28.1.23

Estorninos


La Fundación Bancaja ha reunido en Valencia una antología de Juan Genovés (1930-2020) que a su vez es una historia del último medio siglo en España y también una prueba de cómo afectan al arte las tiranías.
Con respecto a lo primero, el centro de la exposición, como es natural, lo ocupa el cuadro El abrazo, una obra que nunca faltará en una historia de la transición, y cuya versión escultórica en la plaza de Antón Martín, en Madrid, es un homenaje a los asesinados de Atocha. Ambas son un canto, más que a la reconciliación, a la alegría de estar juntos y seguir vivos y tener camino por delante. Los personajes de El abrazo están de espaldas porque van, y el espectador detrás, es lo que podría haber visto de haber estado allí, no frente a ellos sino entre ellos, no por encima o por delante sino por su mismo camino, con ellos.
Ese cuadro es el feliz contrapunto de una década larga, desde el año 65, en la que Genovés desarrolló una imagen grisácea, de figuras cabizbajas, sometidas, amordazadas, y cuando comenzó su gusto por las perspectivas cenitales de multitudes, el tema que ya no abandonaría. Esa parte anterior a El abrazo es insistente, horadante, variaciones técnicas sobre una misma perspectiva. Son obras combativas, explícitas, mensajes claros, posturas inequívocas. Visto desde hoy, esa explicitud redunda en insistencia, en el valor de un proceso, de una serie que, como reflejo de una realidad inamovible y desesperante, adopta la monotonía como ritmo general. 
Ese proceso culmina y se interrumpe en El abrazo. El invariable pesimismo gris y ocre, de tonos encanecidos y herrumbrosos, regresa al color con la muerte de Franco, de quien por cierto hay un retrato muy Bacon en uno de los cuadros. La democracia ya es color. En democracia las masas se distribuyen en formas diferentes, como las bandadas de estorninos. De modo que Genovés, tras la fiesta de los cuerpos enteros, de los individuos reconocibles y los ciudadanos libres, volvió al principio, a las sombras y a las masas, desarrollando todas las posibilidades que entonces censuraba la urgencia del activismo artístico. 
De modo que, con respecto a lo segundo, cómo afectan al arte las censuras externas e internas (las tiranías no solo limitan la libertad exterior de quien las sufre sino la interior de quien las denuncia), lo que viene después de El abrazo es una transformación del lenguaje explícito en sugerencia contextual. Ya no vemos a la multitud que mira de lejos al que va a ser ajusticiado por dos guardias civiles, ahora vemos un cuadrado que delimita la multitud, sin necesidad de vallas, o una grieta fracturada en abismo, en la que las multitudes que se asoman a cada uno de los precipicios son las que le dan la forma de una herida. Genovés sustituye la línea por el individuo, por el estornino, y en el sombreado y agrupamiento de las figuras diminutas se dibujan las formas ahora más abstractas.
En esa parte de la exposición, a partir de los 80, Genovés transforma la denuncia en sociología, las respuestas en preguntas, con un nivel de explicitud más difuso, más intuible que legible. Ya no se nos pregunta si somos partidarios, si nos compadecemos o no del cuadro, sino que se nos invita a entrar en ellos porque no está claro desde la primera mirada qué nos quiere preguntar. Conforme se iba haciendo viejo, sus diminutos individuos (que en su trazo negro me recordaban a las posturas de Häring pero también al pulso de Barceló) se van enriqueciendo con soluciones matéricas, con un dominio del efecto (lo que se percibe a la debida distancia) que hace ir y venir al espectador, ver de cerca la pellada de pintura, pintada con el tubo de pintura, en sí un hermoso ejercicio de color, y alejarse hasta el ciudadano confuso, perfectamente retratado. Cada estornino se convierte en una diminuta obra de arte que en conjunto forma círculos iluminados por radiantes manchas de color, soles o simas, mares o cielos, pájaros sobre la nada blanca.
Y satisface y conmueve que esa línea no haya dado un paso atrás hasta los últimos amenes, con piezas de extrema delicadeza, de dominio absoluto, cuya explicitud ya solo es un aire ascético, a punto de ser pura abstracción, que es lo que seremos cuando ya no estemos. En Genovés vemos la historia y sus alrededores, pero también el viaje a uno mismo. Las formas que componen las figuras, vistas siempre desde el cielo, son una síntesis de expresionismo liberado y significado nunca oculto, nunca disfrazado, pero con referentes más variados y atractivos, más reflexivos, más objeto de contemplación.
Coherencia y reinvención, pasar por todos los estados sin salirse de un mismo camino, encontrar una forma propia, una voz propia, y escribir con ella poemas épicos o delicados haikús, según la historia vaya pasando por nuestra vida, y nosotros por ella. De lo que trata la exposición es de cómo el artista dibuja ese camino.

