19.7.24

El juego del horror



Hasta hace relativamente poco tiempo, El rojo emblema del valor era una novela del género infantil y juvenil, quizá porque, como nos recuerda Auster, para los estudiantes de high school de su generación había sido un clásico insustituible. Pero también nos dice que allí desapareció de las lecturas obligatorias, y en España permaneció en una traducción espantosa de la editorial Narcea que luego reeditó Anaya en formato de libro para niños, nada menos. El relato más crudo y más lírico, más intenso y desgarrador, más veraz e impresionante de lo que sucede en una batalla venía en un libro con ilustraciones llenas de monigotes. La traducción, impresentable (y tan desigual que parece retocada sólo en algunos capítulos), cuya única gracia consiste en que, pese a ser de 1971, parece escrita por un traductor de Google de primera generación, hacía del libro, ya de por sí radical en su verismo poético, un galimatías de versiones literales que bien poco podían atraer a un muchacho de los 70. Hoy ya contamos con varias traducciones buenas, entre ellas la de Jesús Zulaika. Lo digo porque la otra, a cargo de Micaela Misiego, sigue reeditándose en colecciones de bolsillo, y poco ha de disfrutar quien se trague semejante bacalá. Luego vas a una traducción en condiciones y la sensación de estar ante una obra maestra para cualquier lector sensible, tenga la edad que tenga, emerge de las primeras líneas y no desaparece hasta el punto final. 
La novela es una Ilíada moderna, a pesar de que «las luchas al estilo griego ya no existían», pero no es casual que conste de 24 capítulos, y que no narre más que una, eso sí, sangrienta batalla campal (veinte mil bajas entre muertos y heridos), seguramente la de Chancellorsville, entre abril y mayo de 1863, aunque en esto persistan las dudas, porque Crane no aporta más dato que el nombre de alguna carretera (de las muchas que hay así llamadas) o el hecho de que pasen por un río, no dice cuál. Porque lo importante es que esta batalla es cualquier batalla, o sea todas las batallas, el infierno alucinado con olor a pólvora quemada y a cadáver bajo el sol, y el escenario donde los instintos más elevados y más rastreros estallan como las granadas. 

Henry Fleming, «el muchacho», decide alistarse con el ejército de la Unión porque le da vergüenza quedarse ordeñando una vaca pinta con su madre mientras los jóvenes van a la guerra. Con la inconsciencia heroica que dibujan los uniformes y el brillo de las espadas en la imaginación de un niño, Henry se fue a la guerra como quien se va de excursión por las praderas de la gloria. Y allí se encuentra, entre otras cosas, consigo mismo, y sobre todo con el conflicto que le supone huir de la muerte segura mientras los otros soldados, aferrados a sus fusiles, siguen avanzando sin escapatoria. Se siente cobarde por no haber recibido aún ninguna herida pero también inteligente por haberlas evitado, miedoso pero también perspicaz, traidor pero también consciente de que los mandos utilizan a los soldados como a bestias para el matadero. Henry conoce a tipos detestables que en las peores circunstancias exhiben una dignidad admirable, cínicos altivos que se acaban comportando como los más generosos compañeros, y tiene tiempo de ver un auténtico catálogo de formas de morir, desde el amigo herido que se enfrenta a la muerte bailando un último rito de valor, al pobre hombre que agoniza en la obscena postura que nadie debería contemplar; desde el joven asustado cuyo rostro gris empiezan a comerse las hormigas, al veterano que empleó sus últimas fuerzas en no dejar el rostro al descubierto. Y siente la futilidad de la guerra pero también el ardor en el combate, la estupidez de una orden de ataque pero también el orgullo de alcanzar un objetivo. Ninguna noticia le alegra más que saber que fueron muchos los soldados que salieron desperdigados de la línea de ataque cuando las andanadas de los enemigos eran insoportables. Ninguna recompensa es más valiosa que no sentirse un cobarde, o por lo menos no más que cualquier otro soldado de su escuadrón. Y llega, incluso, al otro extremo, después de preguntarse cómo habrían podido matarle a él «que era el escogido de los dioses y destinado a la gloria»:



Recordó cómo algunos de los hombres habían escapado de la lucha. Y al recordar sus caras aterrorizadas sintió desprecio hacia ellos. Seguramente habían sido más precipitados y habían estado más enloquecidos de lo que era estrictamente necesario. Eran débiles mortales. En cuanto a sí mismo, él había huido con discreción y dignidad.


Creo que el principal antecedente literario de La roja insignia del valor (como la traducen las versiones más recientes) no es, en efecto, la obra de Homero sino la de Stendhal, cuando, en La cartuja de Parma, Fabrizio va a Waterloo y no entiende nada, cuando presencia el absurdo de la muerte y el horror en una sucesión de escenas inconexas y cañonazos como latidos del tiempo que resta para morir. Desde entonces, ninguna batalla es heroica, y el hecho de dedicar una novela entera a un episodio bélico se convirtió (en buena medida por el impacto de la novela de Crane) en un género en sí mismo, y despojarlo del dramatismo artificioso de más estructura que la del espanto y la contradicción. Debe de ser, en efecto, difícil mantener la cordura cuando se transita por un infierno de proporciones insondables, y sin embargo mucho más pequeño de lo que parece, envuelto en el humo de los cañonazos y el polvo de las marchas contra el enemigo. Y mucho menos cuando se alcanza algo parecido a la victoria:


Al momento olvidaron infinidad de cosas con enorme rapidez. El pasado, desde aquel momento, no contenía ya escenas de error y de desilusión. Eran muy felices y sentían que, en su interior, tenían el corazón lleno hasta rebosar de afecto y agradecimiento hacia su coronel y hacia su joven teniente.


Es decir, hacia los mismos a los que horas antes habrían querido matar por llevarlos a una muerte segura, la de todos aquellos que no tuvieron la suerte de regresar.


Stephen Crane, El rojo emblema del valor, trad. Micaela Misiego, Narcea, 1971, 196 p.

