21.2.21

La sangre y el mercado


La vendetta
, tercera entrega de La comedia humana, es quizá su primera novela redonda en el sentido que le damos ahora: una trama de estructura compensada, unos personajes bien desarrollados y un final muy elocuente. El argumento le habría bastado a Zola para pensar en L’Assomoir, pero también a Lorca para plantear sus Bodas de sangre. Pero esta novela tan bien hecha es algo más: un ejemplo meridiano de la transición del romanticismo al realismo. Igual que hiciera con los temas clasicistas, Balzac desarrolla una novela de aventuras que con gusto habrían firmado los Dumas, pero, justo donde la novela romántica termina, Balzac añade un epílogo casi naturalista.
El comienzo es muy francés, pero no tanto porque aparezca Napoleón charlando con un paisano corso, sino porque es eso, lo corso, por lo que tiene de italiano, lo que excita la imaginación del autor: vanganzas entre familias, crueldad sin límites y un sentido irracional del patriotismo terruñero. El paisano, Bartolomé del Piombo, se vio envuelto en una guerra de familias contra los Porta que, en principio, no dejó títere con cabeza. Napoleón aquí no es más que la excusa histórica para lanzarse al tan romántico salvajismo mediterráneo: Piombo perdió sus posesiones y a sus familiares, y solo le quedó una hija, Ginebra, y su mujer, con las que acude sin blanca a que Napoleón los proteja. El propio Piombo aniquiló sin piedad a toda la familia Porta, incluso a un niño de seis años al que, antes de quemar la casa, ató a la cama donde dormía. El exotismo de la barbarie meridional es marca del romanticismo a lo Merimée, que aquí Balzac explota a todo su sabor.

Pero quince años después las tornas han cambiado y vuelto a cambiar y Napoleón ha sido desterrado a Santa Elena. Los bonapartistas son proscritos, los realistas los hostigan, todo ello representado en un taller de pintura en el que señoritas realistas murmuran y malmeten contra señoritas sospechosas, a la cabeza de ellas Ginebra, un típico producto corso: «Educada como en Córcega, Ginebra era en cierto modo la hija de la naturaleza, ignoraba la mentira y se entregaba sinceramente a sus impresiones, las confesaba, o más bien las dejaba adivinar sin el artificio de la pequeña calculadora coquetería de las jóvenes de París». Más adelante, Balzac nos dice de ella que era «inflexible en sus caprichos, vindicativa y colética como lo había sido Bartolomé en su juventud». Ese exceso de sangre es el que desata la trama. Porque el maestro del taller de pintura, Servin, esconde en un cuartucho a un joven bonapartista que se recupera de un tajo en el antebrazo. Ginebra, apartada por las niñas bien a un rincón del taller, lo descubre, se deja llevar por la curiosidad y habla con él. «¡Aquel proscrito era un hijo de Córcega, y hablaba su lenguaje querido!», lo que, claro está, es suficiente para que se enamore.

Pero su sanguíneo padre no está por la labor. Quiere a su hija para él, incluso le reprocha que lo traicione, con esa cerrilidad egoísta y aldeana por la que se daba por hecho que una hija, sobre todo si solo hay una, no tiene derecho a fundar su propia familia sino solo a cuidar de los viejos. Balzac aquí carga las tintas: el viejo es un bestia, incluso amenaza de muerte a Ginebra, pero siempre quedan las pacientes maniobras de su esposa para que al final acceda, de muy mala gana, a conocer al pretendiente. La novela está madura para proceder a una anagnórisis en toda regla, bien montada porque Balzac ha sabido barrer a los centrales, es decir, llevar la intuición del lector por otro lado para meter el gol por donde desde el principio había que meterlo, y estas notas no pretenden estropear a nadie su lectura sino registrar la mía, de modo que las almas sensibles al spoiler deberían dejar de leer aquí, porque… ¡resulta que el novio, Luigi, es un Porta, precisamente el niño que Piombo ató a la cama, allá en la salvaje Córcega, para socarrarlo junto a toda su familia! ¡La venganza no había culminado! Pero son corsos, y también la hija, que planta a sus padres y se larga con el muchacho. 

