27.4.13

Emak bakia



Déjame en paz, significa, en vasco, emak bakia, el nombre de la casa en la que Man Ray rodó la película del mismo título en 1926, y de la película en la que Óskar Alegría viaja tratando de localizarla. Ahora se proyecta en el Matadero, el Candem de Madrid. Todo muy cool.
              Emak Bakia, la de ahora, también es vanguardia, la vanguardia que reconocemos, el precioso grano entre tanta paja daliniana. Y no lo es por el hecho de que esté compuesta sobre el recuerdo y la idea de libertad de Man Ray, sino porque es cine de la era de internet. Y buen cine. Man Ray participó en la mitosis del dadaísmo y el surrealismo, su película sigue los dictados de la unión libre (algo que, tratándose de vanguardia, lamentablemente no es contradictorio) y de la epistemología del azar: los movimientos de cámara los hacía el viento, o la propia cámara rodando, o las sobreexposiciones. La vanguardia de Óscar Alegría, el director de esta nueva Emak bakia, traslada la unión libre no tanto a la composición de imágenes como al entramado argumental. Así, la película que empieza tratando sobre la casa en la que Man Ray rodó su película, se desvía enseguida, con el sinuoso y arabesco rastro de las liebres, hacia todo aquello que tiene suficiente valor poético como para dirigir el curso de la narración, algo como lo que escribió Nooteboom en su Desvío a Santiago, un libro también de viajes libres y azarosos.
                 La búsqueda de aquella casa incluye la historia de un payaso cuya foto encuentra el narrador en una tumba cuando iba buscando pistas, huellas del edificio, y la de una princesa rumana de noventa y tantos años que fue campeona de ping-pong, y la de los vecinos de una casa a la que llegó hace cien años una postal de ambiguo contenido. O sea, la narración avanza como avanzan las navegaciones cibernéticas, sin diseños previos, orgánica, caprichosamente, con el solo límite de la poesía, en movimiento no rectilíneo, no lógico ni alfabético, sino circular, libérrimo, impredecible, como se nos pasaban antes las tardes con la Enciclopedia Británica y ahora con Google. El instinto del narrador solo se ocupa de saber detectar las situaciones poéticas, la inercia que inspira buenas ideas, el contexto que las nutre. Así, por ejemplo, un tipo graba los sonidos que hacen los objetos y los materiales de la casa, las maderas y los platos y los suelos, los de ahora y los de antes, los de la actual residencia para empleados de una empresa y los de unos príncipes rumanos que la edificaron, los Wittgenstein, concretamente un vástago vago que por no soportar a la familia se calcó la casa en la costa de Biarritz y se fue a vivir allí. Y con esos sonidos compone la banda sonora de la película.
Una historia lleva a la otra, un nombre a otro, y todos los nombres van componiendo el hermoso poema que es la película y la hermosa secuencia del poema que componen los nombres de las casas. El plan queda a merced del pulso narrativo, no de los hechos narrados. La película no se cae porque resulta cómodo instalarse en ese viaje al pairo de la poesía. Lo dice el narrador en algún momento, lo importante es el viaje, como en Homero, y el viaje es azar, no exactamente casualidad ni coincidencia, que es propio de quien quiere casarlo todo, sino instinto de belleza, necesidad heroica. La cámara sigue la lógica real de los poemas, vamos con ella, y de paso nos ahorramos el esfuerzo distanciado de ir interpretándolo todo, que es lo que cansa un poco en el original. Óscar Alegría lo resuelve teniendo la película de Man Ray como referente. Ya no hace falta que nos preocupemos por el significado de las pestañas como mariposas de las bellas durmientes: nos conformamos con recrearlas, con volver a vivirlas. (Y con los cerdos, otra escena cumbre, pasa lo mismo). Pero una vez que nos hemos desembarazado de la onerosa obligación de interpretar podemos limitarnos al deslumbramiento nítido de las imágenes, a su evidente hondura, sin hermetismos de ninguna clase. Son reales porque son el marco de Man Ray, así que ya no deben preocuparse de la lógica y la previsión.
No está nada mal que el lenguaje narrativo de un documental se entregue en brazos de la poesía. Porque en el fondo es volver a Buñuel, sobre todo cuando dejaba el guión en manos de la película, pero con el instinto narrativo al que ahora nos tiene Auster acostumbrados. Por cierto: no estaría nada mal leer La noche del oráculo como complemento a Emak Bakia.
Más de alguno lo confundirá con un simple método que se basta a sí mismo (que es lo que tantas veces ha hecho la vanguardia), y ese tirar de un hilo y de cualquiera de sus flecos se tome como plantilla para contar cualquier cosa, como si el diseño justificara el contenido, que es lo que suele pasar. No es el caso. El azar solo marca la ruta, pero la variedad y la hondura de sus pequeños poemas visuales está muy por encima de la simple carpintería. La película hace así honor a su título. Emak bakia, déjame en paz, le dice Óskar Alegría a la tópica industrial del cine contemporáneo, entre otras cosas porque está rodada, oh siglo XXI, con una cámara de fotos y sin ninguna financiación.


