26.1.11

Qué cosas

Javier Marías, 16–1–11, en El país semanal: El artista, cualquiera que sea su origen, parte siempre de cero, jamás puede ser un privilegiado”.

Javier Marías, 26–1–11, en El país: “Jaime Salinas me vio por primera vez cuando yo tenía pocos meses, en brazos de mi madre, asomado a una ventana de una casa de Wellesley, Massachussets. Quizá por eso fue el primer editor que me dio trabajo, en 1974, cuando era un jovenzuelo”.

24.1.11

Cuestiones secundarias

Dos de las películas de la presente temporada que más elogios de la crítica seria han recibido son la inglesa El discurso del rey y la francesa De dioses y hombres. De las dos me ha llamado la atención lo bien interpretadas que están y lo plano de sus argumentos, ambos basados en hechos reales, lo suficiente delicados como para ser tratados con escrúpulo documental.

Decía Eco (de cuya novela El cementerio de Praga, con esta murria que me ha entrado últimamente, se me pasó hablar) que la gramática de la ficción no tiene mucho que ver con la de la realidad. Las historias nos resultan apasionantes porque son verosímiles, no porque puedan ser verdad. En estas dos películas la previsibilidad no es un argumento previo, sino una inercia demasiado simple, y así, en una, me quedé sin ver actuar más a Churchill y sin saber más de lo interesante que llegó a ser aquella época en general y aquel momento en particular, algo que apenas se dice al final, con los títulos de crédito, y que a mi juicio es el meollo de la cuestión: por qué aquel rey de rebote y con problemas para hablar fue tan necesario para los ingleses.

En la otra, la de los monjes, todo es previsible incluso para una estructura de ficción, y no me refiero al desenlace sino al proceso por el que unas personas no están de acuerdo y al final, después de algunas tensiones, eligen la más virtuosa de las opciones. No hay ficción, por muy realista que sea, que no necesite una subversión de la realidad, eso que, en términos generales, podríamos llamar lo inesperado. A veces lo inesperado no son los hechos sino los comportamientos. De los rusos nunca me canso de alabar cómo subvierten a los personajes, cómo se redimen en la ficción. El rey del discurso es un tipo que necesita ayuda y la busca en un especialista que lo acompaña como los especialistas han acompañado siempre a los reyes. Las clases se parecen mucho al modelo Oficial y caballero tamizado por el espíritu de Bernard Shaw: si te lo propones, lo conseguirás. Lo americano de la propuesta se refiere al tartamudo y lo inglés al instructor, que por cierto era australiano.

Y en la de los monjes ocurre un poco lo mismo. Los monjes que cambian de opinión no lo hacen de modo dramático. Desde que empiezan a negarse sabemos que lo lógico es que duden y después sigan el sendero de la verdad y tal. No hay auténtico drama, y esa ausencia de dramatismo verdadero es deliberada y está hecha en aras de lo real. Es lo que no me gusta de la estética moderna. La estricta realidad es periodismo, no literatura. Todo está lleno de gente que busca datos, los ordena y los entrega, que era la máxima jesuita (yo no he ido a los jesuitas pero he leído a Joyce y a Pérez de Ayala), y en el fondo todas estas excelentes reproducciones de acontecimientos reales me parecen una victoria de la falta de imaginación. Vamos a la realidad a buscar ejemplos aleccionadores, pero no vamos a la imaginación a buscar mitos que nos expliquen esa realidad mejor que cualquiera de sus realizaciones.

Lo que me gustó de ambas películas es menos especulativo: lo bien que actuaban. En El discurso del rey el que más me gustó no fue Colin Firth sino su oponente (su replicante), el australiano Geoffrey Rush, y sobre todo Timothy Spall, que hace de Winston Churchill, y demuestra una vez más que para hacer de gordo en el cine, como en el teatro, no hay que cebarse como un ternero en tiempo récord sino poner cara de gordo, o sea, actuar.