    Hasta que llegó Balzac, este tipo de novelas, tan entretenidas, se acababan en semejante final feliz. El romanticismo llega y sigue llegando hasta ahí, pero, otra vez, Balzac da un paso más. Los novios se casan, se aman, son dichosos, viven en un piso muy bonito, pero tienen que subsistir. Los románticos no contaban con este detalle, y el nuevo realismo los pone a los dos a trabajar, a ella pintando retratos y a él caligrafiando escrituras. Viven per sua mano, como cualquier hijo de vecino, por mucho que ella sea hija de un barón y él consiguiera la Legión de Honor. Tienen un niño y otra vez Balzac nos vuelve a despistar: ¿volverán los sicarios corsos a cumplir con la venganza? No, la venganza es otra.

Y aquí empieza Zola: la competencia los deja sin faena, tienen que trabajar como posesos, se abandonan al desánimo, pasan hambre y frío, hasta el punto de que Luigi decide venderse como carne de cañón por un puñado de monedas. Pero ya es tarde. El niño ha muerto y la madre, poco después, también. A Luigi solo le queda un mechón de pelo que su amada Ginebra le encarga llevar a su padre, como recuerdo de la hija que perdió. Y así lo hace, y en el mismo instante de cumplir la última voluntad, Luigi, delante de los padres de Ginebra, caer muerto. La vendetta, finalmente, se ha cumplido, pero no ha sido la sangre sino el mercado laboral. Digo Zola porque este final es el que alargaría en L’Assomoir hasta el hastío, no con corsos sino con otras víctimas menos ilustres de la realidad, y de paso fundaría el naturalismo tal y como lo habríamos de conocer. Claro que su impresionante novela no dejaría un regusto tan divertido como esta, tan romántico.


Honoré de Balzac, 'La vendetta', La Comedia humana, I, traducción (actualizada) de Aurelio Garzón del Camino, Hermida editores, pp. 181-265.

19.2.21

Amor insuficiente


Balzac continúa dándoles la vuelta a las convenciones menandrinas de Molière. En El baile de Sceaux la figura central es Emilia, hija casadera de un «viejo vendeano», es decir, un simpatizante de las revueltas populares contrarrevolucionarias de finales del XVIII (un antecedente de lo que aquí sería la guerra carlista: siempre copiando a los vecinos). El padre, como todos los padres de comedia, quiere rancio abolengo con dinero, pero la hija, una niña pija de manual, quiere más, un par de Francia, de los muchos que tanto el gobierno revolucionario como luego Napoleón nombraban a capricho. A ella le dan igual las raíces del árbol genealógico, porque «existen muy buenas casas descendientes de bastardos» y «la historia de Francia abunda en príncipes con barras en su escudo», lo cual no significa que la niña pueda contentarse con un conde cualquiera. No basta —aunque es imprescindible— la nobleza de sangre: tiene, además, que codearse con la florinata.

La novela comienza, otra vez, con un largo preámbulo, esta vez histórico, sobre las nostalgias monárquicas del padre, y otra vez se desata en veloz y divertida narración cuando nos presenta a la hija tiquismiquis, que no ve más que defectos en sus pretendientes, todos ellos, según su padre, buenos partidos. Por ella no pasa la idea de que quizá el amor sea un buen motivo para casarse, y reivindica con altanería su derecho a decidir por sí misma. Tiene gracia esta paradoja: como producto de la Revolución, reclama su independencia de criterio; como cría de alta cuna, solo quiere un aristócrata poderoso. No hay revolución que elimine los vicios clasistas. Cien años después, como contaba Amor Towles en Un caballero en Moscú, los gerifaltes del partido quitaban las etiquetas de los vinos exclusivos para que parecieran iguales que los vinazos de taberna. Pero solo se las bebían ellos. Y otros cien años después, lo primero que hacen los partidos del pueblo es crear su propia aristocracia, o codearse con la de toda la vida. En fin, citaríamos a Lampedusa si no fuera tan manido.