23.4.13

La prosa empanada de Julio Llamazares



Leer otra novela de Julio Llamazares después de haber leído la penosa El cielo de Madrid es un caso clínico de reincidencia. El primer culpable es el lector. Uno debería saber cuándo un autor ya no tiene remedio. Y Llamazares, como novelista, ya no tiene remedio. Aunque también era injusto no traerlo a esta serie campestre, sobre todo si su nueva obra, Las lágrimas de San Lorenzo, se remite, como dice la solapa, en una de sus varias mentiras piadosas (de fe en el comercio), a la legendaria La lluvia amarilla, aunque visto lo visto casi preferiría que fuese una reseña de memoria, de cuando la leí hace veinticinco años.
               No es nada raro que un novelista tenga principios prometedores y luego se quede en nada. Lo que avalaba a Llamazares, antes de La lluvia amarilla, eran dos buenos libros de poemas, La lentitud de los bueyes y, sobre todo, Memoria de la nieve, y una novela que ahora huele a celuloide revenido pero que entonces sonaba muy fresca, Luna de lobos. En La lluvia amarilla estaba el poeta de Memoria de la nieve, que sigue como el primer día. Los hermosos versículos que nombraban cadenciosamente las palabras como si fueran frutos de la tierra se unieron en un poema en prosa con aquella historia del pueblo abandonado.
Pero a La lluvia amarilla, según la recuerdo ahora, le sobraba ñoñería, inflación musical. El siguiente libro, Escenas de cine mudo (del que Las lágrimas de San Lorenzo es mero reciclaje) era mucho menos ñoño, y también menos hispanoamericano (había mucho en La lluvia amarilla  de Rulfo y de García Márquez, aunque pasado por el saludable cierzo leonés), y, como prosa, mucho más armado para una novela. El libro estaba compuesto de estampas infantiles, un rimero de recuerdos recogidos del desván, lo típico. Pero estaba muy bien escrito, y así se podía escribir una estupenda novela. Llamazares la llamó novela porque entonces la falta de imaginación no era un problema (ahora tampoco), pero el caso es que nadie la tomó como tal, y también que entonces ya estaba escribiendo otra novela que iba a ser la pera y que se llamaría El cielo de Madrid. Entretanto, había escrito el último libro suyo que recuerdo haber leído con cierto placer, El río del olvido, un cuaderno de viaje que le enseñó cuál era su verdadero género, uno que requiriese saber describir (es decir, el dominio de los versos largos) pero no necesitase de imaginación. Es lo mismo que le pasó a Cela, y eso que Llamazares, por aquella época, publicó un célebre artículo, El arzobispo de Constantinopla, creo recordar que se llamaba, donde ponía a parir a don Camilo el del premio, aunque luego, en sus libros de viaje, Llamazares copiase su técnica, su punto de vista y casi su estilo sin el menor reparo.
Tras os montes y La rosa de piedra, otros dos libros de viaje, pasaron por buenos libros porque se limitaban a las virtudes del autor, ese andar como aturdido por el mundo, ese escribir que es todavía como ir escuchando el eco de los callejones. Pero los cuentos me aburrían, y cuando, por fin, salió la esperadísima El cielo de Madrid la decepción fue morrocotuda. No solo seguía sin pizca de imaginación, sino que daba la sensación de que se le había olvidado hasta escribir, hasta el punto de que ese genuino parto de los montes ha servido ahora como reclamo publicitario. La solapa de Las lágrimas de San Lorenzo tiene un aire a segunda oportunidad: ya sabemos, sugiere, que el libro anterior era un desastre, pero ahora ha escrito como en La lluvia amarilla, o sea, como cuando creíamos que era un novelista prometedor.  
