30.10.07

LA SENSUALIDAD PERVERTIDA, 1


Hago un alto en Guerra y paz para leer La sensualidad pervertida, de Pío Baroja. En noviembre siempre toca hablar de don Pío, y este año me he salido de las novelas célebres y de las itzeanas, las de Aviranetas y Zalacaínes, para recordar viejas aficiones y buenos momentos. Guardo un recuerdo inmejorable de aquella primera lectura de Las ciudades, la trilogía que, junto con César o nada y El mundo es ansí, incuye también esta novela. Me recuerdo adolescente deslumbrado por la nitidez con que se explicaba el mundo tal y como lo veía yo y tal y como lo quería ver. Por un lado, me identificaba con esa manera de ir por la vida sacándole defectos a todo el mundo, pero no para difamarlos o fastidiarlos, sino como aquel que sopesa las consecuencias antes de meter la pata. El problema de Luis Murguía con las mujeres era la explicación a por qué yo, por más esfuerzos que hacía, nunca conseguía que un proyecto amoroso fuera más interesante que la independencia. El adolescente tiende a ser excesivo, y la alternativa a la soledad era ir siempre detrás de las tías, domar a palos la timidez y, una vez cumplida la sagrada misión, sentir una decepción morrocotuda. El don Juan español se lava las manos y corre a por la siguiente. El Baroja que a mí me llegaba tanto cambia de amistades y se aleja de reproducir los tópicos perejiles a tan temprana edad.
A Luis Murguía también le daba miedo ligar con aquellas mujeres que luego no paraban de exigirte cosas, ese florero tiránico que yo veía en algunos de mis amigos. En otros veía la pareja perfecta, pero siempre lo consideraba una cuestión de suerte, no de actitud. Sin embargo, más allá de las hormonas, lo que me apasionaba era ese pesimismo de Baroja que jamás llegaba al nihilismo, precisamente por lo que esto tiene de pose, de falsedad. Siempre salía, a la vuelta de alguna página, un aldeano tierno, una mujer fresca y sonriente, un abuelo que lee a Virgilio, tipos que ribeteaban el relato de razones para seguir amando la vida.
Pero era esa vida, la vida de principios del siglo XX, un mundo de vagones de tercera y cafés llenos de humo, de tipos pintorescos que vivían sin trabajar pero su ocio les costaba dedicarse a tareas románticas y extrañas. La vida como un viaje de invierno, como mirar las vacas desde el tren, pasar la noche en una pensión de gente huida, cada uno de cuyos huéspedes tiene al menos media docena de líneas novelescas que contar; mirar desde el balcón el bulevar de una ciudad extranjera, meterse a leer a Schopenhauer o charlar con un pintor polaco al que sólo se le despierta el talento cuando se muere de hambre. Me sentía cómodo viviendo entre aquellos personajes de grandes bigotazos, oyendo hablar a las modistillas o a los chicos de la calle, sentándome a observar mujeres elegantes en los veladores de un hotel, damas rusas que iban recorriendo Europa y vivían la única vida que merece la pena ser vivida, la vida del viajero, del que viene al mundo a echar un vistazo y escribir la siguiente página de su diario. Baroja excluía de mi mente las largas horas de angustia, las miserias hormonales y esa pregunta desabrida que dejamos de plantearnos cuando no nos apetece volver a escuchar la respuesta.
La sensación era un poco rara, porque yo me sentía cómodo en un mundo desagradable. Baroja, el estilo de Baroja, consiste precisamente en algo que nunca consiguió. Una novela escrita con semejante concepto de la humanidad, donde el que no es tonto es un facineroso, tan desesperanzada, tan triste, sin embargo a mí me parecía el lugar adonde habría querido vivir. Lo ves esforzándose en describir lo desagradable que es el ser humano, pero sus palabras te llenan de afecto a la humanidad, no esos afectos filantrópicos y grandilocuentes, sino un afecto de mesa camilla, de cristales mojados y paisajes verdes, de mujeres posibles y libros antiguos. Lo mismo que me reafirmaba en mi misantropía me hacía sentirme feliz y, si la expresión tuviese sentido, más humano.
Pero aún había otro rasgo en los protagonistas barojianos, y sobre todo en este, en Luis Murguía, que me parecía como esas definiciones de ti mismo jamás tan bien explicadas y que aguardan en un libro a que las leas. La gran perversión de Murguía era su incapacidad para obviar. La gente es feliz porque olvida, porque no se plantea las cosas como son, porque no sopesa las catástrofes ni teme a los disgustos, porque se recupera de las heridas y no le importa volverse a subir al coche. Había un grado de inconsciencia general en los demás que es lo que a ellos les hacía felices y a mí me los representaba como seres limitados, insensibles y en el fondo peligrosos. Alguien con semejante capacidad de recuperación y de olvido debe hacer sufrir a los demás. Al mismo tiempo, esa conciencia absoluta de lo pringaos que somos todos actuaba como relajante, como certeza que servía de excusa para mantenerme a prudente distancia de los otros. De los unos para que no me hiciesen daño, y de los otros, la mayoría, porque me resultaban insoportables. Baroja me enseñó que ir a tu aire no es un problema de insociabilidad sino de coherencia y de amor propio.
Ahora, muchos años después, leo a Baroja con la inercia taxonómica que había cogido con Tolstoi, y lo primero que me sorprende es su método, algo que entonces para mí era imposible de detectar, tan embebido como estaba con la novela. Ahora rastreo las causas técnicas de aquel embebimiento, y lo primero que me encuentro es una cuestión de medida. La novela es como el argumento de cien novelas. Los personajes reciben una descripción eficaz para el conjunto, para el ambiente, no porque nos vayamos a acordar de ellos si vuelven a salir. De cada uno se nos cuenta una historieta, se le exprime en pocas líneas su epopeya en esta vida, se emite un juicio rápido y se pasa al siguiente personaje, y luego a la siguiente ciudad. A veces lees páginas de las que ahora se sacarían tres o cuatro novelas de quinientas páginas. Baroja va pasando de los tipos a las casas, de los rumores a las pensiones, de los pensamientos breves a las descripciones, muchas de ellas hilarantes por malhumoradas. Hay una docena de recursos, de topica, que va alternando con la minuciosidad de un artesano y la improvisación de un artista: aquí falta una sonrisa, aquí vamos a relajarnos contando un cuento, ahora este personaje lo aguanto una página, ahora una de señoras gordas, y así hasta que, por una razón interior, invisible, ajena a los entramados argumentales, porque no hay ninguno, va creciendo en el lector la idea de la novela, la impresión final, el recuerdo matizado de un viaje que, a estas alturas, si no es posible, por lo menos es comparable con el que en realidad he hecho. Leer este libro es como abrir un diario de primera juventud donde está escrito todo aquello que de ningún modo vas a ser. Y tengo que decir que, en términos barojianos, el resultado no me parece mal, y en un libro de Baroja mis cinco líneas no destilarían antipatía sino, en todo caso, una cierta curiosidad.

27.10.07

GUERRA Y PAZ, 3-BIS



El príncipe Andrei y el joven Nikolai Rostov se encuentran cuando el uno es consciente de la catástrofe que se les viene encima y el otro improvisa mentiras heroicas. Andrei no puede comprender el desbarajuste de los mandos, y Rostov se crece con la emoción de la parada militar: “Todos, terminada la revista, estaban más seguros de vencer de lo que habrían podido estarlo después de dos batallas victoriosas”.
A través de estos dos personajes vamos a ver al general Kutúzov y al mismo Emperador, las dos caras de esa parte de la guerra, y también, en cierto modo, dos formas de ver el arte de la novela. Y aquí entra Weyrother, un general alemán especialmente imbécil. Abundan estos personajes idiotas, planos, pero muy útiles. Gente como Anatole, individuos secundarios que el narrador desprecia, pero no tanto como para que no le sirvan de contraste. Este Weyrother, estúpido y engreído, como son, en general, los alemanes que aparecen en la novela, trae debajo del brazo un plan de batalla al que nadie presta la menor atención porque parte de una hipótesis absurda: que Napoleón se quedará quieto en el sitio que más les convenga a las tropas aliadas. Andrei quiere intervenir, pero nadie le invita a que lo haga. Mientras el pomposo Weyrother explica su plan de soldados de plomo, el general Kutúzov se duerme. No le importan los planes. Por cómo actúa luego, da la sensación de que es de aquellos viejos militares que sólo entienden de tácticas sobre el terreno, de su experiencia como estratega y de su olfato militar. Aun con todo, antes de que todo empiece, el propio Kutúzov ha avisado a Andrei de que todo va a ser un desastre.
La imagen que tenemos de Kutúzov, hasta ahora, es la de un generalote amodorrado por el perfume de su propio prestigio, hundido bajo el peso de sus medallas. Pero llega la batalla, y sale el militar. El episodio de la aldea sirve para subrayar sus dotes: no se debe poner en fila india un batallón ni siquiera para atravesar un pueblo, que es lo primero que, según los planes de papel, han hecho las tropas rusas.
Andrei no entiende semejante diálogo de sordos: “¿No podía hacerse todo de otra manera? ¿Acaso por simples consideraciones cortesanas y personales se pueden arriesgar miles de vidas y entre ellas la mía, la mía?” Pero, al mismo tiempo, se debate entre el miedo a morir y las ansias de gloria. Los rusos vuelven a ser engañados por Napoleón (gran pieza de mando y desprecio de la vida –ajena- su arenga a las tropas, poco antes de entrar en combate), y en medio de la estampida de las tropas rusas, que han caído entre las brumas, sólo Kutúzov resiste con firmeza, y Andrei, lleno ahora de valor, se comporta igual que antes Bagration: espolea las tropas, se pone al frente con la bandera y es rebasado por los que van a morir, que lo saludan.
La derrota de los aliados es total y tanto Andrei como Nikolai Rostov sufren las consecuencias. Rostov, cegado por la púrpura, encuentra por fin al Emperador, sentado debajo de un árbol, llorando como un niño. ¡Y aun así lo admira! Andrei, por su parte, es herido y se desvanece como un cadáver. Cuando Napoleón pasa delante de él, se equivoca: “He aquí una bella muerte”, dice. Así como Rostov logra ver al Emperador, e inflama su amor por él aun viéndolo en tan patética situación, Andrei ve a Napoleón, que ahora le parece un ser inmundo que se regodea confraternizando con los prisioneros, a los que incluso felicita por su valor. El príncipe Andrei, desahuciado, queda al cuidado de los lugareños.
La sensación es la de que un primer círculo se ha cerrado. La idea stendhaliana de ir a la guerra y ver de cerca al Sire se ha cumplido, pero inversa y desdoblada. No hay más grandeza que la profesionalidad de Kutúzov. Los héroes son despreciables, pero dentro de la batalla los sentimientos son muchos y muy encontrados, algunos llenos de heroísmo trágico; otros, de ambición ególatra. Entendemos mejor a Bagration ahora. Él, como Kutúzov, hace lo que, en términos militares, conviene hacer, y las órdenes le dan un poco lo mismo. Lo que hay que hacer, en ese estado de paroxismo que produce semejante infierno, es coger la bandera y llevar el ganado a la lucha, antes de que una huida caótica sea todavía peor.
Así, podríamos pensar, en una novela no valen tanto los planes como los destinos, y todo lo que se idea cae destrozado por la fuerza interna de la narración. Y la pregunta, que no cometeré el error de contestar, es si Tolstoi se comportaba, al escribir la novela, como Kutúzov o como Weyrother. ¿No sería un contrasentido, después del repaso que le da a este personaje, que Tolstoi lo tuviera todo planificado de antemano?

GUERRA Y PAZ, 3


La primera parte había estado dedicada a la paz y la segunda a la guerra. La tercera ya es una fusión de ambas, pero siempre con ese sentido de la estructura transparente que sin embargo no se debe confundir con eso tan feo de dejar al aire la carpintería. Porque la parte de la paz se desdobla, otra vez, en Pierre y Andrei, y tiene a Vasili como vínculo. Pierre es rico y el príncipe Vasili le endosa a su hija Elena con ayuda de todas las meninas que cacarean a su alrededor. Vasili quiere hacer lo mismo con su hijo, el estúpido Anatole, y viaja a la granja de Bolkonski, el padre de Andrei, a ver si pesca a la pobre princesa María, que es talmente Betty la fea.
Pero ese mismo coro de mujeres revoloteantes es el que se asusta con la carta del joven Nikolai Rostov desde el frente, la carta en la que les narra su herida, y en la que calla las condiciones poco gloriosas en que la recibió; sencillamente, se cayó del caballo, pero “contar la verdad es muy difícil y son pocos los jóvenes capaces de hacerlo”. Rostov ya se había caído paulinamente antes, cuando sufría sin entender nada, pero ahora la caída real no le hace los mismos efectos. Es, por cierto, el mismo efecto inverso que sufre Andrei: de no saber en qué demonios consiste la guerra, o descubrir su condición mezquina, pasa a sentirse arrebatado por el fragor de la batalla.
La sutura es perfecta. Se nos ha empezado a hablar de Andrei a propósito de Betty la fea, y luego, en escena de folletín, ha aparecido Rostov. Cuando la narración se traslada al campo de batalla sólo sentimos, en el cambio de capítulo, las ganas de un cambio de postura en un sillón o de un café, pero la narración no se nos parte. El equilibrio consiste, precisamente, es que claramente cambiamos de escenario y de mundo, pero nos guían personajes que habían ido cobrando relevancia en el final de la parte anterior. La misma autonomía de los capítulos hace que no sea tan diferente el cambio de la granja de Bolkonsky a las proximidades de Austerlitz. De hecho, el cambio de escenario divide la acción en tres de forma bastante proporcionada: en San Petersburgo, el príncipe Vasili capta a Pierre. De la ciudad pasamos al campo bucólico, de la mano de Vasili, y de allí, llevados por la familia de Andrei, al campo de batalla.
Algunos detalles sobre esas tres escenas:
Pierre se encuentra, al principio de esta tecera parte, en una situación parecida a la de Andrei nada más marcharse a la guerra: el príncipe no entiende la guerra, precisamente porque empieza a comprenderla, y Pierre no entiende la paz. Andrei quedó confuso entre los cañonazos de los franceses y Pierre entre los cañonazos casamenteros del príncipe Vasili.
Hay un pasaje de esta escena especialmente divertido, y eso que, según dice el tópico, y todos hemos repetido, Tolstói no tiene sentido del humor. Cuando el príncipe Vasili pone a huevo a su hija Elena para que Pierre la pida en matrimonio, Pierre no puede hablar. Desde el principio se nos ha estado contando la anécdota de Serguéi Kuzmich, la del hombre que no pudo hablar, que no pudo pasar de la primera línea de su discurso. Es una anécdota tan tonta como flojas son las risas de quienes la corean. Cuando a Pierre le pasa lo mismo, allí solos los dos, en un rincón del ángulo oscuro y por ahí, la escena es dantesca. Todos están cansados de la fiesta que organizaron para cazar al palomo. Las damas se sientan en el suelo y los hombres dejan de hablar y se echan una siesta, todos en el mismo salón. Es como si hubiesen metido en el corral dos perros a ver si se aparean, y los respectivos dueños, que se acaban de conocer, se cansan de decir banalidades y de hablar de perros y se callan un buen rato, igual si estuvieran en la consulta del médico.
Así que el príncipe se harta y decide actuar. Acaba de pasar su esposa. “¿Ya?”, le pregunta él, y ella niega con la cabeza como si se tratara de un parto difícil. Entonces el príncipe entra y, sencillamente, lo da por hecho. Abraza a su hija como si se acabase de enterar, como si la madre hubiese informado por fin al despistado padre que no entiende en cosas del corazón. Se salta la declaración de amor por el morro, y Pierre está tan aturdido que no sabe por dónde le vienen las balas. Vuelve a desoír los sabios consejos de Andrei al principio de la novela, esa cruda descripción del matrimonio, y sale de escena herido y cautivo del enemigo, que es como, en términos reales, termina esta parte el príncipe Andrei.
La segunda localización es la finca del príncipe Bolkonsky. Como lector me gusta mucho que los personajes se vayan al campo; que, después de una intensa historia urbana, baje la música industrial y empiecen a escucharse los pajarillos. Es el silencio después del griterío amoroso de San Petersburgo, una casa en la que los criados saben que Bolkonsky está de mal humor porque pisa con toda la planta del zapato. Otra vez los zapatos. Su hija María, en cambio, pisa con los tacones, y sólo con eso ya nos imaginamos su falta de garbo.
Los dos son personajes interesantes. Bolkonski quiere a su hija, la princesa María, más que a sí mismo, y está dispuesto a hacerle ver que Anatole sólo va detrás de la Bourienne, la institutriz de María, pero este acto de redención no es más que el egoísmo del viejo que no quiere quedarse solo. No todo es amor, ni todo perspicacia, ni todo virtud. Pero a todo vence su decisión marcial de dejar a su hija que tome libremente su propia decisión, muy al contrario de lo que hará el chulángano de Anatole, a quien su padre, el príncipe Vasili, le obliga a casarse con quien él mande, aunque sea tan fea.
Cómo se pasan todos con la fealdad de María. El padre, de tan buenos sentimientos, se la pasa por la cara. Anatole se ríe de ella. Su institutriz y Lisa (la mujer de Andrei, que está a punto de parir) tratan de componerla un poco, pero entonces le ocurre como a esas chicas que vemos en las bodas a las que sus madres, tratando de mejorarlas un poco, las han vestido de lo que no son. El peinado les ensaima la cara y los rizos son ridículos, y miran con esa mezcla de pudor y de fastidio de quien se avergüenza de llevar semejantes perifollos. “Endiabladamente fea”, sentencia Anatole, que se va a casar con ella.
Pero ahora viene una curiosa cuestión de proporciones. En tempo de Tolstoi es como el de un carruaje que no se para nunca, pero cuyos caballos nunca corren tampoco. Se nos puede contar el frenesí de una batalla, pero los tiempos son los tiempos y nada va más deprisa. Voy a copiar un párrafo que lo dice mucho mejor, y que, a mí por lo menos, me sirve de poética, de declaración de principios narrativos.

Como el mecanismo de un reloj, la máquina militar, una vez iniciado el movimiento, no puede ser detenida hasta que llegue a su término; e igualmente, antes de que les llegue el turno, las piezas que no han sido puestas en marcha permanecen inmóviles. Traquetean en sus ejes las ruedas, se traban sus dientes; los pesos chirrían y giran rápidamente, pero la rueda vecina permanece quieta e inmóvil, y se diría que puede seguir así cientos de años; pero, si una palanca hace presa en ella, la rueda, obediente a ese girar sucesivo, se pone en marcha ruidosamente y acaba incorporándose a una acción común cuyos fines y resultados ignora. Y como en el reloj, cuyo complicado movimiento de incontables ruedas y ejes no produce más que el deslizamiento imperceptible y regular de la aguja que indica el tiempo, el resultado de todos los complicados movimientos humanos de aquellos ciento sesenta mil rusos y franceses –con todas su pasiones, deseos, arrepentimientos, humillaciones, sufrimientos, exaltaciones de orgullo, de miedo y de entusiasmo- vino a ser tan sólo la pérdida de la batalla de Austerlitz, llamada la batalla de los tres Emperadores: es decir, un lento desplazamiento de la aguja de la historia universal sobre la esfera de la historia de la humanidad.