El caso es que la niña mona melindrosa va dejando pasar el tiempo sin que aparezca nadie a su altura. Pero hete aquí que en un baile campestre, en Sceaux, fuera de las poses parisinas, su mirada se topa con un joven que la derrite, y «su egoísmo se metamorfoseaba en amor». Para conquistarlo, Emilia se vale de su tío, un anciano vicealmirante que no duda en faenar de celestino para que su ojito derecho encuentre al galán por quien bebe los vientos, en una escena de rancedumbre, equitación y duelo a primera sangre que no llega al río pero está muy bien pensada. Y sí, los jóvenes, Emilia y Maximilien, se enamoran como lo que son, pipiolos instintivos.

Hasta aquí, lo clásico. A partir de aquí, Balzac. Porque la niña, entre los sofocos del amor, solo tiene una preocupación: ¿estará Maximilien a su altura? El apellido, Longueville, figura en los legajos nobiliarios, pero… Es estupenda la escena en la que, en vez de preguntarle si la amará toda la vida, Emilia le pide los papeles. Y el otro, más volteriano que goethiano, la deja con la duda. Pero pronto se descubre la tostada, la gran tragedia de la muchacha: ¡Maximilien es un comerciante de paños! Es la rima que ata esta novela y la anterior (a no ser que el negocio textil sea la esencia de la serie, ya veremos), y un escollo que la desairada Emilia es incapaz de atravesar. No hay ola de amor que pueda con una tienda de ropa, ay.

Antes y después, en las comedias clasicistas y en las películas de Hollywood, la cosa debería volver a sus cauces melodramáticos. Aquí, no. Emilia rechaza a Maximilien, comme il se doit, sin esperar a las casualidades cómicas de siempre. Porque el buen mozo sacrificó su fortuna en favor de su hermano diplomático y por eso se quedó entre los retales, pero un accidente oportuno quitó de en medio al hermano y le dejó no solo la fortuna sino la condición de par de Francia. Cuando todo eso sucede (en media página), Emilia ya ha plegado velas y, a falta de pretendientes de tronío, se termina casando con su anciano tío, el vicealmirante que le hizo de alcahuete. Las murmuraciones especulan sobre qué tipo de matrimonio es ese, qué clase de comedia es esa en la que la doncella se acaba casando con el viejo tolerante. El prototipo que nosotros conocemos como El sí de las niñas acaba saltando por los aires, Emilia paga su ambición, aunque quizá sea lo más apropiado a su carácter. La comedia se hace real, y de paso nos proporciona un nuevo tópico que, por ejemplo, en manos de Galdós y su Evaristo Feijoo acabará cobrando una extraordinaria dignidad.

Como ya sucedió en la primera novela de la serie, Balzac nos sorprende por su frescura (una vez resuelto el expediente introductorio) y por su habilidad mitográfica. En medio de las casualidades de salón, Emilia es real, el ejemplo de la mujer que se hunde en sus aspiraciones, desde luego menos atractiva que Augustine, pero, otra vez, un modelo para que Stendhal lo explote en la fascinante Mathilde La Mole. Los guionistas de sobremesa no tienen más que acudir a estas novelas para encontrar sus tramas, aún ahora, aunque pocos se atreven a huir de los finales previsibles. Y, en fin, como ya me ocurrió en La casa de «El Gato juguetón», de pronto me encuentro con destellos, avant la lettre, de un tono familiar. Por ejemplo, en el momento en que Emilia siente por vez primera la atracción de Maximilien:


Nos ocurre a menudo mirar un vestido, una tapicería, un papel blanco con la suficiente distracción para no percibir en él inmediatemente una mota o algún punto brillante que más tarde impresionan súbitamente nuestros ojos como si no hubiesen aparecido hasta el instante en que los vemos; por una especie de fenómeno moral bastante semejante a este, la señorita de Fontaine reconoció en uno de aquellos jóvenes el tipo de las perfecciones exteriores en que ella soñaba desde hacía tanto tiempo.


¿Leyó esto Proust? 