27.1.23

Había una vez


Actores que hacen de actores, versiones de clásicos, sketches desarticulados, escenas por el morro, interludios musicales cada dos por tres, filmaciones de acompañamiento, citas por doquier y el infalible (inobjetable, incriticable) recurso a los nazis como diabólicos fantoches. Con este engrudo y unos buenos actores se fabrica una pieza teatral correctísima en la que los bienintencionados espectadores se sienten culpables si no les hace reír, e insensibles si no les emociona una historia mil veces contada.
   Eso es Ser o no ser, la película de Lubitsch en versión comedia teatral con la que Echanove va dando la vuelta a España, los actores polacos que tratan de huir de Varsovia tomando el pelo a los nazis y a sí mismos. Aparte de que a la versión de Bernardo Sánchez le sobra media hora de su primera parte, Echanove ha dirigido una comedia bufa en la que todo el mundo corretea por el escenario como los cómicos del cine mudo y en la que solo en su último tramo alcanza la fluidez que debió haber tenido desde el principio. Los actores (el propio Echanove, Lucía Quintana, Ángel Burgos, Gabriel Garbisu, David Pinilla, Eugenio Villota, Nicolás Illoro) están muy bien en lo que tienen que hacer, pero da la sensación de que cada fragmento se ha compuesto al margen de los otros, de modo que lo que debería ser risa constante se empantana en gags muy aparentes que deshacen el conjunto. Las comedias son difíciles: por muy bien que se interprete, si no hace gracia, mal asunto.

Reconozco que me disgusta esta manía decadente de la versión y la mezcla, esto es, no acudir a textos nuevos y rellenar la función de atracciones marginales para que la cosa se sostenga. Hay un barroquismo de la inseguridad, de creer que amontonando elementos se salva una pieza. Y no. También reconozco que me fastidia esa manía de reducir a Hamlet a un lugar común equivocado. Que un cineasta lo ponga a recitar su monólogo con una calavera en la mano puede ser un tópico, pero que lo haga un hombre de teatro suena a chiste malo: Hamlet no tiene nada en la mano cuando pronuncia su ya de por sí confundidor inicio del monólogo. Me hubiera gustado, en fin, que fueran menos fieles a Lubitsch que al propio Shakespeare. Tiene más gracia, incluso en Hamlet. No habría hecho Echanove un mal Polonio, por cierto.

He visto la función en Valencia, por donde va rodándose antes de llegar en marzo a Madrid. El público valenciano, nada rácano a la hora de verle la gracia a las tontadas, se rio en contadas ocasiones, y poco, sin ir más allá de esas risas que se oyen en el cine y que responden más al placer que siente el espectador de estar en la sala que a lo que haya salido en la pantalla. Y los aplausos tengo que decir que tampoco fueron atronadores. De hecho sobró la última salida a saludar, la gente ya estaba desenrollando las bufandas del brazo de la butaca. Quizá era un día demasiado frío para calentarse con sucedáneos. En todo caso, el público de Madrid no va con la sonrisa puesta, no se le vaya a ver el colmillo retorcido. Eso Echanove, supongo, lo sabe.

Será que me estoy volviendo un poco purista en cuestiones escénicas. Ha coincidido además que estos días, por motivos laborales, he vuelto a leer Hamlet, y comentábamos que el público de entonces, el que acudía al Globe, iba a escuchar una obra, no a verla. Pero son amores distintos. Ser o no ser, la versión teatral de la película, es un espectáculo y como tal parece que invita a ser juzgado, no como texto, porque el texto son diálogos sin gracia, eso sí, tan bien interpretados que en ocasiones parecen graciosos. Todo queda reducido a un humor guiñolesco, de payasos viejos, previsible, cuando no resuelto de cualquier manera, como el gag de la barba postiza. Si necesitas que el cine te diga lo que ocurre detrás del escenario, es que delante no importa lo que se pase. Y cosas así. 