Pues bien, este tempo colosal sufre, en la granja de Bolkonsky, una inesperada aceleración. En un par de páginas se nos cuentan hechos para los que Tolstoi, de tomárselos en serio, habría utilizado un centenar. Se trata de cómo, cada cual a su manera, las tres mujeres de la casa se sienten atraídas por el imbécil de Anatole, y como, en un solo párrafo, Anatole busca y espera y seduce y se pega el lote con la institutriz y los ve la princesita, que estaba muy enamorada de su joven príncipe. Se nota que Tolstoi lo ha contado demasiado rápido para sus costumbres, pero en Tolstoi todo está muy bien pensado, todo significa algo. No hay desfallecimiento posible.
Las razón que se me ocurre para explicarlo no es que Tolstoi quiera pasar de puntillas sobre un asunto excesivamente sentimentaloide y folletinesco, sino que lo quiere reducir a su condición de adorno, de cosa sin importancia. Le niega la consistencia narrativa para mostrar su desprecio. Lo cuenta rápido para juzgarlo. Y la verdad es que la escena resulta como si de pronto los personajes de una película se ponen a andar muy deprisa porque se ha desbaratado la velocidad del proyector, y entonces sus dramas verosímiles nos dan un poco de risa.
Betty la fea, la princesa María, no obstante, brota después de aquello como una flor. Le dice que no al gilipollas de Anatole, pero se lo dice porque lo ha visto achuchando a la Bourienne en el invernadero; sin embargo, en vez de preparar una venganza, que es lo que toca (¡menudo filón para un folletinista, porque se iban a llevar a la institutriz a su palacio de recién casados!), Tolstoi practica un hermoso gesto de redención. La princesa podía ser fea e incluso tonta, pero de pronto, vestida como un monigote, dice: “Mi vocación consiste en ser feliz con la felicidad de los demás”, y no odia a la institutriz sino que se compromete a hacerla feliz. En ese momento nos vamos del campo y, ya en la ciudad, llega la carta de Nikolai Rostov, desde el frente, que recibe su madre compungida y sus hermanas asustadas.

23.10.07

OTOÑO


El nuevo Prado se inaugura el día 31 con unos viejos conocidos, la colección que colgó durante mucho tiempo en las paredes del Casón del Buen Retiro y que lleva diez años metida en un almacén. Recuerdo que nada más entrar, a mano derecha, había un inmenso cuadro de Muñoz Degraín, Los amantes de Teruel, una cosa mortuoria, de cirios apagados y cutis de mármol frío. Pero allí había también sorollas luminosos, madrazos impecables, y cientos de cuadros lúgubres y cuarteados, casi todos llenos de muertos. A principios de los 90 puedo asegurar que era uno de los sitios más apacibles de Madrid. Ibas allí por las tardes y no había más que algún anciano que se quitaba las gafas para mirar desde muy cerca los detalles del cadáver. Los conserjes dormitaban o hablaban con ese leve exceso de voz con que hablan los curas en las iglesias o los enterradores en los cementerios. En todos los museos hay que estar callados, claro, pero aquello era un lugar de recogimiento sombrío, un desván de otro siglo donde uno se refugiaba, nada más llegar a la ciudad, del desconcierto del ruido, del exceso de vida.
En ese museo, en esta colección que inaugurará el edificio de Moneo, descubrí, por error, a uno de mis artistas favoritos, Vicente Palmaroli, de quien vi una vez un minúsculo retrato de un pintor en un huerto que era la viva imagen del mundo en el que yo quería vivir. El cuadrito, de pronto, desapareció, y yo siempre estuve seguro de que era de Palmaroli, no sé por qué. El caso es que me interesé por él, ese aspecto de Flaubert castellano, pálido y rechoncho, calvo, con media melenita. En cada cuadro nuevo que encontraba suyo las figuras estaban más tiesas, los rasgos eran más fúnebres y las escenas más insulsas. Era un buen pintor sin ningún talento. Pero su obra, en aquel mausoleo de cuadros de salón, era el complemento ideal y recóndito que yo buscaba, quizá en otoño, como ahora, componiendo gorigoris. Allí estaba el fusilamiento del general Torrijos, con los muertos menos muertos que los vivos, y dramones medievales que exhalaban el aroma del terciopelo antiguo, lleno de polvo, entre ellos los cuadros inconmensurables y siniestros de Muñoz Degraín. A ese señor le dedicamos una calle, quizá por haber pintado un cuadro tan espantoso. Por cierto, el cuadro diminuto que me había maravillado, según descubrí después en un catálogo, era de Sorolla.

22.10.07

GUERRA Y PAZ, 2


Pocos capítulos tan afortunados en la historia de la literatura como el que relata Stendhal de la batalla de Waterloo vista por un estupefacto y enloquecido Fabricio del Dongo. Aquí está citado casi directamente: “Todo lo que sucedía era tan extraño, tan distinto de cuanto él había esperado”, dice Tolstoi del príncipe Andrei. “Para qué habré venido”, se pregunta el joven Nikolai Rostov inmediatamente después. Lo stendhaliano es lo primero, el hecho de no entender lo que pasa, ni las causas de lo que pasa, ni mucho menos los efectos de lo que pasa. Tolstoi había dado con el punto de vista, la guerra como una sucesión de acontecimientos incoherentes, como algo que sólo tiene sentido en su perspectiva cenital, pero que, en cuanto desciende a la escala real, se convierte en una farsa grotesca.
Desde arriba, desde los planos, lo sucedido en Schoengraben es muy interesante. El general Kutúzov, en clara retirada, envía un nutrido contingente a entorpecer el avance del ejército francés. A su mando, el curioso Bragation; entre sus oficiales, Andrei Bolkonsky; perdido entre la tropa, Nicolai Rostov. La idea es que Murat, al frente de las tropas francesas, se crea que ese es todo el ejército ruso, y que, seguros de su victoria, se permitan unos días de tregua para recuperar fuerzas antes de destruirlo. Napoleón se da cuenta enseguida y le estira de las orejas a Murat en una carta que llama la atención por la sencillez del poder absoluto. De modo que da orden de ataque.
Todo esto está muy bien, así como las heroicas maniobras del capitán Tushin o la cobardía manifiesta de Zherkov, o bien, en el lado de los soldados, la epopeya clásica de Dolójov, un personaje de Dostoievsky que se cuela en el campo de batalla. Algunos son curiosos. El príncipe Bragation parece no enterarse de nada. Es como esos jefes inútiles que escuchan con desprecio las sugerencias de sus subordinados y al final consienten que se lleven a cabo. Tolstoi, una de cuyas mejores virtudes está en no decirnos lo que tenemos que pensar sino en mostrárnoslo, nos informa de que su valor entre la tropa era eso, el valor, la imagen del ardor guerrero. Y así parece cuando se pone al frente de la tropa y empuñando el sable anima con sus gritos a la soldadesca y se adentra en una nube de pólvora, a charretera descubierta, al encuentro del enemigo. Entonces prende la mecha del ejército y la misma fuerza que incuba el miedo se expulsa en forma de valor ciego, unos soldados se animan a otros y, justo cuando el fuego enemigo puede alcanzarles, la marea rusa adelanta a su príncipe, que de inmediato se queda en la retaguardia. Es decir, servía para llevar al ganado y achucharlo contra el enemigo, y, por supuesto, quitarse de en medio.
Esto lo vemos todos pero sobre todo lo ve Andrei. En la última escena de la segunda parte del libro primero, con los altos oficiales cenando ricamente con cuchillo y tenedor, se escenifica el significado exacto de a lo que se dedica Bragation. Todos hablan como cazadores que han perdido la mitad de su rehala pero han cazado unos cuantos venados magníficos. Lo único que hay que justificar es que se ha perdido un cañón, pero nadie habla de las bajas. Hay hasta un mentiroso compulsivo, Zerkhov, que gasta bromas mientras fuera del cuartel de campaña los soldados agonizan. Todos saben que miente, todos saben que es un cobarde, pero parece hacerles gracia su conversación.
A todo esto, soldados como Dolójov, creo que es Dolójov, pillados en un mínimo desliz del que no es culpable pero sí responsable, un caso de hurto sin mayor importancia, están dispuestos a dejarse la vida matando franceses para limpiar su honor castrense, se torturan con su conciencia y con su inteligencia (Dostoievsky puro), y libran su propia batalla. O como el joven Rostov, que siente una herida en el brazo como lo que es, y no lo que creíamos que era cuando se nos informaba fríamente de que a este o al otro soldado le habían volado una pierna. Los muertos parecían no gemir, pero a Rostov le duele un brazo, y ese dolor le despierta en su contradicción fundamental: tener conciencia de hombre, de ser humano, en un ámbito en el que todos la han perdido. A través de él Tolstoi nos da una muestra del verdadero dolor de una batalla, el del brazo que te pesa treinta kilos, y, a través de Andrei, de la verdadera condición de la guerra, una sistemática degradación de la condición de individuo, un uso puramente práctico de la carne humana.
Y todo esto está contado en un crescendo en el que se van alternando los distintos planos, el estratégico cenital y el sangriento a ras de suelo, con multitud de pequeñas escenas en las que no se huele el miedo sino una jornada laboral cualquiera. Los soldados no piensan en la muerte, o no piensan en que morir sea malo. Hay uno que pide un vaso de agua para no morirse como un perro, mientras otro reprende a unos soldados que trasladan a un cadáver. Para qué, si ya está muerto. Son cientos de pequeñas imágenes, de escenas junto al fuego, o entre los arbustos, o al frente de un avantrén, o muertos debajo de un caballo. El adjetivo que siempre me sale es el de ‘imperceptible’, porque lo es el modo en que va creciendo de tensión la escena, porque lo es la norma por la que nos describe más o menos escenas de relleno, o el punto de sutura general que hay en cada una de ellas, pero todo avanza como un mar bravío hasta la impactante descripción de la batalla y la cínica escena final.
Ya sabemos, en fin, lo que es la guerra. Ya lo sabe el príncipe Andrei, ya lo sabe Nikolai Rostov. Curiosamente, Tolstoi incide varias veces en un pequeño detalle, sobre todo al principio, cuando Kutúzov va a pasar revista a las tropas y los soldados tienen que cambiarse dos veces de ropa porque el general no los quiere ver de gala sino de campaña. Entonces el problema estaba en los zapatos. No estaban en buenas condiciones y había que reparar las botas como fuera. La ironía trágica nos inunda porque sabemos que gracias a ese mal calzado ganarían la guerra, y lo perderían todo. Ese inmenso sacrificio, ese inconcebible precio de la victoria es el que está, desde el principio, escrito en esa minucia.

21.10.07

GUERRA Y PAZ, 1-BIS


Unas palabras sobre la traducción. El azar y la bibliomanía son responsables de que en mi estudio haya cuatro ediciones distintas de Guerra y paz. Dos clásicas, la de las hermanas Andresco en la benemérita Aguilar, y la de Alcántara en Planeta; y dos modernas, la de Gala Arias en Mondadori y la de Lydia Kúper en Muchnik.
Pero esto es nuevo. Yo siempre he leído en la edición de Planeta de finales de los 70 (aunque mi edición es de 1988), y nunca he echado de menos ninguna otra. Además, la introducción de Eduardo Mendoza es una pieza maestra, uno de esos textos fetiche a los que de vez en cuando recurro cuando temo que la prosa se me está llenando de polvo. Pero es verdad que, a pesar de que la traducción se lee bien, suena un poco, digamos, adusta, en el sentido en que puede ser adusta la traducción que escribió Valverde del Ulises, quizá no tan exageradamente, porque Valverde siega cualquier brizna de sentido del humor que sale a su paso. Bien es verdad que Tolstoi tampoco se permite bromas, pero hay algo, no sé, una musicalidad que se echa de menos.
Esa música está en la bellísima traducción de las hermanas Andresco. El primer capítulo lo he leído en ella porque hay pasajes, sobre todo las escenas de jardín, que parecen escritos para una sonata de Valle-Inclán, o fijándose en ella. Quiero decir que la misma prosa adopta la voz de las circunstancias, algo que a mí me parece la marca de un gran prosista y que en ruso no sé si aparecera, porque yo, de ruso, no tengo ni puta idea. Sólo se decir tobarich, que es el mote que tenía, in illo tempore, un amigo demasiado ingenuo.
De entre las modernas, alguien me regaló, con toda la buena intención del mundo, la de Mondadori, porque es muy bonita y, a pesar de su volumen, pesa poco. Y no me extraña, porque se han pulido todo lo que les sobraba. Está llena de errores (no de traducción –no lo sé-, sino de redacción y de composición) y la prosa me resulta forzada y pobre. Eso sí, la portada es estupenda.
Y queda la que más manejo, la del Taller de Mario Muchnik, a pesar de que la prosa tampoco es tan buena como la de las hermanas Andresco. Yo no sé si Tolstoi mete tres adverbios en –mente en el mismo párrafo, o incurre de vez en cuando en rimas internas, pero esta traducción sí, de vez en cuando, así como en versiones fraseológicas que no me suenan nada naturales. Pero, en general, es muy agradable de leer, y por lo que he leído significa el resultado de largos años de estudio y traducción. Esta especie de garantía de calidad, de que es todo el texto y que está traducido directamente del ruso bastaría para quedarse con ella y dejar a un lado la música de las Andresco, pero a su favor tiene otro punto importantísimo: es la más cómoda de leer.
Descontando la de Mondadori, la de Planeta es incómoda, pesa un huevo y la letra es muy pequeña. Las hojas no están cosidas sino pegadas, como en las ediciones de clásicos populares, y eso hace que uno no pueda ir desvirgando el texto, abriendo del todo las páginas para que se queden quietas y no vuelvan a cerrarse cada vez que mueves el dedo. Lo del cosido en pliegos es fundamental.
Ese cosido tampoco lo tiene la de Aguilar, por la desgracia de que no pude hacerme con la original y me conformo con la edición barata de los kioskos, hecha poco menos que en fotocopia y con un papel que apesta a cloro y que, si tardas demasiado en leer una página, acaba deshaciéndosete entre los dedos. La letra es muy pequeña y la reproducción la engorda. El tomo es exagerado de grande y las tapas de plástico tienen una punta que se te clava en el esternón.
De modo que leo la de Lydia Kúper. El editor utiliza una caja más pequeña, una letra más grande y un papel más fino, pero nunca transparente. Las 1.400 páginas de la edición de Alcántara se convierten en 1.800 aquí, pero con una tipografía Aster 11 muy cómoda de leer, muy clara, muy transparente. Supongo que en determinados episodios recurriré a las hermanas Andresco, aunque sepa que traicionan la solemnidad inconmovible del maestro. Pero escriben tan bien…

20.10.07

GUERRA Y PAZ, 1


La primera sentada me lleva a la primera unidad orgánica de la novela, la primera parte del libro primero. Es una historia stendhaliana. El protagonista emerge entre los nombres inequívocamente rusos igual que la lengua francesa le va poniendo música a los diálogos. El héroe es Pierre, más en la onda de Fabrizio del Dongo que de Julien Sorel, porque Julien tiene que ascender en una escala social en lo alto de la cual vive cómodamente Fabrizio. A Julien le mueve la ambición realista, y a Fabrizio el romanticismo bélico. Son las dos caras de Napoleón, y Pierre Bezújov parte de la más romántica. Igual que Fabrizio, está atacado por el spleen muelle de los señoritos. Da un disgusto típico de señorito, un escándalo callejero, a su padre moribundo, el conde Bezújov, quien tiempo atrás, y por los manejos de Anna Mijáilovna, dejó toda su fortuna a Pierre, después de reconocerlo como hijo legítimo, de modo que una bandada de princesitas intrigan y conspiran a las órdenes del príncipe Vasili. A todo esto, el personaje más interesante de todos, el príncipe Andrei, hizo a Pierre empeñar su palabra de que no daría ningún escándalo, poco antes de protagonizarlo. Pierre, desterrado en su hogar paterno, lo recibe todo del padre, pero quiere irse a la guerra.
Es un argumento de novela corta. Hay un jaleo deliberado de príncipes y de princesas por donde va circulando la veta principal. El argumento se resuelve como anécdota, perfecto para seguir interesando y no tan importante como para ocultar que la gran construcción no ha hecho más que empezar. A un mundo de folletín le corresponde un argumento folletinesco. Los manejos de Anna Mijáilovna para dotar a su hijo Boris suponen una elegante jugada de ajedrez mediante la cual se asegura el agradecimiento de un heredero inesperado como Pierre. La escena de las dos damas estirando de la cartera donde guarda el conde su testamento, en medio de sus estertores, ribetea lo grotesco, que es, supongo, el toque que Tolstoi le quiere dar.
A unos personajes ignorantes del horror que se les avecina les encajan las escenas de jardín. El gran drama es no dotar a un hijo y mendigar entre aristócratas soberbios. La guerra son cañonazos que suenan a lo lejos, muy débilmente, como si nadie supiera, ni quisiera saber, lo que de veras significan sus conversaciones de política exterior. Ese mundo era un gran baile de máscaras, y como tal es tratado, con toda la ironía trágica que concede el que seamos conscientes del destino inmediato de los personajes.
Eso es algo con lo que Vassili Grossman no jugaba. El destino ha estallado en su novela desde la primera página. Aquí, de momento, hay una primavera de violines principescos, un héroe romántico y un prometedor trasfondo histórico. Las cosas, al principio, siempre son todo lo bellas y despreocupadas que luego querremos, necesitaremos recordar.
Pero esta primera parte no termina con el melodrama de la herencia. En los últimos capítulos reaparece el personaje que más nos gustó, Andrei, que se va a la guerra por aburrimiento, porque está harto de su mujer y porque sabe, un poco imprecisamente, que debe guiarse por su sentido del deber. Fue él quien aconsejó en San Petersburgo a Pierre Bezújov que no se metiera en broncas de niñatos. Pierre no fue capaz de cumplir su palabra, y el premio, irónicamente, es que se ha hecho inmensamente rico de la noche a la mañana. Los dos, en cambio, irán a la guerra.
Su aparición tiene lugar en el campo, en casa de su padre, el príncipe Bolkonski, adonde va a dejar a su llorosa mujer, que está embarazada. La importancia argumental de la herencia se equilibra con una escena campestre que viene a cerrar la del principio, la conversación entre Pierre y Andrei, de modo que quedan abiertos los dos cabos y las anécdotas ocupan el sitio que les corresponde. Desde un punto de vista dramático, esta escena no añade nada que no supiésemos, pero el ardor guerrero del príncipe Bolkonski nos pone en trance de empezar la segunda parte, que ya, sí, sucederá en un campo de batalla.

