La secaremos en rollo, sin quitarle las ramillas ni descortezarla, para que la savia siga dando de comer a las acículas y engordando las piñas. Cuando empiecen a ponerse feas y se tomen de un color cobrizo será el momento de cortarlas. 

Pero su destino es incierto. Quemar las varas de la poda o usarlas para rodrigar tomates es un final, digamos, digno. El aprovechamiento siempre nos parece una virtud con la que galardonamos a los objetos, como si les rindiésemos tributo. Cuando encendemos el bidón para quemar las hojas secas, tan solo echamos directamente al fuego las ramas de los ailantos, de cuyo humo pestífero nos protegemos hasta que se consumen. Pero las otras acaban, clasificadas por grosores, en las distintas cajas de palos para encender. Si la madera es más noble, le buscamos un destino más decorativo. Este verano, por ejemplo, a uno de los guindos viejos se le tronchó una rama por el peso de los frutos. Era una subrama de una de las cuatro que le dejaron en la primera poda, hace casi medio siglo, y era lo bastante larga, recta y gruesa como para sacar de ella un elegante bastón. Otras veces, por ejemplo de un peral que se murió de viejo, corto tarugos del tamaño de una figura de Axel Petersson, esas tallas deliberadamente bastas, como esculpidas a hachazos, con las que el artista sueco sacaba toda la ternura hiperrealista de sus tipos campestres. En un rincón de la leñera voy almacenando tarugos dentro de los que imagino cosas.

Pero con este pino no hay mucho que hacer. La parte más gruesa no da para nada vistoso, su madera es demasiado blanda para tallar cucharas, y tampoco demasiado firme para usarla de varal. Sirve, en todo caso, para sacar tedas, pero no es bueno quemarlas en casa porque hacen exceso de hollín y tupen el tubo de la chimenea. Supongo que, puesto que el azar hizo que no se cargase el ciruelillo, se merece al menos que lo usemos de tentemozo para apuntalar el ciruelo viejo, que sigue cargándose de pomas y a veces las ramas le llegan hasta el suelo.

25.1.21

Poda

Cuaderno de invierno, 36



Ayer llovió con alma, y como esta mañana el terreno estaba muy pesado hemos decidido, aunque falten unos días para el menguante, empezar la poda por el viejo cenador, por un rosal con un tallo como la muñeca de gordo y la madeja de zarcillos de las parras vírgenes que llevaba enredados entre las espinas. También había lianas sarmentosas colgadas de los travesaños y arrastrándose entre las columnas, las matas de yerbabuena y los mechones de césped agostado.

El rosal ha llevado su tiempo. Algunos chupones ya eran varas considerables que invadían el sitio de paso. Por las ramas altas, los muñones habían sido arranque de múltiples tallos que tampoco es que medrasen demasiado. La poda siempre tiene esa precaución de no dañar ningún vástago fértil, pero eso pronto se convierte en el vicio de no dejar más que las ramas principales. Nadie lo podó durante años y siguió dando esas rosas enormes, los pétalos de un rosa fuerte que empalidece hasta llegar al sépalo. Tampoco era cuestión de dejarlo escuálido: bastaba con que se quedase limpio y escoscado.

Con los zarcillos la faena ha sido distinta. Se trataba de enhebrarlos entre los tallos ya secos y como acorchados de las parras más antiguas, que aún transportan alimento suficiente para que sigan creciéndoles las hojas. Otros que habían crecido a pie de tronco los hemos cortado para plantarlos en acodo allí donde las parras vírgenes ya están anunciando el final. 

El cenador está aseado, el rosal parece un anciano recién salido de la peluquería, donde le han descargado las vedijas y le han cortado los pelánganos, y así, todo pincho, recién masajeado con abrótano macho, no parece más joven pero da más gozo verlo, y sin embargo ves a los amigos de su generación que empiezan a faltar. Después de arreglar el rosal había que serrar una parra que se murió a principios de otoño. Ya estaba vieja y los muñones apenas daban brotes, tan solo un sarmiento que prosperó con toda la savia que le quedaba al tronco y que allá por el mes de agosto se secó para siempre. Esa parra sufrió, hace años, cuando era joven pero ya daba uvas, la tala salvaje de unos niños que vinieron de visita, y sin embargo se recuperó y se hizo gorda y retorcida. Ha dado unas uvas negras un poco ásperas pero muy dulces. Esta tarde la quemaremos en la chimenea.

24.1.21

Pila

Cuaderno de invierno, 35



El correo ha sido ágil y antes de que viniera el camión de la leña me ha llegado El libro de la madera, de Lars Mytting, que leo para ambientarme. Con la madera pasa como con la nieve, que solo los países del norte tienen un vocabulario completo para referirse a ella, y este libro es una enciclopedia de cuanto puede saberse sobre cortar leña, apilarla y quemarla. En Noruega hay cifras mareantes de consumo de madera, porque también las hay de bosques bien gestionados. Salvo por la fiebre del fueloil de los 70, al parecer sigue siendo su principal fuente de calor.

