30.4.08

DISCURSO


Acabo de leer el discurso de ingreso de Javier Marías y la contestación de Francisco Rico. Poco antes había apañado la bernardina del ingresante para que salga mañana en el Diario de Teruel, de modo que, entre pitos y flautas, llevo toda la tarde metido en el Reino de Redonda.
El discurso de Marías es una hermosa pieza literaria pero bastante floja para tratarse del tema del que trata: la imposibilidad de describir la realidad para cualquier escritor y las ventajas de la novela en tanto que se trata de una realidad en sí misma, un mundo cerrado con principio y fin. Desde el momento en que la realidad es infinita (y, si no lo es en absoluto, sí para la finita, disgregada y cambiante percepción humana), ningún retrato podrá ser perfecto, es decir, completamente acabado.
Eso es decir bien poco, la verdad, y Marías emplea muchas y muy hermosas e interesantes páginas en decirlo, matizarlo y repetirlo, aparte de nombrar a los amigos. Y Rico, después, de puro tiquismiquis, tampoco colabora en profundizar mucho. Quizá la ocasión sólo exigía el género de la literatura de circunstancias a la que tampoco puede exigírsele un docto tratado de epistemología.
Pero sin necesidad de acudir tan lejos sí podría haber avanzado algo más.
Marías parte de la idea clásica de que las palabras son la primera forma de traducción, es decir, la primera forma de distorsionar el conocimiento. No nombramos las cosas para conocerlas sino para, a través de la traducción, hacernos una idea de lo que representan. Como muchas veces acertamos (sobre todo en cuestiones prácticas), damos la versión por buena. Lo que buscamos en una novela no es que nos represente la realidad, porque la realidad ya la conocemos, sino alguien que mire esa misma realidad, alguien que nos deje su agujero como cuando los niños o los ancianos se acercan a mirar una obra desde las vallas cubiertas con toldos o con chapas: todos sospechan que desde otro agujero distinto al suyo se ve mejor, por la sencilla razón de que en todos ellos se ve poco y mal. Es la visión de la hostia, por citar una ocurrencia de Vila-Matas, los que nos mueve a curiosear, a querer saber (uno de los temas favoritos de Marías, por cierto, es el de no querer saber), a ver lo que otros han visto y que por la sola presencia del agujero nos reclama. Leemos una novela para mirar por un único y espléndido agujero, situado y abierto en la lona de la valla por alguien con más perspicacia o más arte para contar que nosotros.
Las verdades informan, pero las ficciones invitan a fingir. No hay instrumento más secreto y menos sospechoso que un libro, a pesar de que sirva para luchar contra la tediosa realidad-real, para desatar los delirios de grandeza, para prestar nuestro pensamiento, para ser otro por momentos, para ser testigos de la gran obra que se construye al otro lado de la valla. Igual que los niños y los ancianos quedan atraídos menos por el edificio ya hecho que por el edificio en construcción, nosotros nos sentimos atraídos por ver las entrañas de alguna historia, el relato que no supimos ver, y cuando está terminada nos damos cuenta de que el placer era estar leyéndola, mucho más que haberla leído.
Eso es, y nada más, un novelista: un placer presente, un edificio en construcción. Los libros de historia y la inmensa mayoría de nuestras deleznables noveluchas hablan de lo ya sabido, de la historia ya vivida, de la dichosa guerra civil, de una experiencia memorable, de su adolescencia, de sus adulterios o de sus fracasos, por decirlo en el tono más acumulativo y mariano posible. Y son pocos los novelistas que respetan la condición ficticia de su trabajo; pocos los que, sin idear ni planear, ni tampoco copiar de los libros de historia, o recordar, se arrojan a la ficción con una mano delante y otra detrás, son cronistas de su imaginación y no testaferros de sus memorias; pocos dejan que sean las palabras y, sobre todo, el arte de narrar, lo que vaya dando forma a ese mundo alternativo y falso, que sin embargo sirve como ninguno para entender el mundo real. La novela es la éntasis de las columnas, esa ondulación (ese fraude) que ayuda a que parezcan rectas. Ser o no buen novelista no depende sólo del oficio. Bucear en una novela, escucharla, transcribirla, traducirla, es más parecido a asistir al parto que a parir, en el hipotético caso de que diésemos forma al destino según pusiésemos de un modo u otro nuestras manos para extraer a la criatura; pero exige la bizarría literaria de no empalmar cosas de otros, ni recurrir a tópicos ni a escenas de probado efecto. En ningún ámbito es tan ostentoso y desagradable mentir como en la pura ficción. Qué mal rollo nos dan esos novelistas a los que de pronto se les nota que se lo están inventando todo, y sin embargo qué placer suponen aquellos otros que saben de lo que va a ocurrir lo mismo que tú que los estás leyendo, pero ellos lo saben contar.
Marías lo sabe contar. De todos los experimentos con la realidad que llevamos padeciendo en las dos últimas décadas, de la glorificación de Sebald a la insoportable vulgaridad de las autobiografías encubiertas, el de Marías ha consistido en usar la realidad no más que como referente de un mundo completamente ficticio. La prestancia de un novelista se mide en su capacidad de apropiarse de esa realidad sin ser fiel a nada previsible por él, no por la historia. La carga real de su última trilogía es una simple conversión al universo del Redonda, una traducción que admiramos por la pericia del traductor y por la perspicacia del traducido. Yo he ido a muchas librerías como la que salía en Negra espalda del tiempo, pero verlas así exigiría recordarlas al tiempo que las veo. Son tiempos distintos, no tanto como los de Stern, que cita en el discurso, pero casi. Forma parte de la realidad el que no te dé tiempo a comprenderla sino retrospectivamente. Aunque seas un lince, el piélago de hipótesis y alternativas y suposiciones por el que navega Marías no puede ser vivido, y por lo tanto no es real. No se puede vivir así. Su carácter ejemplar procede de su éntasis, de su falsedad.
Y de esto, en lo que Marías me sigue pareciendo muy superior a la media y a la altura del mejor (Pombo), Marías no habló. Su hermoso discurso fue tocando las cosas, tanteándolas más bien, como si también navegara por ellas, como si también su pieza oratoria se hubiese atenido a las exigencias del ensayo: pensar por escrito, sin saber muy bien adónde se va a parar, como han hecho siempre los descubridores, porque iban a la ventura.