18.10.07

VIDA Y DESTINO 1


Las doscientas primeras páginas de Vida y destino, la novela de Vasili Grossman, no me han acabado de gustar. No se trata de defectos técnicos, menuda insolencia, sino de una forma de tratar los temas que deja por sentado de quién te tienes que compadecer y a quién debes odiar. Bien es verdad que el ambiente que se respiraba en los primeros años 40 en Europa no era para ir dudando demasiado, ni por el lado de los rusos sometidos a Stalin ni por el de los judíos esclavizados o exterminados por los nazis. Los personajes, por lo menos los personajes que hasta ahora me han aparecido, son víctimas de la situación, y eso aclara tanto como estrecha, quiero decir que las cosas fueron como fueron (y el testimonialismo tampoco es algo que me entusiasme) y que las posibilidades trágicas de los personajes quedan limitadas a la desgracia de encontrarse con el diablo.
La solapa de la novela dice que es “la Guerra y paz del siglo XX”, y la verdad es que desde que empecé no he dejado de sentir ganas de abandonarla y volver a meterme de cuajo en la de Tolstoi, porque en Tolstoi, por así decirlo, todo el mundo tiene una oportunidad, que es la premisa imprescindible para que todo el mundo pueda enfrentarse a una situación trágica. Y también pensaba en Tolstoi ayer tarde, al escribir deprisa y corriendo la bernardina para el periódico, que no fue la geórgica, demasiado cursi, sino la titulada Tipografía. Allí hablaba de la transparencia de los tipos, y en realidad pensaba en la transparencia del narrador. Tolstoi es, más que transparente, incorpóreo. La novela está escrita con la velocidad exacta, con la distancia oportuna, con la medida pertinente, aun a pesar de las homilías que de vez en cuando suelta el escritor. Junto a ella, cualquier novela con ambiciones épicas queda o demasiado suelta o demasiado ligada. En el caso de Grossman, encuentro, a veces, una disfunción entre la velocidad al narrar y la densidad de lo narrado, en unas proporciones que no siempre son las que uno puede imaginar, es decir, a veces me parece lento y ligero y otras rápido y apretado, y aún otras denso y moroso y otras, las que más me gustan, alegre y fluido. Hay muchas variantes y un solo punto en el que casan todas: Tolstoi.
De modo que la comparación no ayuda. Es posible que en 1960, cuando se terminó esta novela y no pudo publicarse, el mundo no tuviera ya tatuado en su cerebro lo que pasó en la Segunda Guerra Mundial. Quiero decir que cuarenta años después resulta dificilísimo vencer la iconografía globalizada de aquellos días. En 1960, por ejemplo, tampoco había libros como Stalingrado, de Anthony Beevor, que es otro de los libros que, según van llegando las escenas bélicas, más me apetece consultar.
Lo que sí respeta Grossman, la enseñanza de Tolstoi que desarrolla y profundiza, es que cada capítulo está contando desde un planteamiento nuevo: ahora una descripción mitlitar, luego una carta de una madre, más allá una escena chejoviana, después, o antes, una disertación sobre el tiempo (sobre la percepción del tiempo), y así sucesivamente. En la medida en que esa estructura compone un mosaico que, según las normas de la modernidad, es la única forma de contar lo sucedido, la novela me sigue interesando; pero, al mismo tiempo, en la medida en que soy consciente del entramado, que me es evidente la carpintería, Tolstoi me sigue volviendo a engatusar.
Vaya drama que tengo yo esta tarde, no sé si seguir leyendo Vida y destino o aparcarla unos días y correr a los brazos de Guerra y paz. A este paso no me va a dar tiempo a leer a los planetas de este año ni al Premio Nacional de Literatura. Qué lástima.

17.10.07

TIPOGRAFÍA

El periódico El País se dispone a cambiar su formato. La tipografía ya no será Times New Roman sino una nueva que se llama Majerit. También dicen que van a dejar de llamarse “diario independiente”, un gesto de honestidad que se agradece y que debería secundar el resto de periódicos generalistas.
La letra Times 12 es la que Bertrand Russell, hace una pila de años, señalaba como tipografía estándar del mundo civilizado. Ahora van a cambiarla por otra “que se lee más deprisa”, con un ‘se’ que, dicho sea de paso, no sé si indica pasividad u obligación, que de todo podría ser. Es el tópico sobado del mundo veloz y de las propias limitaciones como vara de medir. Quien lee un periódico con prisas no lo disfruta, y quien necesita una u otra letra para leer más o menos rápido es que no está muy acostumbrado a la lectura. Bien es verdad que la Times, símbolo del humanismo moderno, se está quedando como tipografía para carreras de letras, para melancólicos y amantes de lo antiguo en general, mientras que la Arial parece reinar en los escritos de ciencias y entre la gente resoluta y muy pagada de sí misma. Yo mismo a veces, tan aficionado como soy a la fisiognómica y a la caligrafía, me intereso por el tipo de letra que usa la gente en su ordenador para matizar algo mejor la impresión que me produce su aspecto. Nunca encontré a un poeta que usase letras futuristas, y después de Russell creo que son pocos los matemáticos que quieren escribir con la tipografía de los novelones.
De todas formas, la ventaja que comparten Times (y similares como Garamond) y Arial (y similares como Verdana) es que son tipografías neutras, signos de presencia desapercibida. En las publicaciones locales, por ejemplo, es muy frecuente que el político de turno, para que quede más bonito, imponga una tipografía exagerada, a veces incluso de colorines, tan bonita que cuesta olvidarse de ella y centrarse un poco en lo que se está leyendo. La belleza y la rapidez dependen de lo que se dice y de cómo se dice, pero de un tipo de letra sólo depende la transparencia, y todo lo demás molesta.
Y en el fondo siempre ha sucedido así. Un grupo de investigadores de Zaragoza (¿!) ha rehabilitado como fuente para el ordenador el tipo Ybarra, del siglo XVIII, quizá la única tipografía clásica española de uso común. Se la ve vieja y algo emperifollada (bellísimas las cursivas), pero también se ve que los tipos son más amplios y están más separados, que ha sido concebida con un propósito de claridad, no de velocidad. Y la verdad es que últimamente la uso y nadie me lo reprocha, nadie se queja de que mis palabras sean más difíciles que antes, ni más lentas, ni menos independientes.

16.10.07

GEÓRGICA


Los chopos más viejos ya están amarillos en lo alto de las copas, la muerte se les derrama. Los chopos jóvenes, en cambio, se van pelando desde abajo, y sus primeras hojas caen como papelillos de fiesta que brillan en el mediodía. Pero a estas alturas del otoño la mayoría de los árboles siguen enteros. Las últimas lluvias los mantienen con las hojas tersas, pero ya son de un verde viejo, denso, acartonado. Tan sólo los arces, árboles urbanos, utilitarios, están ya casi pelados. Les quedan, de sus flores bordes, racimos vacíos que cuelgan de las ramas como telarañas.
Las hojas de las parras vírgenes, moradas y arrugadas, tiemblan a la espera de una volada de aire que las tire al suelo. También las bignonias, las de las trompetas encarnadas, diluyen su verde pálido en tonos cobrizos que avanzan por las nervaduras de las hojas, como si se fueran quemando desde dentro. A su lado, las madreselvas clarean de vez en cuando pero continúan creciéndoles los brotes. Pasa lo mismo con la grama reseca, que ha sido invadida por la trebolina, igual de fresca que si fuese primavera.
No todos los árboles se secan como los chopos. Los frutales que estuvieron a la sombra sólo amarillean al principio de los brotes nuevos, en la cepa de las varas que habrá que podar en febrero. En los perales más expuestos al sol, sin embargo, se secan antes las últimas hojas del ramón, las altas varas tiesas que también habría que cortar.
Pero es pronto. Ya se hace tarde pero sigue siendo pronto. Las hojas todavía piensan que van a morirse en la rama, y cambian poco a poco de color. Ni los cerezos ni los manzanos ni los ciruelos dan síntomas de otoño. Ni siquiera las hojas frágiles del sauce. Demasiado pronto para los membrilleros, que apenas darán pomas este año; una helada tardía les quemó las flores, y ahora las ramas no se comban bajo el peso de los frutos. No habrá este año en las alcobas el olor de los membrillos. Para compensar, miro las parras cuajadas, este año más dulces que de costumbre; sus hojas, todavía verdes, un poco apergaminadas, que, al contrario que la bignonia, empiezan a secarse por los bordes. Cuelgan hermosos los racimos de uvas, casi todas tintas, cubiertas con el vaho de la intemperie.
Al otro lado del jardín, en su particular primavera, brotan los crisantemos y algunas margaritas blancas. Entre sus hojas lobuladas, de un verde claro y sin brillos, crecen los botones prietos, y aún quedan quince días para ver salir los pétalos, para cortarlos antes de que se desparramen, y llevarlos al cementerio.

10.10.07

MEMORABILIA


Diario de Teruel, 10 de octubre de 2007

La Ley de la Memoria Histórica está dando lugar a una serie de graciosos contrasentidos. Para empezar, tiene toda la pinta de ser un clavo, quizás el último, en el ataúd de lo que se trata de recordar. Es decir, aprobamos la ley para olvidarnos del tema. Quizá por eso se ha retraído ERC de sumarse a su aprobación, porque tiene todo ese tufo injusto de las leyes de punto final, aunque yo más bien creo que su actitud forma parte del folklorismo izquierdista tan caro a su líder, esa cosa tan emocionante de cantar himnos patrióticos con la barbilla en alto y de pensar que una república es, por definición, una república de izquierdas, justa y enrollada. El diario póstumo de Anna Politkóvskaya, que se vende hasta en el Sabeco, es una muestra bien reciente y memorable de cómo puede degenerar una república democrática en pleno siglo XXI. Y todos los nacionalistas de izquierda (otro contrasentido) comparten ese ramalazo entre paternal y soberbio de quien considera una indecencia estar de acuerdo en algo con el vecino.
Pero la simetría de la intolerancia y del olvido llegó al otro extremo del Parlamento, a la derecha curamerina, para quien el pasado no existe ni ha existido nunca, para quienes no sólo no hubo una guerra con mil muertos diarios durante tres años sino que tampoco hubo un partido que se ha pasado otros tres años clamando por la verdá. “Hay que mirar al futuro”, dice ese prodigio de profundidad intelectual que es Ángel Acebes, antes de interpretar uno de sus silogismos para idiotas.
Ni al PP más chillón y ni a la folklórica ERC les interesa tomarse en serio, es decir, recordar sin más, conocer lo sucedido, la página más salvaje de nuestra historia. Los dos han olvidado que es más importante la buena vecindad que la pureza ideológica. Unos quieren perpetuar los papeleos y las condecoraciones, y otros eliminar la historia como ciencia, cuando de lo que se trataba era de algo tan elemental como enterrar a los muertos, y acordarse de ellos.
La Ley de Memoria Histórica no debería ser una ley de reparación sino de obligación, la obligación del Estado de que todos los ciudadanos sepan hasta qué extremos de odio puede llegar un ser humano. Eso no se recuerda con himnos partisanos ni bombardeando el cielo de beatos, ni cambiando la historia como si fuera una noticia del corazón.
¿Y luego dicen del Rey? El Rey es nuestro placebo. Sabemos, porque nos lo han dicho, que no sirve para nada. Pero a lo mejor ese no servir para nada puede resultar muy útil, porque supone la garantía de que nunca lo sustituya un político con complejo de Putin. No llevará dentro ningún remedio, pero por lo menos no da dolor de cabeza, ni quita el sueño, ni adormece, ni nos borra la memoria.

7.10.07

LOS TOROS EN INVIERNO

I

Las obras de recrecimiento de la tapia le han llevado a Bernardo dos semanas de intenso trabajo. Madrugaba para dejar las vacas arregladas y después de cargar el material en la camioneta se iba a la masía de Palomitas y allí se le pasaba la mañana poniendo ladrillos y silbando el pasodoble Puerta Grande, que a Bernardo le gusta mucho. Para que no le falte la obligación en todo el año, Bernardo lleva a pastar a la masía un par de vacas de las que se ocupa él mismo de criar sin piensos compuestos para la matanza. Pero esas vacas andan sueltas por el monte y sólo se recogen si llueve o cae una nevada, se amarinan entonces junto a la masía y Bernardo las mete en el corral que ahora servirá para guardar un toro de la ganadería de los Herederos de don Eduardo Miura, número 37, de nombre Pocapena, como el toro de Veragua que le sacó un ojo a Granero, el famoso ojo de Granero.
Ya sólo le faltaba reparar el murete de lascas que flanquea el camino hasta la casa, de modo que los arreglos para encerrar al toro le han permitido unos días más de planes y acarreos, de proyectos y presupuestos, de favores y de lumbagos, una vida múltiple y variada que es la vida que Bernardo siempre ha querido llevar.
La masía es herencia de su madre. Está a media hora de la Iglesuela en coche, bastante más allá de Cantavieja, de donde era ella, pero le sosiega ir un par de veces por semana con su padre y arreglar un poco los animalicos y almorzar. La casa está en un bancal encosterado, al abrigo de una loma y asomada a un barranco suave que se une con el riachuelo. La pendiente permite que por la parte de atrás, a la puerta del sobrado, haya plantado un saúco, y por la parte de delante se pueda cultivar un huerto porque casi está a la altura del río Palomitas. La construcción es más ancha que profunda, guarda ese aspecto de gallina clueca de las masías, y la misma tapia que la protege del barranco y recrece la terraza es la que sirve de corral, un buen corral de diez metros de profundidad y veinte de anchura, doscientos metros cuadrados de recrecimiento.
Como no tenía tiempo de dedicarse a la mampostería, Bernardo compró ladrillos macizos y tochos de cemento que iba rellenando a medida que los calzaba. Los sábados y los domingos que siguieron a su viaje a Sevilla, cuando fue a cerrar el trato con el ganadero, Bernardo los pasó recreciendo la tapia después de arreglar a las vacas. Y levantó dos burladeros, uno junto a la compuerta elevada por donde desencajonarían al toro y otro enfrente, delante de la entrada al gallinero, que a su vez comunica con la casa. Bernardo levantó sendos pares de columnas de cemento con una muesca longitudinal en los lados que se enfrentan de cuatro dedos de ancha y casi un palmo de profunda por donde meter los tablones de madera reforzada con planchas de hierro. Después de atender a las vacas y recrecer la valla por las mañanas, por las noches pensaba en la distancia que debe haber entre la pared y el burladero, suficiente para que quepa el hombre pero no pueda pasar el animal. Incluso ensayaba el gesto de caminar de lado que componen los toreros cuando entran en el callejón después del paseíllo y las personas importantes cuando se abren paso entre la multitud. Bernardo no está gordo, con treinta centímetros que ponga, pensó, sobra material.
Ahora necesita ayuda porque quiere instalar la compuerta de metal del desembarcadero, que será de guillotina, por supuesto, y Bernardo quiere que pueda accionarse con una carrucha desde fuera. Emiliano el herrero le ha cortado dos planchas que pesan un quintal, y también un armazón para encajarlas cuyo dintel forma un triángulo terminado en un gancho del que pende la carrucha. Bernardo dibujó algunos planos inspirados en el funcionamiento de los tajaderos que en días de abatimiento le parecen como los inventos del doctor Franz de Copenhague que leía de pequeño, pero cada vez que va a comprar o a vender vacas y se fija en los sistemas de fijación de compuertas para descargar los animales está más contento de su diseño.
En La Iglesuela ha empezado otra vez a hacer frío. Hubo unos días muy buenos justo después de Reyes pero estos días el hielo se ha vuelto a sentir. Esta mañana Bernardo tuvo que ir con cuidado por el camino porque la camioneta es un cuatro por cuatro pero la parte final del camino va ya muy empinada y pasa al lado de un barranco. Los charcos de barro se habían helado, las jaras y los espliegos estaban cubiertos de escarcha. Junto a la entrada del corral había unas dulcámaras color hidrógeno de hojas arrugadas, unas dulcámaras moteadas de bayas rojas de las que Bernardo quitó la escarcha con el dedo. Le gusta el contraste del rojo con la ausencia fósil de color.
Bernardo mira la plancha de hierro y calcula las posibilidades que hay de que pueda encajarla él sólo en las jambas de cemento del desembarcadero. Pocas, ciertamente. Las ruedas de un coche aplastan el hielo y la grava en la entrada de la masía. Bernardo mira desde el andamio que ha levantado en la zona de operaciones. Es el coche de Francisca. Bernardo y Francisca se saludan desde lejos con la mano, y luego Bernardo baja del andamio y Francisca se acerca por el caminito que bordea la tapia y se juntan y hablan.
Francisca es la única que conoce las intenciones de Bernardo. Él se lo ha ido contando todo porque era su tema de conversación cuando Bernardo entraba en la carnicería y no había nadie, y porque Bernardo no sabe mentir. Cuando Francisca pregunta qué haces, en el tono neutro de quien saluda, Bernardo explica los pormenores de sus inventos con una libertad que antes jamás hubiera tenido. Antes lo habría considerado una anomalía. Lo del miura está bien para imaginárselo, como un sueño secreto, como esas estupideces privadas que a todos nos endulzan la existencia. Pero ésta es verdad y Bernardo necesita poner sus decisiones en palabras. Necesita la confirmación de Francisca, que es quien más ha confiado en él. Ya sabe lo del miura. Sabe lo que pasó en la finca Zahariche y ha escuchado todas las dudas de Bernardo sobre si el tipo aquel que seseaba y llevaba las uñas amarillas no le estaría tomando el pelo. Francisca siempre le ha insistido en que no desconfiase. Nunca le ha insinuado siquiera que resulta un despilfarro gastarse diez mil euros en un toro para correrlo por la calle y después comérselo a la brasa. Bernardo lo cuenta porque necesita pensar que no se ha vuelto loco.
Así que, cuando termina de dar detalles sobre sus obras de recrecimiento, Francisca, que lo mira con los brazos cruzados (Francisca no es la carnicera grande y cascuda que todos nos imaginamos, Francisca es una mujer menuda de rasgos afilados, todo fibra), mira la valla, aprieta los labios y entorna la mirada, y entonces le pregunta:
–¿Y cómo lo vas a sacar de aquí?
Un viento helado azota el rostro de los dos. Francisca saca del forro polar un tubo de vaselina y se lo pasa por los labios. Bernardo mira el embarcadero recién hecho, las jambas de cemento todavía fresco. Francisca tiene razón. ¿Cómo embarcan a los toros bravos en las ganaderías?, ¿cómo consiguen que se metan en el cajón que los ha de trasportar? Sin embargo, antes de desmoronarse, antes siquiera de contestar, Bernardo ya imagina un estrecho pasillo de tubos de hierro, como un cajón de curas.
–Aún no está acabado, mujer –dice Bernardo, e improvisa todo lo que falta hasta que pueda embarcarse y desembarcarse sin contratiempos al toro Pocapena, de la ganadería de los herederos de don Eduardo Miura.
Francisca le acerca el tubo de vaselina.
–Toma, anda –le dice–, que llevas los labios en perdición.
Mientras Bernardo se unta los labios con vaselina, Francisca le formula una segunda pregunta.
–¿Y cómo va a llegar el camión hasta aquí?
El viento ha levantado una chapa del cobertizo que golpea sobre la tapia.
–Esos camiones son muy poderosos –contesta Bernardo, mientras envaina el tubo de vaselina, pero se lo piensa mejor–. De todas formas –dice–, voy a rebajar un poco el entradero porque estoy pensando que será mejor que el toro no tenga que subir la rampa para embarcarlo.
–¿Y te va a dar tiempo?
–¡No ha de darme tiempo! ¡Pero si el toro es para el fin de semana de San José!
–Ya.
Bernardo se saca un ducados del bolsillo del mono y se lo enciende. Habla mientras saca el humo.
–¿Qué te parece la tapia?
–Bien –dice Francisca–. ¿Ya lo has pagado?
–No. Quedé en ingresarles el dinero cuando me lo fuesen a traer.
–Ya.
Francisca camina hasta el final de la tapia y se asoma al bancal que hay por detrás. Gira la cara, el viento le revuelve la melena, lleva el rostro cruzado por mechones de pelo negro, y grita.
–¿Y la roya?
Bernardo se acerca mirando al suelo.
–Ahí arriba estaba esta mañana. ¿Ya la quieres llevar al matadero?
–No, aún no. Rodolfo me ha dicho que ahora tiene mucha faena, que la deje. Y aún no hemos acabado el meco del año pasado, así que no sé, igual la dejo. ¿Estaba por aquí?
–Por ahí por esas carrascas. Se junta con las vacas de Garrido. Ella y otra también roya están muchas mañanas hay arriba debajo de aquellas carrascas. Ya le he dicho a Garrido que no le dé pienso.
–La otra roya es de mi hermano. A ver si te las va a cambiar, que ese Garrido es un poco destarifado.
–Estaría bueno que me diesen el cambiazo con una vaca roya.
Bernardo dice eso y luego piensa que a lo mejor también le han dado el cambiazo con un toro miura. Ve a Francisca tensa, con los labios muy estirados, igual es solo por el viento. Bernardo desea que Francisca lo anime de algún modo, que le diga que todo está quedando bien, que no está haciendo ninguna tontería.
–¿No tenías que arrear las mulas para la leña? –le dice Francisca, y se retira el pelo de la cara. Bernardo piensa que a lo mejor solo ha venido a eso, a decirle que tiene que arrear las mulas para llevar la leña de la hoguera de San Antón.
–Sí –dice–, vamos.
Bernardo va delante con su camioneta. Va esquivando las roderas y dando botes y piensa que va a llamar a la ganadería y a decirles que lo han suspendido, que la comisión de fiestas ha decidido que no va a haber toro ese día y que no se molesten en traerlo. Se siente confundido, avergonzado. Francisca lleva razón. Es imposible sacar al toro de ahí si deja un embarcadero tan alto. A ver quién es el guapo que hace subir a una bestia feroz de casi setecientos kilos por una rampa de tablas y meterse en un cajón. Él solo no, desde luego. Qué locura, piensa Bernardo cuando llega al empalme con la carretera de Cantavieja, qué barbaridad. Una llamarada de vergüenza le sube por el estómago y le enciende la cara. No es capaz de concentrarse en resolver este nuevo problema. Y lo peor de todo es que sabe que Francisca no se fía. Ella lo empujó y ahora se le ve en la manera de frotarse los labios con el tubo de vaselina que teme haber ido demasiado lejos y en cierto modo también se siente responsable de la tontería que ha hecho, pero sobre todo de lo que pueda ocurrir. Cuando Bernardo tiene miedo sólo imagina calamidades.