Un capítulo particularmente curioso es el dedicado a la pila de leña. «La tradición noruega», dice Mytting, «es talar cerca de Semana Santa, cuando la nieve está compacta y helada y los troncos se deslizan fácilmente sobre ella». Nadie entonces se plantea solo amontonar la leña contra la pared de la leñera, los troncos a un lado y al otro los palos. En Noruega esculpen fallas de combustión lenta, arte fungible, minuciosa construcción land art a la que cada año se le pega fuego. Las novias no tienen más que ver cómo el mozo apila la leña para saber con qué individuo se van a casar. Myttin detalla hasta quince caracteres deducibles. Comparada con las formidables esculturas de leños con las que se pavonean los noruegos en las fiestas de primavera, mi leñera, donde no cabe una pila muy alta pero los tarugos están separados por grosores, sería la de un individuo cauteloso pero no considerado, para lo que se conoce que hay que mezclar los leños grandes con los más finos. Peor están los que lo dejan todo en un montón, algo que revela «ignorancia, decadencia, pereza, alcoholismo o todo a la vez». 

Bien es verdad que semejante riqueza formal (hasta diez formas distintas de apilar la leña) se refiere, sobre todo, al secado de la madera, tan complejo como aquí el de los jamones, y a que los noruegos se calientan con madera de abedul, fácil de hendir. Ya me gustaría verlos cortar alegremente, con sus barbas rubias y sus camisas de cuadros, los tarugos de carrasca que se estilan por aquí, y eso que las hachas nórdicas (a las que se dedica otro frondoso capítulo, como a las estufas o al mismo calor) tienen un ángulo del centímetro final del filo de 32º. ¡Así cualquiera! 

23.1.21

Proyecto

Cuaderno de invierno, 34



De buena mañana hemos pensado en salir al jardín en busca de faena. Teníamos labores empezadas, la nieve ha parado el reloj. Incluso hay un algo de prisa que es la forma más lenta de la urgencia, pero urgencia al fin y al cabo: hay que empezar ya con la poda, preparar la tierra para los puerros, proseguir con el exterminio de los ailantos, arrimar más leña, por no hablar del día en que haya que hacer recuento de las bajas, qué plantas han resistido, qué animales faltan. Pero eso lo postergamos. Después de tantos días en la madriguera, lo importante es llegar a tiempo de la siguiente luna, hacer todo lo que hubiéramos hecho si el mundo no se hubiese detenido. Ahora ya tendríamos podadas las enredaderas y los vástagos de los membrillos. Habríamos vuelto a los preparativos, que es la fase más entretenida de casi cualquier acontecimiento. Urge ponerse al día, o, por lo menos, mirar el jardín como un lugar en el que pueden hacerse cosas. La belleza estática de la nieve, su larga presencia, interrumpe el ejercicio de la imaginación. Algo sin nieve permite ver cómo se transforma y cómo se podría transformar con muy medidas intervenciones. Con los colores regresan las posibilidades. 

    Volvemos a nuestro mundo cuando nos acordamos de las obligaciones que nos habíamos ido creando. La contemplación a secas se vicia con la nostalgia; paradójicamente, para depurarla es necesario combinarla con la acción, al menos con la posibilidad de acción, de volver al recuerdo de estar haciendo. Cuando el anciano vuelve al pueblo, a descansar, lo primero que hace es ponerse el traje de faena. Para él es una forma no contaminada de volver a ser quien es. 

    Es ese, sin duda, el fundamento del ora et labora. Rezar no equivale a trabajar, como muchos entienden, sino todo lo contrario: si trabajas también puedes rezar, pero si solo rezas no puedes trabajar. Pero la acción también requiere sus preparativos, su oración. Tan interesante es planificar lo que se hará como hacerlo, a veces incluso más, sobre todo si no son grandes proyectos sino faenas de poco momento. Uno descansa y contempla, se contempla, se ve como se vio y como se quiso ver. Más tarde, cuando lleve ya un rato el sol en lo alto (si es que no cuajan esas nubes brunas que veo que vienen del suroeste), saldré a podar un rosal.

22.1.21

Color

Cuaderno de invierno, 33



La impaciencia es mala consejera. Tampoco hacía falta deslomarse para borrar las huellas del temporal. El viento del sur ha traído esta noche un buen rato de lluvia fina, y por la mañana ya le habían vuelto al campo los colores. Hemos emergido de un mundo en blanco y negro. Salvo por algún rastro que queda en los barrancos de la umbría, han bastado unas horas para que la nieve desapareciese. De donde no se ha ido del todo es del camino del río, el único sitio que barrieron con excavadoras. Abrían el paso pero lo apretaron tanto que la lluvia no lo ha podido limpiar. Queda, desde aquí, una delgada línea blanquecina, los restos de una invasión disuelta de la noche a la mañana. 

El reencuentro con los tonos cálidos, la reaparición de los matices, es también un regreso a la realidad. Tanta nieve nos abstraía. Uno se explica esos estilos secos y rectilíneos de los escritores nórdicos. Ellos verán muchos matices en la nieve, pero el minimalismo es un invento del invierno. Hoy las ramas escapan del gris, la maraña de ramas finas en las copas de los álamos ha recobrado un ocre pálido verdoso, del moho que han criado en tantos días de humedad. Junto al río, la hierba sigue aplastada por un peso que no está. Hay unas acelgas con pliegues en las pencas que yo creo que están vivas. Los ribazos se desperezan, los rastrojos recuperan sus reflejos amarillos, el campo de calabazas ya no parece un papel rayado. La celosía que proyectan los árboles saca de la tierra tantos tonos como imperfecciones, cada lado de cada surco, cada cara de cada terrón. Lo que queda de la nieve ya no es más que una gota de color violeta en los campos de maíz. Ese violeta yo también se lo pondría a las zonas de sombra. Ayer estaban negras, hoy brillan como las berenjenas. 