Honoré de Balzac, 'El baile de Sceaux', La comedia humana, I, traducción de Aurelio Garzón del Camino, Hermida editores, pp. 107-179.

18.2.21

El retrato de Augustine


Balzac es un monumento que todos conocen y pocos visitan. Por lo que a mí respecta, con Papá Goriot, Eugenia Grandet y Las ilusiones perdidas me he dado durante muchos años por satisfecho. Su enormidad, los 89 títulos de su Comedia humana, era una montaña demasiado poco accesible para una simple excursión. Pero en los últimos años la editorial Hermida decidió publicarla completa, en 17 volúmenes estupendamente bien editados, con traducción de Aurelio Garzón del Camino. Así que me ha dado por asomarme al primer tomo, y el viaje no ha podido empezar mejor. Salvo Las ilusiones perdidas, que ocupa un volumen entero, las novelas de Balzac son breves y, sobre todo, rápidas. El lector que le hinca el diente a La casa de «El Gato juguetón», la novela que inicia el ciclo, se amosca un poco con la detallada descripción inicial de la casa donde vive la familia del comerciante de paños Guillaume. Si todo es así, piensa uno, el camino se hará largo. Pero da la sensación (qué gusto da leer sin prejuicios académicos a un gran clásico) de que el primero en cansarse fue el propio Balzac, porque de inmediato la novela coge una velocidad extraordinaria, como si el autor se saltara las escenas intermedias y las descripciones innecesarias, y su prosa ubérrima se centra en el análisis de los personajes, más que de las acciones, de las que nos da unos pocos ejemplos breves, tres o cuatro conversaciones en momentos culminantes. ¿Hace falta más? Pues, terminada la novela, la verdad es que no.

La historia se centra en Augustine (en la novela se castellaniza el nombre, pero en la última edición se volvió a dejar como es), hija menor del pañero, que como todos los pequeños burgueses de la época, primer tercio del XIX, soñaba con casar a sus hijas con algún mozo solvente. La mayor, Virginie, ama al perfecto heredero del negocio, que sin embargo bebe los vientos por la pequeña, quien, a su vez, se encandila con un artista (“todos los artistas son unos muertos de hambre”, sentencia el padre). Un planteamiento tan molière solo puede resolverse con un regreso al orden, expediente que Balzac ventila en muy pocas páginas, porque resulta que el artista, el pintor Sommervieux, no es ningún mindundi, tiene dinero y además, ah, pertenece al gran mundo, se codea con aristócratas y se riza el pelo a lo Calígula. Y es ahí donde Balzac se olvida de las comedias de salón para centrarse en el retrato de Augustine.

La idea (la tesis, podríamos decir) es que los matrimonios interclasistas siempre fracasan. En un par de páginas Balzac los casa y los desgracia. Sommervieux es un artista, rodeado de modelos desnudas y amante de mujeres aristocráticas, sobre todo una, la duquesa de Carigliano, a la que regala el retrato al óleo que pintó de Augustine. Y ahí está el drama de la muchacha: engañada por un fanfarrón, Augustine se siente despreciada; acude a sus padres, que, sobre todo el padre, se huelen la tostada y la empujan al divorcio. Pero ella quiere recuperar a su marido, lo que da lugar a la estupenda escena cumbre de la novela. Augustine visita a la duquesa de Carigliano y, con humildad enamorada, le expone la situación. Y la duquesa, espléndida, la comprende y la ayuda, sobre todo porque para ella Sommervieux es lo mismo que Augustine para su marido, y también lo sustituye por un joven aristócrata de usar y tirar. Si uno se encontrara con los parlamentos de la Carigliano en las páginas que Proust le dedicó a la duquesa de Guermantes, tardaría en darse cuenta del cambiazo, igual que si los encontrara, más próximos, en los de la duquesa de Sanseverina de La cartuja de Parma. 