Y el caso es que esa falta de imaginación, de potencia narrativa, es, paradójicamente, lo que le granjeó sus primeros éxitos. Llamazares era el tipo de joven progresista con cara de resfriado que se encorvaba mucho al hablar, cruzaba las piernas y con una mano sostenía un cenicero de cerámica popular y con la otra un ducados al que le daba hondas chupadas. Era el escritor aterido que viaja en un dos caballos por el monte con una chica de belleza verosímil, y así sus novelas tenían un solo protagonista, el escritor, el chico majo que escribe cuentos sobre el maestro don Joaquín y la infancia en el pueblo. Había cientos de miles. Yo creo que todos los estudiantes de letras de la década de los setenta escribieron un cuento sobre cuando su abuelo se echó al monte y lo bueno que estaba el pan que hacía su abuela. Era una forma de jipismo urbano, de andar con las manos en los bolsillos y el cuello de la chupa bien subido por aceras negras y fachadas de barrio antiguo, y los fines de semana cantarle a los zarzales. Llamazares escribía lo mismo que todos los que querían escribir aunque no tuviesen imaginación, pero lo hacía especialmente bien, parecía.
Pero él se empeña. Si se limitase a contar su vida, lo que le ha pasado esta mañana, lo tomaríamos como un libro de viajes interiores, y esperaríamos sin más la llegada de los párrafos hermosos. Pero él quiere inventar, quiere crear personajes, quiere urdir historias. Y no le sale. Las lágrimas de San Lorenzo es una baraja de cuentecillos tópicos con un elemento en común, el tempus fugit, vaya por Dios. Otra vez el abuelo, otra vez el Dos Caballos, otra vez las reflexiones de pata de banco: “Pero la vida no tiene vuelta. Como la juventud o el viento, la vida pasa y nunca retorna por más que nos neguemos a aceptarlo, como les sucede a muchos”; otra vez la sonoridad gratuita, el chiste involuntario: “…mi madre, que se quedaba a dormir con él por las noches, y a mi tía, que lo hacía por el día”. Y otra vez el mal disimulado autobiografismo resuelto en tópicos, en este caso el de un padre viejuno que contempla con su hijo las estrellas, ay, o el de unas vacaciones en la Provenza con una ninfa fumadora. Y otra vez, ¡y otra vez!, el tema del escritor que escribe una novela. Todo es soportable menos la mala prosa, y lo que podría parecer esfuerzo de nitidez se queda en oración simple. Llegar a la esencia estética del ser humano no implica escribir redacciones escolares sobre las vacaciones, y así, como si practicara ejercicios de gramática un verano por la mañana, hay frases directamente ridículas: “Es como en medio del mar, donde solo existe éste”. Todo está, por cierto, lleno de pronombres demostrativos. Es como si se le hubiese caído una caja de pronombres demostrativos encima del álbum de fotos que nos está contando. El estilo está como empanado. El rostro amodorrado de Llamazares se traslada un poco a la sintaxis. No hay nada que pueda compararse con un verso de Memoria de la nieve, y lo que le sale no es una novela sino un ramillete de prosas bonitas (siempre y cuando no se haga un lío con los pronombres demostrativos), es decir que, puesto que no es novela porque no hay narración, tendremos que leerlo como un poema en prosa. Y tampoco.
La novela es breve y se hace larga porque, como no hay historia, como solo hay ciudades europeas de las que solo se dan las señas y mujeres guapas de las que solo se dan los nombres de pila, como solo hay hechos consumados, no acontecimientos (la madre con Alzheimer, el padre y el hermano muertos, las separaciones traumáticas), el resultado es que no se mueve, que es una negra y vulgar noche por la que van pasando estrellas idénticamente mortecinas, e incluso se hace pesada por el viejo truco de acumular lo dicho en cada capítulo, como en la canción de los elefantes, y mezclarlo todo para que parezca más intenso. Pero es que lo dicho en cada capítulo solo es eso, lo dicho, lo acontecido y muerto, la situación final de la memoria para un tipo con la crisis de los cincuenta, razón por la que nos repite cincuenta veces, de diversos modos, el profundo pensamiento de que la vida se pasa enseguida.
Quizá solo haya una virtud que le da cierta coherencia a la novela. Quizá la vida sea igual de deslavazada, quizá los recuerdos sean así de simples, quizá esta forma de rellenar las páginas de un libro sea la que dé una imagen más intensa de la fenomenal torrija que lleva el autor.