14.7.24

Herencia para once


Hasta 1980, con setenta años cumplidos, Torrente Ballester escribió diez novelas, y desde 1980 hasta su fallecimiento en 1999, otras quince, entre ellas este Filomeno, a mi pesar que había quedado en mi biblioteca intonso y amarillo, por una mezcla de prejuicios de los que ya hablé a propósito de Los gozos y las sombras, a los que en este caso se añade que con esta novela ganara el premio Planeta en el 88. Y la verdad es que tampoco lo lamento mucho, porque ha sido muy gratificante leerla por primera vez y pensar en todas aquellas novelas suyas que aún me faltan por leer.
    Esta grata sorpresa de Filomeno, a mi pesar también tiene que ver con que sea una de sus novelas, digamos, realistas, siempre y cuando distingamos imaginación y fantasía con el fielato de la verosimilitud. Aquí se trata, como dice el subtítulo, de las memorias de un señorito descolocado, escritas antes de cumplir el narrador los cuarenta años y que coinciden, más o menos, con la vida del autor hasta que publicó sus primeros libros. No se trata, en absoluto, de una biografía. Hay en ella demasiada literatura, demasiada imaginación como para pensar que Torrente Ballester contase algo de sí mismo; sin embargo, teniendo en cuenta la época en que se publicó, la novela, además de ser un relato entretenidísimo y una delicia de escritura, encierra más de una respuesta no muy subliminal a la literatura que se llevaba entonces, sobre todo en dos sentidos: la eclosión del autobiografismo, que nunca fue otra cosa que falta de imaginación, y el también inacabable tema del guerracivilismo, casi siempre desde el lado de los vencidos. Con la estructura de una novela de iniciación, Filomeno va pasando por países y mujeres sin abandonar una indefinición entre desapasionada y liberal: se aparta por igual de los exaltados y de los ingenuos, de los hombres de acción y de los antihéroes, por más que lleve una existencia de lo más interesante y variado. Vive entre Galicia y Portugal, entre Madrid y Londres y París, en pazos antiguos y casas solariegas, hoteles cosmopolitas y patronas extranjeras. Disfruta de amores infantiles (su nodriza Belinha), de amantes en el frente (la trágica Ursula), de femmes endemoniadas (la parisina Clelia), e incluso de un personaje (María de Fátima) que por aquellos años empezaba a colonizar las telenovelas de sobremesa, aquellas niñas Chole de exótico nombre y acento brasilero, o de la clásica madama carpetovetónica, Flora, la dueña de un prostíbulo que vive rodeada de estampas de santos. En cada mujer, en cada viaje, en cada circunstancia histórica Torrente desarrolla una buen relato, siempre desde el desapego de quien no cree que merezca la pena dar la vida por lo que no ha de cambiar. Filomeno es un señorito al que nunca le falta el dinero ni las posesiones, y quizá por eso desconoce la rabia nacida de la injusticia cuando es uno el que la sufre. Sus amigos, desde el sabiondo Sotero al infeliz Magalhaes, desde sus eternos tutores, el maestro y la miss, hasta el señor Pereira, que se ocupa de las cuestiones prácticas, son todos buenas personas que no serían capaces de abusar de su autoridad o tratar mal a nadie por su condición social, lo que en Filomeno es una consecuencia, más que de su ideología, de su temperamento tranquilo y su sentido común, de su indecisión y su incapacidad para llevar a efecto sus pretensiones, por más que sean las circunstancias las que decidan por él y lo hagan corresponsal de guerra o ganadero de vacuno sin pretender una cosa ni la otra ni hacer el menor esfuerzo. Los héroes y los personajes trágicos son los otros, sus amigos, sus amantes, pero no él, que ve pasar la vida con la discreción del hombre inteligente, salvo acaso al final, cuando se decide a dar la nota en su pueblo natal, Villavieja, y organizar tertulias intelectuales en una casa de putas, quizá su primera y última demostración de heroísmo que se salda con un dulce exilio en su pazo portugués, lo que tampoco es un precio demasiado caro. Filomeno forma parte de una tercera vía liberal sin el compromiso de un Chaves Nogales, pero con puntos de vista parecidos. En aquellos 80, quienes vivieron la guerra, les fuera como les hubiera ido en ella, estaban más cerca del A sangre y fuego que de los panfletos doctrinarios, por más razón que les asistiera.

La prosa de Torrente Ballester es un dulce fluir galaico que no tiene nada que ver con aquello que Umbral despreciaba por poco exquisito, una prosa clara y elegante, armónica y sencilla, sin ninguno de los requiebros prescindibles que también se llevaban tanto entonces, y lo bastante concisa como para que pueda más la narración que su expresión, pero esta sea siempre una delicia. Torrente cuenta en el sentido de que mide. Son muchas, muchísimas las cosas que pasan en esta novela, pero ninguna se atropella con la otra, de ninguna nos quedamos con ganas de más o de menos, ni siquiera, como sucede al final, de las que nos parecen como salidas de las novelas de Fernández Flóres (estoy pensando en Los que no fuimos a la guerra), que sin embargo se rematan con una escena tan bien narrada como la del entierro de la madama. 

En la cabecera del libro, Torrente nombra a sus once hijos, en una dedicatoria que, a estas alturas, deja entrever su punto de ironía. Él ya era viejo y el Planeta un buen dinero para legarlo a su abultada prole, y eso que aún no había publicado la Crónica del rey pasmado ni otras muchas novelas que al final de su vida, y en lo más vigoroso de su potencia creadora, le reportaron pingües beneficios. Y eso sin contar lo que dio de sí a otros autores, porque cualquiera que haya leído El hereje, publicada un par de años después, levanta las cejas cuando, en la página 322 lee que un chambergo con el que Filomeno se abriga en el pazo «a lo mejor había pertenecido a mi bisabuelo Ademar, aunque ignoro si en su tiempo existían ya las zamarras».

Filomeno Freijomil es el lado comprensivo y nada ostentoso del señorito cuya parte descansada corresponde a Ademar de Alemcastre, su abolengo portugués, una mezcla de tronío y sensatez que, a lomos de la incansable imaginación de Torrente, quizá se deje criticar por los incondicionales de la definición ideológica y los buscadores de carroña biográfica. El lector, el buen lector, se limita a disfrutar.  


Gonzalo Torrente Ballester, Filomeno, a mi pesar. Memorias de un señorito descolocado, Planeta, 1988, 442 p.

8.7.24

Elitismo popular


Tuvo que ser en agosto de 1983 cuando Felipe González, de vacaciones en Doñana, dijo que estaba leyendo Memorias de Adriano, libro de 1951 que había publicado Edhasa en el 82 y cuya sexta reimpresión, la de marzo del 83, acabo de releer. La fama, tardía en España, no solo le vino por González sino porque la traducción era de Julio Cortázar, quien por esas fechas estaba librando en París su última batalla. Tanto la novela histórica por sí misma como la traducción al castellano se convirtieron a partir de entonces en arquetipos clásicos, los editores se pusieron las botas de vender ejemplares y una obra tan densa y poética como esta, tan poco accesible en más de un sentido, se convirtió en todo un best-seller de obligada lectura. Cuatro décadas después, uno se pregunta cuántos de aquellos lectores, incluido Felipe González, leyeron este libro hasta el final. 
La elección de González (o de quien se lo recomendara) fue, en todo caso, muy astuta. Escrita desde el vestíbulo de la vejez («me sofoco, y tengo sesenta años») como una carta a Marco Aurelio, quien, Antonino Pío mediante, sería emperador, y desde esa atalaya triste de quien está enfermo y sabe que su futuro, aun incierto, no será largo, Adriano repasa en ella su aprendizaje como gobernane, su equilibrio inestable entre las convicciones transigentes y las exigencias de la crueldad, entre su vida de «catador de belleza», que lo llevó a enamorarse locamente del prototipo de joven hermoso, Antínoo, y sus actitudes necesariamente insensibles, no solo con su esposa legítima sino con quienes pudieran cuestionar su liderazgo. Adriano define su naturaleza como «formada a partes iguales de instinto y de cultura», a pesar de que su primera patria fueron los libros, y su lugar de nacimiento, por así decirlo, la lengua griega.