Nuestro apego a la realidad es proporcional a la cantidad de matices que somos capaces de apreciar en ella. Esta gama de pardos cenicientos, como entrando en calor, es el regreso a un sitio conocido. Como no somos noruegos, por unos días hemos vivido a merced de una estética de tonos básicos, compactos, impermeables a los detalles y a las excepciones, con toda la vida sepultada bajo un manto blanco u oscurecida por sombras negras. Más que un paisaje, era como una ideología. 

21.1.21

Letargo

Cuaderno de invierno, 32



Tan solo era cuestión de esperar un par de días más a que la lluvia o el deshielo terminasen de derretir la nieve, pero he notado en mi cuerpo los primeros síntomas de hibernación, la piel fría, las pulsaciones bajas y pocas ganas de comer, de modo que me he puesto a limpiar la umbría, primero con la pala, para rascar los cuajarones de hielo, y luego con el cepillo de púas de metal, no sea que vuelva a helar esta noche. Han sido un par de horas a lomo caliente, todo sea para no amodorrarme como los murciélagos. No se me iba de la cabeza el drama de Oblómov, la gran novela de Iván Goncharov, el tipo que no acierta a levantarse del sofá, y desde allí contempla la perspectiva de ir a alguna parte, aunque solo sea a beber un vaso de agua, y la repasa cadenciosamente, la visualiza, que se dice ahora, hasta que una losa de pereza le nubla las entendederas, olvida qué es lo que estaba pensando y se vuelve a adormiscar. La inactividad de estos días fomenta esa sensación, y uno ya se ha dado cuenta, y no solo por los novelistas rusos, de que hay una desidia sustancial, una modorra constitutiva, orgánica. Esa galbana profunda, que a tantos arruina la existencia, no depende de la voluntad porque la anula, pero tampoco es natural. Los mastines son ronceros de temperamento y sin embargo no perdonan una ronda de guardia ni un ladrido al forastero, ni mucho menos un gato. Esto es otra cosa, es la impasible aceptación de que ningún esfuerzo merece la pena. El día sale húmedo y pastoso, no hiela pero no se van las nubes negras. El goteo constante de las canaleras y unas rachas de viento que ululan en los respiraderos no hacen sino fomentar la pigricia. Es apabullante la de buenas razones que la justifican. Se necesita un esfuerzo considerable para abandonar la piltra y hacer algo de apetito, obligarse a mirar los bloques de hielo que levanto con la pala y no darle la espalda al movimiento de los días. Aunque no sé si merece la pena. A veces uno se siente como esos osos a los que en mitad del invierno despiertan de malos modos y los suben a una escalerilla, a hacer el payaso, y los cansan sin necesidad y los hacen comer sin hambre.

20.1.21

Adagio

Cuaderno de invierno, 31



Sería un día como este, «que es rosas la alba y rosicler el día», el que menciona Góngora en la dedicatoria del Polifemo. El sol no ha llegado a abrirse paso, pero se ha levantado un vientecillo de par de mañana y la noche no ha sido tan gélida como estas últimas. Se va dejando ver la tierra donde habían hecho sus caminos los mastines, veo abrirse en los barbechos corros más oscuros, ribazos jaspeados de hierba seca. Escucho el goteo de los canalones, la nieve que ha dejado la cumbrera al descubierto y va deslizándose por el tejado, y que es un reloj discontinuo, más lento, menos implacable. Aunque solo hemos amanecido a cuatro grados bajo cero, el terreno está tan húmedo y pesado que no reanudaremos las labores hasta dentro de un par de días, si es que la lluvia lo permite.
Este irse poco a poco de la nieve tiene algún que otro inconveniente. El hielo no está solo en las pisadas, sino en charcos que se extienden durante el día y a la noche cuajan en cristales transparentes. Salgo esta mañana decidido a coger el hacha y seguir por donde lo había dejado, aquel tocón de ailanto que se resistía, pero al primer resbalón en una de esas placas finas casi doy en tierra con mis huesos, de modo que he considerado más prudente retirarme a leer a John Muir, el patrón de los naturalistas norteamericanos, antes que jugarme el esqueleto. Está resultando algo desapacible esta novena de la tormenta. Así serían los inviernos en Wisconsin, un terreno duro y blanco y negro, meses de hielo y fango, la tierra ya sembrada, la sorda incertidumbre de los días. Aquí caminamos hacia un invierno seco con oscilaciones térmicas de veintitantos grados, y estos días que van del crudo hielo al solecillo tienen algo de paisaje contumaz, un poco impertinente. El movimiento del invierno es el de una mancha que no acaba de limpiarse. Más que un desarrollo, una plenitud o un ocaso, es un parsimonioso restablecimiento. En la ciudad la gente mira el barrizal de nieve para no escurrirse, pero intenta no verla, hacerse a la idea de que ya no está. En el campo las variaciones son más lentas. Hoy han consistido en un blanco que pasa del fondo azul al más violeta, y un reloj de agua que, más que marcar las horas, las acompaña.