II

–Po no sé, no sé –dice el mayoral de la finca Zahariche, en Lora del Río, provincia de Sevilla, cuando Bernardo le enseña el desembarcadero. Se rasca una cara más curtida que la de Bernardo, tiene los ojos hundidos, los labios borrados, las arrugas cicatrizadas. Bernardo de pronto piensa que el sol curte más que el frío. Detrás del mayoral está el camión con seis cajones manchados de paja y de mierda, Bernardo no sabe en cuál de ellos aguarda Pocapena con todo el cansancio del viaje.
–Yo, mirusté, si quiere lo meto y me marsho, ¿pero usté ha pensao cómo lo va a sacá daquí?
–Sí, ya está pensado –dice Bernardo.
–Bueno, bueno. Amo ayá entonse. ¡Niño!, ¡Rafaé!
Un muchacho que no tendrá más de quince años baja del camión. No lleva más que un anorak muy fino, el hielo golpea en su sonrisa de niño. A Bernardo el corazón se le sale por la boca, le tiemblan las piernas, sabe que aquello puede acabar como el rosario de la aurora. El muchacho de poco más de quince años es como los mozos que saldrán a correr a Pocapena, como Mario el hijo de la Estrella, como Juan el nieto de la Amada o como Vicente el del Mediero, como el mismo sobrino de Jaime Bellés, el hijo de Rodolfo, el matarife que ahora no tenía tiempo para matar la vaca roya. Todos estos muchachos saltarán sonriendo a correr a Pocapena como siempre han saltado los muchachos y como Bernardo también saltó cuando era mozo, pero nunca jamás ningún toro fue responsabilidad de nadie, y mucho menos una responsabilidad tan soberbia, como una rúbrica vanidosa: ¿No queríais toro? Pues aquí tenéis a Pocapena, el que le sacó el ojo a Granero en la plaza de Madrid. El niño tiene andares de torero.
–¿Es su hijo? –pregunta Bernardo–.
–No. Este e un afisionao –dice el mayoral, y le quita la ceniza al cigarro con las uñas amarillas, se lo pone otra vez en los labios y se sube a lo alto del camión. El mayoral camina por las tablas que tapan los cajones con sigilo, como si estuviera fregado, al llegar a la tercera destapa una trampilla y emite sonidos taurinos que Bernardo nunca emplea con las vacas. Son dos lenguajes distintos: Bernardo les habla como convenciéndolas, y el mayoral como si se acompañase con un látigo: yujaaa, ieu, ieu, hraaaa, etc. Luego se yergue, mira a Bernardo y agita una mano como indicando que la bestia está muy alterada.
El muchacho también se ha subido. Tiene pinta de maletilla, igual es de esos afisionaos que se escapan de su casa y duermen en los petos de las caballerías, como Manili, que le hizo un faenón a un toro de Miura en Madrid. “Lo toreé con los muslos”, dijo en aquella ocasión el diestro de Cantillana. El mayoral dibuja la maniobra con la uña retorcida, el muchacho asiente. El mayoral baja del camión y se mete directamente en la cabina, sin pisar el suelo, mientras el muchacho se sujeta con los mangos de las compuertas.
Entre gritos del mayoral y contestaciones de maletilla el camión se pega al portón del desembarcadero. El muchacho se dispone a levantar la compuerta que le preparó Emiliano pero no puede con ella ni sabe cómo funciona la carrucha. Bernardo se acerca con cuidado, como si ya fuese a entrar en los dominios del toro, y le indica con ágil movimiento de brazo que hay que girar el manubrio para que suba. El muchacho, con escepticismo torero, procede y la compuerta se levanta lentamente.
El mayoral se baja del camión, con la misma postura de piernas que si viniera en ese momento de su largo viaje, y se acerca a Bernardo.
–Entonse usté dise que el corral está serrao, ¿no?
–Sí, venga, mírelo.
–Bueno, bueno –dice el mayoral, que no quiere responsabilidades, y se vuelve a subir al camión. Los dos están subidos al camión. Bernardo se da cuenta de que si algo sale mal él no está subido al camión. No sabe dónde ponerse, así que sube por la escalinata de úes de hierro que clavó a la tapia y se acoda en las piedras. Cuando apoya los pies juntos sobre el fino hierro Bernardo siente que está temblando.
Un coche se acerca por el camino de la masía. Bernardo se vuelve y hace señas al mayoral para que detenga el desencajonamiento. Es Francisca, viene con la furgoneta. Junto a ella viene el padre de Bernardo, el señor Ramón. Bernardo baja de la escalinata de úes de hierro y les hace señas para que no se acerquen demasiado.
–Meteros en la casa hasta que veamos que la compuerta cierra bien –dice Bernardo, a quien se le acaba de ocurrir, al ver a su padre, que si la compuerta que ha subido bien no baja bien tendrían un serio problema.
El señor Ramón sale del coche, se acerca al camión y saluda al mayoral.
–¡Oiga!, ¿y usted cree que esa compuerta está bien hecha? –le dice, sin más preámbulos.
Bernardo llega por detrás, acompañado de Francisca.
–¿Por qué lo has traído? –le dice a Francisca, nervioso perdido, pero sin mover un músculo.
–Iba a venir él solo.
–¿Y cómo se ha enterado?
–Yo no se lo he dicho, desde luego.
Hace mucho frío pero Bernardo escucha la respiración de Francisca, está agitada de caminar entre las piedras.
–¡Vale, vale! –dice el mayoral, y procede a bajarse del camión.
Cuando Bernardo y Francisca llegan a su altura, el señor Ramón saca el paquete de Ideales y adelanta un pie para estabilizar el cuerpo mientras se lía un cigarro, y dice:
–Ese quinal se rompe con mirarlo, hijo mío –dice.
–La polea ya la he probado, padre –dice, con dignidad, Bernardo, y sus palabras son interrumpidas por un brusco golpe en el camión, una patada del toro que les deja callados hasta que la plancha de hierro se suelta y al golpear en la jamba de hierro forma un estrépito atronador. Cae como una guillotina que cortase las cabezas por aplastamiento, una guillotina de hierro de quinientos kilos, si llega a caer cuando estaba saliendo el toro le parte el espinazo por la mitad.
El torerillo levanta los brazos como si acabase de ponerle un par de banderillas al manubrio.
–¡Yo sólo lo he tocao, eh?
–Vamos a almorzar y ahora lo arreglamos –dice el señor Ramón, y lo dice con una autoridad que nadie discute.
–¿Tiene prisa? –le pregunta Bernardo al mayoral.
–¡No hombre, no! ¡Tié rasón su pare!
Bernardo está muy agobiado, pero le calma que el mayoral no se comporte como un borde. La perspectiva del almuerzo parece disipar la urgencia. No obstante, puntualiza:
–Yo aquí estamo hasta que usté diga, como si quié que me quee hasta la fiesta, pero eso..., amigo... –dice, y entorna los ojos para que Bernardo comprenda que habrá que pagar las dietas.
–No se preocupe –dice Bernardo–, no se preocupe.
En la cocina vieja de la masía Francisca descuelga una ristra de longanizas y busca detrás de una tela la sartén y la garrafa de aceite. Bernardo se acerca solícito.
–Te ayudo.
–Tú atiende a esos, no te preocupes, que no pasa nada.
El señor Ramón dice que va a mear y se pierde por la puerta del gallinero, al fondo de la cocina.
–Pues la habré subido y bajado lo menos cien veces esta semana. No me lo explico, la verdad, pero bueno, mejor que haya sucedido en el último momento –dice Bernardo.
–Sí –dice el mayoral.
Bernardo saca cinco vasos y una botella de plástico rellena con vino de Bordón. El mayoral bebe sin tocar el vaso con los labios. El muchacho declina el ofrecimiento con cortesía, está sentado muy tieso en la punta de la silla de enea y rechaza el vaso de vino. Bernardo no sabe si atenderlos, si ayudar a Francisca con las longanizas o irse a buscar a su padre, Bernardo cavó en la masía un pozo ciego e instaló un retrete con agua del aljibe pero el señor Ramón se empeña en mear en el corral.
–Er toroo... e mu güeno –dice el mayoral, y después añade:– Pero mu güeno mu güeno. ¡Digo!
Bernardo está por preguntarle que, si el toro es tan bueno, por qué no se lidia en Las Ventas, o en La Maestranza de Sevilla, y en cambio se vende por diez mil euros a la comisión de fiestas de La Iglesuela del Cid. No es momento para discusiones, ese hombre de acento tan difícil puede ayudar si la cosa se pone fea. Bernardo se siente calculador por un momento, y eso le alivia porque significa que no ha perdido los papeles del todo, que todavía puede hilar varias jugadas antes de iniciar un movimiento.
–¿Señora, quié que l’eshe una mano? –dice el muchacho, con vocecilla cascabelera, el rubio tupé muy levantado. Es como Camarón de la Isla cuando empezaba, cuando lo llamaban Camarón por lo transparente y lo rubio que era, esa sonrisilla permanente de quien acaba de pronunciar la voz ¡ele!
–Así que tú vas a ser torero –dice Bernardo, como por instinto.
–¡Sí señó!
A Bernardo le dan ganas de preguntarle por qué no está en la escuela con los demás chicos, pero se acuerda de la biografía de Belmonte que escribió Chaves Nogales, y piensa que a fin de cuentas este muchacho lampa con los mayorales pero no le saca brillo a sus antepasados.
–Este é un esparraguero –dice el mayoral–. ¿Sabusté lo que son lo esparragüero?
Bernardo sí lo sabe, pero dice que no.
–Pos c’ayá en Saharische, ande pastan lo toro, hay musho espárrago, ¿sabusté? Y si arguno sarta la vaya pa cogé un espárrago, y lo ve un toro..., pueee...
–¿Qué dice? –pregunta el señor Ramón.
–Un maletilla, padre, dice que el chico es un maletilla.
–Er toroo... –continúa el mayoral– estaba ya pa lidiá, sabusté, iba a lidiarse en el Puerto de Santa María, osú, pero se reparó dalante, sabusté, ná, un calambre, que se lo digo yo que lo he visto dende shico, y er toroo..., ná, a la mañana siguiente corría por la dehesa como si lo llevase Sataná.
Bernardo tampoco sabe si ha entendido todo, pero está convencido de que ese tipo le está engañando. El toro va a bajar del camión y estará renqueante, si no directamente cojo. Será un galdropo, un toro reumático, un cabestro que payasea, sabe Dios.
Se abre la puerta del corral y una ráfaga de viento helado tira las pavesas del cigarro que el mayoral de la finca Zahariche sostiene con sus uñas amarillas. El frío repentino y un estrépito de trastos que chocan contra las jambas al pasar la puerta detienen la conversación.
–Mira a ver, hijo mío.
El padre deja caer al suelo unas bisagras de hierro arrobinadas. Son las bisagras que sujetaban al muro el portón del corral de la casa vieja, antes de que quitasen los animales y pusiesen una barandilla de metal. Y también caen al suelo unas barras macizas de lo menos veinte milímetros de sección, unas barras que por los extremos llevan una muesca en espiral para que juegue con las tuercas. También caen al suelo unas tuercas gordas, y unos recortes de chapa.
El señor Ramón se espolsa las manos en las perneras. Bernardo ya se ha levantado de la silla. Francisca vuelve la cara, lleva una ristra de longanizas en una mano y en la otra un cuchillo. El mayoral y el niño giran sus cuerpos sin mover el codo de la mesa, la sorpresa los engríe.
–Ahí tienes estos hierros, hijo mío. Taladra el muro para encajar estas bisagras y en vez de tornillos mete las barras. Yo mientras tanto voy a armar un portón con los tablones del andamio. La taladradora la llevo en el coche, y también un motor y una garrafa de gasoil. Estaba buscando un alargador que yo dejé ahí nada más entrar al corral, pero no lo encuentro. Igual no lo necesitas porque la taladradora ya lleva un alargador ella. Acábate el almuerzo y vamos a arreglar esa puerta.
–Sí, padre.


III

El señor Ramón sostiene una cuerda atada al portón que acaba de armar con los tablones del andamio. Está escarramado al muro, a horcajadas, con los pies apoyados en los pernios de hierro. El mayoral y el muchacho esperan como los torileros de las plazas a que todo esté despejado para darle suelta al morlaco. Bernardo sujeta el portón abierto desde el otro lado, también a horcajadas sobre el muro, enfrente de su padre. Por un instante se concentra en las manos de su padre, mira las tabas de las falanges y la piel curtida que recubre apenas los tendones. Francisca los mira a los dos desde la ventana del segundo piso de la casa, la que da al gallinero y, un poco más allá, al corral grande recrecido.
Todo está listo y las voces cambian de tono igual que rugen los motores poco antes del banderazo. A Bernardo le viene el olor del toro, que está inquieto y da coces al cajón. El mayoral trata de calmarlo con gritos roncos y blasfemias. El muchacho se mantiene tierco. En el mismo instante que le costó ver las manos de su padre se da cuenta de que el muchacho está más tieso que de costumbre. En ese instante Bernardo sabe que el muchacho tiene miedo, quizá no tanto como él, que esconde las manos apoyadas en el muro por debajo de los muslos, para que su padre no las vea temblar.
El toro huele a macho. Bernardo está acostumbrado al olor de las vacas pero alguna vez ha ido a cubrir alguna y el semental olía a macho, a los sudores ácidos del macho, sobre todo cuando estaba muy excitado, cuando le estaban estirando de la anilla o cuando trataba de levantar todo su peso para encaramarse a lomos de la vaca. Muchos sementales pesan tanto que se parten una pata cuando se desenguilan y los tienes que sacrificar. El toro huele a pesar del viento pelado que les está cortando a todos la cara. Francisca se repasa los labios desde la ventana.
Y se eleva el tono de las voces y los hombres se gritan unos a otros que ya están dispuestos y con sus voces de lenguaje agropecuario van empujando la voluntad al que haya de partir primero, al mayoral que grita a todos y levanta la compuerta del cajón a pulso y de una sola vez, para que el toro no embista y la descuartice. El corazón de Bernardo bombea toda la sangre que cabe en la arteria gorda del cuello del mayoral cuando levanta la compuerta. Bernardo se queda mirando la sangre del mayoral en su cabeza.
Todo el mundo se calla. Sólo el mayoral arrea al toro, que de momento se ha quedado quieto, como si no estuviera. Bernardo lleva el corazón en un puño y el instinto le empuja un poco el cuerpo para ver si ve algo, pero pronto lo detiene la idea de que se pueda vencer y caerse dentro del corral.
–Ten cuidado, padre –dice, en un hilo de voz, instintivamente.
El padre no contesta. Desde su posición no ven nada, pero el toro está ahí, a metro y medio de sus corazones. Nunca estará tan cerca, ni olerá tan fuerte, ni dará tanto miedo.
De buenas a primeras los cajones del camión empiezan a temblar con las patadas del toro y Bernardo echa su cuerpo hacia detrás y se sujeta y cuando todo cesa ve a un torazo impresionante que baja por la rampa, llega hasta el muro llevado por el impulso y barbea contra la tapia para no topar, y gira un cuerpo enorme de setecientos kilos con la agilidad de un gato y trota unos pasos engallado hacia el muro de donde ha salido, hacia las dos figuras vivas que hay sentadas a horcajadas en el muro.
–Vaya piazo bicho –dice el padre, que es el único que conserva la calma y gira su cuerpo y apoya la mano derecha sarmentosa sobre el pantalón de pana, y se siente seguro.
Bernardo teme por sus vidas. Ese toro es más grande de lo que imaginaba. Los mira engallado y le tiembla el pescuezo y de la tensión se le menea la badana. Bernardo sólo ve la cornamenta. Es una percha de un metro de envergadura, veleta y astifina, con la mazorca como una gobanilla de gorda. El toro es colorado, pero lo salpican manchas blancas como harina o como nieve, no es berrendo porque las manchas no van a corros, Bernardo cree que es uno de los célebres toros sardos de Miura.
Bernardo no puede disfrutar del espectáculo ni concentrarse en repasar las tonalidades del pelaje y la conformación sus hechuras. Lo único que piensa es que un toro de casi setecientos kilos con semejante cornamenta sólo puede provocar una tragedia. Además tiene miedo. El toro escarba y se engalla y Bernardo piensa que el bicho está tan nervioso que si quiere puede saltar la tapia recrecida. Desde luego el cuerno puede llegar a sus pies y a los de su padre, los puede enganchar del pie y sacarlos al corral como aquel toro mató a Lucas el torilero en los corrales de la plaza de Teruel. Lo enganchó por un pie y luego le sacó las tripas.
El mayoral termina de encajar de nuevo la compuerta y es el primero en hacer un comentario cuando se enciende un ducados y saca las palabras entre el humo.
–¿Lo ve usté cómo no está coho...?
–Vaya piazo bicho –repite el señor Ramón, a quien no parece amilanarle la proximidad del toro. Las babas le cuelgan del belfo como hilos blancos enredados y gira el pescuezo a tornillazos, y mira a todo aquello que aun ligeramente se mueva, allá de donde vengan los sonidos, pero vuelve al cuerpo del señor Ramón, que imprudentemente lo ha llamado con otro lenguaje distinto del que usa el mayoral, como el señor Ramón ha llamado toda la vida a las vacas para darles de comer, a base de bisbiseos y piropos. Incluso al toro se le escapa llamarlo bonita.
–Iéh, bonita, pchiú, pchiú.
–Padre, por favor, no llame al toro –dice Bernardo, y el toro al oírlo se vuelve a mirarlo a él.
–¡Je, toro! –se oye desde la ventana. Francisca piensa que a los toros se les llama diciendo je toro, como en los tebeos.
El toro vuelve grupas, a Bernardo le fascina su extraordinaria facilidad. Para que una vaca se dé la vuelta tienes que acompañarla chascando la lengua. El señor Ramón aprovecha que el toro se ha vuelto para cerrar el portón y encajar la aldaba y descabalgar del muro. Bernardo hace lo mismo que su padre. El señor Ramón levanta una mano cuando ya tiene los dos pies firmes en la escalerilla de úes de hierro.
–¡Gracias, maja! –le grita a Francisca.
Bernardo tiene que apoyar la punta de la bota en el pernio y agarrarse luego a los hierros del camión para bajarse al suelo. Después rodea el muro y se sube por la otra escalerilla de úes de hierro que preparó donde tiene puesto el burladero. El toro aún no ha topado con el burladero.
El toro sigue mirando a Francisca, que está quieta en la ventana. Es entonces cuando Bernardo acomoda los brazos en la tapia y puede verlo por primera vez. La angustia ha cedido, ya reconoce sus colores. En efecto es un toro largo y zancudo, no está atacado de carnes, la caja es grande, pero está escurrido. La osamenta marca las líneas y afina los cabos. No es ese toro chato y recogido, ese toro albóndiga de las ganaderías comerciales. Es un miura de la casta de Cabrera, el heredero de las cuevas de Altamira, un sardo veleto cuyo perfil badanudo podría estar pintado en cualquier cueva. A medida que la mirada de Bernardo encaja la hermosura de las razas antiguas, se le va pasando el miedo, inexplicablemente, porque ese toro es más peligroso que cualquier otro. Es más peligroso porque es más salvaje y porque está más lejos de nosotros. No sólo se defiende de los bultos sino de la época.
El toro sigue emplazado en mitad del corral, aún no ha bajado la testuz, ni siquiera para escarbar. Pero ya no puede suceder nada más. El toro está quieto y de momento ya no puede pasar nada más. Bernardo piensa en lo que hará cuando se marchen el mayoral y el maletilla y Francisca baje a su padre con la furgoneta. Hasta entonces no hará nada. No quiere que nadie lo vea haciendo nada.
El mayoral se acerca junto al muro hasta las úes de hierro donde está apoyado Bernardo. Se apoya con sus botos de Valverde del Camino en una u y salta con oficio campero hasta lo alto de la tapia, la brinca y vuelve a bajar por las otras úes hasta el burladero.
–¡Bajusté sin mieo, señó!
El otro burladero, el que tapa la entrada de la cuadra, que a su vez comunica con la casa, es de madera gorda con columnas de cemento armado, pero este no es más que un tabique de ladrillos del ocho. Con esa cornamenta y ese baticuello le pega un tamparantán al burladero y saltan los ladrillos del ocho al otro lado de la tapia. Está lucido y pintado de blanco. Bernardo hubiese querido cubrirlo de rojo y pintar encima en amarillo el hierro de su ganadería, dos bes simétricas con una crucecilla en lo alto, pero le daba vergüenza.
Sin embargo el mayoral ha visto el grosor y la solidez del burladero y no le ha importado bajar. Se mueve por las úes con conocimiento de causa, y luego apoya los codos en el burladero. El toro está en el centro del corral, ya no le tiembla el pescuezo ni se le eriza el pelo, parece más tranquilo, pero no ha dejado de mirar a Francisca, que contempla todo desde la ventana, y se da vaselina en los labios.
Bernardo inicia las maniobras de descenso al burladero. Siente un vértigo atroz. Sus movimientos son torpes y se le vienen a la cabeza todas las pesadillas que sufre cayéndose de un puente, o de una muela, o de una ventana, o de una tapia. Siempre un resbalón del zapato que abajo se queda vacío. No es que haya perdido el equilibrio, sino que no le queda capacidad espacial. Sabe que si gira bruscamente la cabeza se vencerá. El mayoral lo ve bajar y se sonríe. Es la primera vez en su vida que Bernardo se siente torpe, y se acuerda, mientras desciende por las escaleras, de cómo una vez Juan Belmonte se sintió torpe al subir a un caballo, eso dice la leyenda, y poco después se pegó un tiro.
–¿Usted cree que esto aguantará? –dice Bernardo, cuando por fin apoya la barbilla en el burladero. El mayoral no hace ni caso.
–Er toroo, si usté le da bien de comer, er toroo va sé güeno.
–¿Vale con los piensos que le doy a las vacas?
–¿A la vaca de leshe? No, no. Eso de ninguna manera. La vaca, sabusté, si no están loca están giliposha. ¿No sa dao cuenta usté que dende que estamo en Europa la vaca son ma tonta? Yo le vi a da pienso der güeno que yevo. Que este no é una vaca leshera, compae, que este é un miura. Y también le vi a da otra cosiya pa que se la eshe ar pienso er día que lo vayan a corré –dice el mayoral. A Bernardo le ha dado la sensación de que al nombrar la otra cosiya el mayoral le guiñaba un ojo.
–Es impresionante –dice Bernardo, cuyo pulso se ha vuelto a sosegar.
–¡Digo!
–Vaya piazo bicho –dice el señor Ramón, que ya está encaramado a la tapia y se dispone a bajar también por las úes de hierro hasta el burladero.
Los tres se aprietan como pueden, pero han armado tanto jaleo acomodándose que el toro vuelve a ellos la mirada.
–Padre, por favor, esto es peligroso. Vámonos todos de aquí inmediatamente. Este tabique lo tira ese toro con un bufido, padre, hágame caso, acuérdese de Lucas el torilero.
–A ver –dice el padre– ¿de qué color es ese toro?
–Sardo –dice Bernardo–.
–Salinero –corrige el mayoral–. Er toro sardo tié pelo negro, además de blanco y colorao. Este toro no tié un pelo negro, ¿no ve usté?
En efecto es una mole impresionante. Carifosco, badanudo, enmorrillado, el toro de anormal envergadura que galopa entre las jaras cuando los llevan desde la finca Zahariche a beber agua del Guadalquivir. La badana pendulea entre las patas levemente separadas, como tensas para tirar de riñones y arrancar acometiendo con una fuerza descomunal. Bernardo está seguro de que si el toro topa contra el burladero, por mucho que metiera una malla metálica para armarlo, va a empotrarlos a todos en el muro. El toro está engallado y no mira de frente sino desde lo alto. Ese mismo hocico rubio al que Bernardo está tan acostumbrado dibuja un rictus de fiereza que Bernardo siente cerca por primera vez. Se encuentran a merced del toro, y por una u otra razón ninguno de los tres sale corriendo escaleras arriba.
–¡A comeeer! –dice Francisca desde lo alto, y el toro vuelve grupas como un muelle otra vez hacia ella, y a ella se la queda mirando mientras los tres hombres, primero el padre, después el hijo y más tarde el mayoral, abandonan el burladero.