Pero eso no lo convirtió en un emperador escondido en su biblioteca ni blando con sus enemigos ni pacato en sus placeres. Políticamente, sobre todo en los primeros capítulos del libro, muchas de sus enseñanzas consisten en dividir los problemas en sus unidades mínimas, junto al descubrimiento de que «podía ser despiadado». En sus guerras contra los judíos, por ejemplo, intentaba el diálogo sabio hasta que se imponía la extrema crueldad. No podía entender cómo «Israel se niega desde hace siglos a no ser un pueblo entre los pueblos, poseedor de un dios entre los dioses», lo que, escrito en 1951, se prestaba a interpretaciones delicadas. Al mismo tiempo, estaba convencido de que «toda ley demasiado transgredida es mala», así como de que un cierto margen de libertad obra en favor de quien la concede o de que, como se diría siglos después, la tierra es para quien la trabaja. Pero tampoco ve con malos ojos deshacerse de los conspiradores, ni le atormenta demasiado haberle sacado un ojo al golpear con un estilo metálico a un secretario demasiado puntilloso, mientras recorre el imperio de parte a parte, bebe de las cráteras inmundas de los bárbaros y se siente «responsable de la belleza del mundo». Aunque quizá la más útil de sus enseñanzas políticas sea la de escuchar a todo el que ha conseguido acercarse hasta él y mirarlo cara a cara, con la atención de quien se toma en serio lo que le están diciendo, por más que lo esté olvidando a medida que lo escucha, porque solo esa atención ya resuelve la mitad del problema. Uno se pregunta si González llegó a leer esos pasajes. 

Pero el libro, decíamos, es denso, más de lo que recordábamos, con esa tentación tan francesa de los retruécanos abstractos y una prosa lentificada por la ausencia de elementos que hagan fluir el discurso en favor de frases inevitablemente redondas, como si después de cada punto y seguido se terminara un párrafo: «Pero solo yo podía medir cuánta acritud fermenta en lo hondo de la dulzura, qué desesperanza se oculta en la abnegación, cuánto odio se mezcla con el amor». Y en este plan. Ese aire de construcción meticulosa, frase a frase, sin tener en cuenta el caudal de las palabras, el discurso, hace que la brillantez empañe la naturalidad que por otra parte uno esperaría del carácter de Adriano. Los pasajes más hermosos, sin duda, son los que tienen que ver con su amante, el joven Antínoo, no solo por el lujo poético que despliega sino porque solo en él la narración va más allá de la frase. Episodios como la caza del león o la muerte del muchacho tienen la misma hermosura y la misma profundidad que el resto del libro pero además son una verdadera narración.

Quizá no fuera esta la intención de Yourcenar, sino más bien la de encajar todos los temas que la historia asocia a la figura de Adriano, por ejemplo su trato con el cristianismo. Aun partidario de la intolerancia con los fanáticos, siente sin embargo curiosidad por la figura de Jesús, «que murió víctima de la intolerancia judía», pero en el fondo tenía el mismo reproche que hacerles a los cristianos que a los judíos, su obsesión por negar la libertad de culto y la coexistencia de otras religiones «que no imponen al hombre el yugo de ningún dogma, se prestan a interpretaciones tan variadas como la naturaleza misma y dejan que los corazones austeros inventen si así les parece una moral más elevada, sin someter a las masas a preceptos demasiado estrictos que enseguida engendran la sujeción y la hipocresía». La intransigencia de unos y otros condujo a una drástica resolución cuyas consecuencias aún se dejan sentir: «Judea fue borrada del mapa y recibió, conforme a mis órdenes, el nombre de Palestina». Hebreos y filisteos estaban muy lejos de terminar su sangrienta enemistad.

Las reflexiones sobre la enfermedad y la sucesión al frente del imperio («no tengo hijos, y no lo lamento»), así como la muerte de los más cercanos, Lucio, Plotina, van ensombreciendo el final del libro. «Todo enfermo es un prisionero», se queja el emperador, que quisiera retirarse a una intimidad solitaria donde esperar la muerte con tranquilidad. «La hora de la impaciencia ha pasado; en el punto en que me encuentro, la desesperación sería de tan mal gusto como la esperanza. He renunciado a apresurar mi muerte».

El libro se completa con unas anotaciones sobre las muchas vicisitudes por las que pasó la redacción del libro durante varias décadas y una también densa y copiosa bibliografía que explica en cierto modo la meticulosidad con la que cada frase está esculpida más que escrita. Leo con nostalgia condescendiente las frases que subrayó entonces un jovencísimo lector que sentía la obligación académica de leer este libro, y que tienen poco que ver con las que subrayo ahora que tengo casi la misma edad que Adriano al, imagino, dictarlas en la mente de Yourcenar. De todas formas, y por mucho que la pana socialdemócrata la pusiera de moda en los 80, las Memorias de Adriano no dejaban de ser un best-seller elitista, el libro culto y francés que tantos españoles colocaron en la estantería del comedor. Otra cosa es que lo leyeran.


Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano, trad. Julio Cortázar, Edhasa, 1982, 273 p.

28.6.24

El dato y el recuerdo


De John Banville uno siempre ha disfrutado su prosa elegante, su refinamiento y exquisitez, sobre todo a partir de El intocable, como si la figura sobre la que trata la novela, Anthony Blunt, el elegante y refinado y exquisito asesor de arte de la reina de Inglaterra y, en sus ratos libres, espía soviético, hubiera empapado al autor de tal manera que después de aquel libro, siempre que leo una novela suya, me imagino a un distinguido sibarita que va escogiendo las palabras como el aristócrata que selecciona una docena de rosas frescas de entre su inmensa rosaleda particular. Y tengo que decir que con eso me basta, es decir, con leer párrafos como este:

Estoy convencido, y ningún experto podrá convencerme de lo contrario, de que los ladrillos con los que está construido gran parte del Dublín georgiano tienen una cualidad única y especial. La genta habla de casas de «ladrillo rojo», pero de rojo nada: los colores varían del rosa pálido, pasando por el amarillo cadmio y el amarillo ocre, a un rosa intenso con textura como de tiza, y siena tostado, con manchas, minúsculas manchas, de un azul purpúreo oscuro extrañamente acuático y brillante, que parecen distinguirse tan solo bajo la luz de ciertas tardes de finales del estío. Los matices cambian sutilmente a cada hora del día, desde una palidez acuosa a primera hora de la mañana hasta la negrura encendida del crepúsculo. Y cuando llueve, ¡ay!, cuando llueve los ladrillos relucen y brillan como los costados de un caballo de carreras al galope. Incluso de noche exudan un leve resplandor céreo, que les da a las casas un aspecto hermético y misterioso, como si estuviesen meditando y difiriendo los acontecimientos del día en la calle de abajo, de los que fueron testigos mudos y atentos. Y los grandes ventanales, cómo relumbran y centellean, iguaal que un horno, cuando les da la luz, sobre todo en la salida y la puesta del sol, cuando parecen ser ellos mismos la fuente de su propio resplandor.


