22.12.15

El cuento azul

               
Casi al final de El caballero de Erlaiz, cuando Baroja recoge ya los trastos y prepara la fuga final, Margarita Olano, una de esas mujeres comprensivas que cotillean sin fastidiar, dice lo que seguramente pensaba el autor a esas alturas: “Creo que todo esto va a acabar como los cuentos azules de los niños: con bodas y felicitaciones”. A Baroja le debió de hacer gracia que lo que había empezado como una novela iniciática, el zagal salvaje con quien no puede el cura ilustrado, por mor de un lance de comedia (uno de los amigos del mozo, años después, lo difama ante el padre de su amada) se convierte en una clásica novela griega de galanes que marchan a la guerra a hacer fortuna. Claro que lo mismo podríamos decir de Natacha y Andrei, los de Guerra y paz, porque el género no determina el grado de melosidad. En este caso Baroja corta por lo sano cuando el viaje ya está cumplido, antes de los besos.
               Todas estas novelas de la última época se nos llenan de recuerdos, y en esta no es difícil reconocer el ambiente de salón acristalado de La veleta de Gastizar y Loscaudillos de 1830, si bien los hechos suceden todavía en el XVIII, durante la Guerra de la Convención, en una Ilustración de eruditos de aldea y abates marchena, sin que la historia devore nunca la novela. Adrián, el niño asalvajado (en un primer capítulo excelente, con el cura viudo volteriano), se convierte en un joven vistoso que aún tiene que decidir si quiere ser un currutaco pusilánime o un héroe arrojado, un Alvarito flojo como el de La nave de los locos o un Quintín temerario como el de La feria de los discretos. Las muchachas sonrientes del saloncito de cristal, Margarita Olano entre ellas, lo califican como “el tipo audaz, petulante, confiado en sí mismo, un poco aventurero, con muchos proyectos”. Adrián ha decidido ir a la guerra. Estamos más bien ante un Quintín de pecho descubierto:

Adrián no estaba asustado. Siempre había tenido una confianza en sí mismo absurda e inmotivada. Siempre había supuesto que él resolvería las dificultades por un impulso genial que no tenían las demás personas. Por el momento, todo le salía bastante bien.

Y tiene suerte hasta que, ay, sufre una herida en el muslo, como los héroes de verdad. “Vulnerant omnes, ultima necat”, vuelve a citar Baroja, como no lo hacía, creo, desde que veinte años atrás publicara Jaun de Alzate, con la que tanto tiene que ver la última parte de esta novela. Esa herida desengaña. La conversación con su madre cuando está convaleciente nos trae, ahora en serio, al Andrei de Guerra y paz y sobre todo al Fabrizio de La cartuja de Parma:

Soy templado en unos momentos; pero luego me vienen alternativas, hundimientos en la decisión y en el valor. A veces soy decidido y resuelto; pero ante una dificultad grande o ante un dolor como este de la herida, me amilano. Vuelvo a reaccionar y a tener energía, y en seguida caigo de nuevo en el marasmo. Así he pasado todo este tiempo, entre unos momentos de energía y otros de desanimación y de flojera.

El comentario del narrador a estas palabras de Adrián ya no es del todo stendhaliano:

Evidentemente, Adrián no tenía el valor que admiraba Napoleón; el valor de las cuatro de la mañana, del hombre solo, valor sin gritos, sin teatralidad, cuando no hay luz y hace frío. Para eso se necesita tener los nervios muy fuertes y muy duros, y él no los tenía. Probablemente, el mismo Napoleón tampoco tenía ese valor, y por eso lo admiraba tanto.

La herida cambia a Adrián y cambia la novela, porque a partir de aquí el protagonista es un viajero por el País Vasco más rural y supersticioso, la tierra de Jaun de Alzate, tan decididamente que Baroja lo celebra con un poema en prosa, Epitalamio, sobre el ayuntamiento de los ríos Adour y Nive, cerca de Ustaritz, en el lado francés. El cantor, el abate Verneuil, ya es una criatura encantada, un habitante del país de las lamias, lector de Nostradamus y en cierto modo padrino del viaje de Adrián a la fantasía vasca de un Baroja nostálgico y resabiado.
               Entre las suculentas reflexiones que, sin apoderarse nunca de la narración, va intercalando Baroja, y después de volver a citar a Stendhal (esta vez, por cierto, las palabras aquellas de la novela como espejo a lo largo del camino, que son de Saint-Real y que aparecen en Rojo y negro, y que Cela repitió cientos de veces, estoy por pensar que porque las leyó aquí), la que abre el libro quinto, Camino a España, nos devuelve al Baroja de siempre, pero esta vez con conocimiento de causa:

En algún sentido, la vida es como una enfermedad infecciosa: mientras la alimentan los gérmenes, sigue; cuando ellos desaparecen, acaba. Todo cambia, todo se agota, siempre hay una decadencia en el sentido de la energía, y quizá lo más agotador es la inteligencia; por eso los pueblos más estacionarios son los más fuertes y los más brutos, y los hombres menos inteligentes son los que tienen más seguridad en sí mismos.

               Las referencias a La leyenda de Jaun de Alzate son constantes en esta parte. El abate marchenero aparece con un libro titulado El conde Gabalis (¿no será parónimo del Galavis de Azorín?) donde se proclama que “el Gran Pan ha muerto”, y Chuloca, la hija de Zizari con quien Adrián pasa una casta noche en la cueva de Zugarramurdi, es talmente la Pamposha de Jaun, acaso un poco menos escandalosa. En estas páginas catárticas, de arkadia euskalduna, Adrián se vuelve voluble como Zalacaín, hasta que se encuentra con el viejo tomo de George Borrow en la estantería y Baroja nos escribe una tierna y documentada historia de gitanos, con vocabulario y todo, como hizo su héroe en La Biblia en España, libro fundamental de la literatura española, aunque se escribiera en inglés.
Escuchando a la ninfa Chuloca piensa Adrián (y Baroja, y el lector) en el contraste que hay “entre la tertulia de la casa de Emparán, de Azcoitia, y aquella vida tan oscura y tan supersticiosa”, es decir, entre el saloncito de las sonrisas y el mundo mítico en el que refugiarse de la guerra o de la estupidez, o de ambas cosas, y curarse las heridas.
               Es el momento, además, de que Baroja desate los cartapacios de etnografía con temas ya clásicos en él como el de los agotes, ese extraño fenómeno de creación de una raza de humillados y ofendidos, de los que ya se había ocupado en Las horas solitarias. Adrián abandona el país de las maravillas vascas escondido en un tonel, como en los tiempos de Chipiteguy, el de Las figuras de cera, para regresar a su Azcoitia gentil, coger de la mano a su novia Dolores y volverse al Méjico inolvidable, como decían las portadas de la colección Austal. En el Epílogo Baroja nos recuerda que de toda esa aventura solo queda un “cuadro comprado por un trapero del Rastro de Madrid y que no lo quiere nadie”, que es como empezó la narración, con un buscador de estampas antiguas, el tipo en el que había decidido Baroja convertirse desde hacía muchos años, desde antes de la guerra.
               La veleta de Gastizar y Jaun de Alzate, las dos novelas a las que remite El caballero de Erlaiz, son, respectivamente, de 1918 y de 1922, dos de las mejores novelas de Baroja previas al giro que, a partir de El laberinto de las Sirenas, culminación de aquella etapa, experimentaría su narrativa. Aquellas novelas encerraban la nostalgia de que quisiera haberlas vivido, pero esta parece guardar la del hombre que las escribió.