IV

El toro está temblando. El toro Pocapena, salinero, de 667 kilos, de la ganadería de los herederos de don Eduardo Miura, está temblando. Después de comer se marcharon el mayoral y el maletilla y Francisca bajó al padre de Bernardo a tiempo de echar la partida en el bar de Amadeo. Luego a la noche subiré a ver cómo va todo, dijo Francisca. Ahora Bernardo está solo y lleva tres horas mirando a Pocapena.
Ninguno de los artefactos que había previsto para darle de comer ha funcionado. En un extremo del corral, el más alejado de la casa, el izquierdo –el que da al barranco– dispuso una tolva para echar el pienso desde arriba de la tapia. El toro ha bebido agua, cuando por fin lo dejaron solo y bajó el cuello y se detuvo a husmear el suelo, pero no ha probado el pienso que antes de irse vendió a Bernardo el mayoral por un precio que si el señor Ramón llega a enterarse les organiza una escandalera. Ha sido un timo, ni que comiesen pasteles, pero Bernardo quería que la gente se largase cuanto antes, y el mayoral probablemente lo sabía. Antes de irse, el mayoral le dio a Bernardo un frasco de medio litro con un líquido verdoso y le repitió las últimas instrucciones:
–Y cuando lo vayan a soltá, ese mihmo día, ante de subí al cahón, l’esha esto en el abrevaero, ¿entendío?
–¿Y esto que es? –preguntó Bernardo.
–Esto es pa la cosa sesuá, ¿sabusté?, y pa que er toro se venga arriba –dijo el mayoral.
A medio día salió un poco el sol y se paró el aire, pero conforme fue cayendo la tarde por las lomas descarnadas del barranco la temperatura bajó enseguida a cero grados. Y empezó a helar. Bernardo cayó en la cuenta de que ese toro no había estado jamás a bajo cero. En las dehesas del Guadalquivir no caen las palomas que caen en el Maestrazgo. Si la noche se queda serena, es probable que nieve, y si no nieva, de los diez o doce grados bajo cero no nos libra ni Cristo, piensa Bernardo. Todavía son las cinco de la tarde, pero el cielo se ha arrugado y queda una luz cárdena y plomiza que no va a tardar en desaparecer.
Este toro se me muere de frío esta noche, piensa Bernardo. El toro se ha quedado quieto en la esquina contraria a donde le puso las cubas de pienso. Está en la pared del corral, debajo de la ventana desde donde lo mira Bernardo. Seguramente ha buscado un reser, el lugar menos helado del corral. Pero pronto cae en la cuenta de que por esa esquina pasa la galería de la calefacción gloria, que su padre prendió con unos pajuzos por la mañana y aún le deben de quedar las brasas.
Bernardo corre escaleras abajo a la cuadra y levanta la compuerta de la gloria, y no sólo arrima los pajuzos húmedos que había traído su padre sino una alpaca entera de paja limpia. Es ahí mismo donde está la salida del humo. Su padre abrió la galería den-tro de la cuadra para no tener que salir en las noches de invierno.
No puede ver al toro desde la ventana. La noche ha caído. Sabe que está ahí, oye sus pasos en el barro cuando cambia de postura, y ve una mancha larga y negra y escucha los resoplidos. Así que se arma de valor y sale al otro burladero, este sí más resistente, y ve que el toro se ha tumbado justo en la línea de la calefacción gloria. La paja se consume pronto, piensa Bernardo, habrá que meter unas alpacas más.
El problema, sin embargo, es que está chispeando. Bernardo sale a por leña y los alfilerazos de las bolisas de la matacabra se le clavan en la cara. Bernardo ha visto toros rumiar tranquilamente entre la nieve, caminar cansinos al abrevadero por las dehesas del Campo de Salamanca. Pero este frío es mucho frío. Es posible que con la calefacción tenga suficiente, pero pronto se hará un charco justamente donde está tumbado, que es la parte más baja del corral. Varios meses preparando concienzudo los detalles y ahora todo sale del revés. Si coge la pasia una vaca llamas al veterinario, la metes a la cuadra y le pones una inyección, pero todo eso está prohibido con el toro. Hay que cuidarlo sin tocarlo. Si tuviera tiempo a escape habría colocado un tejadillo para que por lo menos el agua no le cayera encima, pero con él allí es más complicado. Si pudiera tirar un par de vigas apoyadas en las dos paredes formaría un triángulo de por lo menos cinco metros de lado. Son las cinco de la tarde todavía. Lo malo es que caiga la noche cerrada. La matacabra va en aumento y se mezcla con copos como plumas.
Bernardo no está para dilaciones. De algo tendrá que servirle la carrucha. En menos de una hora sube al primer piso la polea del desembarcadero y la ancla en la ventana desde donde Francisca lo veía pasar miedo. Un cabo de la cuerda lo tira más allá de la tapia que da al norte, y el otro a la que tiene enfrente. La idea es echar un poste de telégrafos que se cayó con una tronada y el padre de Bernardo trajo a la masía para leña antes de que vinieran los de las elétricas. El poste está tumbado detrás de la tapia que da al norte, a la derecha según se mira desde la ventana. Está escondido entre dulcámaras congeladas que Bernardo siega con la corbella y una linterna en la boca. Las manos le duelen de frío.
Cuando consigue atar un cabo de la cuerda en la parte del poste donde se posan las golondrinas, Bernardo vuelve al otro lado del corral, al camino donde tiene aparcada la camioneta, y ata el otro cabo al guardabarros. Debe darse prisa antes de que se presente Francisca. Bernardo lo pasaría mal si tuviera que explicar lo que está haciendo. La idea es subir el poste hasta que la parte de las golondrinas llegue a la ventana donde cuelga la carrucha sin dejar de apoyarse la otra en la tapia, y entonces consolidar ambos extremos en sendas tapias perpendiculares.
Bernardo se ha puesto el mono y el chubasquero verde y las botas de goma pero aunque la matacabra no va en aumento se está mojando entero. Debe calcular bien las distancias porque si se pasa le puede caer el poste al miura en la cabeza, y si se queda corto también, de modo que cada vez que tensa la soga y avanza un metro, un solo metro con la camioneta, echa el freno y vuelve a ver por dónde va el poste, todo esto con una linterna porque la noche ha caído y las sombras ya no se distinguen. Tan solo hay un fanal a la entrada de la casa y arriba en las habitaciones las bombillas peladas que funcionan con un motor pequeño de gasoil. Desde que se cayó aquel poste no han vuelto a arreglar la instalación. Por lo menos hace diez viajes a la furgoneta y de la furgoneta a la trasera de la tapia y de allí a la ventana del piso de arriba, hasta que el poste ha subido ya lo suficiente y queda lo más delicado: dejar caer el otro extremo para que se pose en la otra tapia. Ahora se trata de muy lentamente dar marcha atrás solo un par de metros, los que separan el alféizar de la ventana de la posición horizontal en que debe quedar el poste. Recorrer esos dos metros hacia detrás le cuesta otros diez viajes escaleras arriba y abajo, pero al final, de un modo que no habría salido tan bien si todas las circunstancias hubiesen estado a su favor, el poste se termina de apoyar. El toro, a todo esto, no se ha meneado de su sitio.
El triunfo del poste bien colocado anima a Bernardo a culminar la operación. Los mismos tubos del andamio al que se subía para recrecer la piedra y cuyos tablones sirvieron para armar el portón del desembarcadero sirven ahora como viguetas transversales que se apoyan en el poste y en las tapias. No corre demasiado riesgo porque puede subirse a una escalera por la parte exterior del corral y dejar caer los tubos hasta que apoyen en el poste.
Hay un momento en las grandes empresas absurdas en que todo encaja milagrosamente. El termómetro aprieta y la matacabra va engordando, pero después de todos los fracasos del día esta victoria le sabe a gloria. Es, como todas las victorias de Bernardo, un asunto personal, hazañas privadas que a la luz de los otros parecerían insensateces, si los otros las viesen se le reirían.
Ya estaba listo el entramado. Los tubos no quedaban fijos al poste, pero sí a las tapias, porque los ancló con abrazaderas de hierro a otros tantos tubos verticales que calzó en el suelo con un madero. Trabajaba con la débil luz del flexo que había asomado a la ventana del primer piso y con la linterna potente de tubo apoyada en una piedra. De todas formas, entre las sombras y los resplandores lo único que se veía nítido era la matacabra. A pesar del frío subían las vaharadas del toro, que no se meneaba.
Y ahora llega el momento en que tiene que cubrir un triángulo de unos doce metros cuadrados con alguna techumbre que soporte la nieve y la lluvia, para que el toro Pocapena, de la ganadería de los herederos de don Eduardo Miura, no se constipe. Los que tienen vacas saben que un constipado no es ninguna tontería. El padre de Bernardo conoce remedios muy antiguos para curar la pasia de las vacas que a veces son más eficientes que las inyecciones que les clava el veterinario. Si este toro se constipa, a ver quién es el guapo que le pone una inyección en el culo.
Hasta ahora no ha corrido ningún peligro, pero ahora ya no puede utilizar las tretas del doctor Franz de Copenhague. Ahora se tiene que subir a la tapia e ir techando el cobertizo y apoyándose en lo ya techado, de manera que si algo falla se cae él y toda la techumbre encima del morlaco. Los tubos que hacen de viguetas están a un metro de distancia. A pesar de la noche le da vértigo pensarlo. Necesitaría chapas o uralitas o tablones de un metro de largos como mínimo. Doce metros cuadrados de chapa resistente que resista la nieve y resista también su peso.
Está a punto de desistir cuando se le ocurre una idea. En el pajar guarda un rollo de tela metálica que su padre compró para construir un nuevo gallinero al aire libre y sacar los bichos de la cuadra. Es muy frágil. A él no lo soporta, pero suficiente para lo que se le ha ocurrido, y que no quiere ni pensar porque en el momento en que se detenga a considerarlo le abandonará la ilusión y con ella las fuerzas, y caerá rendido y muerto de frío enfrente de la chimenea y el corazón se le llenará de negros presentimientos.
De modo que tiene que continuar. Pero no es una buena idea. Ponerla en práctica le llevará por lo menos dos o tres de horas más. No tiene tanto tiempo. Por alguna razón que desconoce, no necesita tanto terminarlo como terminarlo antes de que venga Francisca. O de que venga su padre. No es una buena idea pero la otra alternativa que le queda es descolgar las persianas de todas las ventanas de la masía y desenrollarlas encima de los tubos. Ninguna de las dos es una buena idea. Bernardo calcula cuánto le cuesta ir con la camioneta hasta el pinar que bordea la pista y cortar las suficientes ramas de pino como para echarlas encima de la tela metálica del gallinero.
El ruido de la grava en el camino se sobrepone al de la matacabra que repiquetea entre los tubos transversales. Ya es tarde. Tú al sábado no llegas, Pocapena, piensa Bernardo, y descuelga la carrucha y cierra la ventana donde estaba sopesando las posibilidades y escrutando el perfil del toro recostado en el barro. Por lo menos esta noche no va a dar explicaciones a nadie.
Francisca viene con el señor Ramón. Han intentado llamarlo antes por teléfono pero a la masía de Palomitas no siempre llega la cobertura. Tiene que volver al pueblo. En La Iglesuela ha caído una tromba de agua tremenda y el campo al aire libre que habían preparado para la gran hoguera de las Antonadas se ha encharcado de tal modo que no es posible pasar por allí sin meter los pies hasta el tobillo.
–Y encima este frío –dice Francisca–. Van llevando camiones de serrín de la serrería y están todos con palas acondicionando un poco aquello. Anda, Bernardo, vete tu delante con la camioneta que yo cierro y me bajo con tu padre, que no sé qué me ha dicho que tenía que coger aquí.