9.4.13

Ensayo de literatura campestre, 9



En 1978, con la democracia, Delibes encontró el cine. Ya en los 60, Ana Mariscal había adaptado El camino, pero a partir de 1976, con la versión de Mi idolatrado hijo Sisí, y, en 1977, con la de El príncipe destronado, Delibes se convirtió en habitual de la cartelera. Así que, cuando publicó El disputado voto del señor Cayo, Delibes ya escribía, por así decir, cinematográficamente. Eso se le nota mucho a la novela, y quizá sea su peor defecto. Uno ve los planos cortos, las escenas tópicas, los gestos característicos. Hay excesivo diálogo instrumental y una morosidad descriptiva que no piensa en la lírica sino en el travelling. No he visto la película de Antonio Jiménez Rico, que quizá me parezca muy literaria. Hablo solo de la novela.
               No me gustan los guiones narrados. Es posible que de Las ratas Jiménez Rico también sacase una gran película, pero Las ratas se concibió como novela, no como película, y como novela está bastante por encima de El señor Cayo. Pero esto puede también verse desde el otro lado. Con el cine Delibes encontró un filón cuya cumbre quizá sea Los santos inocentes, pero también de menor importancia literaria que Las ratas e incluso que El camino. A él lo hizo rico y famoso, y para un crítico de la época tampoco era difícil encontrar argumentos que lo justificasen.
               El disputado voto del señor Cayo está escrito como quien lava. Más que verse la idea clara, se ve la sencillez con que la ha compuesto, el oficio sin complicaciones con que ha juntado los elementos y los ha movido un poco para que encajen. Unos jóvenes malhablados, cinematográficos, machaconamente bobos, que van a presentarse a las primeras elecciones democráticas y llegan hasta el último pueblo de la provincia, se encuentran con un Gandalf con boina de Castilla la vieja que les enseña las virtudes de la naturaleza. Cuando están más convencidos los políticos de ciudad que el votante de pueblo (cuando los actores sonríen tiernamente mientras habla el abuelo en un decorado de casa rural), aparecen unos fachas en un coche que le pegan un palizón al candidato progresista, un joven barbudo. De regreso a la ciudad, borrachos de Soberano, sus aburridos diálogos malsonantes escribirán varias veces la tesis y su estrambote, a saber, y como dice un personaje beodo y malherido que habla con elocuencia de Basilio moribundo, “¿de veras te parece más importante recitar Althusser que conocer las propiedades de la flor de saúco?”. Y sin embargo, ay, “esto no tiene remedio”, porque los fachas de ciudad sacan las cadenas, pero el sabio rural tampoco se habla con el único vecino que queda en el pueblo.