Pero tampoco es el purismo del oír, del ir a un teatro a escuchar diálogos bien hechos, que me hagan reír o me emocionen o me intriguen, sino el de la sensación más general de dejarse llevar por algo que corre como la seda. La opulencia de la producción y el correteo de los actores no abastan para entretener. Creo que, si se trataba de darle una capa de astracán, y con el atrezzo conceptual que utiliza, más hubiera valido partir de Samuel Beckett que de los payasos de la tele.


Ser o no ser, de Edwin Justus Meyer y Melchior Lengyel. Versión para el teatro de Bernardo Sánchez Salas. Dirección de Juan Echanove. Teatro Olympia, Valencia.

22.1.23

Aires viciados


Termina uno La isla de los conejos, de Elvira Navarro, y cerrar el libro es como abrir una ventana, como salir de un cuarto cerrado y oscuro y respirar por fin el aire de la tarde. La prosa de Elvira Navarro está recargada de frases intensas, todas cortadas por el mismo patrón sintáctico, todas muy veloces y todas terminadas en seco, de manera que no hay sensación de flujo narrativo sino de ritmo machacón procesionario. Cada frase saca muchos hilos, dice muchas cosas, todo parece dictado por un poeta melopeo. En ocasiones suena como a corriente de ocurrencia, a decirlo todo, y decirlo de la manera más seria y más cruda, ulcerada de imágenes desabridas o tenebrosas, sin opción a la ironía.

Este horror vacui suele ser muy apreciado entre los lectores de páginas, que no de libros. Abres una página y aparece un sabroso plato de frases brillantes, pero lees el relato entero y la sensación es que ha contado tanto que lo que tenía que contar ha quedado semioculto, escondido en un bosque de frases estupendas, tapado por una vidriera de colores fúnebres que impide distinguir a los personajes. Y, si lees el libro hasta el final, la sensación es de que la autora estaba más pendiente de las frases que de las historias, que avanzan torpemente, como andando en un lodazal de palabras. Las historias, es cierto, tienen también esos ambientes viscosos, saturados de sudor y de humo. Hay un relato sobre alguien al que se le está pudriendo la boca y le huele el aliento, otro sobre un bicho que le sale a alguien en la oreja, o un biólogo morboso, varios sobre gente que se vuelve loca, o que no encuentra la salida, o sueña los sueños de los otros, o se dedica al espiritismo; sobre animales descompuestos, ratas extinguidas, aguas estancadas o parejas muertas.

Todo eso se puede tomar como un rasgo de coherencia estética: a los ambientes lúgubres les corresponde una prosa un poco hardcore, los frikis al estilo McCullers arrastran por la página un maquillaje siniestro. En ocasiones (París Périphérie), interpeta un aseado ejercicio de estilo cortazariano/vilamatasiano, pero en general se deja llevar por cabos que lanza y que no termina de recoger, en parte porque se enreda en un desarrollo que pronto resulta cargante.

La isla de los conejos, no obstante, por lo que he visto por ahí, va para libro de culto, con valedores que se dedican al proselitismo de lo aparatoso. Y a mí me suena a prosa juvenil, a cuando quieres contarlo todo y te da miedo quitar una sola frase o dejar alguna que no pase los controles de solemnidad. Uno tiene ya muy lejos ese tipo de literatura, ese expresionismo altivo que se esconde entre las sombras. Hay aquí relatos que son un concentrado argumental que daría para una larga novela con las proporciones y el aire adecuado, no solo para que la prosa respire sino también el lector.