8.12.15

Lejos de la guerra


Quienes han vendido esta novela, escrita en 1950 y publicada en 2015, como la novela de la Guerra Civil, que es algo así como el partido del siglo, han engañado a sus lectores sin ninguna necesidad. Con fijarse solo en las virtudes literarias del libro habrían tenido bastante.  Baroja, con cerca de ochenta años, está en ese momento de la vida y la arteriosclerosis en que todavía le sobra oficio para apañar un libro entretenido, pero hace tiempo que sus novelas son un mundo aparte, un elenco de tipos barojianos que se reúnen para pasar la tarde lejos de la guerra. El escritor se retira a sus novelas, a su Hotel del Cisne, a los recuerdos de sus criaturas, y con ellas, barajándolas (barojándolas), empalmándolas, apaña un libro en un suspiro. Mainer llama la atención, en el prólogo de la novela, sobre el hecho de que Los caprichos de la suerte viene a ser el reciclado de Los caprichos del destino, un relato incluido en Los enigmáticos. Pero algo parecido se podría decir con respecto a casi cualquiera de las novelas que venía escribiendo desde Susana, es decir, un español exiliado en París que hace vida de hotel donde siempre hay un general retirado, una madama vieja y altiva y una mujer escurridiza; siempre hay algún librero de viejo, o alguien con alma de ropavejero, rescatado de los tiempos, a principios de su carrera, en los que Baroja, a su vez, rescataba tipos dickensianos para decoración de sus novelas humorísticas. Hablan, se cuentan cosas, el protagonista menea la cabeza y va dejando a sus congéneres por imposibles; las mujeres, como en Laura, dudan de qué hacer con su vida y de qué hombre ha de merecer la pena. Pero Laura también estaba tomada de María Aracil, del mismo modo que su amiga, que aquí en Los caprichos de la suerte se llama Gloria, en La ciudad de la niebla era Natalia. Esta Gloria no es ni tan alegre como Susana ni tan ceniza como Laura. En su volatilidad recuerda más bien a aquella Ana de La sensualidad pervertida, dicen que trasunto del gran amor de Baroja, de quien ya todas las heroínas serían bocetos más o menos retocados.
               Pero Baroja amplía el espectro de los reciclajes. La huida de Madrid en guerra parece tomada de Camino de perfección; la entrada en Cuenca, con un paisaje de los que uno va guardando, remite a La canóniga, y acentúa un aire romántico cada vez menos parecido al tono de angustia y urgencia y sequedad con que nos imaginaríamos un relato sobre aquellas barbaridades tan recientes. Y sí, de vez en cuando algún personaje cuenta alguna brutalidad, casi siempre de parte de los milicianos (que no del ejército republicano regular) y alguna vez, en asimétrica compensación, por parte de los fascistas, sobre todo en Navarra, donde ya habla de liberales y carlistas y el relato podría pertenecer sin mayores problemas a un tomo de las Memorias de un hombre de acción: “Tal vez en los primeros revolucionarios hubiese un ideal y fuesen gentes que deseaban de buena fe un mundo mejor, pero los que después lucharon no pasaban de ser una caterva de arribistas y de ladrones. (…) De la muerte de estas gentes, pensaba Elorrio, a la del Empecinado, había bastante diferencia”.
               Y así el lector de Baroja no deja de recordar otras páginas, como si el autor se antologase, como si en su escritorio, en vez de tinteros, hubiera fragmentos de un libro infinito que el autor va combinando para expresar las opiniones de siempre, que, conforme va cambiando el mundo, pueden ser extremistas o conservadoras según quién las lea, por más que Baroja nunca saliese del escepticismo volteriano, del que esta novela, ese Hotel del Cisne (que es la Santa María de Novella de Baroja) es un cuarto del último retiro. Es el escritor Goyena (luego Elorrio) el que se califica a sí mismo como un escritor “brusco e independiente, lo que no era grato para los lectores de la derecha ni de la izquierda”, pero que sufrió la furia revolucionaria porque “todo el que expusiera una pequeña duda o dijera una orema [sic] era considerado en Madrid como un reaccionario digno de fusilamiento”, y con el fin de la guerra las cosas no mejoraron “porque llegaba la época de las denuncias, de las delaciones tan gratas al español”. Ya en París, después de pasar por “Valencia la roja” y dar muestras de la poca confianza que le producían las tricoteuses republicanas, Baroja, en mitad de una conversación entre Evans y Elorrio, antes Goyena, deja caer con cuidado alguna frase que tampoco podría pasar por la censura: “la única solución que habría podido tener la República española habría sido la dictadura. Una dictadura inteligente, sin presión espiritual de ninguna clase”. ¿Eran muchos los escritores, en los años 50, que acusaban al nuevo régimen de estúpido y fanático?
               Un señor viejo de un hotel, que también podría ser Baroja, siempre saliendo y entrando de los hoteles y de los personajes, tampoco es muy prudente con la Gran Guerra: “Pienso que, sea porque Alemania es así, de una manera congénita, o porque ha evolucionado de un modo patológico hacia una especie de locura, hoy es un pueblo monstruoso, y que todos los países de Europa deberían reunirse para dominarlo, sujetarlo y ponerle una camisa de fuerza”, y avisa, agoreramente, de que todos los pueblos de Europa se van haciendo cada vez más nacionalistas. El desengaño de Baroja le lleva, vestido de un galán viejo que mariposea en torno a Gloria, a hurgar incluso de viejas heridas, y que ahora seguramente obligue a añadir una cita en los libros que con menos escrúpulos lo han vilipendiado: “Al viejo le habían hecho una operación que le había dejado impotente. Le habían extraído un órgano que ella no sabía cómo se llamaba, como una castaña”. Baroja tenía cincuenta años cuando le ocurrió eso, ya había ingresado en esa vejez tornasolada de sus últimas obras.
               Acabada la novela, con esa sensación de levedad entretenida con que uno agota la tarde del sábado, cabe preguntarse qué Baroja nos interesa más, el de las opiniones sombrías o el del Hotel del Cisne, ese mundo aparte donde reina el pintoresco Pagani y donde se cuentan historias curiosas, una de ellas, la del verdugo, como para juntarla con la que contó en La familia de Errotacho y alguna otra y formar una pequeña sección, un curioso librillo de humor negro, o bien el Baroja disolvente y moderadamente reaccionario, con reacción de pequeño burgués, experto en detectar la mala idea de quienes amenazan su buen pasar.
               Pero la mezcla de los dos sigue siendo interesante. Las opiniones de Baroja tienen púas, como los cardos. A uno de derechas no le gustaría esa desconfianza en el género humano ni el anticlericalismo innegociable, y si las mismas cosas que dice de los republicanos solo las deja caer de los fascistas es porque la prudencia forma parte de la sabiduría, pero luego es otra púa. Quienes no han tenido que escribir a los ochenta años para salir adelante ven inmediatamente esas desproporciones, pero no se fijan en que, con todo y con eso, muy pocos eran los que entonces se atrevían a decirlo. Si esta novela no se publicó en su momento no es porque Baroja mismo la considerase mala o peligrosa, sino porque no la pudo publicar. Ni el libro Miserias de la guerra ni esta otra, ambas de la trilogía Las saturnales, de la que sí pudo publicar El cantor vagabundo, vieron entonces la luz, y sería sarcástico que los mismos motivos que llevaron a no publicarla entonces por un gobierno fascista lleven ahora a que los demócratas más avanzados la denigren. Es típico de Baroja: su sentido común no cabe en los corsés de las ideologías. Una de sus ideas más repetidas y vidriosas es aquella de que la miseria económica engendra miseria moral. Quizás el escritor que mejor haya sabido ver la belleza de la humildad, y que más cercano se ha sentido a los que sufren, sea también el único que se asqueaba por la monstruosidad de parte de esa misma gente cuando se fanatiza y se esconde entre la masa. La idea será incómoda, pero estos días vemos, y cómo, lo vigente que sigue estando.
               La otra parte, la de los habitantes de hotel o los caminantes noventayochistas, no es peor por ser ya conocida. Es más, el modo de utilizarla es cada día más pictórico. Baroja añade colores, tonalidades, figuritas, nubarrones, sin más interés técnico, narrativo, que el de que la novela no se caiga de la cuerda floja sobre la que camina. El contenido está ya, el contenido es el tintero, su obra entera, todas las mañanas, al buen tun-tún, en una ciudad mentalmente paseable, lejos de la guerra y entre mujeres que aviven la melancolía y consuelen, como Abisag la Sulamita, pero con más castidad que en la Biblia, el frío de la vejez. He leído, por cierto, en una promoción de Los caprichos de la suerte, que en esta novela aparece una escena de erotismo explícito, cosa rara en Baroja. Y tan rara. Esta dura una línea. Elorrio vive en una habitación que comunica por una puerta condenada con la de Gloria, quien, una noche, la abre y aparece en el dormitorio de Elorrio “completamente desnuda”. Fin. No, si esta novela tiene interés es porque se trata del Baroja de siempre, el que completa su obra e ilumina la de otros. El Cela viejo, sin ir más lejos, el Cela de El Camaleón soltero, por ejemplo, viene de aquí, de ese mismo Hotel del Cisne, y al vagabundo carpetovetónico también se lo ve caminando por las primeras páginas de este libro, trufadas de coplillas de caminante. Solo con esa descripción del camino a Cuenca ya esta novela habría merecido la pena.

2.12.15

Hablar por hablar (especulativamente)

              
 Dice Álvaro Pombo que siempre dicta sus novelas, que no las escribe directamente (indirectamente sí en tanto que después corrige lo que sale por esa boca), y mientras leía Un gran mundo, su última novela, con frecuencia fantaseaba intentando averiguar a qué ritmo se puede hablar cuando se habla con tal lujo de abstracción y poesía. Pero ese siempre tiene su pequeña historia. Sigo a Pombo, sin interrupciones ni libros en falso, desde 1990, desde aquella impresionante El metro de platino iridiado, de la que siempre comento que me inspiró una extraña sensación de libertad. Yo no había leído a un autor español contemporáneo que escribiera con tanta facilidad, que mezclara tan bien el chisme de mesa camilla con el aptegma filosófico, y que todo siguiera el orden impetuoso (e imprevisible) de la escritura desatada, que siempre es de raíz oral. Aquel era un libro, digamos, dictado por el pensamiento, por una mente facunda, por un cerebro parlanchín, pero cerebro al fin y al cabo, es decir, sin las restricciones a la sublimidad ininterrumpida que son propias del habla. Si uno habla sin parar, no puede decir a cada frase un verso hermoso, no porque sea imposible (Ovidio, Lope), sino porque el conjunto, oído, suena raro, apretado, sin esos párrafos intermedios, ese cesar del contenido pero no de la palabra, el repetir con un porque claro cualquiera lo que se acaba de decir, en busca de una formulación exacta que en la versión escrita se desprende de las formulaciones previas, aproximativas, igual que cuando uno va buscando un buen principio para un cuento tiene que borrar todo lo que había escrito hasta que lo encontró. Hablar es un aproximarse, y la naturalidad no es compatible con la indeclinable densidad.
               De modo que una cosa era la facilidad de Pombo para imitar lenguas habladas, para re-presentar, hacernos vivo y presente, a un personaje no por lo que diga sino sobre todo por su forma de decirlo, que era lo que yo más admiraba y admiro en él, y otra muy distinta el llevarlo a su extremo más radical, es decir, buscar que la novela sea del todo hablada, no reescrita sino, si acaso, correctamente puntuada. En este blog debo de haber comentado ya varias veces que la primera vez, que yo sepa, que se entregó por completo a la palabra hablada fue en la Telepena de Celia Cecilia Villalobos, seguro como estaba de dominar ese tipo de voz femenina, que en los otros libros de aquella época (la madre de Quirós en Los delitos insignificantes, Virginia en El metro…) bordaba con una frescura insólita, perfecta para para lubricar el engranaje intelectual. Digo insólita y estoy pensando qué he leído más cercano a esto de antes de Pombo. Aparte de la inevitable Menchu, no se me ocurren ejemplos de mujeres habladoras a las que no se les vea el cartón de su creador. Acaso la Juanita Narboni del olvidadísimo Ángel Vázquez o la deliciosa Marichuli Mercadall de Eduardo Mendoza. Supongo que se habrá hecho alguna tesis sobre eso. Hablo, claro, de voces femeninas interpretadas por escritores masculinos, que es el caso de Pombo.
               La Telepena resultaba un poco cansina porque oír a alguien muchas horas también resulta cansino y porque además el habla de la protagonista estaba sobrehablada, tan permanentemente oralizada que tampoco acababa de resultar muy natural después al ser leída. Al hablar no hay por qué barnizarlo todo de habla. Uno puede conservar el ritmo del habla sin necesidad de pegar por todas partes expresiones coloquiales. Claro que habría que preguntarle a qué velocidad dicta, porque la velocidad de lo dictado es un hablar a toda mecha, pero el contenido de lo dicho es más denso de lo que se puede adensar así con tanto brío. Oyes a Pombo charlar con voz de mujer, pero no es el efecto algo ridículo que producía en Los enamoramientos de Marías, sino el de estar escuchando a un hombre que sabe cómo hablan las mujeres y que las imita de maravilla. Un placer garantizado, en cualquier caso.
               Así que Un gran mundo está hablada pero también re-hablada, o sea escrita, y el resultado, ya digo, es un libro hermoso que nos remite a otro monólogo (más que narración en primera persona) que a mi juicio sigue ocupando plaza en lo más alto de la producción de Pombo: la Aparición del eterno femenino contada por su majestad el rey. Allí lo contaba todo Ceporro, el que aquí es el aguilucho, que sale menos de lo que protagoniza y habla poco, porque todo lo cuenta su prima, la narradora con voz femenina. Y el don Rodolfo de aquel entonces, el hombre guapo y perturbador, aquí es el argentino Helio, y la abuela es la abuela, solo que aquí se nos habla de sus años mozos y de un episodio que en el fondo es lo único genuinamente narrativo que tiene esta novela. Esta abuela de ahora, Elvira, procede, yo creo, de la rama de Donde las mujeres (al menos la narradora sí), que luego retomó en Una ventana al norte, o en la dama insulsa de Quédate con nosotros, señor, porque atardece.
               Me gusta más la rama narradora femenina de Pombo que la estrictamente masculina, siempre más autoinculpatoria y zahiriente, más simbólica y abstracta. Pienso en el Esteban de El cielo raso, o en cualquiera de los dos personajes de Contranatura, que a su vez eran algo así como una hipertrofia de Los delitos insignificantes. Y me gusta más, quizá, porque me gusta oír hablar a las mujeres, sobre todo a las que tienen la virtud de pensar en voz alta y de hacer las cosas al tiempo que las formulan. Es una costumbre sanísima que cuando estoy solo intento practicar, pero no creo que a mí me diese para una prosa decente, desde luego no tan elevada.
               De modo que Elvira es una dama de provincias que en los años 50 vivía en Madrid con un guapo argentino más joven que ella y regentaba una tienda de antigüedades, Luxor. El propio Pombo ha dicho que es una mujer superficial, o sea que el tema de la novela es la superficialidad de esa mujer; el argumento, que Pombo practica en ella lo que, según cita al pie de la letra, decía Nietzsche de la caridad, que se parece al verdadero amor en que es una forma de apropiación del otro, de sometimiento emocional. Nos apropiamos de la insustancial Elvira, usurpamos sus entrañas aparentemente vacías. Es una mujer despegada que solo se quiere a sí misma como búcaro del mundo que le pertenece. El gran mundo.
               La novela es floja porque solo tiene esto y porque cuando asoman la nariz los secundarios su historia nos interesa más que la de la protagonista. Quizá es lo inverso de El metro… Allí María era el centro, el faro, la guía, y los demás pobres peleles. En esta novela ella no ilumina nada y los demás saben qué hacer sin ella, como si se la quisiesen quitar de encima. Y de hecho se la quitan, Pombo el primero. Poco más de mediada la novela, tía Elvira desaparece, la voz narradora se masculiniza (aunque siga hablando la prima) y uno tiene la sensación creciente de que no son dos primas y un primo (más bien una prima y un primo) sino el mismo Pombo en conversación consigo mismo y su pasado. Cuando la novela tenía que vibrar, la especulación resulta gratuita, y es el momento en el que más Pombo se deja revolotear filosóficamente hacia lo primero que tiene a mano de unos personajes que no han acabado de brotar y se han ido reintegrando a un autobiografismo verosímil pero decepcionante. La novela, a cien páginas del final, ya es lo de menos, y lo peor es que la brillante densidad poética del principio se va ensombreciendo de frases, de juegos verbales que (ay qué mal queda eso) uno tiende a traducir simultáneamente al lenguaje corriente y moliente.
¿Por qué no se conformó Pombo con una novela corta? ¿Por qué se dejó llevar por la desgana de un personaje que luego resulta ser, más bien, un rencor familiar no superado pero al mismo tiempo la joya del anecdotario? Esa último episodio, el del doble entierro del hijo de Elvira, es una buena historia que Pombo sitúa en lugar preeminente pero que solo enuncia, cuenta como se cuenta un episodio estrafalario, en dos docenas de líneas, cuando allí tenía la novela entera. Es como si al plan inicial novelesco lo hubieran barrido unos días de mal rollo en los que la novela no se sostenía pero él se empeñó en continuarla. Pombo estira innecesariamente, desequilibradamente la novela cuando exigía toda la intensidad no especulativa de aquella historia de sepelios.
Todo esto se puede justificar sin problemas: un ejercicio de libertad, un esfuerzo de abstracción como el que decía Berlanga que tuvo con Todos a la cárcel, y que viene a ser que la película se hizo a sí misma, se torció cuando quiso y se cayó cuando le vino en gana, y que el hecho de que, por el mismo procedimiento, no hubiese quedado una película memorable solo hay que achacarlo a la suerte, a que la película no salió, ella, del todo bien. Aquí la novela no sale bien: falta ficción, faltan objetos, miradas, conversaciones. Sobra rollo, vaya. Pero es Pombo, y su escritura semoviente, sesosteniente, es un placer que no hace echar de menos más enjundia narrativa que filosófica. Uno lo disfruta como disfrutaría una tarde escuchándolo contar historias viejas de su familia de provincias, con las zapatillas de paño y un gato en las haldas, mientras entra el sol por la terraza. Yo con eso tengo más que suficiente.