               A esta carpintería de teleserie Delibes aplica una receta de Sánchez Ferlosio. En El Jarama, el contraste entre los diálogos planos pero sabrosamente cercanos de los muchachos (o, sobre todo, por lo que a Delibes toca, de los venteros) y la maravillosa oda en que se convierte cada mínima, precisa descripción, no solo hacía funcionar muy bien la novela sino que iba manteniendo un juego de contrastes literarios: la poquedad coloquial a la luz de la grandeza descriptiva; la hermosura de la precisión que subraya la naturaleza de los personajes. Aquí Delibes ha extremado el contraste. Las descripciones del pueblecico donde van los candidatos son bellísimas, un jugoso prado donde florecen los endecasílabos (“la vaina erecta sobre el tallo”), de la categoría de las inmejorables descripciones de Las ratas. El mundo del señor Cayo es esa precisión emocionante que vamos buscando. El señor Cayo es el nombre de las cosas, la pureza de los movimientos, la sabiduría del silencio, etc. Y a este lirismo antropológico se le oponen los chicos de ciudad, el joven barbudo, la mujer concienzuda y concienciada, y el perfecto gilipollas, Rafa, un error de personaje (para enseñarnos que hay idiotas sin gracia no es necesario emplear más que media docena de líneas, no un personaje entero). Con ellos Delibes dialoga, no describe, y sus diálogos están trufados de un cheli cogido con pinzas (“¡Joder, qué tíos! Yo no sé si están carrozas o se quedan con nosotros”), usado como los nombres de setas, para decorar, para dar ambiente, sin naturalidad de ninguna clase, y con una mujer joven y atractiva que dice “cacho puto” cada dos por tres, algo absolutamente imperdonable (como también lo es, dicho sea de paso, que Delibes -al describir, no en esos diálogos tan cutres- repita tres veces tres el verbo embutir aplicado al acto de vestirse). Quiero decir que se nota que ahí Delibes no solo está pensando en dónde poner las cámaras sino en dejar constancia de un presunto lenguaje callejero que suena a parodia de revistilla, a teatro aficionado. El tacto y el amor con que nos pinta el campo contrasta demasiado, en fin, con los brochazos de betún con que desdibuja a los candidatos, que no entienden de saúcos. Delibes, como cualquier otro escritor, triunfa cuando comprende a su personaje, sabe pensar como él, y aquí se limitó contribuir de mala gana al Diccionario cheli que cuatro o cinco años después sacaría Umbral. Es como si la novela entera la hubiera escrito el señor Cayo, que no entiende a santo de qué hablan así, con tanto taco y sin llamar las cosas por su nombre.
               Fue Umbral el que dijo una vez que en una novela sobre el mar de Delibes (no me acuerdo del título y, ya que cito a Umbral, no me voy a levantar ahora a mirarlo) se notaba que manejaba el diccionario, los tecnicismos, los nombres de las velas, pero que la novela no olía a mar. Y así es. Cuando Delibes habla del campo, del señor Cayo, aquello huele a campo, pero cuando habla de la ciudad, de los jóvenes candidatos, aquello huele a diccionario. Y tendría que haber olido al escay de los asientos de los coches, a los ceniceros de tabaco negro, al engrudo de pegar carteles, al hedor corporal de aquella época. Y no huele a nada de eso. Huele a celuloide arrugado y a parodia intergeneracional, a cómo los viejos hacen de jóvenes en las bodas, y dicen: “oye, carroza”, y añaden: “como se dice ahora”, y se ríen como si fuera un chiste. Con el cine, en cierto modo, Delibes también inauguró la vejez. 