Lo mejor de La alquimia del tiempo son sin duda estos pasajes, algunos casi excesivos, como cuando habla del olor de Stephanie, la muchacha que dejaba besarla al narrador«seca y castamente», y que «tenía un olor embriagador, como a pétalos de rosa empapados de leche un poco agria». Y todos ellos están en la parte más íntima de esta guía dublinesa que acaba de publicar John Banville, Un memoir dublinés, como reza el subtítulo de la portada, centrado, en parte, en una lamentablemente breve parte, en sus recuerdos de primera juventud, cuando soñaba con ir del pueblo a la ciudad, o cuando empezó a vivir en ella, en casa de su anciana tía, o cuando conoció a esa muchacha de tan complejo aroma (y compleja familia, y compleja situación sentimental), es decir, antes de ser un escritor conocido que acudía a cócteles con otros escritores conocidos y le eran franqueadas las puertas más selectas de la arquitectura dublinesa. Porque el memoir se convierte en guía para turistas VIP cuando Banville pasea en el MG de 1957 de su amigo Cicero. Dicho sea de paso, alguien ha cometido un error al decir que el MG biplaza tenía 1275 caballos; ni siquiera el prototipo que casi alcanza los 400 km/h, una especie de nave espacial terrestre, llegaba  a los 300 caballos. Pero, sea como fuere, Banville y su amigo, a lomos del biplaza supersónico, recorren rincones ocultos de Dublín, solo accesibles en las páginas eruditas y polvorientas de alguno de los libros que cita en la bibliografía, y por más que algunos de estos lugares, por ejemplo, allí donde se conserva la estatua de Nelson, guinda de la enorme columna de O’Connell street que el IRA hizo saltar por los aires, o los antiguos canales del Lyffey, escondidos bajo arboledas ya maduras, o los diferentes parques, siempre llenos de matices, por los que se pasean los amigos en busca de delicatessen históricas; por más que resulten curiosos y se presten a la fragante prosa de Banville, lo cierto es que uno disfruta más de lo íntimo, de lo personal, de aquellas coincidencias casi austerianas por las que el autor se reencuentra con un pasadizo que, cualquiera sabe por qué, su editora norteamericana utilizó para ilustrar la primera entrega de Benjamin Black, el doble noir de Banville, o la ciertamente buena historia de su casi novia Stephanie y su extravagante familia, o esa metáfora, manida pero siempre sugerente, de la cicatriz que se hizo de niño con el pilote que sujetaba un arbolillo recién plantado y que ahora, setenta años después, es un roble majestuoso. Suele ocurrir que los libros de memorias son más interesantes cuando lo que se cuenta pertenece a una época o una situación en las que el autor no era nadie, no alternaba con glorias nacionales ni le preparaban visitas privadas a lugares con una historia preservada de los ojos putrefactores del ciudadano común, y este caso no es una excepción. 

Viví en Dublín a finales de los 80, y de aquella maravillosa experiencia solo he encontrado en este libro algunos lugares inevitables (los parques, Trinity…), algún que otro pub y, sobre todo, The Winding Stair, un restaurante donde el autor va a comer con una amiga italiana, y que en mi época dublinesa era un delicioso book-shop café donde pasé, sentado junto al ventanal que da al Half Penny Bridge, sobre el río Lyffey, un montón de horas inolvidables, y a donde he regresado varias veces y me alegra mucho que siga en pie. El resto es una colección de sitios inaccesibles para quien no sea John Banville, entonces y ahora, aunque siempre se puede recurrir a la bibliografía de la que, como he hecho yo en esta reseña, el autor cita párrafos más extensos de lo habitual. 

Así que, terminado el libro, uno vuelve a leer la cita promocional de la solapa, esta vez de Richard Ford, y entiende el sibilino doble sentido con el que está, por esta vez y sin que sirva de precedente, tan honesta como inteligentemente buscada: «El paseo literario por el que nos guía Banville, siempre entretenidísimo, a lo largo de las calles y los oscuros pasadizos de Dublín es para no perdérselo. Ya solo las frases de La alquimia del tiempo valen la entrada». Las frases, sobre todo las frases. El resto, o al menos la parte de anecdotario erudito que llena demasiadas páginas, sería un pelín decepcionante.


John Banville, La alquimia del tiempo. Un memoir dublinés, trad. Miguel Temprano, Alfaguara, 2024, 189 p.

27.6.24

El éxtasis tedioso


Pocas dudas puede haber de que Galdós leyó a Dostoievski, sobre todo después de leer el arranque de Ángel Guerra: un revolucionario de buena familia participa en una algarada en la que muere un militar, se esconde en un cuartucho junto a su amante, la humilde Dulcenombre, y sufre graves retorcimientos de conciencia por haber participado en aquel asesinato. «No diré que fui el asesino, pero sí que maté un poco», llega a decir. Uno incluso tiende a imaginar la fisonomía de Ángel Guerra no ya como la de Raskolnikov sino como la del propio Dostoievski.
Es verdad que apenas dejó nada escrito sobre Dostoievski, tan solo que sus novelas (igual que las de Turgueniev y Tolstoi) son «expresión fiel de una sociedad», y, según recuerda Ortiz Armengol, le admiraba «aquella serenidad clásica que las caracteriza» (Vida de Galdós, 391). Y a pesar de que en su biblioteca personal sí había seis novelas de Tolstoi pero ninguna de Dostoievski, el propio Galdós asistió en el Ateneo de Madrid, y en primera fila, a las tres conferencias que pronunció Pardo Bazán en abril del 87 sobre La revolución y la novela en Rusia. Más tarde, en las crónicas que envió a La prensa, Galdós menciona la afición que cunde en Francia por Tolstoi y Dostoievski. Lo curioso es que Ortiz Armengol ya vea en Maximiliano Rubín un eco de Raskolnikov cuando la segunda parte de Fortunata y Jacinta, donde aparece Rubín, se comenzó a redactar a principios del 86, mientras que la traducción al francés era del 85 y al inglés llegaría ese mismo año 86, y al castellano no se tradujo hasta 1901. La entrega de Rubín por sacar de la calle a Fortunata puede recordar algo a Raskolnikov, y a los críticos también les ha parecido que detrás de Nazarín estaba Mishkin, el de El idiota, pero este principio de Ángel Guerra parece escrito recién leída Crimen y castigo.

En todo caso, Baroja cuenta en sus memorias que Galdós le habló una vez, mientras daban un paseo por Rosales, «de la manera de construir sus novelas Tolstoi y Dostoievski». Y es posible que le hablara de la estructura trágica a la que tan aficionado era Dostoievski, muchas de cuyas novelas son piezas teatrales ampliadas, tan contenidas en su desarrollo argumental como insondables en el de sus personajes. Aquí también, además de esa primera parte tan rusa, Galdós cierra trágicamente la novela, en el sentido de que personajes que han aparecido al principio (Arístides sobre todo), y con quienes Guerra ha practicado su regeneración espiritual, son los que blanden la daga del destino.

Ángel Guerra, también del 91 (el año, por cierto, en que Baroja hizo sus primeras armas literarias publicando en un periódico unas entregas sobre literatura rusa), es la primera de las novelas llamadas espiritualistas, después de la deslumbrante serie contemporánea de los años 80. No sé quién le puso el nombre, si fue uno de esos cortafuegos que pone la crítica y que se suelen llevar por delante títulos memorables, o el propio Galdós, que utiliza la palabra solo una vez en esta novela, cuando el retorcido Arístides, a quien ya una vez Ángel Guerra perdonó la vida, se harta de vivir como un miserable y de andar escondiéndose de unos y de otros: «Si no salgo pronto de esta situación tan… espiritualista, me tiro al río» (p. 587). Digo yo que será de ahí de donde viene, y de que en Ángel Guerra ya está planteada la figura del samaritano que se inmola por los demás en Nazarín, el hombre adulto que se obsesiona por una muchacha de traumático pasado en Tristana o la procesión de desposeídos, ciegos y mendigos, cuando no monstruos, que desembocará en Misericordia. Pero también se nota que Galdós diseñó Ángel Guerra, al menos en principio, como una más de esas novelas contemporáneas. Por aquí aparecen el marqés de Taramundi, que es hermano de Máximo Manso; Cristóbal Medina, esposo de Juana, una de las tres hermanas de Lo prohibido; Augusto Miquis, que tiene que soportar las iras desaforadas de Guerra en la muerte de su hija, o personajes meramente mencionados como la San Salomó y Pepita Pez, con la que la madre de Ángel lo quiere casar.