19.1.21

Ascetismo

Cuaderno de invierno, 30



Leo La vida simple, el diario de Sylvain Tesson de cuando se fue a pasar seis meses a Siberia, en una cabaña junto al lago Baikal, no lejos de Irkustk, por cierto, la ciudad de donde salió el submarino que acabó en sarcófago y donde nacieron varios personajes de Otoño ruso. Me interesaba la relación entre frío y ascetismo, pero el libro, adornado, eso sí, con una porción de imágenes brillantes y francesas, da una idea trágica del frío (el hielo es un crujido permanente) pero cómica del ascetismo: hay pocas páginas en las que el protagonista no sea visitado por alguien o vaya él de visita. Si lo que quería es aislarse, no le hacía falta salir de su casa de París, pero aquí las horas de soledad, aun rebozadas de poesía y rayos blancos de sol que avanzan sobre el hule de la mesa, suenan más bien a insoportable aburrimiento, razón por la cual el protagonista se arrea una botella de vodka tras otra. El libro necesitaba que pasasen cosas, acontecimientos excepcionales, descubrimientos reveladores, experiencias inolvidables, en una cabaña de madera de tres por tres, en medio de la nieve y junto a un bosque de cedros centenarios. Tesson no se aparta nunca del espíritu juvenil robinsoniano, con el cuchillo grande de matar osos clavado en el cabecero de la cama, obligándose a pasar calamidades en viajes sin objeto a través de la ventisca, a treinta grados bajo cero, para encontrarse con guardabosques que no hablan y volverse otra vez por donde ha venido. Los episodios están narrados con espíritu de reportero audaz que visita los extremos pero finge callar lo más íntimo de cada encuentro, lo de siempre. 
Pero la novedad, el descubrimiento absoluto (el de quien vive, transitoriamente, como de vacaciones, en un sitio en el que ningún lector vivirá), son más bien contrarios al ascetismo, que siempre descubre lo que cualquiera puede ver. El asceta navega en la rutina, la mejor forma de no naufragar en las horas muertas, y esa rutina está distribuida para contemplar los distintos momentos del día, las diferentes formas de las lechugas, los cambios del tiempo. Al asceta le basta ver cómo se las ingenian las hormigas para entrar en el tarro de miel por más que le pongas una buena tapadera, como dice fray Luis de Granada en unas páginas maravillosas que en cuanto salga del hielo cinematográfico de Tesson volveré a leer con verdadera sed.
 

18.1.21

Nenia

Cuaderno de invierno, 29



Todos los muertos que he visto en mi vida tenían el aire frágil y digno de un pajarico. Hace unos meses encontramos un gorrión que no podía remontar el vuelo. Lo pusimos a cubierto en una caja de cartón, con agua, migas de pan y unos granos de alpiste, a ver si se recuperaba. El gorrión se acurrucó en un rincón y así estuvo hasta el día siguiente, mantudo, sin abrir los ojos ni probar el agua. Pensamos que ya había muerto, en la misma posición en la que estaba en el nido, engorando los huevos o dándoles calor a los polluelos. Ya no se movía ni tenía temblores ni se veía que respirase. Aun así lo dejamos, y horas después lo vimos caído de medio lado, el ala suelta, como si se hubiera echado a descansar. La muerte solo se le veía en los dedos algo dislocados y en los ojos, aún entreabiertos, con un último brillo desde el que vio el cielo imposible. Los animales se recogen en sí mismos cuando ya no les quedan fuerzas para nada, su resignada quietud es la única manera de aguantar. El pajarico estaba vivo pero no podía abrir los ojos. Solo los abrió, como el verderón sobre la nieve, para ver la muerte. 
O miselle passer! Unas veces son las armas humeantes de los cazadores, o los fuegos artificiales, que provocaron en Roma una lluvia de estorninos muertos, y otras veces es el hielo, el mundo frío y desaparecido, el nido insuficiente y los carnívoros desesperados. En qué otro animal adulto encontramos recogida toda la hermosura que nos hace vulnerables. Pero ni el verderón ni nosotros somos conscientes de nuestra fragilidad, aguantamos abrigados y hasta el último momento buscamos la mejor postura para seguir con vida. El pajarillo no muere de viejo, lo mata el invierno. 

Uno se para a mirar el cuerpecillo algo rechoncho, el pico corto y recio, de cantor potente, el verde lima que asoma entre las plumas pardas. En el mundo de los pájaros quizá sea un tipo corriente, un esforzado trabajador, como esas personas que siguen adelante sin cuestionarse nada ni quedarse en una rama para que las vean. No es un pájaro exótico. Es un pájaro como nosotros, por eso nos compadecemos, porque reconocemos en nosotros su delicadeza. Y así también nos quedaremos, de medio lado, con los ojos abiertos, cuando no podamos con el frío.

17.1.21

Temor

Cuaderno de invierno, 28



No quería subir a los cipreses de la acequia, ahora que la nieve se ha sunsido, porque temía encontrármelo sembrado de cadáveres de palomica. Llevo días sin ver ninguna. Algún gorrión hemos visto posarse en los taludes, donde la tierra se había descarnado, y por supuesto cuervos y picarazas, inmunes al hielo, pero las palomas, o emigraron (y es conocida su raigambre cuando crían) o se han congelado. 
Hace unos meses pasó por casa un cazador, y al comentarle yo de qué modo estaban proliferando las tórtolas turcas y cómo llenaban de palomino los barandales y se estampaban contra las ventanas, me dijo muy convencido que él en una mañana me restablecía el equilibrio ambiental con la escopeta, y que aún podríamos comernos un pichón para almorzar. Yo, espantado por semejante proposición y por seguirle la corriente, le dije que antes habría que haberlo colgado unos días del pescuezo porque si no estaría muy jasco. Me mortificaba promover una matanza de palomas, me sentía como el personaje de Las manos del pianista, la novela de Eugenio Fuentes, que se dedicaba profesionalmente a exterminarlas. De modo que lo dejamos correr, entre otras razones porque cazar tórtolas turcas está prohibido.