18.11.15

Curso superior de castellano

               
   Hace ya unos cuantos años me di cuenta de que mis alumnos analizaban pulcramente las estructuras sintagmáticas pero no tenían ni idea de verbos específicos y locuciones fraseológicas, es decir, de castellano. Cuando decidí darle a la fraseología la importancia que ni el temario ni los manuales le conceden, resultaba divertido escucharles contar cómo, al llegar a sus casas, habían dicho que el de lengua les hacía estudiar cosas muy raras, y que sus padres, al ver las listas de locuciones, se sorprendían de que algo tan normal y corriente sonase a sus hijos tan extraño, e incluso aportaban versiones idiolectales, algunas tan ingeniosas como esa de la pulga de Benito. Pero al día siguiente las esponjosas mentes de los rapaces ya decían que habían tenido que estudiar un examen a matacaballo, que si había un papel junto a su silla ellos se llamaban andana o que estaban al cabo de la calle de que los encargados del dinero de la excursión habían hecho las cuentas del Gran Capitán. Al mismo tiempo, aprendían que cuando uno se encuentra con un muerto en un relato, es porque ha sido testigo de un macabro hallazgo, o que, cuando uno no sabe dónde se ha metido alguien, puede decir que está indagando su paradero, o bien que, para saber la verdad, hay que esclarecer los hechos; que las estatuas se erigen y las leyes se promulgan, y que uno puede plantarse en una casa o personarse, según las intenciones que lo muevan y las circunstancias que lo condicionen. Pasa el tiempo y mis tres diccionarios imprescindibles, a pesar de todos los repertorios on-line habidos y por haber, siguen siendo el ideológico de Julio Casares, el combinatorio de Ignacio Bosque y el fraseológico de Manuel Seco. Sin ellos, como aquel que dice, no sé salir a la calle.
               Este preámbulo innecesario viene a cuento de que me lo he pasado en grande con El secreto de la modelo extraviada, la novela que acaba de publicar Eduardo Mendoza. Es la quinta entrega de la serie del detective sin nombre, al que el comisario Flores, antes de jubilarse, sacaba del psiquiátrico para que lo ayudase a resolver algún caso. La última, creo, fue, hace tres años, El enredo de la bolsa y la vida, también escrita en ese castellano que a finales de los setenta, cuando sacó El misterio de la cripta embrujada, algún crítico calificó de barroco.  En realidad era el castellano preciso de los buenos traductores y de aquellos escritores que, como Stendhal o Delibes, se han leído el Código Civil. Pero Mendoza, amén de hipertrofiarlo, lo ponía en boca de un pelanas que se pasaba el libro entero con el pantalón meado, y lo usaba para narrar historietas de tebeo, relatos detectivescos estrafalarios, como una parodia bufa de un género menor narrada con el más alto nivel de castellano. Y con mucha gracia.
               En el 82 ya había salido El laberinto de las aceitunas, que a mí me gusta más que la primera y que guarda curiosas concomitancias con su siguiente novela, la esplendorosa La ciudad de los prodigios, que no sé yo si no seguirá siendo la última gran novela escrita en castellano, o más bien, para no pecar tanto de arbitrario, el último gran novelón. En todo caso, tardó diez años en repetir el experimento del detective sin nombre, cuando escribió La aventura del tocador de señoras, y otros diez para la cuarta, pero solo tres para la siguiente, esta que acaba de sacar ahora.
               El truco sigue funcionando, pero, conforme pasa el tiempo, la autorreferencia se tiñe de melancolía. Tengo que mirar a ver qué dicen los críticos jóvenes: seguramente les parece un lenguaje arcaico, como a mis alumnos aquello tan raro de dar el brazo a torcer. Escribo en serio si digo que, pese a que Mendoza sabe usar los giros de modo que los entienda hasta quien no los ha escuchado nunca (pero pertenecen al acervo común, ese que, más que aprenderse, se reconoce), no me extrañaría nada que la exquisita claridad de su prosa les haya parecido entre muy artístico y muy artificioso, acostumbrados ellos como están al lenguaje primitivo que, precisamente, Mendoza utiliza para dar voz a los personajes de la segunda parte de este libro. La primera te congracia con el humor y el buen oficio narrativo, con una lengua que hace ya cuarenta años era parodia de un lenguaje real deliciosamente usado; pero la segunda se ensombrece de dialecto guásap, también parodiado, redimido por el dominio portentoso del idioma. Mendoza sabe que una cosa son los tópicos y otra las combinaciones que la lengua admite casi en calidad de una tercera palabra, por selección natural y en aras siempre de la precisión. Un buen escritor es el que sabe manejarlas, porque no aportan solo un matiz sino una circunstancia de uso que, sacada de contexto, es un vivero de ironía. Todo eso se está perdiendo. Pronto no serán los padres de mis alumnos sino sus abuelos quienes tengan que explicarles lo que significa zurrar la badana, trabajar de balde o ahuecar el ala, por mucho que ellos lo padezcan en sus carnes. Leo las páginas que dedica en esta segunda parte a la estupidez que se apodera del idioma y en medio de los disparates y las carcajadas llega nítido el desencanto, la irritación con la que vemos desmoronarse las cosas bellas a manos de patanes orgullosos de su patanía. Pocas veces la ignorancia y la cochambre intelectual han estado tan pagadas de sí mismas. Mendoza, sobre todo al final del libro, despacha mandobles a diestro y siniestro, a los corruptos (y tacaños) empresarios de la colla dirigente catalana, y a los adolescentes de su izquierda caprichosa. Todos igual de mal hablados.
               Y todo ello, cómo no, en una novela. Rápida, entretenida, sin pretensiones pero bien armada. Mendoza orquesta con mesura los recursos del género: el falso asesinato, la ronda de testimonios, incluso la tinta invisible. El protagonista, por su parte, acepta las vejaciones con resignación y si es menester hace footing sin pantalones o se disfraza de drag-queen, visita escenarios de clases sociales más que diferentes, se vale de su desvalida hermana, la Cándida, o liga sin comerlo ni beberlo con una moza riojana. Admiro a los escritores que saben desmadrarse sin hacer el ridículo. Mendoza nos lleva ciento y pico páginas con un envase de comida china reciclada en un cubo de basura y cuando por fin la entrega sentimos el mismo alivio cervantino de cuando en aquella primera historia del 79 el personaje se daba una ducha.
               Es posible que la parte crítica, zahiriente, sea más acusada en esta novela que en las otras, acaso por esa melancolía que lo cubre todo. El último parlamento del señor Llewelyn parece un desengañado planto del autor: “Sólo de madrugada, con las calles casi vacías, me es posible recuperar el cariño que creía haber sentido por Barcelona en mi remota infancia…”, “a veces tengo la sensación de haberme hecho viejo sin madurar…”, “vivimos en un mundo insensato que, por si fuera poco, tiene los días contados…” Toda sátira es moral. Jonathan Swift se cogió un cabreo de pronóstico porque seis meses después de publicar su Gulliver aún no había cambiado el mundo. Pero en toda la berrea que soportamos de par de mañana hasta que apagamos por la noche la lamparita, en todas las soflamas insultantes, en todas las revelaciones escandalosas, en todas las opiniones infundadas y en todas las declaraciones solemnes no encuentro un retrato tan certero de lo que nos está pasando, un diagnóstico tan preciso como el que ofrece Mendoza en esta novela. Al detective innominado ya no lo saca el comisario Flores para que le resuelva la papeleta, sino un subinspector, Asmarats, y no para que le ayude sino para cargarle un muerto y meterlo en chirona. Cuando empezó la serie, los personajes aún tenían dignidad. 