Pero todas esas otras novelas espiritualistas que vendrían luego son más comedidas (y mejor medidas) que Ángel Guerra, que en cierto sentido peca de un exceso de adiposidad narrativa y al mismo tiempo de no desarrollar como exigían algunos personajes y situaciones, pero sí otros meramente episódicos que sirven a Galdós para lucir su dominio de la voz, pero enlentecen la narración y empachan al lector. Así ocurre con Dulcenombre, la mujer de clase baja que lo acompaña en sus correrías políticas y a su vez huye de una familia de locos y de criminales de entre los que solo se salva Don Pito, un antiguo marinero, borrachín y lenguaraz, que se hace un poco pesado. Guerra es viudo y tiene una hija, Ción, a la que apenas puede ver porque la justicia le pisa los talones mientras él comparte refugio con Dulce. 

Pero da la sensación de que a Galdós no le apetecía desarrollar esta historia que completa casi entera la primera parte y que aún tenía conflictos que resolver como el del resentimiento de Ángel hacia su madre. Dulce se va a ir esfumando como personaje, primero como mujer despechada, luego como religiosa a su manera, y finalmente con un paleto de comedia, Casiano, que es como darle un destino narrativo para quitársela de encima. Ella y su desmadrada familia de vagos y fantasiosos va por la novela como un lastre necesario para rematarla, pero que pesa demasiado para sostenerla. Dulce se desengaña igual que el lector siente que se la ha desposeído de sus derechos narrativos. Ella quería un Ángel «en pugna con todo el orden social», no el beato a la fuerza en que se convierte luego, que «se le indigestaba».

Y todo porque Ángel Guerra se enamora locamente de Leré, la niñera de su hija, que muere para que la amada quiera meterse monja y Ángel se convierta para ver si así consigue retenerla. Y este es el argumento de una segunda novela que abandona todo lo anterior, incluidas las calles de Madrid, y se marcha a Toledo en busca de Leré y de una rehabilitación espiritual que no acaba de creerse nadie salvo el propio Guerra. 

     Y eso es lo que falla en esta novela. Galdós se agarra a Cervantes para crear una Leré-Dulcinea y de paso bramar contra el celibato sacerdotal, monta una congregación socorrista para asistir a los desamparados (en una religiosidad caritativa sobre la que Tolstoi llevaba años discurriendo y cuyo Evangelio abreviado es de este mismo 91), se empeña en atender a todos por igual, los buenos y los malos, los míseros y los miserables, y ni Leré consiente con tan pío galanteo ni esa dispendiosa fe sobrevenida le lleva a ninguna parte. Es como si Galdós no se lo terminase de creer. Las referencias al Quijote proliferan como puntales literarios de una historia en el fondo un tanto frágil: citas literales («Jó que te estriego», «Ni por pienso», los azotes de Sancho, «doña Leré del Toboso», las zagalas «en trenzas y en cabello»), paráfrasis casi paródicas («Jamás caballero de los que iban por el mundo castigando la injusticia y amparando el derecho, soñó en su dama ideal atributos de belleza y virtud tan peregrinos como los que Ángel en su monja soñaba…»), pastorileos sanchescos en torno al lecho de muerte (algo que, de modo mucho más emocionante, había hecho en Miau), o ese recobrar al fin la razón para dictar un testamento sensato y generoso como el de don Quijote, pero tan pulcro y extenso como las falsas últimas voluntades de Basilio.

Más que a los cigarrales de Toledo, la novela se marcha en su segunda parte a un territorio literario, deliciosamente descrito por Galdós pero inevitablemente acartonado. Aparece mucho cura pancista o austeramente vividor, mucho secundario de novela de provincias (el bueno de Mancebo, el espléndido monólogo de cuya presentación hace plantearse por qué no le dedicó Galdós una novela entera; Casado, el clérigo feo y sensato, o su hermana, la hacendosa Felisita), e incluso algunos detalles como el misticismo del yermo o la búsqueda de Grecos en plena crisis espiritual que habría que tener en cuanta a la hora de hablar de Camino de perfección, de Pío Baroja. Pero, así como en Baroja veremos años después un conflicto existencial, aquí no salimos de «cierta fe provisional» y de una mujer que no consiente en ser conquistada y prefiere vestir santos y dar de comer al hambriento. Guerra ya adelanta esa fe del ateo que exprimirá después Unamuno, planea construir y sufragar un monasterio para no separarse de su Dulcinea y lleva sus dogmas espiritualistas al territorio del paroxismo: «Se prohíbe temer la muerte, y huir de las enfermedades pegadizas», proclama. Y así le irá.

Ángel Guerra, con las luces de la muerte, lo reconoce: «Todo ha sido una manera de adaptación o flexibilidad de mi espíritu, ávido de aproximarse a la persona que lo cautivaba y lo cautiva ahora y siempre». Por el amor de una mujer dio todo cuanto fue… Pero la mujer lo tiene claro. Tanto, que ni siquiera consiente que en el nuevo convento convivan frailes y monjas. Hasta ahí podíamos llegar.


Benito Pérez Galdós,  Ángel Guerra, Alianza, 1986, 653 p.

10.6.24

La odalisca mojigata



La familia de León Roch
es la última de las llamadas novelas de tesis que forman la primera época de Galdós, la que se corresponde con la década de los 70. Pero su siguiente pieza ya es la impresionante La desheredada, principio de una serie en la que figuran varias de las mejores novelas jamás escritas en nuestra lengua. Es interesante leer La familia… desde esta perspectiva: qué tiene de novelas como Doña Perfecta y qué anuncia lo que culminará en la grandiosa Fortunata y Jacinta. 
León Roch es un personaje un tanto inmóvil y otro tanto palabrero, un geólogo aficionado, rico por su casa, que se casa con la hija de los marqueses de Tellería, de los que volveremos a saber el La de Bringas y en Lo prohibido, donde se dedican a lo mismo que aquí, a sablear a todo el que se deja para mantener una vida de lujosas apariencias sin pagar a los tenderos que les dan de comer. Estos Tellería (ella, Milagros, estrepitosa y falsa; él, Agustín, un pelandusco sin dignidad) tienen tres hijos que, casualidades de la historia, recuerdan a otra novela que muy lejos de aquí solo tardará un año en salir. En la de Galdós, los hijos son un místico moribundo, un señorito perdis y un político taimado, que a uno le recuerdan a veces a los Karamázov. Pero la hija, María Egipcíaca, la mujer de León Roch, está carcomida por la beatería que ha destrozado su matrimonio, aunque nunca termina de quedar claro si lo que la llevó a los cirios no fue la falta de ardor de su marido…