Sin embargo hace tiempo que no vemos una tórtola común, y la única competencia que les queda a estas otras es una pareja de torcaces, gordas como gallinas guineanas, que crían en los pinos. El arrullo permanente del otoño ha dado paso a un silencio sepulcral. Confiaba en que los gatos hubieran limpiado un poco el lugar del siniestro. Es posible, pensé, que para ellos el único alimento de estos días hayan sido unas pechugas congeladas. Quedarán las plumas en la nieve, coágulos de sangre como helados de fresa. 

Pero habrá tenido que ser la tormenta la que haya dado el puñetazo en la mesa. La naturaleza es un crimen atroz que goza de indulgencia plenaria. Al final me he hecho al ánimo y he subido, listo para ver un espectáculo macabro. Galán iba delante, abriendo camino, y se ha parado a olisquear un par de veces pero no ha escarbado. Colgando de una rama de avellano he visto una pluma, y unas huellas de gato. Al pisar el cuello nevado de la acequia, en ocasiones notaba un bulto blando, más duro que la nieve y menos que una rama o una piedra, pero quiero pensar que no eran ellas. Ya aparecerán.

16.1.21

Regalo

Cuaderno de invierno, 27




«Iam aetas mea contenta est suo frigore; vix media regelatur aestate», le dice Séneca a Lucilio, o sea, «mi edad ya tiene bastante con su propio frío; apenas se derrite en mitad del verano». De ese regelari, descongelarse, viene el regalarse de la nieve, como se dice por aquí, aunque en Soria reclaman la patente. Pero sí, la nieve se regala con el sol de la mañana. Lo que en la ciudad parece los escombros de una fiesta, un confeti helado, incómodo y sucio, aquí es un paulatino y armonioso desaparecer. Ya no está en las ramas de los árboles, y va retrocediendo de la acera como una marea lenta. Se hunde en la cuadrícula de las tejas, desaparece bajo las cañas de los maizales. En los bancales empieza a marcar las irregularidades del terreno, montículos que llevan dentro una mata de apio, hoyos de cuando arranqué las varas, incluso se nota una levísima línea azul que separa lo que ya tenía cavado y listo para plantar los ajos y lo que se había ido apelmazando. Los caballones del campo de calabazas de la granja parecen trazados en la misma nieve. Todo sigue siendo blanco y el manto inmaculado tiene idéntico grosor. En algunas piezas donde da más el sol empiezan a abrirse diminutos poros que se abren en círculos negros como quemaduras. Solo hay neveros donde pasan las personas, en los bordes del camino, en las tapias y en las alambradas, pero el resto es un irse yendo que no produce la impaciencia ni el resentimiento de la nieve que se queda por las calles.
Séneca lleva razón. Si vinculamos la primera estación del año solar con la última de la vida humana es precisamente por el frío, por la incapacidad de reponerse del frío, la progresiva lentitud con la que uno se regala. Las lluvias de otoño y primavera, por fuertes que sean, dejan rastro poco tiempo, pero la nieve persiste. Acostumbrados a olvidar los placeres nada más hacerles una foto, este de ver nevar se queda con nosotros unos días, es un intruso fascinante que vino a visitarnos y se apalancó. Quedan días de frío. La ladera que veo desde la ventana, al otro lado del río, es toda una umbría, y allí la nieve helada permanecerá compacta y sin roderas ni pisadas por lo menos hasta que, como dice el refrán, busque la sombra el perro.

15.1.21

Alcacia

Cuaderno de invierno, 26



No lo llamábamos patio interior porque eso sonaba demasiado fino. Eran las alcacias, siempre con ele, el solar entre los bloques de pisos, donde bajábamos los zagales a jugar a pitones y al escondite, donde se prendía la hoguera de San Antón y las vecinas tendían las sábanas de un alambre que se iba hundiendo en las ramas como una cicatriz. Las alcacias eran árbol de ciudad, cuneta de carretera, enjutas y resistentes. Quizá por eso se cargaron casi todas. Tenían fama de levantar las aceras y romper las tuberías, y fueron sustituidas por plataneros mancos, alheñas enclenques, mandarinos retotolludos y otras especies de adorno que no aguantan una buena nevada. Las alcacias podían con todo, había que arrancarlas de cuajo si no querías que volviesen a brotar. Pasaban el invierno como pintadas con tinta china, esquemáticas y humildes, y en verano eran una fiesta de flores comestibles.
Durante mucho tiempo las alcacias me parecieron un árbol de barrio obrero, y si me gustaban no era por su hojas sino por sus connotaciones. Uno se va despojando de la simbología y queda el árbol desnudo, lleno de armonía, verosímil. La ele le da sin querer un prestigio andalusí, y en realidad es una prótesis que naturalmente los hablantes incluían porque resultaba poco fluido y algo pedante decir acacia. El lenguaje popular se arabizaba para sonar cercano.

Digo esto porque el sol de estos últimos días ha bajado el suflé de la nieve y al lado de la celinda ha reaparecido una vara de alcacia muy fina —algo más de medio metro— que el año pasado ya lucía su ramo de hojas y sus espinas. Las ramas, finas como alambres, no eran lo bastante consistentes y cayeron, pero el tronco, no más grueso que un lapicero, sigue tieso y con buen color. Aguantará, sin duda. La cuidaremos con mimo hasta que empiecen a salirle las estrías. A su alrededor, a la debida distancia, no estaría mal plantar un arboreto de especies infantiles, las moreras de la piscina, los olmos de los caminos, las sargas del río, los cipreses del cementerio. Las nogueras y los cerezos fueron descubrimientos de adolescencia, y chopos y pinos eran lo que había cuando íbamos al campo a merendar. A ver si me da tiempo a verla tan crecida como aquellas. Si para entonces soy capaz de arrodillarme, limpiaré su alrededor y echaré una partida: chivas, pipalmos, tutes y gua.