V

Bernardo anoche terminó de dar paladas de serrín a las dos de la mañana. Volvió a casa reventado. Pero no podía dormir mucho porque a las cinco de la mañana había que levantarse a ordeñar las vacas. Hasta las diez de la mañana como mínimo no podría ir a ver a Pocapena, que a esas alturas ya debería de estar tieso. Bernardo ha leído que los viajes provocan en los toros mucho estrés, y él supone que si luego los pones bajo cero quince horas seguidas a merced de la lluvia y la nieve y el cierzo no es muy probable que no se constipen. Lo peor es que se constipen. Eso su padre se lo metió de niño en la cabeza.
A Bernardo, sin embargo, no le sonó el despertador. Su padre se lo desconectó y se fue a ordeñar las vacas. Y Bernardo, que estaba reventado, ha dormido como un tronco hasta las doce. Bernardo se arregla y sale pitando, todavía no sabe en dirección a dónde, si a la granja de las vacas mansas o al corral del toro bravo, pero antes pasa por la carnicería para ver si Francisca sabe algo de su padre. Francisca está cortando unos filetes de lomo alto con el cuchillo de media luna cuando Bernardo entra en la carnicería. Huele a salchichonal y a meco recién matado y al pimentón de los chorizos y las güeñas.
–¿Has visto a mi padre, Francisca? –dice Bernardo, después de saludar a Laura, la hija de Tanis. En la carnicería sólo se oye el rumor de las cámaras y el filo del cuchillo hendiendo la carne fresca.
–Me ha hecho llevarlo esta mañana a la masía.
–¿Y las vacas?
–Ha dicho que ya las había arreglado.
–Voy a ver.
Bernardo no dice si va a ver la granja o la masía. Francisca no dice nada. La presencia de Laura, que es amiga de Francisca y muy buena chica, parece que la incomoda un poco. Francisca mira a Bernardo con los ojos muy abiertos como si quisiera decirle algo, como si quisiera que Bernardo esperase a que Francisca haya terminado de cortar el medio kilo de filetes de lomo alto para Laura porque hay algo importante que decirle. Pero Bernardo ya solo piensa en su padre y no capta la indirecta de Francisca. Es normal porque Francisca nunca habla con indirectas ni hace gestos ni muecas de complicidad. A Francisca esas cosas no hacen falta, ella es muy dispuesta, habla con mucho desparpajo.
Bernardo sube por las trochas del barranco de Palomitas con la camioneta. No le llega la camisa al cuerpo. Ha salido el sol pero las roderas y los blandones están llenos de matacabra helada, y en el monte hay manchas de hielo sobre la hierba reseca. Todavía no sabe la razón, pero desde pequeño su fantasía sólo era capaz de figurarse los desastres. Su padre puede haberse asomado al burladero, a ver el toro, a zarcear. El toro que enganchó a Lucas el torilero no tenía la cornamenta de Pocapena. Puede encajar el cuerno por lo menos medio metro y el señor Ramón está torpe, se sube a las tapias que no se debería de subir, con la vejez no es tan consciente del peligro, si él empieza a silbarle y decirle las cosas que el señor Ramón dice a las vacas el toro, si está vivo, si no se ha quedado tieso toda la noche al relente, ha podido excitarse más de lo debido. A medida que piensa estos desastres Bernardo es consciente de que no son verosímiles, de que a su padre aún le queda instinto de conservación, pero son como el argumento de sus obsesiones, la leña que Bernardo les echa para sufrirlas en secreto.
El señor Ramón se encuentra perfectamente. Cuando Bernardo llega está pelando un pollo en la puerta de la masía. Allí da el sol, ahora con la fuerza del día se está bien porque no corre una mota de aire. El suelo está cubierto de plumas, un reguero de sangre muy fino corre por el cemento mohoso rumbo a la rejilla del desagüe.
–Me he quedado dormido –dice Bernardo.
–Digo deja matar un pollo para el arroz –contesta su padre.
–¿Qué tal está el toro?
El señor Ramón apoya el pollo en la muslera de pana.
–¿El toro? Si no llegamos a venir anoche aquí, ese toro se te muere de frío esta noche, eso te lo digo yo. Trescientos mil duros por el alma de la abuela si esta noche no llegamos a venir. Empezó nada más marcharte tú a llover a mansalva y en un momento la Francisca y yo le pusimos una miaja techo encima los tubos esos que habías puesto tú.
–¿Y cómo lo puso, padre?
–¡Pues cómo lo voy a poner! ¡Pues igual que lo ibas a poner tú! ¡Cogí el toldo las alpacas y lo puse!
El toldo de las alpacas. Bernardo siente un aguijonazo de amor propio. Ni se le había pasado por la cabeza. Su padre piensa que es eso lo que iba a hacer Bernardo cuando Francisca y el señor Ramón llegaron ayer tarde a la masía. Bernardo estuvo a punto de destrozar todas las persianas de la casa, de partir cien ramas de pino, de desenrollar la tela metálica del gallinero, y no se acordó en ningún momento del toldo de plástico gordo de las alpacas, que se puede manejar perfectamente desde la ventana, sin el más mínimo riesgo. No obstante, Bernardo siente la necesidad de reivindicarse.
–¿Qué le parece la viga que puse, padre?
–Estuve por decírtelo yo esta mañana. Estuve por decirte vamos a subir ese poste a la esquina y echarlo a rodar con cuidadico.
–Sí, eso quedó bien –dice Bernardo, un poco más conforme.
–Tampoco hacía falta usar la carrucha –dice su padre, y continúa pelando el pollo–. Me tenías que haber llamado y entre los dos lo hacíamos todo en un voleo –dice.
Bernardo sube a ver cómo ha quedado el toldo. Al entrar en la casa nota que la gloria está a todo meter, eso lo tranquiliza. Sube al primer piso y al abrir la ventana todavía no está seguro de nada, pero se asoma y se cerciora de que el toldo está perfectamente bien puesto, cubre las barras con holgura y aún está lo suficiente estirado como para no hacer bolsas de agua que lo pudieran hundir. El toro sigue debajo, a pesar de que haya salido el sol, tumbado encima de la calefacción gloria. No se le ve el cuerpo ni se le oye el movimiento, tan solo de vez en cuando algún bufido.
Entonces Bernardo vuelve a bajar las escaleras y se mete en la cuadra. Quiere verlo a la luz del día. El toro sardinero Pocapena con todo su lomo nevado y sus bragas blancas y sus pechos colorados y un mechón blanco en la rubia testuz. Abre con cuidado la puerta que da al corral, la que comunica con el burladero de cemento armado, desde donde, a mano derecha, se ve la esquina del corral y el cobertizo. Bernardo se asoma pero lo que ve lo deja paralizado. Se le ha subido toda la sangre al corazón de golpe. Instintivamente mira la puerta del desembarcadero, y cuando recupera el aliento cierra la puerta y vuelve corriendo hacia la puerta.
–¡Hay una vaca! ¡Padre, han metido una vaca en el corral! ¡Están los dos tumbados en el cobertizo!
–Es la vaca roya que le estás criando a Francisca, sí –dice su padre, que ya está repasando las últimas plumas del cuello.
–¡Pero cómo que sí! ¡Pero cómo es posible que haya usted metido ahí esa vaca, padre, por el amor de Dios!
–¡Joder, pues por la puerta, por dónde va a ser! ¡Hay que joderse, eso te pasa por estudiar tanto, hijo mío!
–¿Ha abierto el desembarcadero y la ha metido así porque sí?
–Me ha ayudado Francisca. Esa chica es mu maja chica. Más te valía dejarte de gastar el dinero en tontadas y pensar en casarte con ella. Se ha subido a la ventana y yo le he dicho lo que le tenía que decir al toro y oye, tranquilamente, sin ningún problema.
–¿Y qué necesidad había, padre? ¿No ve que es un toro bravo, que está nervioso y puede liarse a cornadas con la vaca?
–De eso nada. ¡Uy!, ¡si vieras lo contento que se ha puesto!
–¿Cómo dice?
–Ya decía yo –dice el señor Ramón– que el bote ese que te vendió el mayoral tenía que ser calientaburras. Pero ese lleva mucha química, mucha yumbina de esa o como se diga. Ese bote huele que trasciende. El que yo le he preparado ese sí que es bueno, ese.
–¿Y para qué lo quiere, padre, si se puede saber?
–¡Uy! ¡A ese no le hace falta mamporrero, no! Yo digo este toro es un marmolillo, pero habías de verlo en funcionamiento. Vas a ver tú qué meco nos da esa roya, lo bueno que está. Pues anda, que si vas a comprar unas pajuelas de un toro de esta categoría te cobran un ojo de la cara. Así por lo menos nos hacemos cuenta que con los trescientos mil duros nos pagamos la carne del año que viene. Algo es algo, hijo mío.
A Bernardo lo tranquilizan las palabras de su padre. Siempre ha ocurrido. Diga lo que diga y hable de lo que hable, el oír sus palabras lo tranquiliza. Bernardo piensa que dentro de cuarenta años, cuando tenga la edad de su padre, sabrá manejar a las vacas y a los toros como los maneja él, y será consciente del peligro sin por ello pasar miedo ni dejar que se le escapen oportunidades. De momento Bernardo vive en la perpetua excitación, en el permanente mal agüero. La vida es la posibilidad de que se acabe, parece ser su único principio, y eso a unos les lleva a aprovecharse de ella y otros a sufrir su pérdida inminente. No obstante, cuando su padre acaba de hablar, por no dejarlo con la palabra en la boca, Bernardo acude al desembarcadero, en la parte de atrás del corral, a ver si todo está en orden.
Y ahí están los dos, echados no más que a un metro de distancia, y si no fuese porque la vaca tiene cuernos romos y pequeños y el toro una cornamenta escalofriante se diría que los ha puesto el ayuntamiento para representar el portal de Belén. El mirar altivo de Pocapena es ahora una clara expresión de sosiego. Su belfo rubio amenazante una sonrisa desinteresada. De pequeño Bernardo creía que las vacas sonreían. No les gustaba que les acariciara en el mechón en forma de cruz que llevan de encima de los morros, y las vacas levantaban mucho la cabeza y le daban tornillazos inofensivos, y le llenaban las manos de babas. Entonces llegó a conclusiones que el tiempo ha ido desautorizando. Es verdad que ahora las vacas son más tontas. Cuando Bernardo era pequeño las vacilaba acariciándoles el morro con una hierba y quitándoselo cuando se lo fuesen a comer. Las vacas que pastan solas por el monte y suelen perderse porque se despistan no aguantaban el juego mucho rato. Estas vacas que no hacen ejercicio ni abren los ojos para beber, que viven atadas en jaulas de hierro e inmovilizadas en la posición de estar comiendo, estas vacas que implantó la Unión Europea pueden estar horas tratando de comer la hierba con la que tú les acaricias el hocico, hasta que te cansas y lo dejas.
Pero ahí están sentados dos ejemplares de vacuno silvestre que cuando están tranquilos parece que carecen de ánimo ofensivo. La vaca roya no rechazaría la hierba muchas veces, se marcharía a buscar otra, y el toro salinero ni siquiera tragaría una, y partiría en pedazos a quien se hubiese atrevido a perturbarlo. Antes, cuando llegó el toro, su sola presencia le exigía un estado de permanente alerta máxima. Ahora, con los ojos cerrados y el hocico pegado al suelo y el solo movimiento de la cola que azota débilmente los ancones, tumbado como el buey Apis, ahora es más peligroso que nunca, piensa Bernardo, porque invita a tratarlo como lo ha tratado su padre, con exceso de confianza, como si por tratarlo bien tuviera ya que estar domesticado.
Ha salido el sol y se está bien pero hace frío. Bernardo se encarama a las úes de hierro del desembarcadero y se queda un rato mirando al toro, la nariz apoyada en el antebrazo, para no hacer bulto. El toro no tiembla, piensa Bernardo. Ahora el que tiembla es él. Tiembla porque las cosas suceden a más velocidad de la que su espíritu reflexivo está dispuesto a soportar. Tiembla porque tiene miedo y tiembla porque tiene frío, y en ese momento, cuando está temblando apoyado en las úes de hierro del desembarcadero, se acerca Francisca, y lo llama.
–¿Qué te parece, Bernardo, lo bien que van a estar los dos junticos?


VI

El cartel lo diseñó Juan Carlos, un amigo de Francisca que vive en Teruel. Una mañana vinieron él y otro amigo suyo de Madrid a sacarle una foto a Pocapena para el cartel que colgarían por las calles. Bernardo lo pasó mal porque hasta entonces habían conseguido lo más difícil de todo, que nadie se fuese de la lengua. Ya va a hacer dos meses que está el toro en la masía de Palomitas junto a la vaca roya. El padre se ocupa de todo. Les echa de comer y los mima con su extraño vocabulario, pero luego, cuando se baja al bar de Amadeo a echar el café, no les dice ni pío a sus compañeros de guiñote. No es que el señor Ramón sea especialmente discreto ni albergue los temores que devoran a su hijo, sino que está disfrutando tanto de cuidar a Pocapena que no quiere que nadie murmure la verdad del asunto: que a los ochenta años no debería encargarse de echarle de comer a un miura.
A Francisca le ocurre tres cuartos de lo mismo. Ve a Bernardo feliz. Ella misma le ha insistido en que su padre sabe lo que hace y conoce bien el lenguaje de los animales. Francisca ha tratado de convencer a Bernardo de que la edad no siempre atrofia el sentido del peligro. Le ha hecho ver que de ninguna otra manera de todas las que ofrece la existencia sería más feliz que ahora el señor Ramón.
–¿Pero y si un día se confía y el toro lo engancha como a Lucas el torilero?
–No te preocupes, Bernardo. Ya lo enterraremos. Pero a estas edades una desilusión tan gorda después de tantos años de padecer lo llevará en menos tiempo a la tumba, pero también lo llevará a la tumba, no te quepa duda. Y si nada de eso lo lleva a la tumba, lo llevará la edad, Bernardo, así que estamos en las mismas –le dijo una mañana Francisca a Bernardo mientras le partía unas chuletas de palo para comérselas en la masía con su padre.
Y Bernardo, en fin, tiene unas ganas locas de que llegue el día 17 de marzo, que es cuando soltarán a Pocapena por las calles de la Iglesuela del Cid. Ese día lo llevarán al matadero del pueblo y allí Rodolfo el matarife destazará la pesadilla, y luego se lo comerán todos los vecinos del pueblo en el centro social. Lo normal es comerse una vaca corrida en otro pueblo la semana anterior, los carniceros traen el camión frigorífico con la vaca ya troceada y se llevan muerta la recién corrida, que se comerán en otro pueblo la semana siguiente. Pero este caso es especial, el Maestrazgo entero está pendiente de que se va a correr un toro de la ganadería de los herederos de don Eduardo Miura en La Iglesuela del Cid el sábado diecisiete de marzo, a punto de empezar la primavera.
Bernardo lo está pasando mal. El cartel de Juan Carlos es el anuncio del fin de sus preocupaciones pero Bernardo sabe que de todas formas este asunto saldrá mal. No puede ya con el terror que lo despierta por las noches, esos gritos de mujeres que duran lo mismo que la tremenda cogida, pero también se ha dejado vencer por la ternura que lo engaña cuando se despierta. Nada más arreglar las vacas se sube enseguida a la masía con su padre, y después de darle de comer y comprobar cada mañana con el mismo alivio que todo está igual, que la naturaleza se ha adueñado de las circunstancias, se pasa las horas mirando el toro salinero, y se acuerda de una frase que escuchó a Antonio Chenel, Antoñete, en una de las retransmisiones de La feria de San Isidro que daba Canal plus y que Bernardo veía en el bar de Amadeo. Manolo Molés le preguntó qué era lo que más le gustaba del toro, y el maestro contestó: “Verlo andar”. Y así pasaba las horas Bernardo, viendo andar a Pocapena, dar cansinos pasos de buey hasta el bacio a beber agua con los ojos cerrados, rascarse contra las paredes de piedra o escarbar el suelo seco y cubrirse los lomos de tierra. A veces, sin erguir el cuello, ese cuello tan largo de los miuras que los antiguos creían que llevaba una vértebra más, levanta la cabeza y pasa unos segundos en posición de berrea, pero sólo deja escapar un débil mugido, una voz que con los días perdió fiereza y que Bernardo casi ya interpreta como un saludo a la vaca, o como un suspiro después de mucho rato sin hacer nada.
En estos dos meses hubo que acometer bastantes obras. Pensando en el día en que lo fuesen a desembarcar, Bernardo levantó una corraleta junto al desembarcadero, apenas un chiquero de cinco metros de lado y una puerta de madera en condiciones que se manejaba con una cuerda desde arriba. También ensanchó y alisó el borde de las tapias para protegerla con dos vallas altas como son las pasarelas de los chiqueros de verdad. Fue un espectáculo ver cómo el padre de Bernardo llamaba a Pocapena y a la vaca roya poco a poco desde la pasarela del primitivo desembarcadero, ya sin ningún peligro, y ambos entraban en la corraleta recién construida, y el señor Ramón cerraba entonces el portón de la corraleta y la puerta doble de hierro que Bernardo se empeñó en añadir, y en dos días de trabajo agotador Bernardo levantó una pared que dividiera el corral grande con una pasarela por arriba y una puerta manejada con una cuerda, mientras el toro y la vaca pasaban el tiempo rumiando tumbados en la corraleta. De vez en cuando el padre de Bernardo les decía algo. El señor Ramón dirigía las obras y acercaba el material, y Bernardo y Francisca colocaban tochos de cemento subidos en el andamio.
Dejaron entrar otra vez a los animales y los metieron en el más cercano a la casa de los dos corrales, donde la calefacción gloria y el toldo de las alpacas, y los cerraron para lucir el muro por la parte de la otra mitad del corral, y luego los volvieron a pasar una mañana al medio corral nuevo y lucieron la otra pared, y la pintaron de blanco, y finalmente dejaron abierta la puerta para que la vaca roya y el toro Pocapena saliesen y entrasen sin miedo a los dos corrales, e incluso a la corraleta última, donde el señor Ramón les puso comida y abundante paja para que no la extrañasen el día que hubiese que embarcarlos.
Bernardo también rebajó el entradero de modo que el camión pudiera aparcar en uno de los lados de la corraleta y los toros accediesen al cajón sin subir ninguna rampa, como a un habitáculo más adonde los llamaría con mimo el padre de Bernardo. Fueron, entre unas cosas y otras, dos meses de obras, al final de los cuales el corral de la masía podía ser muy bien el de una ganadería de toros bravos.
Siguió al dedillo las indicaciones del Cossío, los tantos por ciento de albúmina, sus cinco kilos de habas y tres de avena y la cebada, aparte de las bufalagas que cogía el padre de Bernardo por el monte. Consultaba todos los días el Cossío como el que consulta un reglamento o una biblia. Sus comparaciones y sus advertencias eran casi siempre taurinas. Cuando le pedía por favor a su padre que anduviese con cuidado no sólo le volvía a recordar a Lucas sino a personajes célebres que murieron en un corral.
–Acuérdese usted padre de don Antonio Bienvenida.
–Tú no te preocupes, hijo mío, que a torearlo no me voy a poner.
Y sin embargo Bernardo quería que aquello se terminase. No descartaba la posibilidad de empezar por abajo, de vallar las tierras de la masía y comprar una punta de vacas y un par de sementales, pero para empezar ya valía. Su corazón necesitaba que ese toro de seiscientos sesenta y siete kilos, ahora más de setecientos, seguramente, porque vivía en un pienso y no corría nada, que ese toro fuera de una vez sacrificado y la tarea terminada y el peligro resuelto. A partir de ahora metería allí las vacas de las fiestas, si es que a la comisión le parecía bien, pero le pesaba la responsabilidad del miura.
Porque, además, a Bernardo le estaba sucediendo una cosa rara. Los meses que pasó el toro Pocapena en la masía de Palomitas él profundizaba cada noche en sus conocimientos de historia de la tauromaquia. De la mano de su padre y sus recetas antiguas, aprendió a curar en Pocapena los síntomas de fiebre con puntas de olivo y de lentisco y pámpanos de vid. Después de años de piensos compuestos y preparados de laboratorio para curar a las vacas tontas europeas, ahora solo usaba forrajes naturales y remedios antiguos, como si a la aristocracia de la casta de Cabrera correspondiese un trato más exquisito.
Podían parecer experimentos, pero el toro daba muestras de absoluta conformidad. Bernardo calculó los sitios y las horas, los estímulos y las reacciones, pero sobre todo estudió un curso acelerado de lenguaje bovino, un idioma que con las normas europeas se le había empobrecido a Bernardo y que recuperarlo fue como regresar a una infancia perdida, a una especie de patria. A pesar de la responsabilidad estúpida que había contraído, no recordaba haber sido tan feliz como el día que terminaron los corrales y Francisca y él se subieron a la pasarela, a ver cómo el señor Ramón pastoreaba con la voz la vaca roya como se gobiernan los cabestros, y el toro la seguía manso adonde quiera que ella lo guiara con el tolón cansino del pedreño.
Casi se sentía un ganadero. Y quizá por eso empezaron a resultarle desagradables las retransmisiones televisivas de corridas de todos. No fue a la feria de la Magdalena, como hacía casi todos años, primero porque el día 17 era el día de Pocapena y también porque de pronto la fiesta le pareció que estaba podrida sin remedio. Las castas antiguas se malvendían para fiestas de los pueblos, o degeneraban tanto que ya sólo se veían jaboneros de Veragua en las plazas de talanqueras. Los grandes cosos eran pasto de toros enfermos. El toro con ruedas que inventó Domecq se había apoderado de la fiesta. Ya sólo le animaba ver corridas en el ferragosto madrileño, cuando echaban las ganaderías legendarias, los patasblancas de Vitorino, los Concha y Sierra de Veragua, los saltillos de Adolfo Martín, y todo lo demás le parecía un resumen floreado de todos los males de la patria: el fraude, la superficialidad y la endogamia. Desde que se murió el gran crítico Joaquín Vidal (algunas de cuyas columnas, como la dedicada a Rafael de Paula, Nunca el toreo fue tan bello, Bernardo se sabe de memoria), desde entonces Bernardo es aficionado pero no le gusta lo que ve. Él a veces se escapa unos días a la feria de San Isidro, o a la de las Fallas, o a la Maestranza incluso, si consigue contratar a alguien que se ocupe de los animales. Las grandes ferias taurinas siempre han sido sus mejores vacaciones, pero este año ya se está pensando lo de San Isidro, le da pereza y no sabe si es la edad o que la afición se está esfumando, o las dos cosas al mismo tiempo.
A principios de marzo una noticia vino a devolverle el ánimo taurino. José Tomás vuelve a los ruedos. La última vez que sintió ganas de llorar viendo a un torero, que se sobrecogío con los profundos olés unánimes de la Plaza de las Ventas, fue cuando José Tomás enjaretó entera una faena por naturales. Entonces se dejó inundar del entusiasmo que excitaba al público, Bernardo se dejó llevar por ese ritmo preciso del toreo que es el ritmo de los hechos importantes de la historia, una difícil velocidad que sólo encuentran los maestros. Después José Tomás se retiró, y poco a poco se fue convenciendo de que ya no habría nadie capaz de repetir aquello, o por lo menos de que Bernardo nunca lo vería.
José Tomás anunció su regreso para el próximo mes de junio y Bernardo intentaba entusiasmarse, pero hay algo herido, algún cable roto. Bernardo estaba estos días atrás echando una cerveza en el bar Tropezón antes de irse a casa a cenar y cuando le preguntaban por el toro del sábado decía que iban a traerlo el mismo sábado de la ganadería, y cuando le pedían el nombre de la ganadería decía que eso era una sorpresa, pero lo decía con la media sonrisa de quien no se guarda nada sorprendente, de que todo irá como siempre suele ir. Bernardo nunca miente, pero sabe ser discreto.
Pero ahora ya está el cartel en su casa. Francisca y él tienen que dedicar el domingo a empapelar el Maestrazgo de carteles. En el centro hay una foto de Pocapena. Francisca y Bernardo se levantan temprano el domingo y cuando llegan a Cantavieja se cogen unos pocos carteles y se separan para distribuirlos. Lo mismo hacen en Tronchón y en Mirambel, en Fortanete y en la Cañada de Benatanduz, en Pitarque y en Villarluengo. Cuando dejaron allí los últimos carteles pararon a comer en el Hostal de las Truchas. Los dos se piden trucha. Francisca es medio vegetariana y Bernardo está a punto. De hecho durante la comida hablan del vegetarianismo y de lo hartos que están de la carne, y de lo buenas que están las truchas.
Estamos a principios de marzo y ha salido un día de calor extraordinario. De momento, por lo que dicen en los partes, dentro de dos fines de semana no se espera que llueva ni que haga tanto frío que se vaya a deslucir el espectáculo, pero eso es mucho decir. Después de comer Bernardo y Francisca han salido a la terraza del Hostal de las Truchas a tomarse el café en un velador con dos hamacas. La terraza es muy hermosa, hay más veladores con más clientes y más hamacas, y la vista del río tranquiliza con el rumor de la corriente y un pequeño salto de agua de lo que antaño fue un molino. Todo el mundo habla muy bajo.
Bernardo silba un pasodoble, poco más que un bisbiseo. Lleva una vida tan taurina que ya silba pasodobles. Francisca le pregunta qué es lo que está silbando.
–Un pasodoble. Se llama Puerta grande, es muy taurino.
Hablan un poco del toro y luego hablan de la vaca. Francisca baja la voz, en realidad habla sin mover los labios, como hablan las personas que han cogido confianza y demuestran musitando sus palabras lo a gusto que están y lo bonito que es el paisaje. Lleva la boca entreabierta y las palabras salen envueltas en el sonido de la lengua.
–Cuando tenía cuatro años vi nacer dos ternericas –dice Francisca–. Desde el principio le cogí cariño a una, mira tú. La llamaba Fonseca. A todas horas le cantaba eso de “triste y sóola, sola se queda Fonséeca...”. Para ella no podía ser mucho consuelo, claro, porque al mes escaso de nacer iba derecha al matadero. Recuerdo que me cayó simpática porque algo en la expresión de su cara me hacía mucha gracia, a lo mejor me llamó la atención la misma señal de viveza que hizo que a la pobre la escogieran para el matadero. A su hermana la dejaron para dar leche. Pero con esta ternerica, antes de que la sacrificaran, yo me acuerdo que me lo pasaba muy bien. Yo le metía el dedo en la boca y ella me lo chupaba, ¡..era más tierna..! Yo entonces pensaba que incluso me reconocía y todo. Yo siempre he pensado que las vacas si las tratas bien te reconocen. Esta vaca roya es como Fonseca. Es como si Fonseca se hubiera quedado para dar leche. Ahora cuando maten al toro se quedará sola esta otra Fonseca. Esperaremos a que haya parido y luego como ya es un poco vieja la sacrificaremos –dice Francisca, con su hablar meloso de estar contemplando un paisaje.
–Las vacas no reconocen a nadie –dice Bernardo, y se termina de beber el carajillo.
–Bernardo –dice Francisca–, a mí esa vaca me da pena.
–Bueno, mujer, a la vaca te la puedes llevar si quieres a tu casa.
–Y el toro también me da pena. Le he cogido un poco de cariño al toro, Bernardo. Yo creo que lo dejas en el corral y de aquí a nada está más manso que un cordero.
–Los toros bravos necesitan correr por las dehesas, Francisca.
–Pues este o se pasa encerrado el resto de su vida o lo sacas por las calles y luego lo matas, así que tú verás. –dice Francisca. Luego se vuelve hacia Bernardo. Bernardo la mira y por un momento cree ver que a Francisca le tiemblan los labios, como si fuese a decir algo que le diese apuro.
–¿Por qué no vamos a hacerle caso a tu padre, Bernardo? –dice Francisca.
Los chopos verdean, unos niños juegan junto al río, no corre gota de aire, se está muy a gusto y muy bien.