El problema, el conflicto, la cosa, es que hay otra. Mientras María Egipcíaca se viste en su palacete con sayas de estameña, León Roch, entre préstamo y préstamo a la familia de vagos, se reencuentra con un amor de la infancia, Pepa, heredera, nada menos, que de los marqueses de Fúcar, y casada con un pájaro de cuenta, Federico Cimarra, al que no le falta el adorno de ningún vicio ni la mancha de ningún defecto. Hasta aquí, el lector navega entretenido por las semblanzas de las dos familias y de la nube de moscones meapilas que siempre están al quite para meterse donde no los llaman (Pilar San Salomó, cotilla maledicente que se entiende con Gustavito Tellería; el cura Paoletti, renacuajo que pastorea a las damas del lugar…), e incluso disfruta de algunos pasajes digamos que costumbristas donde aparece el gran Galdós al que acostumbramos, por ejemplo el de la corrida de toros pasada por agua. Pero, en fin, llega la cosa, después de muchas páginas algo premiosas en las que, todo hay que decirlo, sobran parlamentos de alta comedia y de libro de horas. El propio Roch se hace pesado porque cada vez que habla tiene razón, defiende su racionalismo darwiniano frente a la parálisis retrógrada y beata, pero lo hace con tal caudal de retórica castelarina que tira un poco para atrás. También María, adoctrinada por el cura enano, suelta tediosas homilías hasta que se cruza en su vida mística un sentimiento demasiado humano: los celos. La novela se revoluciona el día que decide quitarse los andrajos místicos y ponerse guapa para ir a por su hombre, que se ha ido a vivir puerta con puerta con su casi amante, Pepa, y la hija que ella tuvo pero no él, víctima, además, del garrotillo, del que casi milagrosamente se salva y eso une a su madre y a León como ya no sospechaban. A todo esto, el marido de la Pepa está en América, como corresponde al que sobra.

Lo mejor de la novela es ese arranque de María, ese ponerse divina de la muerte, nunca mejor dicho, e ir a reclamar a su marido. Es lo más Fortunata, lo más intenso y creíble, porque es el único momento en que el personaje no responde a lo previsto, y en su desatado rebelarse arrastra las conductas de los otros. Pero también es lo peor, porque a María, allí mismo, en las dependencias un poco tétricas del palacio de los Fúcar, le da un soponcio y, después de una agonía muy larga y perorada, muere para que todo se líe de culpa y de luto. Por cierto que las páginas de su velatorio podría haberlas escrito un buen decadentista de los que aún sahumarían la literatura durante las siguientes décadas.

Y con su muerte, y al mismo tiempo, la novela se pierde un poco en el terreno del folletín, del dramón aparatoso y de la alta comedia: el marido de Pepa, del que se creía que había muerto en un naufragio, está vivo y colea para sacar los cuartos a su mujer y, sobre todo, a su suegro. La familia Tellería quiere hacer lo mismo a cuenta de la hija fallecida, todo entre discursos y explicaciones, hasta que Pepa (el mejor personaje de la novela junto con María, y esta solo cuando la dejan) pone a León Roch en el disparadero de no ser un cobarde, algo que, curiosamente, no consigue en esta novela pero sí sabremos que ha conseguido en Lo prohibido, cuando se nos dice que ambos han dejado Madrid y se han largado a vivir a Pau. Pero aquí Roch es un hombre atormentado y sin arranque, un tipo que con frecuencia uno no se explica por qué aguanta lo que aguanta, si porque en el fondo es otro reaccionario más que no soporta los escándalos, o simplemente porque no se atreve a tener que pelear por su propia libertad. En la lucha entre pigmaliones, ni él libera a María de la tiranía santurrona ni ella a León de su impiedad libresca. Esta es una historia de un matrimonio que no se entiende, que no debió ser, que se sustenta en el atavismo de la posesión sentimental, por parte de ella, y de un sentido algo mezquino de la caballerosidad por parte de él. Pero el tema es que ese tipo de matrimonios eran —y son— un error.

En todo caso, tanto los discursos teatreros como esa inmovilidad acartonada desaparecerán para siempre con La desheredada, lo que quiere decir que algo debió de intuir el propio Galdós sobre lo que no funcionaba en La familia de León Roch. Si lo que se propuso es dar un repaso a la miserable sociedad aristocrática madrileña, a los arribistas y especuladores de la moral y del dinero, a los perdonavidas y a los mojigatos («odalisca mojigata», llama Galdós a María Egipcíaca, y es un resumen exacto), la verdad es que lo consigue, pero todavía desde esa perspectiva de tesis con la que ya lo hizo en Doña perfecta, con personajes detenidos en su condición, representantes de un tipo de ser. Y sin embargo los mimbres frescos de sus más grandes novelas asoman ya entre las etiquetas de la porcelana antigua. 

Unas palabras sobre la edición de Íñigo Sánchez Llama para la editorial Cátedra. Es un desastre. Al margen de una introducción árida y repetitiva en la que insiste en el krausismo neokantiano de Roch (con sus inevitables derivadas del sexismo patriarcal postisabelino y la crítica al neocatolicismo de la época), pocas veces he leído un texto con tantísimas erratas, faltas de ortografía, errores de compaginación, notas gratuitas, la inmensa mayoría citas del DRAE para palabras corrientes y molientes (azahar, acequia, ambrosía, constelación, tronado, yermo, cerril, ornitología, costurón, empréstito, trípode, alabastro, y un larguísimo etcétera), cuando no dedicadas a adelantar la trama o a repetir de todas las formas posibles el conflicto entre racionalismo y reacción, y con fallos tan poco decorosos como pensar que el Grande Oriente debe de ser el nombre de un café madrileño, sobre todo si en la línea anterior ha aparecido la palabra logia, o que, en un ambiente taurino, Aleas es un pueblo de Guadalajara. Algunos errores parecen trampas de corrector informático («ratifícales» en vez de artificiales, por ejemplo; pero también «matón» en vez de mantón), pero lo más grave es que el editor ignora cómo se usan los puntos suspensivos, que nunca sustituyen a una coma ni a un punto y coma, o falla con frecuencia en la acentuación de los pronombres y adverbios en función completiva qué y cómo, cuando no en los pronombres personales (tu —como pronombre personal— y aparecen varias veces), por no hablar de las confusiones con los diacríticos o de que usa las mayúsculas como bien le peta; pero, eso sí, sofoca el texto con notas textuales, como si hubiera hecho colación con la editio princeps de un manuscrito medieval.

La editorial Cátedra tiene demasiado prestigio como para colar este tipo de trabajos tan mal hechos. Lo principal es un texto limpio, acorde con las normas ortográficas actuales y con la mejor edición disponible, sin tanto diccionario manual ni tanta aclaración superflua. La nota 500 da idea de lo que uno puede encontrarse cuando baja la mirada: 


«Haut Sauternes: En francés en el original. Según nos indica amablemente el profesor de literatura francesa de Purdue University, Thomas Broden, «Sauternes» es una localidad francesa situada en el Departamento de la Gironda, cerca de Burdeos, donde se produce un famoso vino dulce de mesa. «Haut Saurternes» remitiría entonces al ámbito geográfico más «alto» de la región próximo [sic] al río Garona.


