12.8.20

Héroes de siete pies


A principios de los años 70, un chaval entró en el kiosko de Dominguín y se puso a mirar en el montón de novelas de Marcial Lafuente Estefanía, todas iguales y todas diferentes. Dominguín estaba atendiendo en el mostrador y el muchacho se paró a hojear una de las novelas con más detenimiento. Entonces Dominguín, entrecerrando los ojos, con aire de experto en la materia, perfectamente serio, le dijo: «Esa es muy buena». No sé si José Miguel Iranzo compró o no aquella novela, pero siempre recordaba la ceremoniosa solemnidad con que el kioskero se la había recomendado, y remataba la anécdota con uno de sus adjetivos favoritos: «¡Magnífico!».

¿Qué era lo magnífico para José Miguel? Si hubiera entrado, como muchas veces haría en su vida, en una librería de aire intelectual y silencioso en vez de en un kiosko de barrio, y se hubiera puesto a ojear las novelas de William Faulkner, a quien también leyó, en vez de un rimero de noveluchas pulp, ya no le habría parecido magnífico sino pretencioso. Lo magnífico era tomarte en serio lo que haces, por más que el mundo crea que no haces nada serio. Lo magnífico era esa integridad, esa hermosa dignidad con que algunos viven convencidos de lo que hacen, orgullosos de hacerlo, y le dan el mismo rango y la misma consideración que si fuese algo socialmente admirado. En muchas de sus películas buscó esa elocuente dignidad del individuo común, que no consiste en resistir sino en sobreponerse, no en lamentarse sino incluso en jactarse del diminuto pedazo de mundo que nos ha tocado gestionar. Con los años, cuando estábamos juntos y veíamos algo así, alguien que lejos de avergonzarse de sus circunstancias les daba la máxima importancia, uno de los dos le decía al otro, con fingida solemnidad: «Esa es muy buena». 

En sus documentales aparecía con frecuencia ese afecto por la dignidad del individuo, no de la especie ni de la clase sino del hombre solo frente al mundo. Trabajé con él en tres de ellos, y de todos recuerdo algún momento así. En El tiempo en la maleta, un precioso relato coral sobre la emigración de finales de los años 50 en Villarquemado, aparece un hombre ya mayor, Álvaro Iritia, un portento de expresividad que, al hablar de la dura posguerra en el pueblo, dice: «Entonces hacíamos a lo que salía. Me hice matarife, me hice músico…». De las muchas horas de charla que tuvo con aquel hombre, Iranzo había cazado al vuelo esa frase para después, en uno de sus estupendos montajes, colocarla en el sitio adecuado para que su significado estallase y la onda bañara el documental entero. Y así cada poco rato, casi siempre en ese tipo de fragmentos que suelen quitarse por demasiado banales y que luego brillan como si a través de ellos viéramos mejor. El arte es eso, seleccionar y ordenar, y, por encima de todo, saber mirar y saber escuchar. Iranzo pulía el material hasta un palmo antes de la obsesión, que siempre deforma, y de las largas conversaciones, por ejemplo con los artistas de Un taller con mucha luz, salía un relato cristalino, intenso, siempre atento al individuo, a lo que dice pero sobre todo a lo que quiere decir. Su capacidad para desnudar a un personaje con sus propias palabras era proporcional al afecto y el respeto con que lo hacía. El final de El tiempo en la maleta me sigue emocionando: es un hombre corriente que habla y al final sonríe, y en esa sonrisa está todo lo que hay que saber para hacerse cargo de cómo eran los vecinos que se fueron al extranjero a trabajar, qué esperaban, y qué consiguieron, y cómo lo recuerdan. Iranzo aguanta el plano hasta que aparece esa sonrisa, hasta que el hombre ha dejado de hablar en serio y sonríe porque ya no hay mucho más que decir: eso fue, así fue…

Iranzo sabía encontrar ese tipo de situaciones de aplastante surrealismo que sin embargo la gente protagoniza como si fueran normales, siempre con ese sentido formal del humor, ese mendigo elegante que da consejos con mucho aplomo, esa anciana recatada que mordisquea medio a escondidas una torta fina, las actitudes demoledoramente lógicas en mitad del caos, aquello que hace gracia no porque sea ridículo sino porque es lo que ennoblece al individuo en su lucha personal con la existencia. Nos hace gracia porque nos hace comprender. Por eso no le costó ningún esfuerzo practicar el surrealismo en Ruido de alas o en Cajas destempladas, donde un poema visual sobre la angustia de Longinos, el que mató a Cristo en la cruz, es tan delirante o tan interesante como el reportaje sobre la Semana Santa que lo acompaña, dentro del que hay imágenes, la cofrade sonriendo coqueta, el mozo que baila con los tambores como si fuera bakalao, que trasladan con sencillez a ese mismo lenguaje surrealista la vida real de la gente común.