VII

El lunes por la mañana Bernardo era el hombre más famoso de su pueblo. De todas partes iban a venir con coches al ver el toro de Miura. En los pueblos del Maestrazgo de Castellón que son aficionados a los bous al carrer ya reservaron peñas enteras habitaciones en Villafranca y en Cantavieja, porque la Hospedería del Cid y Casa Amada estaba ya todo completo. Fue únicamente la palabra miura y la foto de Pocapena lo que armó semejante revuelo. Es la mirada tranquila del toro que se siente seguro entre los matorrales, que estaba comiendo hierba pero un ruido inoportuno le hace levantar su aparatosa cornamenta. Esa mirada de ojos caedizos revela sorpresa sin miedo, no como si calculara el peligro sino como si no acabara de darse por aludido. La estampa y el nombre desbancaron a otras fiestas de otros pueblos que ese mismo fin de semana, el primer fin de semana de la primavera, habían contratado cantantes de prestigio y habían invertido un dineral contando con que todo el Maestrazgo acudiría.
La expectación ha sido también cebada por la polémica. Los hay que vienen para ganar una apuesta. Sobre todos los corredores valencianos piensan que un miura no vale para correrlo por las calles. Hay toros de asfalto y toros de arena. Los bous al carrer son toros abantos, huidizos, que embisten por sorpresa, como los moruchos. No es que sean de media casta, dicen los que se las dan de entendidos en el bar de Amadeo, sino que presentan otras características. El toro de lidia se cansa enseguida de correr, se aturde con los silbidos, se acula, da coces y lo más seguro es que se tumbe. Un toro tan grande no se puede desplazar, y menos por las calles del pueblo. Bernardo acepta los envites con el buen humor con que se los echan pero en secreto desea perder las apuestas, que el toro salga y se siente o se dé la vuelta y se vuelva a meter. La imagen del toro trotando por los adoquines de la calle Mayor con la gaita levantada y tirando derrotes a los balcones viene acompañada en el cerebro de Bernardo con el estrépito de los chillidos, el grito colectivo que dura lo mismo que la muerte.
El miura cambió los planes de todos, hasta el punto que varios miembros de la comisión de fiestas de Villarluengo enviaron cartas a sus homólogos de La Iglesuela en las que les decían que ellos habían señalado antes que nadie aquella fecha para organizar su fiesta de recaudación, y habían creído en todo momento que, bien por un pacto tácito entre vecinos, bien por la conveniencia de no enemistarse entre ellos (y perder su aportación recíproca en el aforo de otras fiestas y en la venta de bebida), su elección sería respetada sin que ningún otro cartel se interpusiese. Pero los miembros de la comisión de La Iglesuela respondieron diciendo que no estaba en su ánimo interponerse ni aguar la fiesta de nadie, antes bien complementarla, y que en cualquier caso se sabía desde mucho tiempo atrás que el primer sábado de primavera se correría una res en la Iglesuela, y que ningún acuerdo tácito de buena vecindad estipulaba de qué ganadería tenían que ser los toros.
Pero la riada de gente que se avecinaba era tan espectacular que hasta los distribuidores de bebidas acudieron motu proprio a reponer los almacenes de botellas y dotar a la comisión de fiestas de más barras portátiles gratuitas para que las distribuyesen por las calles como si fuera la fiesta mayor. Los que sí apostaban por el miura le daban a Bernardo palmadas en la espalda, y se felicitaban de una idea tan audaz, y le preguntaban cuánto le había costado, a lo que él, con una media incómoda sonrisa, siempre respondía lo mismo: “lo que me disteis para comprarlo”.
El señor Ramón, en cambio, se puso pachucho. Ahora es viernes y después de unos días en los que podías ir a cuerpo por la calle parece que hay una borrasca que perturba los pronósticos. El señor Ramón está un poco mantudo. Ha subido a la masada como cada día con Bernardo después de que Bernardo le echase a las vacas el pienso y un poco de pipirigallo, pero al llegar ha metido unos pajuzos en la gloria y un tronco en el hogar y allí lleva sentado toda la mañana. Bernardo sabe que las personas con muy buena salud se mueren sin enterarse, pero su padre a sus ochenta años está lleno de vitalidad, debe de ser cosa sicológica lo que le pasa. De hecho parece que está enfadado.
–¿Qué le pasa, padre? –le dice Bernardo cuando sube una alpaca de paja por la escalera para echarla desde la ventana en el rincón de Pocapena.
–Parece que tengo una miaja de catarro –contesta el señor Ramón, de un modo que a Bernardo no le suena convincente.
–Sí, padre, pero, aparte del catarro, ¿le pasa algo? ¿No se entretiene ni siquiera en preparar las hierbas de Pocapena?
–¡Para qué! ¡Para qué voy a prepararle hierbas, para qué! ¿Para que luego el domingo en la ermita os lo comáis con patatas fritas? ¡Ni hablar! ¡Eso ni hablar! ¡Si llego a saber que lo ibas a matar...! ¡Bueno! ¡A buena hora me dejo los riñones yo por esas tapias que no me he desnucado de milagro para darle bien de comer todos los días!
–Pero padre, si todos los años se mata el toro, si el toro es para correrlo y también para comérselo.
–¡Pero todos los años traen una vaca que vale cuatro perras, no un semental que él solo puede mantenerte una ganadería, hijo mío, que pareces tonto! ¡Cómo has podido pensar que te vendían un miura de verdad para que te lo comas! Ese no sé si será o no será miura. Bravo mucho yo no creo. Pero si es un buey monta las vacas que da gloria, y la roya ya está preñada, que ya se lo veo yo en los ojos, que los tiene más húmedos.
Se amontonan las dificultades. Lo de menos es que lo hayan engañado. Más grave se le representa que el toro salga al ruedo y no se mueva, que sea como torear a un mulo. Y no porque vaya a perder ninguna apuesta sino porque, si el toro se comporta como se comporta en el corral desde que vino, la gente minusvalorará el peligro, se tomará su inmensa mole a pitorreo, saltarán chiquillos de las talanqueras y algún mozo bebido se empeñará en cogerle el rabo. Bernardo no sabe si le han engañado, pero está seguro de que a ese toro si le tocan las orejas puede organizar una escabechina. Con un solo herido grave que hubiese Bernardo se tendría que ir del pueblo. El padre trata al toro como a un mardano pero el hijo sabe que ha comprado una bestia peligrosa. Aunque no esté herrado con ninguna fecha, coinciden las marcas en la oreja, el hendido y la muesca de la oreja izquierda, y el zootipo está que ni calcado, igual es un toro viejo que no servía para semental hasta que la vida lo llevó al encuentro de la vaca roya, o del padre de Bernardo y las bufalagas que recoge por el monte. El padre no quiere que se lo coman, y el hijo lo mataría ahora mismo, por no darse el soponcio de esperar un par de horas a que Pocapena no le saque las tripas a nadie.
Pero ya es tarde. Los miembros de la comisión de fiestas han dispuesto ya un corral donde el camión que trae los toros pueda hacer la maniobra. Los troncos de las talanqueras ya están puestos por las calles. Ya están listos los corrales en la plaza del Estudio, nada más pasar el arco, en la replaceta nueva que salió del derribo de las escuelas, y en la plaza de la Iglesia el chiringuito con la barra y las tablas para que se suba la charanga. Allí el toro no puede entrar, un poco más adelante hay una barrera de troncos, otra en la calle Raballa y otra al final de la calle Mayor. Los troncos ya están puestos y a los quintos de este año, que son los que organizan las fiestas de junio, las de San Luis, les ha tocado acarrearlos mientras los abuelos miraban sentados el espectáculo de su poder y de su juventud. Todas las puertas de las casas de la calle mayor están protegidas por barreras de hierro y burladeros improvisados. Los vecinos los atraviesan agachándose, los niños juegan a que ya está el toro, entran y salen y dicen je toro y se ponen los dedos tiesos en la sien y dicen mú.
–A lo mejor tienen razón, padre –dice Bernardo, y baja otra vez a La Iglesuela en la camioneta, y va a la serrería a hablar con Juan José, que también es miembro de la comisión de fiestas, a plantear sus dudas. Bernardo cuenta todo a Juan José junto al filo de la sierra y le dice que el toro es peligrosísimo, que se ha pasado de la raya por su afán de traer el mejor toro del Maestrazgo. El negocio será redondo, sí, pero se corren riesgos innecesarios. No se puede poner al borde de la tragedia la vida de tus vecinos para que las fiestas engorden el presupuesto. Ha sido un error colgar esos carteles. Un error tremendo.
Juan José lo tranquiliza y juntos caminan hasta el Ayuntamiento, a exponer la situación. Los papeles están en regla, la UVI móvil en camino, y otra más de la Cruz Roja que viene de Villafranca. Los médicos del ambulatorio de Cantavieja también estarán de guardia. No se ha cometido ninguna ilegalidad, dice María Inés, la alcaldesa, pero además en todo el Maestrazgo se corren siempre toros viejos que se las saben todas.
–Haremos una cosa –dice María Inés–. Siempre anunciamos del peligro a la población. Antes era el alguacil el que avisaba, pero ahora lo ponemos en el programa y lo decimos por los altavoces varias veces antes de que salga el toro. La gente avisada está, Bernardo, y aquí se han corrido siempre toros bravos. Mira si no la cabeza del Vitorino que hay colgada en la pared del Tropezón. Ese toro se corrió aquí. Y otro de Guardiola Domínguez, que también es una ganadería de prestigio, y los vitorinos se corren cada dos por tres por estos pueblos del Maestrazgo, estoy segura de que en Mosqueruela ya habrán corrido alguna vez un miura. Llamaré al retén para que refuercen la seguridad, por si se escapa el toro, pero otra cosa distinta de lo que ha sucedido siempre no sé si puedo hacer. Puedo redactar un bando aparte, lo puedo redactar en un momento y José Luis el secretario me lo saca por la impresora, pero yo creo que de momento vamos a tranquilizarnos y de aquí a mañana tomaremos una decisión, Bernardo. Lo contaremos al salir de la iglesia y en el café a ver que opinan los vecinos. Vete tranquilo y no padezcas, Bernardo, que no actuaremos a tontas y a locas.
Bernardo sale del ayuntamiento y se despide de Juan José, que vuelve a la serrería. Bernardo deja la plaza del Estudio y al cruzar para ir a la calle del Hospital, entre el lavadero viejo y la casa de la Mona, los pensamientos en los que va enfrascado lo hacen girar a la izquierda y meterse en la carnicería de Francisca. Hay mucha faena. Ha venido su hermano con seis corderos más del matadero de Villafranca porque los que trajo ayer ya están vendidos. Francisca está partiendo con el cuchillo de media luna unos trozos de magro para meterlos en la capoladora. La carnicería está llena de gente. Está Lola la mujer de Emiliano, y Vicenta y Adela Pitarch. Están hablando todas del miura. Cuando entra Bernardo Francisca lo mira y en ese instante de apoyar el cuchillo de media luna y mirarlo Bernardo se da cuenta de que no puede ahora exponerle sus preocupaciones.
–¿Cómo está tu padre, Bernardo, que ayer lo vi un poco pocho? –pregunta Adela.
–Ahora me vuelvo a recogerlo a la masía, a ver si consigo que se quede en casa.
–Eso, eso –dice Vicenta–, que se quede en casa, no le vaya a pasar algo con esos toros tan grandes que traéis.
–Emiliano dice que es un animal tremendo –dice Lola–. Dice que hubo que hacerle unas planchas especiales en las puertas de la fuerza tremenda que tiene.
–Es verdad, –dice Adela–.¿A qué vienen las cosas tan grandes? ¿Por qué los coches tan grandes y las fiestas tan grandes y los toros tan grandes? Ay, Bernardo, andaros con cuidadico, que tenéis que respetar las cosas por su tamaño. No sé yo para qué queréis los toros tan exagerados, Bernardo, si con más terciadicos os íbais a divertir lo mismo.
–A lo mejor incluso más, Adela. A lo mejor incluso más –dice Bernardo, confuso y sentencioso–.
–¡Pues qué más dará, grande que pequeño! –interviene Francisca, que lleva un cuchillo en la mano–. Al matador de toros Antonio Bienvenida lo mató una vaquilla en una fiesta campera –dice, como si estuviera recitando una página del Cossío.
–En fin, luego vengo –dice Bernardo, y mira con los ojos muy abiertos a Francisca, y se despide de las mujeres.
Bernardo se da cuenta al salir de la carnicería de que necesita que Francisca resuelva sus conflictos y le diga que no se preocupe. Es la primera vez que lo nota. Se siente un poco mejor, pero piensa volver cuando cierre, con Antonio Bienvenida no tiene bastante para estar tranquilo, así que se sube a la camioneta y conduce hasta la masía. El camino lo sosiega. Sube dando botes por las trochas y ante su vista se abren las muelas peladas, sus peñas descarnadas, sus cabezos con grietas como heridas, y la infinitud de líneas curvas que forman los desniveles en las faldas de la montaña y las terrazas de los bancales, en los ribazos de los lindes y en los cardos de las margas, en las capollas de las carrascas e incluso en las paredes de piedra rubia pintadas con vetas de cal y de hierro.
Bernardo detiene la camioneta antes de bajar por el barranco de Palomitas hasta la masía y mira la enorme hondonada de bancales que verdean. Le sosiegan las líneas curvas del viento que peina los brotes de hierba, las curvas blandas de las lomas, esos montes derretidos, esa dureza benevolente. Muchas veces se ha parado Bernardo a echar un cigarro en ese alto y ha pensado que le gustaría dibujar las líneas, tan sólo las líneas curvas que se ven desde allí, y que él ha visto tantas veces que si alguien trastocase un murete de una terraza o un ribazo de un bancal él piensa que lo notaría.
Bernardo se avergüenza de haber ido a hablar con la alcaldesa. Repasa lo allí hablado y trata de conformarse con la certeza de que él sólo estaba velando por la integridad de los vecinos. Es verdad, pero también es verdad que luego llega el sacrificio. Su padre lleva razón. Podrían quedarse con el toro para semental, sería la primera piedra de su sueño. No le dieron papeles y por lo tanto no podría reclamar más encaste que el que él inaugurase. Eso si todo el mundo sale vivo y nadie del pueblo termina reprochándole su chulería. Su euforia y su miedo suben y bajan como las curvas de nivel, pero cuando aplasta el cigarro en el asfalto de la carretera sabe que ha tomado ya una decisión.
Ya en la masía, Bernardo ve bajar a su padre del piso de arriba cuando entra en la cocina. Ya no está mantudo como esta mañana. Su tono de voz no delata enfermedad alguna. Lleva en la mano el bote de líquido verdoso que le vendió el mayoral.
–Como le des este potingue al toro, hijo mío, mañana tenemos un disgusto –dice el padre–. Aún estás a tiempo de que lo duerma un par de días con otras hierbas que he cogido y dices que está malo y que no puede correr. Tú verás, Bernardo, pero tú sabes hijo mío que al que enganche, si encima le haces caso al mayoral, le saca las entrañas. Acuérdate del pobre Lucas.