14.1.21

Leña

Cuaderno de invierno, 25



Uno no está libre de que la ventisca derribe una torre de la luz, la corriente quede interrumpida, se apague la caldera y se muera de frío. Si revienta una cañería o se hielan los grifos, siempre puede beber nieve, pero si tiene que calentarse con abrigos una de estas noches, la cosa se pone más fea. Lo único que nunca falla ni se dispara ni se agota es la leña. En los crudos inviernos de la guerra, el pueblo de Madrid dejó el Retiro medio pelado. Un poco de calor llegó a ser para muchos el último hilo que les unía a la vida. Luego venían los muebles… La única herramienta indispensable era un hacha. Más que una pistola.
Lo pienso mientras paso la mañana dormitando junto a la chimenea. Cuando el termómetro se disparó y alcanzamos los 18º bajo cero, empezó a inquietarnos todo aquello que pudiera fallar, y llegamos a la conclusión de que lo único imprescindible era la leña y el laterío, los dos elementos más básicos, y los más antiguos, porque hay cedros centenarios y latas de fiambre de los tiempos de Perón. La tecnología puede dejarte tirado en cualquier momento, pero la leña siempre reconforta, su calor es más cercano y envolvente, más placentero porque te abriga la seguridad de que no ha de terminarse. Tronco tras tronco, el temporal podría durar hasta finales de invierno y no pasaríamos frío. Todo lo demás es contingente.

Quizá lo esencial sea también lo básico inagotable. Lars Mytting dedicó al asunto un libro entero, El libro de la madera (Alfaguara), que ardo en deseos de leer, aunque he visto por ahí que combate la idea de que quemar madera sea poco ecologista. Un árbol libera las mismas toxinas si se quema que si se pudre, y en todo caso prefiero continuar una práctica prehistórica que exponerme a un enfriamiento. La leña, además, está integrada en este ciclo ascético vegetativo. No solo los arces servirán el próximo otoño para encender la chimenea, sino que de la rama que tronchó la nieve en el pino grande saldrán unas tedas estupendas, y cuando se derrita el hielo empezará la poda. Y si, además, uno tiene una buena provisión de cirios, ya no hay que preocuparse por más que las grandes conquistas de la humanidad se puedan estropear. No es que uno se conforme con poco sino que detesta la inquietud.

13.1.21

Sonido

Cuaderno de invierno, 24



La paz es la ausencia de viento, y Teruel es la cuarta provincia menos ventosa de España. Lo leo en El triángulo de hielo, de Vicente Aupí, mi libro de cabecera para estas jornadas polares. Así que sin viento las mañanas de sol, aun con temperaturas bajo cero, suelen ser muy agradables. Descanso de picar hielo en el caminillo (una placa de cinco centímetros debajo de la nieve) y me voy un rato con los perros, que están contemplando el paisaje. Con ellos escucho la mañana. La nieve amortigua el sonido, absorbe los ecos cruzados. Aunque yo creo que, más que amortiguar, lo que hace es limpiarlo. Hay un fondo de copos de nieve que caen de los árboles y se estrellan contra el suelo, y en el trayecto producen un sonido metálico, como de campanillas de viento, al golpearse con las vainas secas del ciclamor. Dan esa sensación que al principio nos daban los discos compactos, de los que nos llamaba la atención su asepsia diamantina, el hecho de que no hubiera nada más que aquello que sonaba. Una banda de viento metal en un valle nevado tiene que ser toda una experiencia. Incluso el chillido de un grajo que aletea entre las ramas de los chopos es una octava más agudo, y esa nitidez es lo que hace comprenderlo mejor: es sin duda un grito de alarma, de frío, de no ver ningún gusano en semejante lápida sin inscripciones, o de haberse perdido. Los grajos ven más que nosotros, pero aquí no hay nada que ver. Esa luz blanca restallante tiene que ser más agresiva incluso para ellos, que se emboscan para huir de los deslumbramientos.

Entiendo su actitud porque los escucho mejor. La acústica es perfecta. Las voces no reverberan ni se desvanecen, son de límites tajantes, y ese timbre cristalino pronuncia universales del significado. Algo se ha movido entre los desmayos de la acequia y Galán prorrumpe en roncos ladridos, que no resuenan por el valle como de ordinario, no tan orfeónicos, pero sí más nítidos, más afilados, probablemente el sonido que escuchen los gatos, no el ladrido pánfilo que a veces oímos nosotros sino el bramido potente que avisa y amenaza. Yo mismo pego un grito que casi no me da tiempo a escuchar, y en todo caso lo oigo más por dentro que por fuera. No sé qué habrán pensado los mastines.