Uno va buscando voces nuevas y encuentra métodos antiguos: la prosa borbotón, la severidad motorizada, el ahí queda eso, barbero. Desde antiguo los escritores más barrocos encontraron en la estética de la putrefacción un campo abonado para sus piruetas estilísticas, pero los buenos intérpretes no se permitían el rollo macabeo ni la prosa de aluvión. Demasiadas veces se nota en este libro que la autora se ha dejado llevar por un impulso poético, pero luego no ha recogido las sobras, y con el tiempo uno juzga los libros de ficción por la discreción de su autor, por no interponerse entre el relato y el lector, por instalar un ritmo adictivo en quien lo lee, por eliminar las barreras entre la historia y su lectura. Cuando estaba leyendo el relato del halitósico (un tipo que tiene un trozo de paladar podrido y se va de vacaciones a las canarias con su novia, la narradora, a casarse de mentiras), cuando, con frecuencia, dejaba de prestar atención y tenía que empezar de nuevo el párrafo, me acordaba de otro cuento en el que alguien quiere sacarse de encima la ponzoña. Es el cuento Cuidado, de Raymond Carver, la historia de un tipo que trata de quitarse con un bastoncillo un tapón del oído, algo menos escabroso que la hedionda podredumbre de este otro. Pero ese cuento, con todo lo triste que es, está lleno de luz, es transparente como un cristal recién fregado, contado al ritmo que necesita el lector para contemplar el panorama, sin opinar, sin meter baza, sin abrir el gas, con el respeto de quien mira resuelto a no intervenir, y logra que el lector se pregunte por lo no expresado. Hay una distancia sideral entre la estética de Carver y la de Navarro, pero el propósito, lo que se quiere decir, viene a ser lo mismo. La distancia es el método, terso y conmovedor en el caso de Carver, confuso y gótico en el de Navarro. 


Elvira Navarro, La isla de los conejos, Random House, 2019, 155 p.

15.1.23

Caballos desnudos

 


En la Primera Guerra Mundial, los alemanes usaron 1,8 millones de caballos; en la Segunda, 2,7 millones, de los que murieron dos terceras partes. A finales del XIX, por Londres circulaban trescientos mil caballos, con una vida hábil no muy superior a los cuatro años, hasta que los reventaban de trabajar tirando de carros y carretas. Y eso que para entonces ya hacía mucho desde que Rousseau incluyese a los animales como objeto de compasión, de la que Schopenhauer diría que es «la más auténtica demostración de humanidad». El caballo nos fascina y nos apena, las naciones civilizadas han renunciado a explotarlo (simones turísticos aparte), la mecanización del campo y el final de las grandes guerras redujeron drásticamente su nivel de sufrimiento, pero también su presencia en la tierra. Ahora ya es un artículo de lujo, un deportista de élite, un regalado miembro de las cuadras militares. En los países pobres el jumento sigue abundando, y también su explotación. Su pervivencia en condiciones dignas es inversamente proporcional a su condición prolífera. Son los últimos esclavos redimidos, aunque algunos de ellos sigan yendo al matadero y pasen al otro mundo en forma de salchicha.


Desde hace medio siglo el caballo se instala en la exclusividad que antes solo disfrutaban los palafrenes y los purasangre. Trasladamos a ellos nuestra sensibilidad, nos hacemos cargo, creemos entenderlos por su forma de mirar. La hipología es una ciencia sólida y abrumadoramente documentada. Hemos cambiado el látigo por la caricia. Hasta entonces, la misión del caballo ha sido llevar a la humanidad a sus más grandes conquistas. A ambos aspectos, a su heroica contribución y a su aciago destino, está dedicado este libro de Ulrich Raulff.

La invención de la rueda se completó con la tracción animal. No bastaba con inventar un vehículo sino que había que dotarlo de energía. Por eso fue antes la guerra con carros que con monturas. Aun así, el hombre tardaría toda la Antigüedad y necesitaría llegar a la Edad Media tenebrosa para inventar uno de las principales utensilios de su historia: el estribo, con el que se ganaron guerras y se conquistaron países. Fue, según Raulff, un invento de los francos, pero pasa por alto incomprensiblemente que los hititas ya lo habían usado para imponerse a los egipcios. Con ese artefacto, en todo caso, nació la geopolítica. El hombre podía hacer la guerra a gran velocidad sin perder el equilibrio, porque lo de los indios montados a pelo tirando flechas a toda pastilla no pasa de ser mitología circense. Galopar «sin bridas y sin estribos» es un ajetreo poco práctico. Con el estribo ya no son dos cuerpos los que avanzan dando botes sino uno solo prolongado, curiosamente solo unido al otro por un punto de apoyo, no por el cuerpo entero. El estribo es el poder. Marco Aurelio sentado a caballo con las piernas colgando no puede sino ir al paso, o como mucho trotando, pero los corceles levantados de los reyes barrocos son todo brío, como si se detuviesen de una larga carrera o estuviesen inquietos por lanzarse contra el que se ponga por delante. Napoleón a caballo es el dominio de la potencia, la velocidad en ciernes, como para sentar sus reales antes que nadie donde lo crea conveniente. Claro que, como se ha descubierto hace poco con el cuadro de Velázquez, un caballo rampante y desnudo, es posible que esos modelos de poderío los pintores los hicieran en serie y fuesen sentando en ellos a los clientes más importantes. En la Primera Guerra Mundial, no obstante, la esperanza de vida de un caballo, una vez entraba en servicio, era de diez días, por mucho que las crines le ondearan como las banderas.