La Carigliano castiga al pintor devolviendo el retrato de Augustine, pero él sospecha que se lo ha regalado al petimetre que lo sustituye, lo que le hace montar en cólera y destrozar el corazón de su mujer. Balzac ya ha contado lo que quería. Stendhal habría seguido, pero él factura un final precipitado con el hundimiento y muerte de la pobre Augustine. La novela queda, así, en una escena, en el resumen de una trama que habría dado mucho de sí, pero también en la esencia de lo que habría que recordar. Porque, a fin de cuentas, no es lo mismo disfrutar de una novela que recordarla. Gozamos de un mundo, pero recordamos una escena; admiramos una trama, pero se nos queda una imagen, un retrato, una voz. Es como si Balzac supiera qué es lo que va a quedar de su novela, la mujer que se rebaja para reconquistar a su marido adúltero, un tema que luego ha dado y sigue dando mucho de sí. En términos pictóricos, La casa de «El Gato juguetón» es un cuadro a medio hacer del que solo emerge una figura (dos) y lo demás queda difuminado, resuelto en pinceladas rápidas, apenas esbozado y rematado en cuatro trazos. ¿Y no es moderna esa forma de pintar? Particularmente me cansan esas novelas que se empeñan en mantener hasta el final las mismas proporciones, el mismo ritmo y la misma densidad. El caso de Balzac es justo el contrario: el planteamiento (el pintor observando desde fuera la casa del pañero) es moroso y pacientemente hilado; la escena cumbre, de perfectas hechuras; el final, un apaño cosido de cualquier manera. Lo bueno es que se nota que, al escribirla, el autor ha empezado con esmero y parsimonia, que se ha lanzado al encontrar la entraña de su personaje, y que luego ha tenido prisa en terminar, y eso confiere a la novela un carácter más vivo y orgánico que si todas las piezas hubieran merecido el mismo empeño, la misma dedicación y el mismo espacio. Es en esa imperfección donde la novela consigue la vitalidad. Acabar de cualquier manera es lo que hacemos cuando hemos entregado todo lo que queríamos dar. 


Honoré de Balzac, 'La casa de «El Gato juguetón»', La Comedia humana, I, traducción de Aurelio Garzón del Camino, Hermida editores, 2015, pp. 33-105.

16.2.21

El hado padrino


Acercarse ahora a Knut Hamsun me temo que requiere una justificación. Las biografías sumarísimas insisten en que a la vejez le salió una viruela fascista que, ay, desautoriza su obra completa. Yo he llegado a él por otras vías menos paranoicas que me llevaron a curiosear en la literatura escandinava, de la que Hamsun es, junto con Ibsen o Strindberg, uno de los grandes. Era una celebridad desde que en 1888 publicara Hambre, y fue en 1920, tras publicar La bendición de la tierra, cuando le dieron el premio Nobel. Luego todo se volvería más turbio. 

No hago caso a esas historias. Leo con placer a D’Annunzio y sigo citando a Pirandello, del mismo modo que Celine me repele y pienso que Marinetti estaba zum-zumbado, pero no por ello cuestiono su importancia. En España, ya Umbral me hizo ver que Agustín de Foxá era un fino estilista y  Rafael Sánchez Mazas (que vistió a los falangistas con el azul de los arrantzales y, sobre todo, engendró al gran Ferlosio) escribió una buena novela, La vida nueva de Pedrito Andía. Últimamente se airean documentos filofranquistas de Cela para seguir lapidándolo, y yo no pierdo ocasión para celebrar su estilo incomparable y algunos de sus libros, joyas absolutas de nuestra literatura. ¿Me convierte eso en sospechoso? El otro día leí un sesudo artículo que desautorizaba la obra de Umberto Eco porque en El nombre de la rosa hay un tratamiento machista de la chica que se lía con Adso de Melk. Quien lo escribió demostraba que solo había visto la película, pero daba igual: ya puestos, La estructura ausente u Opera aperta también había que arrojarlos a la hoguera. Si todos los anacronistas patrios fueran, al menos, un poco coherentes, de la primera mitad del XX no quedaría en pie más que Carmen Laforet (hasta que se enteren de que admiraba a Baroja, claro).