12.1.21

Hielo

Cuaderno de invierno, 23



Hemos amanecido con unos interesantes dieciocho grados bajo cero. Ya David Haskell hizo el experimento de salir de casa con esta temperatura y desnudarse, a ver qué se sentía. Doy por bueno lo que cuenta en En un metro de bosque, aunque el proceso de atrofia, descoordinación, somnolencia y alucinaciones que conduce a la risa sardónica ya lo había leído en la novela de Tolstoi de la que hablabábamos el otro día. Me limito a sacar a los mastines del invernadero, que han pasado la noche tan ricamente bajo un techo de nieve acristalada. El cubo de agua que les metí no se ha helado, pero el que les dejé afuera es un bloque de cristal. Nos damos los buenos días y cuando salen frescos y alegres Galán se pega un resbalón en la escalera que casi se rompe los colmillos. Y eso que ellos tienen más agarre. A los cinco minutos estaban en un cuadrado de sol que ilumina parte del caminillo. Se conoce que tienen reservas, porque los pájaros no se paran más que un momento en ningún sitio. Si no se calientan con los músculos voladores, como dice Haskell, las plumas no sirven de aislante para semejante frío. En los días de nieve que llevamos solo he visto una bandada de grajos merodeando por los maizales y un pájaro carpintero que volaba entre las ramas y de vez en cuando hurgaba en las grietas de las cortezas de los árboles, por si había algún insecto escondido, pero es verdad que estaba muy poco tiempo y volvía a salir a escape. En verano son difíciles de ver porque se confunden entre el follaje, pero ahora su verde brillante cruzaba por los grises azulados como un pájaro pintado en un fondo sin color.
Poco más he visto antes de meterme otra vez corriendo a casa. Los cipreses, tan resistentes, tan invernales, han virado a un blanco pícea mortuorio, las ramas sostienen cabizbajas bloques marmóreos de nieve. A los aligustres se les han quemado las hojas, ahora son de color morado casi negro, del color de los miembros congelados, y les cuelgan mocarros de hielo. Las varas de las yucas parecen espadas, y las del plumífero están negras, recubiertas de pelusa hexagonal. Las alambradas forman en sus rombos cortinillas blancas y las hierbas son alambres conservados en hidrógeno puro. Pero las cañerías han resistido y no nos hemos roto ningún hueso. Tampoco se puede pedir mucho más.

11.1.21

Camino

Cuaderno de invierno, 22



Ha bajado la niebla y el valle amanece con aire espectral. En los árboles más cercanos, porque los otros no se divisan, quedan copos disformes, como algodón de azúcar congelado. El parte dice que saldrá el sol pero estará helando todo el día. A media tarde llegaremos a los nueve bajo cero. Es un día estupendo para leer a los rusos, pero cuando salga el sol habrá que seguir haciendo camino. 
    Ayer abrí un sendero para no estar de un lado a otro como funambulistas del hielo. Me acordaba, al dar paladas, de Amarcord, el pasadizo entre la nieve. Aquí solo llegamos al medio metro pero la sensación es como si hubiera habido que cavar una trinchera. Pero cunde más de lo que había imaginado, y se luce, que son las dos ventajas que hacen un trabajo soportable. A falta de zapa de campaña, pesa más la pala que la nieve. Manejándola de frente se quitan los ampos gruesos, leves y compactos, que se pegan al metal de la pala y hay que sacudirla golpeándola contra el suelo. Pero luego hay que usar el canto para rascar las placas de hielo, que saltan como las losas. Esto es mejor hacerlo de derecha a izquierda, a ritmo de guadaña, como si estuviéramos segando pipirigallo, o como cuando recogemos el montón de arena que han deshecho los mastines. Finalmente conviene rascar el suelo con un cepillo de púas metálicas, la anchura de cuyo soporte marca y perfila los bordes del sendero, y arrastra grumos amarillos diminutos, los últimos restos del hielo, que son los que se cuelan por los poros y abren las grietas que cuartean las aceras. La nieve se ensucia enseguida.

El sendero culebrea cuesta arriba desde la puerta de casa hasta la verja de la entrada. El cemento mojado se ennegrece todavía más con la presencia de la nieve, sus paredes son como las de una cantera de mármol tallada con un pico. Cuando veo la escena de Amarcord solo pienso en el que, sin decorados de cartón, cavaría la zanja entre la nieve, pero no en el trabajo que le costó ni en las veces que tuvo que agachar el lomo y sacudir la pala, sino en la meticulosidad con que lo hizo, lo vertical de las paredes y lo blando de las curvas. No es muy útil porque no pienso ir a ninguna parte, pero el temporal hay que capearlo con elegancia.

10.1.21

Azul

Cuaderno de invierno, 21



Por fin asoma el azul del cielo, apenas una sombra sobre la línea que dibujan las muelas. Es un hermoso añil que no sé si será señal de que escampa, de que vienen lluvias o de que llegan días de hielo. Leyendo esta madrugada Una tormenta de nieve, la novela corta de Tolstói, además de relamerme con su estilo terso, preciso, transparente, cuidadoso y bien podado que hace avanzar por la lectura con el sosiego con que un témpano discurre por el río, me he fijado en que los personajes aguantan bien la nieve, aunque tengan que viajar por la estepa en mitad de una ventisca y la nieve borre las líneas del camino y oculte los postes de correos. Los caballos trotan sin dificultad y los pasajeros discuten sin angustia por dónde tienen que continuar. Lo que todos temen es el hielo. Van sin rumbo, no ven nada, pero saben que, si ataca el hielo, es entonces cuando están perdidos.
Ese tímido asomarse del azul ha sido solo, me temo, con la primera luz. La sábana blanca almidonada ya ha vuelto a tapar el cielo. Las fotografías de la batalla de Teruel se quedan cortas comparadas con lo que veo desde la ventana. De los arbustos apenas se distingue alguna rama, la nieve cubre casi entero el tronco de los cerezos. En los páramos de más arriba (lo más parecido a Novocherkask, a orillas del Mar Negro, que es donde sucede la novela), el cielo y la tierra son solo dos tonos de blanco, el blanco agrisado del cielo, de fondo plomizo, y el blanco más intenso de la tierra, como un litopón lavado con azulete. No hay más. La única perturbación es que la línea del horizonte no es recta del todo, pero los volúmenes han sido igualados por un inmenso edredón. Un poste de la luz, allá lejos, es lo único que relaciona la imagen con el mundo conocido.