El tal Thomas Broden parece el guía espiritual del editor, porque en la nota 182 ya nos había dicho lo siguiente:


Poste restante: En francés en el original. «Diraección a remitir». Según nos indica el profesor de literatura francese de Purdue University, Thomas Broden, el sistema del «poste restante» —«posta restante» en italiano»—[sic] consiste en dar el nombre de una persona y la ciudad en la que se encuentra. Advertido por la oficina de correos cuando ésta recibe conrrespondencia a su nombre, el destinatario paga la tasa correspondiente y puede recoger entonces el envío.


Con «contra reembolso» ya nos habríamos apañado. Los Tellería eran menos petulantes. Y, además de amigos ilustres, tenían mapas.


Benito Pérez Galdós, La familia de León Roch, ed. Íñigo Sánchez LLama, Cátedra, 2003, 663 p.

4.6.24

Lo que son las prisas


No soy muy amigo de esos finales premiosos que se empeñan en mantener hasta la última línea el ritmo sosegado del comienzo, pero tampoco de aquellos otros en los que parece que el autor se ha cansado del relato minucioso y tiene prisa por terminar. Es lo que ocurre con Eugenia Grandet: cuatro quintas partes llenas de asientos contables, letras del tesoro, inversiones en bolsa, luises, francos, escudos, el forro de haberes con que Balzac envuelve al insoportable vinatero Grandet para que odiemos a fuego lento a un avaro de retablillo, y luego, precipitadamente, los personajes empiezan a morirse en dos líneas y la trama se convierte en resumen, taquigráfico en ocasiones, hasta el punto de que, teniendo en cuenta el brío de la prosa balzaquiana, hay muertes tan fugaces que hasta pasan desapercibidas, sin ir más lejos la que deja viuda a la protagonista.
La novela parte de un planteamiento muy Molière. Balzac carga las tintas con un avaro repulsivo, un vulgar tonelero, como esos otros personajes suyos que se hacen ricos sin serlo por su casa, que esclaviza a su mujer, la ilota, y se desentiende de que tiene una hija, Eugenia, que quizá piense y sienta por sí misma. Las dos mujeres temen al astuto e inmensamente avaro padre, y se refugian en la criada, Nanon, de la estirpe de la nodriza de Julieta, contrafigura del corazón encallecido, como diría Flaubert, que tiene el padre. 

Hasta que la novela da el primer giro argumental importante se consume casi la mitad en recalcar con todo tipo de números contables la condición miserable de Grandet, quizá interesante para saber cómo funcionaba la economía francesa del momento, pero un poco excesivo por cuanto todo suena a comedia un tanto inflada, como si sobre una partitura representable Balzac se durmiera en la suerte. Hay pasajes que, sin dejar de tener esa inquieta hermosura de Balzac, dan idea de cómo recurre a la amplificatio: 


Y cuando Nanon roncaba hasta hacer temblar los techos, cuando el perro lobo vigilaba bostezando en el patio, cuando la señora y la señorita Grandet estaban completamente dormidas, era allí sin duda donde el extonelero encerraba para mimar, acariciar, abrigar y regodearse con su oro.


Y así sucesivamente, con una inercia convencida de la gracia que debe de producir en los lectores echar más papel contable sobre el fantoche, hasta que entra una acción algo más novelesca con la visita del primo Charles y el enamoramiento desatado por parte de Eugénie. Hasta entonces la hemos visto como a la hija sosa y difícil de casar, quizá por demasiado interesante: «Alta y robusta, no tenía nada de lo bonito que gusta al vulgo, pero era hermosa, con esa hermosura tan fácil de reconocer y de la que solo se enamoran los artistas». Pero Charles, pese a ser un petimetre, un dandi lechuguino, hijo de papá, no ve en ella nada más interesante que el floreo habitual hasta que su padre, hermano del avaro Grandet, pierde su fortuna, cae en desgracia y se suicida dejándolo sin un clavel. 

Es entonces cuando asistimos a un inicio de rehabilitación de Charles que en el fondo no es tal. Después de unos cuantos días abatido, llorando como un poeta («Ese joven no sirve para nada; piensa más en los muertos que en el dinero», dice su avariento tío), Charles termina por hacerse cargo de su situación y desatar desmelenadamente los sentimientos de Eugénie. El padre no solo no siente la muerte de su hermano, que se levanta la tapa de los sesos, sino que la ve como una oportunidad de hacer negocio con los acreedores que se arremolinan en torno a su cadáver para cobrarse las deudas. Pero lo que siente la hija es un ataque de desprendimiento y de piedad. «El padre y la hija habían coincidido, pues, en hacer el balance de sus fortunas respectivas; él para ir a vender su oro; Eugénie para arrojar el suyo en un océano de cariño».

De modo que el padre logra pulirse al sobrino, al que envía a que se busque la vida por el mundo, y de paso entra en trance obsesivo castigando a su hija, por haber intentado ayudarlo con sus ahorros, y provocando la enfermedad que llevará a su esposa a la tumba. Son las páginas, quizá, más intensas de la novela, cuando Eugénie, encerrada a pan y agua, se aferra a un sentimiento que tampoco se merece su primo Charles, pero a ella la conmueve «el vislumbre de un lujo visto a través del dolor», según una definición que da Balzac de las mujeres y que merece la pena copiar entera:


En cualquier situación tienen las mujeres más motivos de dolor que, colocado en la misma, tendría el hombre, y padecen más que él. El hombre tiene su fuerza y el ejercicio de sus facultades, y obra, va, viene, se ocupa en algo, piensa, considera el porvenir, y encuentra en todo esto motivos de consuelo. Esto es lo que hacía Charles. Pero la mujer se queda y permanece frente a frente con la tristeza, de la cual nada la distrae; desciende hasta el fondo del abismo que el dolor ha abierto, lo mide, y a menudo lo colma con sus lamentos y lágrimas. Esto es lo que hacía Eugénie. Comenzaba a iniciarse en lo que iba a ser su destino. Sentir, amar, sufrir, sacrificarse, será siempre el resumen de la vida de las mujeres.


    Y Charles, en efecto, se busca la vida, primero comerciando con esclavos, y luego casándose con la heredera de Aubrion. Su prima queda al margen, como si formara parte de la chatarra sentimental que dejó de lado al morir el padre. Y Eugénie, en un alarde de dignidad no sé si bien o mal entendida, gasta una parte de la enorme fortuna que, después de todo, le deja su padre para salvar el honor de su primo, y se casa sin amor con un pretendiente que le ayuda a gestionar esa fortuna unas pocas páginas, hasta que se muere. La verdad es que, después de la muerte de la madre, que aún tiene suficiente espacio dramático para que nos hastiemos de la insensibilidad del padre, las otras muertes se suceden en un derrumbamiento de la trama que solo deja en pie el inmarcesible virtud de Eugénie, entregada a los demás en su lago mustio de dinero. La que nos empezó pareciendo un poco boba, por demasiado enamoradiza, por no ver a los mangantes que la rodeaban, nos termina pareciendo como esos personajes que por ser fieles a sí mismos en contra de la opinión general terminan triunfando más allá incluso de lo que pretendían, en este caso el triunfo de la viudez (porque el marido se le muere en un abrir y cerrar de ojos) y de la sororidad con su querida Nanon. Que todo esto fuera ya inventario del material sobrante habría que verlo. Uno echa en falta un poco más de desarrollo en el regreso de Charles y en la actitud que toma Eugénie al final. Quizá la rapidez con que Balzac lo resuelve todo responde a que la función ya había terminado y el retrato del avaro provinciano y los cocodrilos del vecindario ya estaba más que listo. Pero quedaba Eugénie, quedaba ese atractivo que solo sienten los artistas y que queda como una fábula moral, como si al título hubiera que añadirle algo así como o la virtud hasta el fin, lo que no sé si dice mucho en favor de la heroína.