8.4.13

Colmena o dujo



Geórgicas, IV, 1-50

Cantemos luego al don divino de la miel,
que baja desde el cielo: oh Mecenas, también    
hacia esta nueva parte dirige tu mirada,
dignos de admirar serán los espectáculos
de su pequeño mundo, los valientes caudillos,
los pueblos, las costumbres, las luchas, los afanes
de toda una estirpe que ahora, por orden,
habré de describir. Labor de poca monta,
mas no de gloria poca si númenes propicios
lo consienten y Apolo mis súplicas escucha. 

Lo primero es buscar morada y residencia
a las abejas donde el viento no penetre
-pues los vientos impiden llevar sustento a casa-,
donde ni el cabrito tozón ni las ovejas
se pongan a brincar encima de las flores,
o la ternera que anda suelta en la campiña
pisotee el rocío y aplaste las hierbas
cuando están creciendo. Manténganse bien lejos
los pintados lagartos de áspera lomera
de las ricas colmenas, y los abejarucos
y tantos otros pájaros, y Procne, que en el pecho
señales de sus manos lleva ensangrentadas;
pues todo lo devastan por doquier, e incluso
al vuelo con el pico se llevan las abejas,
sabroso es alimento para nidos tan crueles.
Pero ténganse cerca las fuentes cristalinas
los estanques lozanos de musgo, el arroyuelo
que se desliza entre las yerbas, y una palma
o un robusto acebuche dé sombra al entradero,
y así, cuando los nuevos reyes, por primavera,
que es su tiempo, hagan marchar a sus enjambres,
y salgan a jugar las crías del panal,
la orilla vecina será una invitación
a irse del calor, y en mitad del camino
de un árbol las tendrá su fronda acogedora.
Por en medio del agua, corriente o estancada,
echa de través ramas de sauce y grandes piedras,
que puedan en los puentes posarse numerosos
y al sol del verano sus alas desplegar,
si resulta que el Euro mojó a las tardineras
o las hundió desatado en aguas de Neptuno.
Y alrededor florezcan las casias vigorosas,
y el tomillo rastrero, que aroma desde lejos,
y abundante ajedrea de intensa fragancia,
y beban en la fuente del riego las violetas.
Han de ser de angostas piqueras las colmenas,
ya las tengas sujetas a cortezas vaciadas
o bien estén tejidas de mimbre perezoso:
pues la miel el invierno la cuaja con el frío
y el calor la derrite hasta volverla líquida.
Uno y otro extremo, tratándose de abejas,
es de mucho temer: no en vano untan ellas
a modo en sus moradas con cera las rendijas,
con flores y propóleo tapan las aberturas
y a tal fin guardan goma que habrán recolectado
más blanda que la liga y la pez del frigio Ida.
A menudo pusieron, si la fama es cierta,
su hogar en guaridas cavadas bajo tierra,
y las han hallado entre los poros de las piedras
y dentro de los huecos de árboles podridos.
Tú, en cambio, las colmenas, que están llenas de grietas,
con barro blando unta y cúbrelo bien todo
y echa por encima alguna que otra rama.
Y no dejes el tejo que crezca muy cercano,
ni al fuego los cangrejos ponerse colorados,
ni te fíes de charcas profundas, allí donde
la peste del cieno es más fuerte o donde,
cuando se las golpea, suenan las peñas cavas
y rebota la imagen deforme de la voz.


Protinus aerii mellis caelestia dona
exsequar: hanc etiam, Maecenas, adspice partem.
Admiranda tibi levium spectacula rerum
magnanimosque duces totiusque ordine gentis
mores et studia et populos et proelia dicam.               5
In tenui labor; at tenuis non gloria, si quem
numina laeva sinunt auditque vocatus Apollo.

Principio sedes apibus statioque petenda,
quo neque sit ventis aditus—nam pabula venti
ferre domum prohibent—neque oves haedique petulci               10
floribus insultent aut errans bucula campo
decutiat rorem et surgentes atterat herbas.
Absint et picti squalentia terga lacerti
pinguibus a stabulis meropesque aliaeque volucres
et manibus Procne pectus signata cruentis;               15
omnia nam late vastant ipsasque volantes
ore ferunt dulcem nidis immitibus escam.
At liquidi fontes et stagna virentia musco
adsint et tenuis fugiens per gramina rivus,
palmaque vestibulum aut ingens oleaster inumbret,               20
ut, cum prima novi ducent examina reges
vere suo ludetque favis emissa iuventus,
vicina invitet decedere ripa calori,
obviaque hospitiis teneat frondentibus arbos.
In medium, seu stabit iners seu profluet umor,               25
transversas salices et grandia conice saxa,
pontibus ut crebris possint consistere et alas
pandere ad aestivum solem, si forte morantes
sparserit aut praeceps Neptuno immerserit Eurus.
Haec circum casiae virides et olentia late               30
serpylla et graviter spirantis copia thymbrae
floreat inriguumque bibant violaria fontem.
Ipsa autem, seu corticibus tibi suta cavatis,
seu lento fuerint alvaria vimine texta,
angustos habeant aditus: nam frigore mella               35
cogit hiems, eademque calor liquefacta remittit.
Utraque vis apibus pariter metuenda; neque illae
nequiquam in tectis certatim tenuia cera
spiramenta linunt fucoque et floribus oras
explent collectumque haec ipsa ad munera gluten               40
et visco et Phrygiae servant pice lentius Idae.
Saepe etiam effossis, si vera est fama, latebris
sub terra fovere larem, penitusque repertae
pumicibusque cavis exesaeque arboris antro.
Tu tamen et levi rimosa cubilia limo               45
ungue fovens circum et raras superinice frondes.
Neu propius tectis taxum sine, neve rubentes
ure foco cancros, altae neu crede paludi,
aut ubi odor caeni gravis aut ubi concava pulsu
saxa sonant vocisque offensa resultat imago.  