Eduardo Mendoza, El secreto de la modelo extraviada, Seix Barral, 2015, 318 páginas.

13.11.15

Taller de escritura 'Jonathan Franzen'

               

             Entre las muchas recetas de taller literario que Franzen aplica en Pureza, destaca un autorretrato al fondo, el de Charles, marido de Leyla, escritor vago y pedorro que está pariendo sin prisas “la gran novela americana”, ese tochazo de setecientas páginas con el que todo novelista norteamericano tiene que cumplir. “En otros tiempos habría bastado con escribir El ruido y la furia o Fiesta. En cambio, en su época, la magnitud era esencial. El grosor. El tamaño”. No todos, claro, y como tema de una de esas tesis insustanciales que se escriben en las universidades norteamericanas no estaría mal comparar los que han pasado la prueba del tocho y los que no. El tal Charles, antes de que se quede paralítico por un accidente de modo (con Harley de cincuentón) y su mujer lo atienda mientras ella vive con su amante, publica la gran novela, y el fracaso de crítica es prácticamente unánime. La famosa Michiko Kakutani, del New York Times, lo despacha, en la ficción, como “inflado e inmensamente desagradable”. El diagnóstico no solo es una venda antes de lo que cualquier crítico serio diría de Pureza sino un acto de arrogancia, algo así como dejar caer que ya sabe lo que van a decir y que van a decirlo porque aún no han entendido nada. O bien será uno de esos ejercicios de patética sinceridad autoinculpatoria que tanto abundan en esta novela. No sé, el caso es que, acaso matizando lo de “inmensamente”, el juicio es exacto: es una novela inflada, un patch-work desigual, y desde luego muy desagradable, sobre todo porque toda su inflación es anodina.
Franzen no solo ha pasado la prueba del tocho sino que esta es la tercera novela gorda que escribe. La anterior, Libertad, ya nos pareció una novela de tesis, un magnífico ejercicio de ritmo narrativo en el que los personajes eran ilustraciones de una idea, de un fenómeno social, de un tipo, casi todos lastrados por sus obsesiones por el sexo, el dinero, la juventud y la ecología. En eso Pureza ha cambiado. Aparte de que se ha añadido la obsesión por internet, los personajes ya no son ejemplos de una idea sino directamente frikis. La coartada de su hipertrofia está en el nombre de la protagonista, Pip, una especie de salvoconducto para justificar el aire de folletín desmadrado que tiene la novela entera. Pero no está bien ampararse en Dickens cuando se utilizan tantos trucos. Ese no es el espíritu del folletín. Dickens no cambia de orden los episodios para disimular un final insípido, ni torea al lector con historietas de espías ni se cita a sí mismo con asesinatos al amparo de la oscuridad, ni desde luego se notan en sus novelas los empalmes ni mucho menos abusa de lo que aquí más me ha molestado, esa invitación al lector a que sea tan morboso como sus personajes, ese sostener tantas escenas con la sola promesa de que al final se nos recompensará con unas páginas de sexo cutre. Siempre flota en el aire el aroma de la perversión, de la desintegración moral, contado con esa crudeza un poco cómica con la que a los escritores jóvenes les parece que hay que contar la realidad. Franzen debe de ser un joven sesentón que monta en Harley. Cuidado.
Y además no es una novela sino tres o cuatro, pero cada una de ellas, que podría, por tamaño, publicarse por separado, no tiene consistencia porque su desarrollo se trunca con la irrupción de la siguiente historia. Está la novela de Purity, una chica de esas que siempre dicen lo que piensan, y a la que el azar y los correos electrónicos van llevando de acá para allá sin más excusa narrativa que la grasa documental, esos tediosos pasajes llenos de datos reales, nombres de empresas y de softwares, analistas chinos y mujeres guapas. Por cierto, qué novela tan machista, cuánta mujer loca o estúpida. Yo creo que no se salva ninguna. Pensaba en Leila, pero no, qué va: quizá sea la más tonta de todas, incapaz de decidir y con unas tragaderas del todo descalificatorias.
Y está la historia, tan rocambolesca como todas, de los padres de Purity, ella una multimillonaria caprichosa que renuncia al dinero también por capricho pero sigue siendo igual de insoportable, y él un mero pegamento novelesco, un ser sin alma, sin gracia narrativa, que está como podía no estar, en parte porque su papel queda usurpado por Andreas Wolf, protagonista de otra novela que no tiene nada que ver, pero que, con la excusa del folletín y de las escenas barajadas, Franzen conecta con el resto a base de casualidades rigurosamente inverosímiles.
¿Cómo es posible que la contraportada diga, citando a un crítico, que “dentro de unas décadas, cuando queramos ver una foto del 2015, volveremos la mirada hacia Pureza”? ¿Alguien piensa que una historia de frikis obsesos o atontados, a los que les llueve el sexo y el dinero, las historias (flojas) de crímenes justicieros y esos coros de ninfas babeantes puede ser representativo de la realidad de 2015? ¿Así de chalados y de primitivos son los norteamericanos?
Hay dos novelas que ya me pasaron por la cabeza cuando leí Libertad y ahora me han vuelto a rondar. Desde luego, si uno lee Pastoral americana, de Philip Roth, no llega a esa conclusión tan deprimente sobre el norteamericano medio, y eso que algunos personajes son más extremos que los de Franzen, pero también más verosímiles. Y también, al principio, con la historia de los okupas, pensé que Franzen había tirado por la rama Irving, pero Irving orquesta mejor, aunque en Hasta que te encuentre también abusa de la documentación realista. La inflación de Pureza proviene de ahí y de sus diálogos innecesariamente prolijos. Pero Franzen renuncia a toda descripción que no esté inserta en una acción (otra receta de taller). Su novela tiene una decoración de atrezzo, los personajes cruzan puertas y subes escaleras, toman aviones y se tumban en alfombras, pero uno nunca se hace cargo de cómo se está en los sitios. La nieve de Berlín no da sensación de frío ni el bar donde se mete (a encontrar el anillo perdido, como aquél que dice) da sensación de caldeado. En la muerte no hay ojeras y en el sexo no hay sudor. Pero hay unos diálogos inacabables, sostenidos por la promesa de un polvo, o de un crimen, o de un hallazgo que ves venir desde la solapa, con ese modo de hablar también inverosímil a que nos han acostumbrado las series de televisión: ideas complejas leídas a toda velocidad. Al principio de la novela aparece un esquizofrénico increíble que habla como un libro abierto, pero es que luego, en la novela, todos, hasta los más idiotas, hablan como un libro abierto, a toda pastilla y con palabras largas. Son amenos de leer, pero la amenidad no creo que sea una virtud elogiable. Es lo mínimo que se puede pedir. Eso sí, resulta muy difícil pararse a pensar en una sola de las frases porque todas son tan grandilocuentes como inocuas.
Dickens se tomaba la molestia de poner voz a sus personajes de modo que cada cual tuviese algo, un giro, una muletilla, un acento que los distinguiese. Franzen no utiliza acotaciones en los diálogos para nombrar al interlocutor porque así el diálogo es más rápido, pero como tampoco incluye en las intervenciones nada que señale a su responsable, y como todos hablan igual, igual que Franzen, no es raro leer una larga discusión anodina y perder la cuenta de quién está diciendo qué. Bien es verdad que la novela invita a leerla sin prestar demasiada atención, con la certeza cansina de que ahora empieza una escena de reencuentro, una disquisición cibernética, un polvo maloliente, o alguna de esas secuencias de imaginación adolescente y calenturienta que un señor mayor como Franzen ya podría poner en cuarentena un poco antes de hacer el ridículo utilizándolas.
Todos estos trucos de taller son realistas solo en el sentido de que la ficción ahora se escribe así. El truco de barajar las secuencias de historias distintas para disimular su escasa consistencia es el pan de cada día en las series de televisión. La ironía trágica (que sepa más el lector que el protagonista) es un recurso que aquí puede que funcione para seguir la zanahoria, pero no para crear una buena historia. Purity tiene cara de disimular mal que ya sabe quién es su padre. Y, al contrario de lo que hacía de Libertad una novela sólida, aquí la novela se cae. En ningún momento ha subido más allá de la tontería novelesca -- buen símbolo de la imaginación onanista de Franzen-- con que abre una de las historias: una tía buena y tonta siendo penetrada encima de una bomba atómica por un verraco de la América profunda. A fin de cuentas ése es un símbolo suficiente para resumir la novela entera.
La historia entera de Andreas Wolf, indistinguible de Tom Aberant, como si ambos fueran un juego de palabras para nombrar al periodismo y al dinero, es un cuento que no servía para novela y aquí está remetido malamente. A ver si lo sé resumir: resulta que el padre de Pip abandonó a la madre insoportable de Pip y se hizo periodista con el dinero que el abuelo multimillonario de Pip le dio a su yerno porque su hija prefería ser jipi en las montañas. Pip encuentra a su padre porque de pronto está chupándosela a un tipo y una vecina la llama para someterla a un test porque la quieren contratar en el Sunlight Proyect, una especie de central de espionaje cibernético al estilo Asange radicada en Bolivia, donde mujeres idiotas se la chupan a Andreas Wolf. Porque resulta que este Andreas Wolf, que es alemán del Este y cuya madre está oportunamente loca, mató al padrastro abusador de una chiquilla que resulta que es la que hizo el test a Pip cuando estaba hablando por el micrófono. Pero resulta que cuando cometió su crimen se lo contó al padre de Pip, y tiempo después se las ingenia para que Pip entre a trabajar a las órdenes de su padre sin saber que es su padre, mientras la nueva esposa, Leila, sospecha que se la quiere tirar.
Y en este plan. Lo malo de usar argumentos pulp es no someterlos a la estética pulp. Esta historia está más o menos bien para una de esas novelas que caben en el bolsillo de atrás del vaquero. Pero salirse de ahí exige hacerlo con respeto. Dickens es mucho más. Dickens nos habría conmovido con este final violinero, sorprendentemente corto para la paliza que nos ha dado con cualquier nonada, apresurado y gris, como si él estuviera también harto de la novela. Dickens se habría ocupado, fundamentalmente, de crear en Pip un gran personaje. Franzen mantiene al principio un rasgo que luego se diluye en su condición de correveidile narrativo, el de decir siempre la verdad. Ahí estaba la novela y su protagonismo, pero el opinador sermoneante que hay en Franzen se come cualquier desarrollo del personaje, que pronto es una niña uno poco pavisosa a la que cuesta situar en la madeja de historias sin gracia. No, no bastaba con que el protagonista, finalmente, cobre su herencia y descanse del camino que ha de recorrer desde el orfanato (en este caso una casa de acogida para mujeres). Los tópicos son adornos, no fines. Dickens puede contarnos el final que le dé la gana porque Esther ya es un gran personaje, pero en los talleres literarios todo se sacrifica en aras de la velocidad. La prosa pronto se hace irrelevante, todo se podría decir con la tercera parte de palabras. Cuando tiene que crecer, se mete en los archivos de la Stasi. Cuando tiene que emocionar, resulta involuntariamente cómico, y cuando tiene que apasionar se empeña dárselas de psicólogo. Da la sensación creciente de que cumple con las dimensiones narrativas colosales previamente esbozadas aunque no tenga buen material con el que rellenarlas, estirando más de la cuenta la mayor parte de las escenas. Cuando Dickens hace eso, lo compensa con sentido del humor. Aquí no hay humor. Para que haya humor los personajes tienen que estar vivos.