El caso es que en Noruega parece que se avergüenzan un poco de Hamsun, al mismo tiempo que señalan La bendición de la tierra como una de las piezas más influyentes del siglo XX. El resultado de uno y otro etiquetado es que sus libros se dan por amortizados. Y sin embargo hay elementos todavía interesantes en esta novela. El primero, su manera de narrar, de contar, más bien, porque mientras los escritores de su época hurgaban inacabablemente en los instantes y en los detalles, Hamsun da la sensación de estar escribiendo un argumento de casi cuatrocientas páginas, con una prosa que saca el lirismo de la desarticulación, de la yuxtaposición de frases que en los tediosos cánones de redacción actuales exigirían una porción de marcadores textuales que Hamsun poda con eficacia. Muchos años después, esa forma de narrar, pero más melosa y melodiosa, haría las delicias de los garciamarquistas…

La bendición de la tierra no escapa, empero, de lo que, por lo que atañe a nuestra literatura, he llamado alguna vez la novela jarrapelleja, es decir, el tema campestre como excusa de la brutalidad. Hamsun nos cuenta la historia de Isak, un colono «de barba de hierro» que se va con el hatillo a una tierra pobre que no quiere nadie, y busca una moza que tampoco quiere nadie porque tiene el labio leporino. Los dos trabajan como acémilas, levantan chozas, drenan ciénagas, tienen hijos, vacas y cabras, huyen de los avances tecnológicos, en este caso en forma de telégrafo, y levantan piedras con las manos. Isak es simple y forzudo, e Inger, su mujer, asume su condición de mula porque con ese labio monstruoso no puede pedir nada mejor. Pero pasa por su choza un «mendigo lapón» que, al saber que Inger está preñada, le regala una liebre. La mujer pare una hija con el labio partido y la mata, quizá porque no le desea una vida como la suya, pero este infanticidio (y otro más, como el de la sirvienta Barbro) se convierten en la sustancia dramática de la novela. Inger termina en prisión, pero allí le cosen el labio y la enseñan a coser vestidos, de modo que a su regreso lleva incorporada una casquivanía que hace del pobre Isak un cornudo a tiempo parcial. Uno se pregunta si el relato no parte de una misoginia un poco sádica (Oline, la vieja que trajo al lapón, también es una pájara de cuidado), hasta que, casi al final, el juicio a Barbro, la otra infanticida, es ocasión para desplegar unos cuantos discursos en favor de la mujer que no acaban de compensar la idea de malas pécoras que ha ido construyendo en las trescientas páginas anteriores.

Pero hay un personaje, Greisler, que termina de mosquearnos. Isak construye una granja que acaba pareciendo un pueblo entero. Se hace rico, «el marqués del páramo», después de años de durísimo trabajo, pero nada de lo que consigue habría sido sin los favores, consejos y regalos del tal Greisler, un excomisario que aparece cada vez que las cosas van mal. Es como el señor Lobo de Pulp fiction, capaz de arruinar a los mezquinos para enriquecer al laborioso Isak, decirle qué tiene que comprar (o regalárselo) y cómo tiene que cultivar una tierra dura, helada y aguanosa. ¿Qué significa Greisler? Supongo que los eruditos noruegos habrán llegado hace décadas a alguna conclusión, pero al lector moderno y extranjero le suena a que por sí mismo el labriego no es capaz de nada, que necesita la tutela de un demiurgo que cada vez que aparece por allí le soluciona la existencia. ¿Un símbolo de las obligaciones del estado? ¿Una metáfora del dios que premia a los justos y esforzados y castiga a los oportunistas y avarientos? ¿Un Melquíades de la nieve?

No sé en qué se verán reflejados los noruegos. Pero a esa extraordinaria precisión con la que se publicita la novela de Knut Hamsum, y a pesar de su forma tan compacta de narrar, yo diría que le sobran unos cuantos kilos. Igual que la sublimidad sin interrupción termina resultando empalagosa, la precisión inagotable acaba siendo cargante.


Knut Hamsun, La bendición de la tierra, traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo, Nórdica, 2021(=2015), 362 p.

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