He leído que la cantante Halle Berry va a interpretar un biopic (otra realidad literal) de Aretha Franklin, para lo cual va a engordar no sé cuántos kilos, calculo que ciento y pico, viéndolas a las dos. A mí estas hazañas endocrinas y la manía de interpretar a personas con impedimentos físicos son las dos admiraciones que menos entiendo. Para alguien que no sepa actuar, cojear es más fácil que andar normalmente. Y para quien sí sabe actuar, también. Y si en esas nos ponemos, la tartamudez de Colin Firth me resulta excesivamente suave. Puestos a buscar verdades, en ningún momento sentí la angustia que más de una vez he sentido con tartamudos muy cerrados. Siempre sabes que al final lo va a decir, que para eso es el rey.

Geoffrey Rush, en cambio, sí era un ente de ficción, una composición teatral, cuya casa estaba decorada como la sala de ensayos de un teatro, y cuyos hijos juegan a adivinar versos de Shakespeare como otros juegan al trivial familiar. En esa corrección en el vestir, en ese peinado, en esa manera de trivializar las cosas con la mirada, y al mismo tiempo ponderarlas, hay un personaje muy hondo y mucho más difícil de interpretar que los enganches palaciegos. Helena Bonham Carter, como siempre, está estupenda. Es una de las pocas británicas inconfundibles que quedan en escena, y eso siempre es de agradecer. Cuando sonríe no piensa en la reina madre cuando era joven sino en un cuadro de Dante Gabriel Rosetti, y si no vean su sonrisa cuando abraza al rey.

Y, en cuanto a la francesa, la de los benedictinos del Atlas argelino asediados por extremistas islámicos, me reencontré con Michael Lonsdale, un actor infalible desde los tiempos de Moonraker, de apariciones últimamente tan perfectas como las de Lo que queda del día o El nombre de la rosa. Ahora, a sus ochenta años, borda a un monje que cada vez que aparece reclama la película entera, aparte de que le da vida y emoción auténtica, e incluso un poco de sentido del humor.

De modo que voy al cine y salgo satisfecho de haber visto a dos buenos secundarios. Me carga el realismo documental como materia de ficción, ese invento de los jesuitas para usurpar la imaginación y colocar a sus ratones de biblioteca en el lugar de los genios del arte. No disfruto de la historia y me entretengo en premios menores: los excelentes actores secundarios o la ambientación y el decorado del monasterio, o esos incomparables suelos ingleses, cuya presencia permanente ya casi amortiza la entrada.

9.1.11

Libros de familia

Cuando voy a Teruel no suelo meter libros en la maleta. Siempre están las novedades de temas locales de la librería Perruca, y sobre todo los libros que nunca saqué de mi cuarto mientras fui al colegio, antes de marcharme de la ciudad. Todos los años abro algún libro de Baroja el día de su cumpleaños, el 28 de diciembre, y a veces lo vuelvo a leer y a veces no. Esta vez abrí Las inquietudes de Shanti Andía, en edición de Austral, con recuadro de portada y toda la contraportada de color azul moteado de puntos blancos y forrado con el plástico con el que se forraban los libros de ir a la escuela. Entre las sensaciones más gratificantes de la infancia está sin duda el momento en que, todavía en la cama, oía entre sueños el sonido de esos libros forrados de plástico a medida que mi hermana Pilar los iba metiendo en la cartera para ir al instituto. Los plásticos amarillean un poco y les han salido arrugas tirantes pero se conservan fuertes. Conservo varias joyas de mi iniciación lectora forradas con ese plástico. Este año, con el tiempo aborrascado, me arrojé sin dudarlo a ese mar romántico y menestral, bravío y cotidiano con que Baroja, al principio de este libro, nos regaló una de las cumbres de la prosa en español, para que luego digan que escribía sin estilo.