Jonathan Franzen, Pureza, Salamandra, 2015, 697 p.

23.10.15

La sangre de Keats


La ley del menor empieza como Bleak house y termina como The Dead. No es extraño. Bleak house es algo así como la decana de las novelas de abogados, y The Dead un símbolo de la melancolía en la mujer adulta. Dickens metió en la historia de Esther el sistema judicial inglés, y Joyce pintó con delicadeza insuperable los sentimientos puros (y por eso perturbadores) que ocultan las esposas intachables. Entre uno y otro, otra excelente novela de Ian McEwan.
            Esta vez no tocaba el novelista extenso de El inocente o la espléndida Expiación, de la algo cargante Sábado (por exceso de exhaustividad a lo Richard Ford) a la muy divertida Solar, sino el intenso, que para mí empezó con la un poco alambicada Amsterdam y me cautivó por completo con Chesyl Beach, a mi juicio una obra maestra. Lo bueno que tenía Chesyl Beach, aparte de su elegante composición argumental, era que McEwan podía ser tan exhaustivo pero más concentrado, tan claro pero más eficaz que, por ejemplo, en Amor perdurable, con cuya primera parte tenía bastante que ver. El realismo preciso y transparente de aquella historia era suficiente para conformar una obra de arte. Y no era solo una cuestión de páginas, porque la poda necesaria está siempre llena de poesía. La prosa de McEwan, la traducción de Zulaika, pulida como el cristal, jamás desparramada, llena de precisión y naturalidad, tiene la tensión necesaria para que no tire ninguna sisa. Quizá sea lo que más me ha gustado, lo bien cortada que está.
            La ley del menor está tan bien trazada como Chesyl Beach pero además rivaliza en exhaustividad documental con cualquiera de sus novelas largas. Conserva la ligereza de lo breve pero es capaz de describir una parte tan verosímil como significativa del sistema judicial inglés. Es fugaz como las historias que ocurren a la gente demasiado ocupada pero está siempre en contacto con la realidad del mundo en el que vive. Una juez, Fiona, tiene que decidir si un chico de 17 años, testigo de Jehová, puede negarse a que se le trasfunda sangre para salvar su propia vida. Pero en ese par de líneas había mucho y muy complejo que contar. Como novela de juicios, todo está lleno de argumentos a contrario demasiado buenos para ser resueltos de inmediato, y todos reclaman la máxima urgencia. Hasta lo más evidente tiene una segunda lectura. Son las paradojas con que un escritor se encuentra cuando está decidido a comprender a sus personajes, en cierto modo a absolverlos.
            Es lo que más valoro en un novelista, que comprenda a sus personajes. Por eso me suelo aburrir con los implacables francotiradores, porque fluctúan entre el personaje plano y el sermón dominical (o de sábado por la noche, que viene a ser parecido). Aquí ya casi nos resulta simpático el marido de la protagonista, que yo le he puesto en la lectura la imagen del protagonista de Solar, el profesor que quiere saldar cuentas con la vida y es la vida la que salda cuentas con él, el calvo escarmentado, el pobre hombre que aquí tiene un papel ridículo pero también comprendido por el narrador. Nos hacemos cargo. Conocemos a muchos cincuentones dispuestos a gastar el último cartucho, a jugarse toda una vida por el precio de la carne joven. Dan pena pero son tantos y tan parecidos que más bien los vemos como víctimas de la condición humana. El punto de vista que tiene McEwan con respecto a este hombre, Mark, es el mismo que acaba teniendo Fiona. No perdonamos porque tengamos buen corazón sino porque reconocemos que podemos ser igual de impulsivos y de miserables, y luego arrepentirnos.
            El tema de la novela es delicado y esta comprensión de los personajes está miniada de respeto en el caso de Fiona y de Adam, el chico a punto de morir. Fiona es capaz de sufrir toda la inseguridad del mundo pero cuando se sienta delante de una sentencia elimina de su mente cualquier mota de sufrimiento. El dolor desconcentra. Fiona es de la gente aparentemente inconmovible, en parte como reflejo de su profesión, que sin embargo, por las noches y los fines de semana, sabe lo que significa ser frágil. Es un arquetipo femenino, una mujer según desea verla un hombre, pero las mujeres que conozco que han leído esta novela no lo han visto como algo tópico ni denigrante: realmente es así. El zángano del marido se pierde nada más abandonar la cueva, y la mujer tiene que ponerse a condenar y absolver a las ocho de la mañana, después del berrinche, y menos mal.
            Fiona nos gusta porque sabe cómo es. Recuerdo un pasaje en el que se dice que nunca pudo tocar jazz al piano con soltura. Las partituras difíciles de Mahler son pan comido para ella, porque todo son notas, pero un pasaje afortunado de Thelonius Monk ya es harina de otro costal. Y aun así sólo puede interpretar a Mahler con la debida soltura cuando está llena de emociones, más incluso que de conocimientos, como si las manos tocasen solas. Fiona se ha enfrentado a la emoción de que el marido la abandone con sentimientos conscientes, pero también ha de enfrentarse a otro tipo de emociones, y la exquisita precisión y la minuciosa delicadeza con que MacEwan lo plantea son terreno bueno para crezcan las emociones también en el lector. Las escenas del hospital, más incluso que las del castillo, son de una ternura sobrecogedora.
            Las novelas breves tienen la virtud de que no pueden no jugársela. El relato entero descansa sobre una escena, sobre un párrafo que si no funciona es que nada funciona. La escena del castillo (no doy más detalles) es la que sujeta la novela entera, es arriesgada pero no excesiva, se nutre de la gran lección de verosimilitud que viene dando el autor desde el principio, pero aun así podía resultar, más que inverosímil, increíble. En esos abismos, en esas soluciones tan comprometidas es donde una novela se la juega, porque a partir de ahí ya todo tiene que ser por eso, y el tono y el ritmo se aceleran en un sentido no narrativo sino emocional.
            Durante la lectura puse una señal a lapicero en el momento en que McEwan dejó un señuelo para desviar las previsiones del lector. El chico, Adam, ha viajado de incógnito y bajo la lluvia hasta el castillo británico y brumoso, para darle las gracias a la mujer que le salvó la vida. Sí, es así de romántico, y está muy bien. Fiona, por supuesto, le dice que informe a su madre de dónde está, y entonces uno siente como si McEwan hubiera puesto un cartel con letras mayúsculas para indicar al lector cómo va a acabar todo eso, por culpa de los teléfonos de los huevos. Creo que se ve demasiado el señuelo, porque uno no se espera que se vuelva a repetir la historia de siempre, pero tampoco se espera el magnífico final. Cuadra entonces todo en un realismo poderoso, en cómo lamentablemente son las cosas, pero también abstracto, construido de símbolos, literario.
            El personaje de Adam, el chico, no era fácil. Al romanticismo de la edad se le suma la abducción religiosa. Sus padres, patéticos, son una ajustada descripción del tipo de ser humano que se mete en esos fregados religiosos. Saben, como dice Adam, “nadar y guardar la ropa”. Pero esos son los padres, elementos secundarios, perfecto ejemplo del pobre hombre que como no puede pagarse una clínica de desintoxicación se mete en una secta. El complicado es Adam: cómo la inteligencia puede salvar o perder a un joven más que si fuera de una sensibilidad mediana. Qué le habría pasado a Keats si hubiera sido testigo de Jehová: no habría dejado de ser el genio que sería, pero quizá tampoco se le habría dado a ver otra realidad en la que proyectarlo. La hiperestesia, la excesividad de Adam tiene que acomodarse al único mundo que ha vivido, un universo de perdones y agradecimientos, de prohibiciones y malos augurios, de fantasías apocalípticas y mentes frágiles que han encontrado en la superstición una forma de dignidad. Era difícil encajar una construcción metaliteraria, un joven romántico de reglamento, con una construcción realista como la de la juez Fiona. Era difícil, supongo, no caer en un zoco de tentaciones. Y sin embargo, como siempre, la mejor solución es ser consecuente hasta el final.