Honoré de Balzac, Eugénie Grandet (La Comedia humana, vol. VI, p. 287-504), trad. Aurelio Garzón, Hermida Editores, 2017, 761 p.

2.6.24

La mejor antología


En los años 80 circulaban dos antologías de Góngora, una de Ana Suárez Miramón, SGEL, 1983, que era la que se recomendaba en las facultades, ordenada por géneros y subgéneros y con una introducción continuista con respecto a los prejuicios del culteranismo, y otra de Antonio Carreira, Castalia Didáctica, 1986, que es la que siempre he utilizado y que ahora he vuelto a saborear de cabo a rabo. 
Pese a que el antólogo se convertiría luego en máxima autoridad en materia gongorina, aquel trabajo era un gran libro envuelto en un humilde continente. Su nombre no aparecía en la portada, por más que se trata de un libro de autor, y en su lugar se rebajaba la importancia de la edición con ese apellido, didáctica, que más bien la destinaba a las aulas de poca especialización, porque ya entonces el didactismo flirteaba con la banalidad lúdica, antes incluso de esa vergonzosa tapadera de la gamificación. Daba la sensación, por el tipo de papel, por la tipografía diminuta, por la oferta de la portada, de que se trataba de un libro de texto escolar, no de la más rigurosa y sesuda antología de que tenga uno noticia. 

Porque los cuadros cronológicos eran tablas históricas muy minuciosas; la introducción, un ensayo sobre el manierismo y el conceptismo que se apartaba de generalidades para ir a comparaciones concretas con otros poetas de la época o a las curiosas variantes del conceptismo que trasfundieron poemas entre géneros hasta llegar al desparrame del a lo divino; las notas y llamadas de atención no solo allanaban las dificultades de comprensión sino que lo hacían sin tomar al lector por tonto y sin apartarse de los grandes comentaristas contemporáneos de Góngora, desde Salcedo Coronel a Pellicer, o modernos, de Alonso a Jammes; los documentos comprendían cartas del propio Góngora en defensa de su obra, piezas poéticas escritas por sus defensores, homenajes contemporáneos (Guillén y Cernuda) e incluso libros raros sobre la Córdoba gongorina; y, en fin, las orientaciones para el estudio forman un artículo académico del más alto rigor sobre las interpretaciones discutibles de Góngora y la defensa de la claridad y de la precisión como las más elevadas aspiraciones del poeta. 

En medio, claro, una selección de sus poemas ordenada cronológicamente, no tan abundosa de sonetos y romances como la de Suárez Miramón, pero sí de letrillas y, sobre todo, de sus tres poemas mayores, el Polifemo, la Soledad primera y la Fábula de Píramo y Tisbe, sin recorte de ninguna clase, hasta el punto de que el único defecto que le veo ahora es que, en vez de la prosificación de la Soledad primera, ya podría haber incluido la Soledad segunda, donde están esos versos que tanto hemos repetido: «Mira que la edad miente, / mira que del almendro más lozano / Parca es interïor breve gusano». Pero bueno, también en la primera está el «doméstico es del sol nuncio canoro» con que durante tantos años hemos puesto a prueba la sagacidad de los alumnos, y de paso gamificábamos un poco a don Luis. 

La sensación que queda al leer esta antología entera, sin acudir a esos pasajes que año tras año íbamos cambiando para darlos a gustar o simplemente disfrutar de ellos (con más huellas en las páginas de unos que de otros, claro), aparte de que sigue siendo un completo y tan cabal como documentado estudio que ya arma el caballo de batalla que cabalgó Carreira durante su posterior carrera profesional, el conceptismo como fundamento del supuesto culteranismo, es la de que Góngora tenía tal dominio de la poesía que ni siquiera tuvo que limitarse a su propio genio más que para desembarazarse de tópicos petrarquistas y falsamente sentimentales en los que un artistazo como él no podía creer. El autor de piezas tan intensamente populares como La más bella niña o Hermana marica, patrimonio común casi desde que fueron compuestas, igual que letrillas como Que pida un galán Minguilla o, cómo no, Andeme yo caliente podía investirse de un sayal adamascado para sus primeros sonetos de amor solemne, y los últimos, porque Góngora prefirió los campos a los sentimientos, las fábulas a los sinsabores y el ingenio a los alardes. Leo y me sorprenden notas que en su momento añadí, por ejemplo a Entre los sueltos caballos o En un pastoral albergue, junto a cuyos versos «Las venas con poca sangre, / los ojos con mucha noche» anoté alguna vez un «Lorca» que me dice mucho más que muchos de los manidos elogios del tricentenario. 

Pero sobre todo he vuelto sobre los poemas más subrayados, muchos de los cuales llevan la nota VIRG. al margen, que no es de virgen sino de Virgilio, y que coincide con cada vez que me encontraba (y me he encontrado ahora) con la operación poética virgiliana por excelencia: llevar lo más humilde hasta su más luciente altura poética, en romances como Ahora que estoy despacio, donde además acompaña la simpatía del Góngora epicúreo y desenfadado, o sonetos como Cosas, Celalba mía, he visto extrañas, que rebosa de esa pasión virgiliana por la grandiosidad natural, ese nombrar hinchiéndose, ese gozo del plasmar.

Carreira no se deja, por supuesto, los más célebres sonetos, de Córdoba a la dama que se picó con un alfiler, pero tampoco ese ramillete sombrío del final, cuando peor lo pasaba y el mal genio del Mal haya el que a señores idolatra se funde con el desengaño del final. Y aun así nos quedan los tres grandes, que uno lee y vuelve a leer y no sale de su placer ni de su asombro, sobre todo de las Soledades, acaso el más virgiliano de todos, y por eso el más cercano, cuya edición a cargo de Robert Jammes es uno de esos libros que uno empieza a tener ya desbarajados de tanto manoseo. Últimamente le toca más al Píramo y Tisbe —por otros motivos de índole académica—, que Góngora le satisfacía especialmente, y no es de extrañar, esa mezcla total de registros y de géneros, ese dominio absoluto del octosílabo castellano, de su música y sus posibilidades expresivas. Pero vuelvo a las Soledades, y algo ya poco natural me tiene que estar afectando cuando paso por encima de las prosificaciones, como si ya hubiese aprendido esa lengua de los dioses. Como aquel que limpia los cajones y ordena papeles viejos, estos días leo libros que usé mucho y que ahora que oficialmente dejo de usarlos no quiero que se queden dormidos. En los 80 esta antología tenía sentido. Hoy sería un libraco hiperespecializado. Pero Góngora lleva siglos pudiendo con todo. ¡Si pudo con Menéndez Pelayo, no ha de poder hoy con los ludópatas de la pedagogía!


Luis de Góngora, Antología poética, ed. Antonio Carreira, Castalia Didáctica, 1986, 372 p.

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