El espectáculo inquieta y fascina. La naturaleza se ha dejado caer sobre sí misma con una autoridad apabullante. No se la puede combatir, en todo caso puede uno rendirse a su poder, adaptarse a ella. Un ligero vientecillo, por lo que veo, se ha sumado a la fiesta. Ha dejado de nevar. Ese viento está petrificando la nieve. Es urgente despejar con la pala el camino, rascar del suelo todo lo que pueda resbalar. El azul ha desaparecido por completo.

9.1.21

Tormenta

Cuaderno de invierno, 20



El único desperfecto por el momento es una rama del pino grande que ha cedido bajo el peso de la nieve. Ahora yace, con las acículas todavía frescas, sobre el suelo blanco restallante, apenas hollado por los caminillos que han abierto los mastines. Sospechamos que no será la última. Este pino es muy corpulento y creció un poco torcido, en lo alto de un talud. Las ramas que dan al sur le pesan más al tronco que las otras. Aunque también es posible que esta rama fuera desequilibrante, y que la nieve haya hecho un ejercicio de poda natural que mantenga al pino en su sitio hasta la siguiente tormenta épica. 
Pero ayer me entretenía con las líneas blancas sobre las ramas negras, y hoy vigilo cómo se comban las más viejas. La nieve puede acumularse un palmo largo incluso sobre un centímetro de manzano. Las ramas largas de los cerezos, que nunca se han podado, van adquiriendo un perfil de pagoda, abriéndose como las hayas. Tan sólo apuntan al cielo las más altas. Algunas de curvatura preocupante las he intentado varear un poco. En el silencio helado casi se confundían los desgarros de la rama con el crujir de la nieve. Al caer los grumos helados, la rama respingaba un palmo por lo menos. Pero no se podía estar. A pesar de ir bien pertrechado, con botas de montaña y polainas de hule, la nieve me llegaba hasta más arriba de la rodilla. 

Galán me abría paso y despejaba el sitio. Es curioso que cuando la nevada se ha puesto seria los mastines se han aplicado a su labor pastoral, y Galán va delante y Morena detrás, y mientras meneo el ramaje inútilmente, los dos merodean o se tumban a observarme. Entre semejante cantidad de nieve, les debemos de parecer ovejas asustadas. Eso sí, ayer ya no tuve con ellos más contemplaciones, me salió un ramalazo autoritario y los obligué a pasar la noche en el invernadero. Harto de que se burlasen de mí atornillándose en el suelo cada vez que los quiero meter, me llevé los comederos a una terraza donde ya no tenían escapatoria. Con el estómago lleno mostraron una actitud más dialogante y no hubo que empujarlos siquiera para que se metiesen a cubierto. Morena, cansada de vagabundear por rincones húmedos, ha dormido a pierna suelta. El otro, tumbado junto a los cristales, vigilaba la nieve.

8.1.21

Temporal

Cuaderno de invierno, 19



El hombre del campo no disfruta de la nieve. Se alegra pero desconfía, que no es un buen modo de gozar de nada. Se alegra porque una buena nevada de varios días llena los veneros y asegura el riego con más parsimonia que la lluvia fina. Pero no es lo mismo disfrutar del espectáculo a cubierto y en lo alto que estar dentro de la nieve. La belleza está manchada de amenaza: no es solo quedarse aislado (eso, a fin de cuentas, no deja de ser una bendición), sino que la nieve puede helar los pastizales, derrumbar techumbres, tronchar árboles o reventar canales, por no hablar de los rebaños que se quedan atrapados, « y allí se quedan yertos, / cubiertos por la nieve los corpulentos bueyes», dice Virgilio, y caballos que revientan del esfuerzo agotador, y lobos ancianos que no remontan los neveros y pierden a la manada. Aun sin salir de casa, ir a por leña es luchar encorvado contra la ventisca, pisar firme y no perder de vista los chupones de las canaleras, que si se rompen y te alcanzan te descabellan.

Es el primer inconveniente con que uno se encuentra al vivir en el campo, que la lluvia es hermosa pero provoca desbordamientos, que la nieve da paz pero pesa demasiado. Cinco kilómetros río arriba hay un pantano al máximo de su capacidad. Los hielos infiltrados en las grietas de la presa son puñales en el cuello de los campesinos. Solo con que se vieran obligados a desaguar, el río inundaría los bancales, y las acequias que lo acompañan desde las laderas se desbordarían sobre huertos y casas de labor. Imagino las noches de un masovero con nevadas como esta: vería helarse los ricios de los trigales, oiría balar de hambre a los corderos, y rezaría a un santo de palo por que nadie se pusiese malo ni los víveres escaseasen. Porque la nieve ayuda siempre a llegar tarde, a perderse en un lienzo borrado, o a morirse de frío.

Intentaré, yo que no tengo vacas, disfrutar de su hermosura, ver cómo el blanco azulado devora las sombras grises, y que los demonios de su mala fama no me perturben el sueño. Los mastines se han negado en redondo a ponerse a cubierto. Cuando tienen frío, corretean un buen rato y entran en calor. Quizá sean ellos los únicos que saben calibrar el verdadero alcance del temporal.

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