21.10.15

Retrato de Ramón Gaya


Salvo en los últimos años de su vida, Ramón Gaya usó mucho el ocre tenue como fondo de sus cuadros, y en lo que pintaba encima también fue un aliado del ocre en tantos tonos como las hojas tienen, salpicados de verdes ya tomados de amarillo, de azules desleídos y de los soberbios carmesíes de Tiziano. La paleta de Gaya es el envoltorio del cuadro, su vestimenta: colores suaves del otoño-invierno, indumentaria de sábado en los espíritus cultos. Los ocres abrigan como un cárdigan de lana virgen, los azules alegran como la primera brisa que nos acaricia cuando nos quitamos el sombrero, los verdes son de hierba zen. El bienestar con que uno contempla los cuadros de Gaya probablemente venga de esa gama de tonos silenciosos que escuchan cantar a las pinceladas sueltas de color más vivo. El ánimo se nos ablanda de ocres, nos sentimos cómodos, y el rato que pasamos hurgando en la difícil sencillez de Ramón Gaya es una situación que habría que pintar con esos mismos tonos delicados, sin vecinos que molesten. En esa actitud, con esa ropa, solemos ser más ecuánimes y desapasionados. Retiramos el fuego para que corra el aire. Nada perturba nuestra capacidad de admirar. Es el cuadro el que nos ha tranquilizado, son tonos para el hogar que habitó Gaya. No queremos estridencias ni brochazos, preferimos a los pintores japoneses del siglo XV. Porque así, tranquilamente, sin necesidad de fanfarrias, nos vamos a emocionar con lo que está vivo, con lo que es verdad, al menos en lo que concierte a este mundo culto en el que nos hemos refugiado mientras las vanguardias pasaban con sus bólidos hasta estrellarse aparatosamente contra el calendario. Pintar es lo que hacían en Altamira, “y en eso estamos todavía”, decía Gaya. Pintar es que el Niño de Vallecas sea ya y para siempre todos los Niños de Vallecas y ese muchacho eternamente vivo nos enseñe a verlos.
Todos los grandes pintores figurativos del siglo XX han tenido que soportar un indisimulado desdén hacia sus virtudes. Es como si un tenor fuera ridículo por la extraordinaria calidad de su voz. Pero el tenor canta y el pintor pinta, y forma parte de la belleza su capacidad de ser admirada, no solo en cuanto a su resultado sino también en cuanto a su proceso. De Velázquez nos gusta la gota que corre por la tinaja del aguador, pero sobre todo el mundo limpio y hermoso al que nos transporta. Los grandes siempre nos redimen, nos rinden con su maestría antes incluso de asombrarnos con su talento. Ahora veo un cuadro de Van Gogh (para Gaya, el último pintor moderno) y antes de dejarme arrebatar por ese vendaval de dramática hermosura me dejo hipnotizar por la calidad técnica, la firmeza maestra de sus pinceladas.
Gaya da para rato, sobre todo después de ver el documental de Gonzalo Ballester que estrenó La 2 el pasado 16 de octubre. Uno ha leído algún que otro libro sobre Gaya pero no recuerda un retrato tan claro y certero sobre su figura. El problema de un pintor como Gaya es que su condición de testigo del siglo xx puede comerse a su esencia de hombre casi siempre solo que pinta en un estudio pequeño y soleado en una callejuela de Venecia. Su vida es asombrosa, desde luego, tan asombrosa que sume en la penumbra su carrera como pintor. Y como escritor, que también es de los buenos.
Si Gonzalo Ballester hubiera pretendido elaborar un documento significativo sobre todas las circunstancias que vivió Ramón Gaya, el espectador habría salido con la idea de que hay vidas más interesantes que otras. Así, tal y como lo ha planteado Ballester, sale como de haber vivido un rato entre pinceles, y es el propio Gaya, en documentos exquisitos, el que nos narra la esencia de su propia vida. En ese y en otros aspectos Ballester ha procedido a retratar a Gaya igual que Gaya procedía a retratar un paisaje romano, algo que, en proporciones de menos envergadura, había ya probado en Serenísima, su otro documental sobre Ramón Gaya. Ahora Ballester crea un mundo con los ocres, con el ritmo, con los poemas visuales, con la calidad de las intervenciones, y de ese mundo afloran carmesíes de tiziano que van marcando, sin informarnos, los hitos de su vida y la situación exacta de su pintura en el río de la historia. La tarea de Ballester era conseguir todo lo que consigue un cuadro de Gaya: el reposo, la mirada honda, no arrebatada, el lenguaje lírico de las palomas, de los puentes y las frutas, de los árboles y de las ruinas.
Ballester deja que el documental, más que estructurarse, fluya, y lo ata con hilos internos, con rimas desapercibidas, y con media docena de palabras que se repiten como pinceladas de luz: verdad, vida, realidad, soledad, pintura. Hay un momento, cuando Gaya dice aquello de “bueno, hablemos de pintura”, que no solo divide la parte biográfica de la exclusivamente pictórica sino que da inicio a la pura pintura. Qué hermosa la secuencia del tomate, y con ella todas en las que la cámara se mueve por los cuadros. Es entonces cuando más de cerca veo al artista, al retratado y al retratista. A Gaya porque Ballester ya lo ha despojado de historia y, como en un punto alguien subraya, ya es pintura sin tiempo, perdurablemente viva. La sensación de creciente cercanía con la pintura da una impresión de verdad que un documental de armadura biográfica es incapaz de conseguir. Es evidente que hay un minucioso ensamblaje imperceptible, lo que refuerza, a base de yuxtaposiciones aparentes, una comprensión yo creo que tan desnuda como auténtica de lo que de veras intentó Gaya. Ballester ha hecho muy bien en aprovechar el estupendo material antiguo para que fuera el propio Gaya el que se narrase, y la selección y ordenación de los fragmentos yo sé que es muy difícil, por lo que tiene de cruel, y por eso sé que es impecable.
Creo que un artista es el que sabe lo que tiene que podar para que no se muera el árbol, y en ese sentido la otra parte, el retratista Ballester también queda muy bien retratado. Consigue que la mirada del espectador del documental sea la de los espectadores que aparecen mirando cuadros, la suya misma mirando el ajetreo de una piazza, la mirada del hombre corriente con oído más fino de lo normal, que es como el propio Gaya define al artista. Se ve al retratista mirar, pero no opinar sino con poemas visuales como el del agua o los puentes o los tomates, que son invitaciones a la verdad, y que en la segunda parte combinan estupendamente con comentarios que se ocupan más de la poesía que de la biografía: el airecillo de Tomás Segovia (qué bien escogidas sus intervenciones), los versos, porque son versos, de Francisco Brines, o el otro que da esas interesantes explicaciones técnicas. Me gusta cómo encuadra los cuadros, su interior, cómo bucea en ellos, y que todos los ritmos sean tan homogéneos y acompasados, el de la gente al hablar, el del agua al correr, el de Gaya al pintar, el de la cámara entre las pinturas. Los parlamentos dicen lo que las imágenes, más que ilustrar, corroboran: me acuerdo de lo que dice Tomás Segovia sobre que Gaya era el único en decir con autoridad que algo era una tontería, y de él mismo diciéndolo de Tàpies, y del director del documental traduciendo la tontería a un lenguaje más compasivo, mirándola con la misma mirada con que luego mira pintar a Gaya.
Y me gusta cómo el propio y entero documental se va purificando de documentos y llega, desnudo, a la misma rama de nisperero con el que empezó, el primer recuerdo que Gaya decía tener. Triunfa la mirada del autor sobre la información, y eso es bueno, y desde luego esa mirada está hecha de decisiones personales, de afirmaciones de autor, no de recetas de profesional. Queda claro en la memoria su decepción con las vanguardias y su soledad italiana, su precocidad y su amor por los clásicos y sus deseos de continuidad. Todas las otras toneladas de información que manejaba Ballester (algo evidente por la calidad de las que ha seleccionado) no habrían añadido nada significativo, pero habrían quitado mucha mirada. Esa admirable capacidad de síntesis hace que con unas palabras sobre pintar copas de cristal, una imagen de un libro abierto con estampas de Sesshu y un par de pocillos el autor resuelva lo que ordinariamente necesitaría una tediosa explicación del narrador, cuya ausencia está claro que resultaba necesaria.
Es lo que se llama una obra de autor. El juicio sobre Gaya es la obra entera, una descripción de dos miradas, la de Gaya y la de Ballester. A mí todo eso me importa mucho más que la rigurosidad biográfica, pero se necesita la capacidad narrativa que aquí se despliega. A veces pienso que las novelas modernas deberían ser por principio infilmables, del mismo modo que las películas modernas deberían ser inenarrables. Esta era lo que creo que ha conseguido ser: pintura, nada más que pintura.

13.10.15

Stephen revisited

            

            A finales de los 80, en el Trinity College de Dublín, asistí a una conferencia del senador David Norris, crítico entusiasta de James Joyce y activista de los derechos de los homosexuales. Dijo Norris entonces que los cuentos de Joyce eran “como barras de metal que se cimbrean por la tensión narrativa”, y que, donde otros las forzarían hasta que se quebrasen en tragedia, o se retorciesen, Joyce las devuelve poco a poco a su estado rectilíneo, a esa quietud horizontal con la que a pesar de todo sigue pasando la vida.
            No encuentro más feliz comparación para el estilo narrativo de James Joyce, sobre todo para sus Dublineses, pero también para su obra posterior. Lo que pasa es que ya entonces Dublineses les parecía a muchos no el más importante para la historiografía literaria pero sí el mejor libro de Joyce, y desde luego el que más recorrido tuvo en cuanto al arte de narrar. Más que elUlysses, porque la epopeya de Leopold Bloom solo abre caminos a la imitación, es decir, callejones sin salida. Muchos han escrito como el Joyce del monólogo de Molly, como el Joyce del cementerio, como el Joyce de la imprenta, etc., en obras que nacían muertas porque no pasaban de ser ejercicios de estilo ya exprimidos por Joyce. Sin embargo, el realismo de Dublineses es una forma de narrar adaptable a cualquier época y sin que ello comporte sumisión y copia. ¿Y qué hay del Retrato del artista adolescente? ¿Es experimento llevado al límite o sistema de narrar? ¿Es barra que se tensa y recupera su posición o se queda en un retorcimiento inimitable y genuino?
            En una de las últimas bernardinas, hablando de Forster, comentaba que por aquella época (segunda mitad de los 80, cuando estudiante) “yo aún creía en James Joyce, pero no en el que creo ahora”. Los jóvenes (y más si están estudiando latín en el Trinity College) tienden a mitificar lo complicado, es decir, lo ostentosamente complicado: la sintaxis de Tácito, el Ulysses, los ensayos de García Calvo, ese tipo de cosas tan entretenidas. Con el tiempo uno aprecia más la complicación interna, la difícil sencillez. Por eso ahora me gusta más Forster que antes, por eso me aburre ahora Virginia Woolf y por eso en Dublineses aprendo más del arte de narrar que en el Ulises.
            El Retrato del artista adolescente tiene de los dos. Me recuerdo, a principios de los 90, discutiendo entre cervezas con mi amigo Adam Beck sobre la estética y la estática, de cuando Stephen Daedalus, antes de la cantata final (y el broche realista, sobre todo), sermonea sobre lo bello como antes había sermoneado el padre Arnall sobre los horrores del infierno. Es justo en ese gran sermón, capítulo tercero del Retrato, donde ahora pienso que se termina Dublineses y empieza el Ulises. A partir de ese capítulo encandila más la forma que los contenidos. El propio Stephen se lo pregunta: “¿Era que amaba el rítmico alzarse y caer de las palabras más que sus asociaciones de significado y de color?”. Y eso le pasa al protagonista y a la novela entera, porque es entonces cuando se percibe inevitablemente que el lenguaje está creciendo con el personaje, adaptándose a su situación, y que la forma de narrar ha cobrado más presencia que la propia historia. A partir de entonces el autor, más que contar, reflexiona sobre sí mismo. Piensa más que da que pensar.

Y evocaba su propia y equívoca posición el el colegio de Belvedere, alumno externo, primero de su clase, atemorizado de su propia autoridad, orgulloso, sensible y suspicaz, en lucha contrinua contra la miseria de su propia vida y el tumulto de sus pensamientos.