1.4.13

Rodión Íllich en Monreal del Campo


Paula Pinazo, Ignacio Tortajada, Erica Sanz, Carla Royo y Alicia Plumed, alumnos del IES Salvador Victoria, de Monreal del Campo, Teruel, escriben sobre Otoño ruso. Mi agradecimiento a ellos y a Pedro Moreno, el profesor que se lo dio a leer.




Seguimos con Otoño ruso. Esta vez le toca el turno a las opiniones que le han merecido a los alumnos que la han elegido y que iremos poniendo poco a poco. Todas ellas provienen de las fichas que han completado y solo hemos hecho alguna pequeña corrección. Haremos lo mismo con las otras novelas de la segunda evaluación, pero eso será ya tras la Semana Santa. Ahí van:


"Pienso que Julia no es mala, sino que el entorno que la rodea, refiriéndome con esto principalmente a Matilde y Angelita, la ha convertido a esa manera “pija” de ser y de actuar. En mi opinión creo que depende de la persona identificarse con uno u otro de los personajes, yo me siento más identificada con Esther, me gusta el pueblo, soy muy llana y no me gustan para nada los aires “repipis”, aunque no me identifico con ese aire emo que dice gustarle en parte. almente a Matilde y Angelita, la ha convertido a esa manera “pija” de ser y de actuar". 

"Que la novela este ambientada en lugares cercanos hace que los lectores podamos asignar los conceptos como emigración, relaciones familiares y vuelta al campo a situaciones que conocemos personalmente y que sabemos sobre la situación que ocupan en nuestro entorno y la importancia que un habitante de a pie le puede llegar a dar". 

"Ha sido una novela muy entretenida de leer. Que esté ambientada en lugares que conozco y en los que me muevo normalmente me llama bastante la atención y de alguna manera te “engancha” y te imaginas las situaciones con mucha más claridad. Yo cuando estaba leyendo era todo el tiempo como ¡anda, pues aquí…! y si no sabía muy bien de lo que se hablaba preguntaba ¿Dónde está…? Creo que esta novela para los turolenses y habitantes de alrededores, especialmente, llega a ser muy amena y que conozcas los lugares te hace indagar e introducirte más en el texto, asimismo te puedes llegar a sentir más identificado con los personajes y situaciones que en otras novelas".

(Paula Pinazo, 1º de bachillerato)

Calle Doctor López de Alfambra

 "Yo creo que sí, que el hecho de que la novela transcurra en lugares cercanos te llama la atención y te ayuda a imaginarte la historia. También te das cuenta de que muchas veces lees novelas y ves muy difícil que esas historias te pasen a ti. Leyendo esta novela te das cuentas de historias que están más cerca de lo que crees y se dan a tu alrededor"

"La verdad es que ma gustado bastante, sabía que estaba ambientada en Teruel, pero no en el Teruel actual que yo conozco. Eso ha facilitado la comprensión de la novela, porque te haces una idea de la historia; también el empleo de temas actuales ayuda a una rápida comprensión de aquella. Al principio me costó un poco entenderla, debido a su estructura, ya que en un capítulo aparecían unos personajes y en el siguiente otros diferentes. Sin embargo, todo se hace más fácil cuando empiezan a relacionarse entre sí las distintas historias. Es una novela que recomiendo leer; a mí me enganchó y sin la idea de leermela por obligación, cada día leía un par de capítulos, algo inusual en mí".

(Ignacio Tortajada, 1º de bachillerato)

Repensando todo


"La novela, al estar ambientada en lugares cercanos y conocidos se me ha hechos más amena y entretenida, ya que es la primera novela que leo cuya localización está cercana al lugar donde vivo. Me ha permitido trasladarme con mucha mejor precisión a las escenas de la obra, por lo que no me importaría leerme otra obra que se ambientara en lugares conocidos y cercanos a Monreal".