VIII

El primer tomo del Cossío de Bernardo lleva las guardas de piel mordidas por un perro. Bernardo mira las guardas mordisqueadas. Fue un cachorro de perrigalgo que se encontró junto al río. Alguien echaría un saco al río con las crías y alguna casualidad hizo que aquel perrillo se salvase. Estaba temblando y lo miraba con los ojos muy vivos. Bernardo se lo trajo a casa. Lo esporrinó con leche y galleta y lo puso en una cesta de mimbre con un cojín al lado del radiador. Luego se lo llevaba en la camioneta a todas partes. No era como los mastines que cuidan la granja, que están atados con una cadena y viven en un caseto a la intemperie. Ni tampoco como los perros que su padre solía llevarse a cazar y que ladraban desesperados en el corral de la masía cuando barruntaban al dueño. Si Bernardo entraba en el bar de Amadeo a echarse un café, el perro esperaba en la puerta. Si hacía mucho frío, se quedaba metido en la camioneta. Siempre durmió en casa, en el mismo sitio, al lado del radiador donde lo puso cuando era pequeño.
Aquel perrillo les hizo mucha compañía, evaporó el silencio denso que se había apoderado de la casa cuando faltó la madre. Los dos hablaban con el perro y le reñían y le acariciaban. El frío ruido de los platos fue sustituido por un constante darle al perro trozos de lo que comían ellos, y reprenderse mutuamente por seguir dándoselos. No era normal que un perro casi comiese con ellos. Pero los dos se sintieron igual de acompañados. Al perro lo llamaban chucho. Le tomaron afecto pero nunca le pusieron nombre. El perro se murió de viejo, a los quince o dieciséis años, pero ya no metieron más perros en casa. Ahora los perros ladraban atados a las cadenas o en el cobertizo de la masía, pero ya no dormían junto al radiador.
Bernardo mira las guardas del Cossío rotas y se acuerda del chucho, de cómo miraba el chucho, de sus distintas formas de mirar y de girar la cabeza o poner pitas o gachas las orejas, de su forma de subir la mirada y dejar que se le cayesen los labios cuando se sentía agradecido por una caricia. Bernardo ha vivido siempre cerca de los animales. Jamás ha sentido piedad por una vaca, ni por ninguno de los perros que salían a cazar conejos con su padre, ni por los mastines de ronco ladrido que hacían sonar las cadenas cuando alguien se acercaba a los comederos de las vacas. Pero sí sintió mucho cariño hacia ese chucho, que se desbordó en un ataque de piedad el día en que el chucho lo miró con los ojos muy abiertos, como si acabara de darse cuenta de que se iba a morir.
Bernardo no dirá jamás a nadie que esta mañana cuando ha venido el camión para llevarse a Pocapena el toro lo miraba igual que lo miró aquel chucho. El padre lo ha conducido mansamente hasta el cajón. Por fin ha funcionado algo. Los mozos de la comisión que habían venido a echar una mano sonreían impresionados por la estampa imponente de Pocapena. Si Bernardo dijese alguna vez a alguien que había sentido piedad por ese toro lo mirarían como si un cura declarase a sus feligreses que había perdido la fe, o que se había vuelto loco. Bernardo no ha ido este año a la feria de la Magdalena pero tampoco tenía ganas de ir. Le está pasando algo raro. Las estanterías del comedor están llenas de libros de tauromaquia, la bandeja de entrada del ordenador recibe varios boletines de revistas taurinas y mensajes de foros de aficionados, y sin embargo esta mañana el inmenso torazo lo ha mirado como lo miró aquel chucho y Bernardo ha decidido que este año no irá a la feria de San Isidro, ni la verá tampoco en casa por la tele.
Al final ha ganado el padre. Lo sacarán por la calle un poco atontado pero luego lo traerán de nuevo a la masía. Francisca llegó ayer a la masía en el momento en que el padre y el hijo estaban discutiendo. Bernardo había ya perdido los estribos. Intentaba explicarle a su padre que no podía con tanta responsabilidad, que era un cobarde y tenía miedo y el derecho a serlo y a tenerlo, y que tampoco quería pasar el resto de la vida del toro pendiente de que su padre, o él, o cualquier muchacho que saltara la tapia del corral pudiera sufrir una cornada. El padre, entre otros argumentos fruto del acaloro, reclamaba, si Bernardo decidía matar a Pocapena, el derecho al usufructo de los diez mil euros que le había costado. En eso llegó Francisca.
–Pero vamos a ver, señor Ramón, ¿usted no dice que tiene hierbas para todo? Pues dele de beber alguna hierba que lo atonte al toro y no quiera correr. Más vale que quede mal el don Eduardo Miura ese que nosotros.
A Bernardo le dio un vuelco el corazón cuando Francisca pronunció la palabra nosotros. Está muy sensible Bernardo últimamente.
–Usted lo deja al toro un poco grogui y luego pues nada, qué se le va a hacer, y si a ti Bernardo te dicen que te han timado, pues chico, oye, qué más quieren, que está La Iglesuela que no cabe un alma. Además, mi padre dice que va a nevar, y mi padre usted sabe señor Ramón que no suele equivocarse.
El abuelo de ochenta años se metió al corral a preparar el amuermante como un chiquillo al que por fin la madre da licencia para irse a jugar al patio. Cuando hubo salido, Francisca se acercó a Bernardo y le cogió la mano.
–Y luego, si te sigue dando miedo, lo matas y au –le dijo en voz baja, para que el abuelo no los oyese.
–¿Y la comida de mañana?
–No te preocupes por la comida. Ya he hablado con Garrido. Mataremos a la vaca roya y nadie se dará cuenta.
–Eso es imposible, Francisca. Mi padre dice que la vaca roya está preñada.
–Mataremos la otra, que también es mía. Hombre, Garrido tiene más vacas, a ver si me entiendes.
–Joder, y yo también.
–¡Pero cómo vas a matar una vaca lechera, Bernardo!
–Bueno, bueno, lo que tú digas –dijo Bernardo–. Yo te pago lo que valga la vaca. Lo que tú quieras, Francisca.
Francisca le soltó la mano. Lo miró un momento a los ojos. Estaba preocupada por él.
–No te preocupes, Bernardo. Nosotros mientras llevamos la otra vaca al matadero y la preparamos para mañana. Así se nos pasa la tarde.
Esta mañana Francisca también ha venido al embarque del toro. El señor Ramón fue el jefe en todo momento, y Rodolfo el del matadero y el hermano de Francisca le hacían caso en lo que les mandaba. Bernardo estaba pendiente de su padre, pero ya no intervenía. El camión que conducía Rodolfo se alejó por el camino de la masía y Bernardo se puso el abrigo y se metió al bolsillo las llaves de la camioneta pero Francisca volvió a cogerlo de la mano.
–Le he dicho a mi hermano que no deje a tu padre solo ni un momento. Tú y yo esperamos aquí hasta que vuelvan. Tu padre tiene que ir porque el toro le hace caso. Pero se subirán al balcón que da a la plaza del Estudio y mi hermano no lo dejará que baje, de eso puedes estar seguro. Tú estás muy nervioso, Bernardo. Tú lo ibas a pasar muy mal. De que tu padre no haga tonterías se encarga mi hermano, y de que no las hagas tú me encargo yo.
Bernardo y Francisca comen juntos en la cocina de la masía y después se sientan frente al fuego. Ha empezado ya a nevar en Palomitas. Bernardo desea que se arme una buena antes de que vayan a soltar al toro. Por la ventana de la cocina se ve la tierra que blanquea y las copas de las carrascas. El camino está bien, pero si nieva mucho igual no puede volver el camión.
–Pues que lo dejen en el corral del pueblo toda la noche, o metido en el cajón. Ahora ya no importa que se constipe, y si se constipa y se muere de frío, mira, mejor que mejor, así tu padre se disgustaría menos.
Francisca lo ha entendido todo menos eso. Francisca no vio morir al chucho ni tampoco ha visto esta mañana los ojos del toro. Bernardo no se atreve a confesarle que se alegra de que traigan al toro vivo, y de que no irá este mes de mayo a la feria de San Isidro. Le da vergüenza y le da miedo. Le da vergüenza porque un ganadero de vacuno que se encariña con un toro como si fuera un perro de compañía es porque ha perdido el juicio, y le da miedo porque no puede permitir que Francisca piense que ha perdido el juicio. No quiere que Francisca se lleve sorpresas desagradables ni las salidas extravagantes le infundan la más mínima desconfianza. Ya habrá tiempo de sacar el tema.
Francisca lo tranquiliza con esperanzas.
–Me tienes que llevar a Barcelona, Bernardo. El otro día dijiste que José Tomás reaparece en Barcelona. Tenemos que ir a la reaparición porque ya somos ganaderos, ¿no?, y los ganaderos van a la barrera y se hacen fotos apoyados en los cables.
Francisca, al decir lo de los cables, ha buscado la sonrisa de Bernardo.
–Lo que tú quieras, Francisca –dice Bernardo.
Suena el teléfono de Francisca. Es un pasodoble. Bernardo dijo en el Hostal de las Truchas que le gustaba el pasodoble Puerta Grande y Francisca se lo puso en el teléfono. Dice varias veces bueno y cuando cuelga se vuelve hacia Bernardo.
–Nada, que todo va bien. Que está lloviendo en La Iglesuela. Que nevar allí no ha nevado aún, pero llover ya llueve. Van a esperar hasta a ver si para pero parece que no tiene pinta. Dice que si escampa y lo sueltan nos llamará.
Bernardo no sabe qué es peor, ni quiere imaginarse el vuelco que va a darle el corazón como suene otra vez ese pasodoble. En su cabeza dejan de sonar los gritos de las mujeres mientras dura la cogida, ese griterío que crece como una ola de fuego en su cerebro, una ola de alaridos y ojos de Granero que lo despierta por las noches.
Nieva sobre los cabezos de las muelas, sobre los bancales ganados a las barranqueras y sobre los chopos desnudos del río. Bernardo y Francisca dejan el camión en el carril nevado y se acercan hasta una vaca que se ha guarecido de las arabogas debajo de una carrasca. Bernardo le ata una cuerda al anillo que le cuelga de los morros y la encamina con voces protegiéndose la cara de la nieve. Al ir a subirla a la camioneta la vaca cabecea un poco pero la anilla la convence, y patea escandalosa por la rampa hasta que está ya metida. Bernardo encaja las barras suplementarias del remolque y ata corta a la vaca a uno de los hierros.
Francisca va con él. Ya que su hermano está pendiente de su padre, ellos van a quitarle la faena, para que luego su hermano pueda seguir de fiesta y no tenga que engancharse otra vez al tajo. Cuando llegan al pueblo está lloviendo pero poco. En cualquier momento parará del todo. Desde el matadero se escucharán los gritos de las mujeres cuando ocurra el percance, no hará falta que nadie llame por teléfono.
Bernardo baja del camión. Los espera Rodolfo. Entran la vaca en el matadero. Es un cuarto alicatado de azulejos blancos con un gancho de hierro que cuelga del techo. La vaca entra en el matadero y Rodolfo la ata a una argolla de la pared. Rodolfo lleva botas de regar y una bata blanca. Rodolfo coge de la pared una especie de taladradora que tiene colgada y la apoya en la nuca de la vaca, que lleva el morro pegado a la argolla. La vaca se desploma. La cabeza queda levantada, colgando de la argolla.
Francisca ya se ha puesto una bata y un gorro blancos y afila su cuchillo de media luna. Rodolfo descuelga la vaca y la vuelve a colgar por las patas de la percha de dos ganchos que pende del techo y que Rodolfo ha bajado con un manubrio. Los eslabones de la cadena sonaban al pasar por la argolla como una metralleta.
Bernardo se pone la bata blanca que le ofrece Francisca y abraza el cuerpo de la vaca al grito de Rodolfo, que también la tiene cogida desde el otro lado. La cadena sube pero no tiene retroceso, hay una rueda dentada que la detiene. Francisca se acerca y le hunde un cuchillo en el vientre.
Bernardo sale a la puerta del matadero. Ha dejado de llover. Desde el matadero sólo se ve la peña del Morrón y las casas que dan a la era del Olmo. El bullicio está en el pueblo, en la calle Mayor y en la plaza. Desde la puerta del matadero se oye un runrún de fiesta grande, del chinchín de las charangas y de risotadas y de gritos por las calles, hasta que un cohete asciende paralelo a la torre de la iglesia y estalla en un petardo seco un poco más arriba de las campanas. A ese primer cohete sigue un grito de alarma y prisas. Algunos rezagados salen corriendo del Tropezón para ir a coger sitio. A Bernardo le sube el pulso. Enciende un cigarro pero enseguida lo apaga y vuelve junto a Francisca. Quiere presenciar cómo Francisca destaza la vaca que se comerán mañana en vez de a Pocapena. Francisca es una profesional y todo lo está haciendo por él, a los profesionales les agrada que los miren, y a los que se sacrifican que los consideren. Bernardo no quiere que Francisca se sienta desairada.
Rodolfo despelleja la res con destreza desde el corvejón, van saliendo las telillas blancas que cubren la carne roja muy oscura, tierca, como hinchada, humeante todavía, mientras la sangre va cayendo por la boca en un barreño junto al sumidero. Rodolfo maneja el cuchillo como una raqueta de ping pong, la piel cae al suelo limpio, cae como una manta almidonada, le queda el apresto de la vida, cuando Rodolfo mete el filo del cuchillo en la entretela parece que tiembla y todo. Suena el segundo cohete.
–Van a reventar las nubes –dice Rodolfo, mientras se seca el sudor con la manga blanca de la bata. Cuando llega al cuello, corta la cabeza con un hacha.
Bernardo sale otra vez a la era del Olmo, más allá de la pista de baile y de la serrería. Es ganadero y ha visto matar miles de vacas, pero la preocupación lo ha dejado muy sensible, un poco bajo de defensas emocionales. No quiere ni pensar cómo han encerrado a Pocapena, ni cómo está la plaza, ni si el Mario y el Nacho y el Vicente y tantos otros mozos a los que les gusta el toro están hablando despreocupados hasta que se abra el toril, ni si su padre habrá subido al balcón o habrá hecho de su capa un sayo como siempre y está en estos momentos zarceando en los corrales de la plaza del Estudio. Se mantiene sin llover. El cielo está plomizo y los gritos y el ambiente a lo lejos le dan al momento un toque antiguo, de fiestas antiguas y miedos emocionantes. Bernardo mira el reloj y espera que no lo tengan suelto mucho rato.
Rodolfo parte en dos la vaca con el hacha y carga una mitad a las costillas hasta la mesa de destazar, adonde espera Francisca. Han tumbado el medio cuerpo boca arriba, se ven las costillas ensangrentadas y las telas finas que protegen las entrañas. Rodolfo lo despedaza con el hacha, la carne cuelga junto al filo, se estremece y tiembla, Bernardo ve que tiembla. Cuando va a partir los huesos Bernardo se vuelve a salir. Suena el tercer aviso, el grito sube de nivel. Las mujeres dispuestas a gritar cuando el toro enganche a un mozo ensayan con la sorpresa del tercer cohete, y un o de admiración sube por encima de los tejados hasta el cielo negro cuando Bernardo interpreta que el toro ya está en la calle. Cuando se calman los oes empieza un griterío de silbidos, todo el mundo llama al toro con silbidos cortos, como si una bandada de estorninos se hubiera posado en la plaza. Los gritos se alargan conforme la gente se impacienta. Bernardo piensa que el toro no arranca. Si lo hace las mujeres gritarán.
Bernardo vuelve a entrar pero cuando ve a Francisca hundiendo el cuchillo de media luna en la costilla de la vaca muerta se sale otra vez a la puerta. Este es su límite. Ver las cosas en lo que las cosas son es un espectáculo desagradable. Le dará a Francisca la explicación que quiera. Le abrirá su corazón y su flojera, se acusará mil veces de cobarde para provocar su compasión, pero no puede soportar verla destazar a una vaca, y sin embargo se quiere casar con ella.
Bernardo se da cuenta de que se quiere casar con ella. Su certeza es tan nítida como los contornos de las cosas en la tarde nublada. Bernardo rectifica y ahora piensa que jamás se lo dirá. Escucha los silbidos persistentes y se jura que jamás se lo dirá. El defecto es el suyo. La sangre de nabo, como le decía su madre, es suya. Irán en junio a Barcelona y paseará con Francisca por las Ramblas, y como ya los dos son muy talludos eso servirá de viaje de novios, y cuando toree José Tomás y devuelva la pasión a los aficionados él le dará desde el tendido a ella todo lujo de explicaciones. Bernardo piensa esto para animarse, para escoscarse la culpa de no estar viendo a Francisca en su digno trabajo, en su desinteresada colaboración. Los silbidos se apagan, el toro no se mueve. Es ese no suceder nada que siempre sorprende a los que pasean por los alrededores de una plaza llena, como si todo se hubiera detenido.
Pero la vaca es grande, y el toro permanece quieto, a tenor de los silbidos. Crecen a veces silbidos más mayoritarios, como si trataran de prender la bronca, de asustar al toro, de provocarlo con el ruido de miles de gritos en la tarde anubarrada. Francisca llama a Bernardo.
–Bernardo, anda, hazme un favor. Lleva este barreño al estercolero.
Bernardo coge el barreño con el mondongo de la vaca muerta. Lo lleva a la parte de atrás del matadero y contiene la respiración. No quiere ni mirarlo, ni describírselo al mirarlo. Bernardo se prepara para echar el mondongo en el contenedor de hierro donde tiran las tripas, que hacen un ruido fofo al estallarse contra el suelo metálico y entonces Bernardo oye nítido el grito de las mujeres asustadas. Entonces oye un chillido escalofriante que no es el clásico aviso de peligro sino que se mantiene en el tiempo como si el peligro fuese cierto y durase unos momentos horrorosos. Son por lo menos diez segundos de gritos que reverberaban por todas las casas del pueblo. Bernardo siente todo el desvalimiento y el miedo que lo han acompañado en las últimas noches, cuando le despertaba el grito que ahora resuena más fuerte que los baldeos de las campanas, el alarido de las madres en los carromatos, ese grito del horror desencajado que adorna la fiesta junto a las banderas y a Bernardo siempre le recuerda el ojo de Granero, casi le duele y todo.
Bernardo entra corriendo en el matadero. Francisca y Rodolfo dejan el cadáver de la vaca y salen a la puerta. Suena el pasodoble Puerta Grande en el móvil de Francisca. Francisca se quita un guante manchado de sangre. Bernardo está pálido. Han remitido los gritos. Ha sido desesperante. Aguanta la respiración con la boca abierta mientras Francisca escucha sin mover los labios. Francisca cuelga enseguida. Francisca mira con los ojos húmedos y grandes, con los ojos fijos y grandes y encristalados.
–Ha sido el chico, Rafael, el que vino a traerlo con el mayoral. Ha sido el torerillo. Dice mi hermano que no ha sido mucho, que ha sido muy aparatoso porque se ha quedado debajo de los cuernos pero que no ha sido mucho, dice que sólo lleva una cornada, pero que está vivo y consciente. No te preocupes, Bernardo, mi hermano dice que la cornada ha sido limpia. Se lo han llevado ya en una ambulancia a Castellón. El toro ya lo han metido.
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