Pronto hará veinticinco años desde que Iranzo rodó en el castillo de Peracense Témpora y violeta, un episodio ciertamente épico cuyo resultado me sigue pareciendo tan personal, tan ajeno a los tópicos, tan libre dentro de su sentido poético como entonces lo quiso hacer. Desde Mayumea creo que es eso lo que mejor define el estilo de Iranzo, una lírica nacida de la comprensión, de saber ver lo mejor, lo más puro de aquel a quien retrataba con la cámara, escuchándolo, dándole confianza, dejándolo estar. En la ficción eso Iranzo lo escribía con el lápiz de los planos, llevaba situaciones extrañas al pequeño mundo propio en el que resultan comprensibles. En los documentales, su oído finísimo las encontraba.

No podremos celebrar el aniversario de Témpora y violeta, aquellos gélidos días de abril en Peracense. Pocas veces he tenido una más profunda sensación de libertad que aquellos días, junto a alguien como Iranzo que se tomaba la vida en serio, que salía al ruedo en cada momento, mientras los otros, muchas veces, mirábamos desde el burladero. En pocas personas he visto como en él esa determinación, esa generosidad en el vivir, más allá de los vaqueros de siete pies, fueran de Faulkner o de Lafuente Estefanía, con los que a cada paso había que lidiar. Témpora y violeta pasó entonces por una fábula extravagante, pero ahora la veo y no encuentro en ella nada superfluo, todo es claro, directo y suficiente, no hay regodeos ni manierismos, las cosas son lo que son, y en esa potente austeridad está el lirismo de quien se obliga a prescindir del maquillaje. Es una forma de verdad nacida, creo, del pudor, que no es la actitud del que se acicala para taparse sino la de quien se desnuda para no mentir: esto sobra, esto suena pomposo, esto no aporta nada… Con qué solvencia se deshacía de un plano cuando, como solía decir, no tiene gracia. Pero no es una gracia humorística sino la gracia narrativa, el don de la transparencia, la capacidad de nombrar verdades complicadas de la forma más cercana. 

No solo era el surrealismo, digamos, natural, lo que le acerca a Buñuel. Quizá sea cosa de la tierra esa capacidad para la sorna, el resumen que desmitifica. Al final de su documental sobre Labordeta, ya en los títulos de crédito, hay una imagen muy especial. Por debajo de la música, por detrás de los letreros, se ve a Labordeta charlar con los miembros del equipo, entre ellos José Miguel, que se acerca a Labordeta y le sacude con la mano unas migas de pan que se le habían quedado en la barriga, y lo hace con una confianza similar a la indiferencia con que Labordeta se deja limpiar. Cuando lo vi, después de haber disfrutado del documental, no pude evitar un ¡qué bueno!, porque ese plano medio escondido no solo resumía la relación que había habido con el personaje sino incluso el modo de ser de ese personaje. Iranzo me sonreía por debajo del bigote, con los ojos pícaros: sí, esa es la escena que lo explica todo, esa es la gracia que desmitifica y humaniza, que acerca y explica.

Ayer, en su entierro, una amiga se acercó a decirme lo integrada que se había sentido siempre con José Miguel. Mientras los albañiles pegaban la lápida con yeso, pensé que, más allá de la admiración sin reservas que demuestra quien ha trabajado con él, por su pericia técnica, por su saber hacerlo todo y estar siempre dispuesto a echar una mano, está ese hacer al otro sentirse bien, invitarle a ser como es y celebrar juntos que así sea, esa risa comprensiva con que sostenía cualquier minucia que le estuvieras contando. Pienso que es eso lo que hizo que sus documentales fueran tan buenos, el hecho de que todo el mundo se sintiera libre e importante cuando hablaba con él. No me extraña el chorro de lamentaciones que estoy leyendo estos días en las redes. Más de uno lo habrá pensado: con lo libre e importante que me hizo sentir…

Hablo de su cine porque es la parte pública de su vida. Lo otro se resume en que he perdido a mi amigo. No creo que hubiera escrito aquellos folletines en el periódico si antes no me hubiera propuesto Iranzo escribir Témpora y violeta. Ni creo que hubiera encontrado el estilo de Los toros en invierno, quizá la novela de la que más satisfecho estoy, sin haberle conocido. Cuando la leyó (como todo lo que yo he escrito en los últimos treinta años, y nada más escribirlo) se limitó a decir: «Vale, ya está», con la rotundidad con que daría una secuencia por terminada, con los gestos necesarios para expresar que ya no hay que añadir ni un segundo más, y con la seguridad de que es eso lo único que importa en términos literarios: a poder ser, que no falte nada, pero sobre todo que no sobre. 

El muchacho que leyó sin prejuicios toda su vida, igual a Kafka que a Lafuente Estefanía, igual un novelón decimonónico que una novelucha de aventuras, soñaba con aquellos héroes de siete pies de altos sin tomárselos en serio, o más bien tomándose en serio lo que a fin de cuentas significaban: navegar por la vida, no eludir las tormentas ni los escollos, disfrutar del viento que nos arrebata y llevar los naufragios con entereza. El héroe está obligado a vivir, a ser libre y a vivir. Los héroes son valientes, y yo no he conocido a nadie más valiente que José Miguel.



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