Nos fascina ese carácter poderoso, pero también cierta fragilidad, la cabeza baja, el rocín flaco. Pintores como Gericault o Stubbs se afanaron en dominar la anatomía del caballo. Se pasaban el tiempo en los desolladeros, analizando músculos y huesos. Otros como Degas encontraron la modernidad pintando un caballo como si fuera un juguete, porque «se llega a la idea de lo verdadero a través de lo falso». Y otros como Lucien Freud los descarnaron sin necesidad de desollarlos, los hicieron espejo de autocompasión. No hubo antropólogo que no usara un caballo para datar un momento axial de la humanidad, ni filósofo que no encontrara en él un concepto con el que explicar conceptos que escapan a la razón, ni poeta que no diera lustre a sus héroes o a sus fantasías mitológicas con un hermoso corcel, ni gran novelista (Flaubert, Tolstoi) que no lo empleara para describir los anhelos y los sentimientos, sobre todo femeninos, porque son ellas (véase la película De chicas y caballos, de Monika Trent, 2014) las que encuentran en el caballo «el último peluche», la transición perfecta del juego al erotismo y a la maternidad, el verdadero sexo libre.
   Raskólnikov tenía pesadillas con un caballos apaleado y moribundo al que besaba llorando en su agonía. Nietzsche se agarró en Turín a un pobre caballejo maltratado y lo llamaba hermano. Los dos, Nietzsche y él, son quienes más lejos han llevado esta dolorosa mezcla de ambición y piedad, de gloria y de miseria, sin perder, aun en los momentos de la muerte, su hermosa dignidad.
   Por todos estos hechos, datos y autores cabalga Raulff en un tono a veces algo abstracto, otras ligeramente repetitivo, pero siempre abundante en conceptos prolíficos. Forma parte de esas historias transversales que en los últimos años, la era de los datos, se agradecen por su selección y organización. A eso se dedican los historiadores de la cultura, a escoger y a ordenar, como los poetas. Bien es verdad que a veces insiste demasiado en sus lecturas antropológicas, cuando lo que desde siempre se busca en este género son los datos elocuentes. Lástima que de aquí solo diga que el caballo ibérico, mezclado con el árabe, era el más buscado en toda Europa, pero le habrían servido detalles como la última carga del general Monasterio en Alfambra (otra de las incontables últimas veces que se empleó la caballería como fuerza de choque), o la imagen de un caballo de rejones junto a la de uno de picar, o la de un purasangre inglés frente a la de un brabanzón. En esa sugestiva teoría del origen caballar de los ritmos musicales, el tintineo del yunque, para el que le habría venido como de molde un martinete de Camarón. Pero es muy alemán el libro, morboso por momentos, entretenido, pero se deja la columna vertebral de la importancia del caballo: su trato con el individuo que lo necesita para trabajar y debe cuidarlo bien para que le dure. No todo ha sido guerras y exterminios, atascos de tráfico ni norias que chirrían. Buena parte de la humanidad sobrevivió hasta el siglo XX con un caballo en la cuadra, o un asno, o un mulo, clases bajas de las que en este libro rampante nunca se dice nada, compañeros de fueron creando por necesidad una compasión anterior a la filosófica y urbana. Fueron las ciudades las que mataron al caballo y las que declararon las guerras. En el campo, por la cuenta que les traía, casi siempre lo trataron bien.

Ulrich Raulff, Adiós al caballo, trad. Joaquín Chamorro, Taurus, 472 p.
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