En la vieja edición de Argos Vergara hice a partir de entonces anotaciones algo estupendas: “epifanías del yo”, “crisis unamuniana”, “Cranly Pílades”, etc. El mismo sermón del padre Arnall lo tengo acribillado a signos de admiración, porque la parodia del cardenal Newman es en sí misma un bellísimo ejemplo de oratoria eclesiástica, y porque la guasa vibra tras sus resonantes palabras, tan hermosas como delirantes, tan terroríficas como bien dichas, rotundas como la peste según Tucídides y pestilentes como la travesía del desierto según Lucano.
Pero los dos maravillosos primeros capítulos apenan tenían notas (ahora rebosan) quizá porque no me enjugascaba con las gemas estilísticas y estaba tan absorto en la narración que no tenía tiempo de coger el lapicero. Luego te das cuenta de que forman parte del plan. El primer capítulo está visto por un niño, desnudo de opiniones, asombrado por las pequeñas cosas, transparente en la emoción de sus recuerdos. Apenas se nos cuenta un hecho, la pérdida de las gafas por culpa de un compañero que lo tiró al albañal de aguas marrones, la duda y el orgullo, las palabras de su padre (“jamás acuses a nadie”), su miedo y su valor, contado sin glosa, con la tersura de la realidad. Y no es menos impresionante el segundo, el dedicado a su padre, cuando el ya no tan niño contempla con frialdad herida cómo el bueno de su padre es un pobre hombre, arruinado y borrachín, como estos alegres parroquianos de quienes no nos extrañaría nada que nos dijesen que se han ahorcado. Qué gran retrato de afecto y desprecio, de cariño y de vergüenza, sin cargar jamás las tintas más que para dibujar escenas como la del padre que busca sus iniciales grabadas en una piedra, ante la mirada resentida de su hijo.
Son dos extraordinarios cuentos al estilo de los de Dublineses, y quisiéramos que siguiese así, en ese tono, con esas proporciones, con esa hermosa lejanía. Pero la verdad es que luego, salvo quizás muy al final, o en alguna escena como aquella de la playa en la que viendo a una chica Stephen descubre su corazón salvaje y lleno de vida, la cosa es autorreflexiva e innecesariamente prolongada. En los dos primeros capítulos la barra es larga y la tensión máxima llega casi en mitad de la narración, pero en la segunda mitad de la novela se agita sin doblarse, espejea sin tensión, recta siempre al pensamiento. Las correlaciones brillan y el análisis del endurecimiento y la decisión de Stephen emergen en medio del lodazal familiar, religioso y patriótico y todo lo que los críticos quieran, pero la novela, en tanto que novela, sin aditivos críticos, ya no funciona igual. Le puede el plan previo, los propósitos estilísticos, los alardes de estilo. No es un chico que mira una infancia triste, sino un autor que va preparando ese gran almacén de artificiosidades que es su obra posterior.
Así que ahora, en fin, es otro el Joyce que mitifico, el narrador que pone la potencia en el ritmo y no en la tinta. En ese mismo segundo capítulo, el del padre, de pronto leo esto:

Stephen se encontraba de nuevo sentado junto a su padre, en un rincón de un vagón del ferrocarril en Kingsbridge. iban a Cork y aquel era el correo de la noche. Cuando el tren arrancó de la estación, le vino a la memoria aquel asombro infantil experimentado años atrás el primer día de su estancia en Clongowes. Pero ahora no experimentaba asombro ninguno. Veía cómo iba resbalando hacia atrás las tierras cada vez más sombrías y los silenciosos postes del telégrafo que cada cuatro segundos pasaban rápidamente por la ventana y las pequeñas estaciones penumbrosas, guardadas sólo por algunos vigilantes, arrojadas por el tren a su espalda, titilantes un momento en la obsturidad como chispas de fuego proyectadas hacia atrás en plena carrera.

Uno quisiera leer siempre novelas escritas así, y para eso no es necesario que den lecciones de vanguardismo. Claro que, si, además, uno tiene el privilegio de leerlo en la traducción de Dámaso Alonso, todo brilla con su justo resplandor. Alonso lo traduce todo: las palabras, la emoción, la guasa, la nostalgia, la frialdad, la confusión, la excitación, el cachondeo y, sobre todo, la poesía. No sé por qué pensé que en una segunda lectura me resultaría un tanto relamido, pero qué va, qué va: da gozo leerla. El poeta Luis Díez me recordaba esta mañana que Dámaso Alonso (Alfonso Donado) tradujo el Retrato con veinticuatro años. Entonces no era para mí más que un traductor. Ahora forma parte del mito.

4.10.15

Otoño, Woody Allen


            Estos días son así desde hace muchos años. Sábados de descanso avaricioso, cielos nublados, fuego lento, siesta de general, un rato de lectura y, por la noche, la película de Woody Allen, casi siempre en los Ideal de Doctor Cortezo. Cuando hablamos de personas que todos los días del año hacen lo mismo, siempre nos referimos a los que viven una monotonía indiscernible, pero no a quienes hacen lo mismo todos los 3 de octubre, todos los 26 de enero, cada 7 de noviembre. No hay sorpresas de año en año, pero uno va ganándole terreno al calendario, y además tiene la sensación de que vive una rutina no impuesta, una construcción personal.
            Así que, mientras dure, seguiremos peregrinando año tras año a los cines Ideal, a ver la última de Woody Allen. Hay años en los que la rutina se alimenta de sí misma porque la película es un poco floja. Es lo que ocurrió el año pasado, con la historia aquella del mago, pero no este otoño, porque Irrational man  es de los títulos que convalidan la costumbre, reverdecen viejos placeres estéticos e intelectuales y de paso nos aclaran por qué poco a poco nos vamos alejando del cine contemporáneo. Y a Woody Allen yo diría que le pasa lo mismo: a estas alturas de su carrera ya no se alimenta con cualquier cosa. Su cráneo privilegiado no pide sopitas amables. Su inspiración no surge de la adorable ancianidad sino de un libro de Dostoievsky, de quien la chica de la película, Emma Stone, ha leído la obra completa. Y el protagonista, un estupendo Joaquin Phoenix, lo ha llevado a la práctica. Phoenix es el Rodión que comete un crimen que, de no ser por sus efectos colaterales, podríamos considerar no demasiado injusto, y Stone es Sonia, la muchacha que le exige que se entregue. No hay comisario, que se habría comido la trama, ni familia miserable, que habría justificado a Phoenix y encarecido considerablemente la película, aparte de que Woody Allen ya no sale de los paraísos cool neoyorquinos, de los campus idílicos y de la ropa cara.
Salvo el final, la película crece sobre esa misma trama, algo que Allen repite varias veces para evitar suspicacias. Pero el final, ingenioso, es una negación de la novela de Dostoevsky, al menos por lo que respecta a Raskólnikov, y también, en menor medida, a Sonia. La impresionante grandeza del final de Crimen y castigo es aquí de una sonrisa amarga. No vence el espíritu sino la conciencia. Phenix, el profesor de filosofía, ha cometido un crimen justo y perfecto que le devuelve las ganas de vivir y no el tormento que asedia a Raskólnikov. Pese a ser filósofo, no es capaz de toparse con sus propios actos; antes encuentra su justificación en una especie de justicia superior. Pero la alumna enamorada, la Sonia de esta película, ni siquiera es tan coherente hasta el final con su conciencia y con sus sentimientos. Sí le puede, y además instintivamente, el rechazo natural al crimen, pero es demasiado lista como para dejarse llevar. El hombre contemporáneo ha cambiado el final de Crimen y castigo. No tiene valor para ser del todo malo ni del todo bueno, pero al menos quedan rastros de filosofía. Se me quedará en la memoria la escena en la que la alumna da tres días al profesor para que cumpla con su imperativo categórico. La repugnancia que siente la alumna es casi física, no puede penetrar los territorios atontados del amor. Allen lo abrocha todo con un último llamamiento a Diógenes, para que nos riamos del ingenio pero después, ya con los labios en su sitio, pensemos en ello. Woody Allen también sigue con la linterna encendida.
Se habla de muchas cosas en esta película, del azar y de la filosofía práctica, de la justicia y del aprecio por la vida, de la razón y de la sinrazón. Los personajes se expresan con palabras largas y precisas, en frases que no dicen tonterías. El placer es escucharlos, oír a la gente hablar, gente culta que utiliza un lenguaje claro y ameno que invita a pensar. Hora y media sin escuchar diálogos de molde, en un ambiente confortable y soso como es el de un campus americano: la (muy buena) profesora desesperada por que la rapte hombre complicado y se la lleve a España, que es muy romántica; el novio pijo y educado, insípido y prescindible, el Yarbas, el Hemón de todas estas historias; la estudiante fea y podrida de pasta, que hace como que estudia debajo de un Sotheby’s. Y poco más. Salvo un cuidadísimo reparto de personajes con una sola frase, la película se articula sobre muy pocos elementos, la trama está muy claramente delineada, con la economía suficiente como para que quepan los ricos diálogos y no sobren las escenas de comedia. Últimamente hay en Allen como un regusto añadido por las películas baratas, como si la austeridad formal fuera otro atributo de su arte que cada otoño perfecciona.
El humor de Allen también se estiliza con el tiempo. Lo reserva para las situaciones especialmente dramáticas. Las acciones terribles hacen reír, y en los lugares donde los demás emplearían chistes Allen habla de filosofía. Y no me detengo en ellas porque merece la pena verlas, sobre todo ese toque altamente erótico que Allen se reserva para los momentos menos propicios: en la cama los saca muy tapados y cuando ya han recobrado la respiración, pero luego, en cualquier esquina, te saca su lado más sensual. Me fijé en Vicky, Cristina, Barcelona, la escena de las dos muchachas cargando un maletero, y desde entonces no hay película en la que, así como si nada, no dé una lección de erotismo.
Hoy domingo tampoco levantan las nubes, la gente aún no se ha echado a la calle y el asfalto brilla con la humedad de la noche. Domingo de otoño, café caliente, la bernardina de la película de Woody Allen. Y un Frenadol.

29.9.15

El crítico y el novelista


Los grandes novelistas siempre tienen que andar justificándose. Viven asediados por los críticos, por los escritores vanguardistas, por los estajanovistas de la escritura, por los escritorzuelos con buenos contactos, cuando ellos no son nada más que novelistas. Hace muchos años, en Salamanca, asistí a una conferencia de profesores con gafas de culo de vaso en la que también participaba, más como mono de feria que como estrella invitada, el gran Eduardo Mendoza. La charla doctoral era sobre el Lazarillo. Allí escuché a Peter Russel y al repelente niño Vicente, Francisco Rico, quien, cuando ya se había dicho lo importante, y a guisa de ejemplo, de divertimento, de sainete final para regocijo de comensales, llamó al estrado a Mendoza para que dijese lo que quisiera. Como siempre en Rico, era un elogio despectivo,“les presento a un ejemplo vivo de lo que es un verdadero novelista, cuyas teorías, como pueden imaginar, no creo que tengan ningún valor, pero seguro que dice algo que nos hace reír”, vino a decir, con más y más herméticas palabras. El caso es que no recuerdo nada de lo que dijo el sanedrín de sabios, pero de la charla de Mendoza me quedé con un par de ideas que sigo utilizando en clase, sobre todo aquel ejemplo de mímesis que sacó del Tirant lo Blanc, cuando explicó la diferencia entre asestar una puñalada y sacar un ojo con la punta del cuchillo, como si fuese un tapón de gaseosa.
            Rico el Impertinente tenía razón, pero podía haberlo hecho saber de otra manera: Mendoza es la intuición, la perspicacia, el pálpito de que hay que soltar una broma o cambiar de tema, el novelista que no destila ideas previas sino que se sube al autobús con sus personajes y viaja con ellos por carreteras llenas de curvas, a ver qué pasa. Esperar sesuda teoría en Mendoza es no entender su grandeza como novelista.
            Por aquel entonces yo aún creía en James Joyce, pero no en el que creo ahora. Acabo de terminar Aspectos de la novela, de E. M. Forster, el ciclo de conferencias que pronunció en Cambridge en 1927, y si he vuelto sobre él, el ejemplar que compré, cómo no, en Ojanguren, Oviedo, en febrero del 96, es porque había terminado justo antes, y bastante decepcionado, La señora Dalloway, de Virginia Woolf, una novela que ilustra con claridad por qué los vanguardistas rara vez escriben buenas novelas. Me pareció una hermosa sinfonía plagada de imágenes que no habrían desagradado a T. S. Elliot y de audacias técnicas que habrían hecho las delicias de Gertrude Stein. Pero lo más interesante que tiene es que transparenta con mucha nitidez las razones por las que, siendo todavía, con independencia de su alcurnia histórica, un libro muy interesante, sin embargo es una mala novela con errores que incluso ahora consideraríamos de principiante.