(Erica Sanz, 1º de bachillerato)
"Yo creo que cada personaje refleja una parte de la sociedad, como por ejemplo Kolia refleja la parte en la que un adolescente llega a un colegio nuevo, con gente nueva, todo nuevo y muestra de una forma u otra los problemas de adaptación e integración. Por otra parte está Esther, que representa a una parte de la sociedad muy "normal", la de la mayoría de la gente, una clase social media; y Julia refleja esa parte de la sociedad más alta, con grandes comodidades. Pienso que es más fácil identificarse con Esther que con Julia para un joven".

"A mí la novela sí que me ha gustado, y más por el hecho de que esté ambientada en lugares que conozco, porque se te hace mucho más real, es como si estuvieses allí, ya que al conocer los lugares sabes cómo te sentirías tú ahí y cómo afrontarías la situación".

(Carla Royo, 1º de bachillerato)

Lugar de trabajo de Bernardo

"Se alternan narraciones sobre Kolia, Julia y Esther, la manera de vivir de cada uno de ellos y cómo al final consiguen entablar una buena relación, a pesar de ser tan diferentes entre ellos. También entrevemos una relación que puede llegar, ¿o no?, a existir entre Tania y Bernardo [...] En fin, que no es uno de esos libros aburridos ni monotemáticos que estás deseando ya terminar".

"Yo creo que el que la novela esté ambientada en lugares próximos ayuda a que los temas tratados nos sean más cercanos, pero hoy en día no hace falta leer una novela para conocer el problema de la emigración, la vuelta al pueblo...porque casi todos tenemos cerca un caso parecido. Leyendo esta novela me he acordado de unos vecinos que yo tenía; Eva y Sebástian. Me ha resultado curioso porque Eva, al igual que Tatiana, aprendió muy pronto el español y, sin embargo, Sebástian, al igual que Mijaíl, no ponía tanto interés en aprenderlo. De hecho volvió a Polonia sin haberlo llegado a hablar. Casi siempre son las mujeres las que primero lo aprenden, seguramente porque ellas son las que salen a comprar, o a llevar a sus hijos al médico, y yo creo que ellas sienten que tienen la necesidad de tenerlo que aprender, mientras que los hombres se amparan un poco en sus mujeres. En mi opinión creo que el seguir hablando su idioma y el no intentar aprender el nuestro les deja un resquicio a la esperanza de que pronto volverán a su país y les mantiene unidos con la tierra que seguramente por problemas económicos han tenido que abandonar".

El instituto de los muchachos


"La novela me ha parecido bastante interesante y dinámica, para nada monótona o tradicional. Sinceramente, cuando escuché por primera vez su título y conocí el argumento, no imaginaba este tipo de novela, yo pensaba que sería una novela "menos moderna" por decirlo así. Este hecho creo que me ha acercado un poco más a la novela, puesto que no es algo que se aleje tanto de nuestro ámbito social. Lo que más me ha impactado del libro sin ninguna duda es la evolución de la tía Angelita, por extraño que parezca, ya que la historia se centra más en Kolia, Julia y sus respectivas relaciones familiares, pero siempre me ha gustado mirar aquellos personajes que aparecen de trasfondo, pero que sin duda dan un toque único a la novela [...]. Este libro me ha dado mucho que pensar, cada personaje me ha transmitido un sentimiento y considero que eso es lo importante de un libro: el poder analizar lo que has sentido leyéndolo una vez acabado [...] Por último, he de añadir que el hecho de que estuviese ambiantada en Teruel y alrededores, me ha facilitado muchísimo la lectura, ya que es todo más familiar; digamos que la historia se queda "en casa". Además, durante los días que estuve leyendo el libro, fui a Teruel en varias ocasiones, y es muy emocionante el poder imaginarte a Bernardo saliendo del trabajo, o a Julia, Kolia y Esther del instituto. Sin duda, me he quedado con muy buen sabor de boca, y me gustaría volver a repetir este tipo de lecturas, tan cercanas y tan amenas".  

(Alicia Plumed, 1º de bachillerato)
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.