Por las callejas de Lúzaro se me consumieron las últimas tardes del año, alternadas con un curioso hallazgo que fui a buscar a la librería Perruca. Se lo había leído mencionar a Toni Losantos en una de susmetrópolis del DDT, el diario de guerra de un soldado sin graduación en la batalla de Teruel, Alberto Guna Fernández, alfarero de Liria, de la LXIV Brigada Mixta del Ejército Republicano, “un soldado corriente integrado en una unidad militar corriente”, que terminaría la guerra como sargento. Es muy breve y sus anotaciones invitan a recrear lo no contado, el transcurso paulatino de la guerra, el mucho tiempo en que no hay balas pero todo está lleno de barro y de miedo, por más que nos cuente heridas, evacuaciones, veraneos sesteantes, repliegues, retrocesos, desbordamientos, la terrorífica batalla de Teruel o el descalabro final, cuando sale del campo de concentración de Sot de Ferrer.

El autor nombra personas, consigna lugares, como si los estuviera apuntando en una lista que fuera a meter luego en una botella para tirarla al mar. Su falta de graduación da una medida real de los hechos, no abstracta, no tan historiable como los acontecimientos que oportunamente aclara Fuertes Palasí, encargado de la edición. En la botella del soldado semidesconocido encontré un fragmento donde se decía que su destacamento había acampado en Alfambra, “en la salida hacia Perales”, y que habían hecho allí amistad con un matrimonio joven y sus cinco hijos pequeños, que vivían enfrente de ellos. El soldado Alberto Guna se tomó la molestia de dejar para la historia los nombres de los buenos vecinos: Adolfo y Bibiana, y sus hijos Isabel, Águeda, Juan, María y Benedicto. Corría el año de 1937 y hacía mucho frío.

De los cinco hijos que nombra el autor del libro, yo he conocido a dos, Juan y María, que todavía viven, y a otro que el soldado no nombra, Desiderio, que murió hace pocos años. Su madre, Bibiana, procedía de Peralejos, a mitad de camino entre Alfambra y Teruel, y era hija de mi bisabuelo. Un hermano de Bibiana, Pablo, carretero de profesión, se instaló en la ciudad, y su hijo menor es mi padre, que se quedó leyendo el libro cuando yo volví a Madrid.

Isabel y Águeda murieron antes de que yo naciese. De niño jugué en la casa de la que habla el soldado, que estaba al lado de la carretera, saliendo hacia Perales, enfrente de un taller mecánico. Después había unos barrancos de tierra roja pegajosa y bajando por uno de ellos me clavé en la rodilla el cristal de una botella, quizá en el sitio donde este soldado tomó sus anotaciones. Si no en el mismo sitio, si no con la misma botella, sí en el mismo paraje, respirando un aire parecido. El practicante de Alfambra me curó y me puso unas grapas que me dejaron una cicatriz en la rodilla de por vida, que con el paso de los años encontró un alma gemela porque el practicante, en aquella primera intervención, se había dejado dentro un palito y cuando me atascó la rótula hubo que extirparlo.

Seguiré leyéndolo cuando regrese. Este diario de guerra es uno de los libros que merecen no salir de aquella biblioteca. Cuando vuelva lo colocaré al lado de tres libros que me regaló el hijo de Juan, Juan Antonio, nieto del abuelo Adolfo, el que tan buenas migas hizo con el soldado Alberto Guna. Dos son ediciones decimonónicas de losEnsayos históricos de Macaulay, que mi primo había comprado en un librero de viejo de Barcelona, y el otro es una Antología de poetas soviéticos en tapa dura. Mi primo la leyó antes de bajarse a Teruel, cuando aún se dedicaba a trabajar la tierra. “Llévatela si quieres”, me dijo, “yo ya no la voy a leer”.

En la cita del diario de guerra también se nombra a Benedicto, el hermano pequeño de aquella familia que vivía en frente del batallón Republicano. A él tampoco lo conocí. Murió muy poco después de acabada la guerra, a los nueve años de edad. Una tarde se subió a un poste de la luz y cayó electrocutado. Su hermano Juan puso su nombre a su primogénito, que con el tiempo sería, y sigue siendo, el mejor panadero de todo el Campo de Visiedo y buena parte del Valle del Jiloca, y también es primo mío.

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