  
          La señora Dalloway viene precedida por la inexactitud de su fama. Creo que era en el tedioso libro Ventanas de Manhattan donde Muñoz Molina citaba esta novela como ejemplo de descripción del transcurso de un día, más o menos lo que, con sus extraordinarias facultades de levantador de inventarios, él se proponía.
            No, La señora Dalloway no es el retrato de un día sino el de una mujer que cede su protagonismo a otros personajes. Uno empieza la novela preparado para ver Londres por los ojos de la señora Dalloway, de los que Virginia Woolf no es más que su cronista íntima. Pero la cosa, sin abandonar sus tules, se estanca en el clásico triángulo del primer novio despechado que vuelve y llora sin ganas, amén de un amor más intenso y antiguo hacia su amiga Sally. Y lo peor es que, cuando el punto de vista cambia, cuando ya son los recuerdos y los pensamientos del marido y del antiguo novio los que se apoderan de la novela, uno los lee con la misma voz con la que había creído en la señora Dalloway, en su condición de personaje vivo. Al trasladar la misma técnica a otros personajes, por mucho que dé una impresión prerrafaelita de todos en primer plano fumando en posturas elegantes, lo único que consigue, para mi gusto, es cargarse la verosimilitud de la novela. Se mezclan las voces, se amontonan las imágenes, y de vez en cuando uno cae en la cuenta de que quien piensa no es el personaje que estaba pensando sino otro, y que no ha habido una transición lo suficiente contundente como para dejarlo claro.
            Habría que comparar esta novela con Un amor de Swann, la segunda parte del primer volumen de En busca del tiempo perdido, tan solo por una cuestión de proporciones. Proust no juega a los prerrafaelitismos. Todos los personajes tienen su sitio en la perspectiva única, en el protagonista absoluto del narrador, por mucho que Odette sea un personaje tan bien rematado. Aquí los Verdurin de turno merecen el mismo tratamiento que el antiguo novio, y casi no digamos que la propia protagonista. Todo está un poco amontonado, con la coartada de la sublimidad sin interrupción, mucho más que de las nuevas formas de realismo. Al menos en este libro, Woolf no se aplicó el cuento de Coleridge, el que nos advierte de que toda narración necesita sus puntos muertos, sus cumbres y sus valles, sus párrafos transparentes. En el contraste está la perspectiva, y cuando todo es un rosario de párrafos brillantes, por mucho que repita el resumen de la situación, por si alguien se pierde, hay una monotonía que redunda en desinterés. Bueno, pensamos, ya está claro de qué va la vaina. Disfrutaremos de cómo describe Regent’s Park, ah qué Londres tan hermoso aquél. Si fuese una película brit, la daríamos por buena solo por la decoración de las cocinas, solo por el ritmo de la prosa.


            Y habría que ver qué pensó Forster de esta novela, pero es fácil imaginárselo. En Aspectos de la novela la clava, con bastante más delicadeza e ironía de lo que yo soy capaz:

Tanto ella [V. W.] como Sterne son escritores de imaginación. Parten de un pequeño objeto, se alejan de él revoloteando y vuelven a posarse encima. Conjugan una visión humorística del caos de la vida con un agudo sentido de la belleza. Incluso tienen el mismo tono de voz: una perplejidad un poco premeditada, un anuncio a todos, sin excepción, de que no saben dónde van.

La cita es más larga, incluidos los dos fragmentos de sendos escritores con que la ilustra, cogidos con candil, y termina poco menos que riéndose de ella:

…la puerta del salón no se arregla nunca, la señal en la pared resulta ser un caracol; la vida es tan caótica, ¡Dios mío!, la voluntad tan débil, las sensaciones tan tornadizas… la filosofía… ¡Por Dios!... Vaya, mira aquella señal… escucha la puerta… la existencia… es realmente, excesivamente… ¿Qué estábamos diciendo?

Claro que Forster nunca fue del cogollito de Bloomsbury, pero tuvo elogios para ella en su crítica a Fin de viaje, de un modo que, ay, no sé si sería del agrado de Virginia: “Al fin tenemos un libro que logra tanta unidad como ciertamente la hay en Cumbres borrascosas, aunque por un camino diferente”. Y si no le gustó  ̶̶ es un suponer ̶̶ , sería porque Woolf respetaba a Forster más que a cualquier otro crítico, porque sabía decir “las cosas sencillas que las personas inteligentes no dicen” y porque era capaz de expresar “cosas evidentes que una ha pasado por alto”.  Y de hecho su crítica a Noche y día (Woolf se lo había enviado a Forster y a otros cuatro íntimos, entre ellos Vanessa y Lytton), en la que decía que le había gustado menos que Fin de viaje, dejó a Virginia hecha polvo, y solo se recuperó a base de (fingida) humildad. (Tomo las citas de la biografía de Irene Chikiar que publicó Taurus a principios de este año.)
Es evidente que lo que separa, en términos artísticos, a Forster de Woolf es lo mismo que separa a un novelista de un poeta. El riesgo que corría aquella vanguardia es el de los niños en clase de dibujo (al menos en mi época, ahora igual son más cabrones): “¡Halá qué chulo!”, decías al compañero, que había pintarrajeado un monigote amorfo, a cambio de que luego, cuando viniera a ver tu bodrio, se deshiciera en elogios. Bueno, es lo que pasa en Facebook, sin ir más lejos.
En fin, que no. En mí ya va siendo un poco tarde para renunciar a la creación del mundo, a la novela como historia vivible, no como toreo de salón, y tras acabar con Woolf tuve cierta necesidad de volver al redil de E. M. Forster. Entiendo perfectamente que no visitase mucho a los colegas de Bloomsbury. Para un novelista que solo cree en la imaginación, debían de resultar insoportables.
El redil del Forster es el tipo de novela en que yo creo, para leerla y, en mi calidad de aficionado dominguero, incluso para escribirla. Su prosa es culta y deliciosa, barnizada de ironía, nunca densa, con multitud de imágenes que parecen acuarelas para amenizar la digestión de alguna idea, tampoco nunca demasiado abstrusa. Además es lenguaje para hablar, que es casi el único que me interesa. Quizá por eso a él también le gustan los escritores que hablan, no porque escriban coloquialmente sino porque tienen una poderosa voz despreocupada del estilo, a veces profética y a veces desgarrada, que cuenta vida y la transmite. Así que no es de extrañar su rendida admiración por Jane Austen y, no tan desaforadamente, por Emily Brontë; por Tolstoi y, sobre todo, Dostoievsky; por Hermann Melville y por H. G. Wells. Pero también tiene en gran estima a un Joyce que aún no había publicado el Ulises en Inglaterra, pero sí en Francia, en la Shakespeare & Co., y Forster lo había leído como a fin de cuentas hay que leerlo, como una pieza realista que trata de hurgar sin límites en lo que está vivo, y que no se arma con artificiosos argumentos sino con el ritmo que le imprimen sus alusiones homéricas; he leído bastante crítica sobre el Ulises, y ninguna va más allá de estas sencillas apreciaciones de novelista. Y es muy respetuoso con Thomas Hardy, acaso demasiado poeta para él, pero se ríe sin rebozo (y en un alarde de humor por lo bajinis) del pesado de Henry James, o pone como un trapo al bueno de Walter Scott, aunque no sé por qué le critica que trabaje con cabos sueltos, esa garantía de continuidad tan cervantina cuando se escribe sin premeditación; y sin cometer desfachateces le pone sus peros a Dickens, junto a la oportuna constatación de sus grandes hallazgos. Sterne, ya lo dijimos, le parece tan mariposeante como Virginia Woolf.


A partir de un elenco tan elocuente, Forster examina (utiliza este verbo varias docenas de veces, y luego resulta que no examina nada, que sobrevuela, menos mal) los distintos temas que pueden interesar en la construcción de una novela: la historia, los personajes, el argumento, la fantasía, la forma o el ritmo. Pero la idea es una sola repartida en facetas.
Forster es, por ejemplo, un paladín del narrador omnisciente. Una vez lo dijo Cela y es verdad: escribir en primera persona es demasiado fácil. Eso no significa que en primera persona no se puedan escribir grandes libros y buenas novelas, pero las verdaderas dificultades vienen en la tercera persona, y también las grandes compensaciones. El yoísmo contemporáneo no deja de ser un refugio de escritores peregrinos. La omnisciencia es más exigente: saberlo todo implica seleccionar por intuición, que es como juegan los campeones de ajedrez; las computadoras, en cambio, tienen el vicio de la exhaustividad.
Forster parece también adelantarse, incluso lo menciona de pasada, a la vampirización de la novela por parte del cine, y él mismo, hablando del teatro, da la clave: “En el teatro, toda felicidad y sufrimiento toman obligatoriamente la forma de acción. De otro modo, su existencia es ignorada; es ésta la gran diferencia entre el teatro y la novela”. Y todo lo que ello implica, sobre todo el flujo interno, el poderoso ritmo que alaba en Proust o, por diferentes razones, en Melville.
Porque lo principal no es el argumento, que no deja de ser “una obsesión tomada del teatro”. “Todo lo que se organiza de antemano es falso”, aunque sí se necesita un cierto grado de sorpresa, una llamada a la curiosidad, pero son los personajes los que hacen las novelas, y, para ser reales, “deben ir sobre ruedas”, y eso implica que el narrador los siga, no los pastoree. Al contrario, advierte sobre las desventajas de la novela rígida: “Puede exteriorizar la atmósfera o surgir de modo natural del argumento, pero cierra las puertas a la vida y deja al novelista haciendo ejercicios, generalmente en el salón”, y tampoco vale parapetarse en el estilo, en la forma, porque “para la mayoría de los lectores de novelas, la sensación que experimentan ante la forma no es tan intensa que justifique los sacrificios que cuesta; así que su veredicto es: ‘Hermoso el resultado, pero no merece la pena.’”
Lo bueno que hay en este ensayo es que no lo ha escrito el crítico sino el novelista; o, más bien, que el crítico tiene las limitaciones que le impone el novelista, que siempre se pelea con las mismas cosas y a quien las teorías no le arreglan las escenas. Por mucho que predique, siempre tiene que escuchar atentamente al personaje, no al tratado, ni mucho menos al colega de tertulia literaria. Si Virginia Woolf no hubiese hablado tanto de literatura, La señora Dalloway habría sido una buena novela, y si Eduardo Mendoza hubiese dado una lección magistral sobre la picaresca, Una comedia ligera no sería tan divertida.
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