26.4.08

CONEJO DESOLLADO


Julia está estudiando en su cuarto. Mañana tienen el examen de matemáticas de la primera evaluación, y pasado mañana el de literatura. Su madre y su tía le han repetido ya cincuenta veces que el bachiller no es lo mismo que la ESO, que en la ESO puedes hacer el vago y sacar muy buenas notas, pero que en el bachiller tienes ya que ser la primera y coger carrerilla para la universidad y luego para las oposiciones a notarías. Todo el verano han estado refregándole por los morros a Pototo cuando estaban tomando el sol en la piscina de la Moratilla, mira Pototo, mira cómo sin darse cuenta ya es fiscal, mira el coche que tiene en la puerta y la vida que le espera. La tía Angelita dijo que aunque fuese a estudiar derecho la niña tenía que escoger matemáticas porque luego, si resulta que no alcanzaba para notarías, siempre podía estudiar Económicas.
Pero a Julia las matemáticas le aburren. No es que no las entienda, porque el profesor explica muy bien, pero le irritan un poco. Esa frialdad sin comas de las matemáticas, ese nulo margen para la ilusión, para que las cosas no sean como está escrito, es lo que a Julia le irrita un poco. Lleva toda la mañana del domingo sentada encima de los apuntes con el pelo recogido, mira los diagramas y las ecuaciones; repite algún problema, y cuando lo resuelve levanta la cabeza y deposita la mirada en una chincheta que hay clavada en el corcho, la que sujeta una foto de Julia monísima en Menorca junto a un perro que iba por la calle. A veces también desparrama la vista hacia la ventana que tiene a su derecha. Su cuarto da al Polígono Sur, lo que antiguamente era la Cuesta de los Gitanos, una rambla entre peñascos de cal llenos de aliagas. En las lomas de enfrente ya están parcelando las viviendas nuevas. Julia lleva viendo ese paisaje yerto, con las vías del tren allá abajo, desde que hacía los deberes de la escuela. Justo debajo de su ventana hay un túnel que pasa por debajo de la vía del tren. Es demasiado estrecho para que quepan dos coches y todos los que suben y todos los que bajan tocan el claxon cuando pasan por ahí. Una mañana de domingo que no le apetecía estudiar contó los pitidos: cuarenta y siete, y porque no era un día laborable. Forman una especie de reloj de tiempo discontinuo que sin embargo, con el paso de los años, a Julia le ayuda a perder el sentido del tiempo real.
Julia oye cerrarse la puerta de la entrada. Su instinto es volver a los ejercicios, coger el lápiz en posición de escribir, y repasar mentalmente la situación, no sea que se haya dejado abierta la novela de para por las noches, y que Julia ha estado leyendo hasta media hora antes de que pudiera venir su madre y su tía y entrar en su cuarto de sopetón. Pero el modo de cerrar la puerta la tranquiliza. Sólo así cierra la puerta su padre, con extremo cuidado, de modo que sólo se oiga el metal de la cerradura, no el retumbar de la madera. Julia sale a saludarlo. El libro está cerrado en la mesita de noche. Se titula Emma.
Bernardo va vestido de cazador y sostiene una bolsa de plástico de Mercadona en cuyo fondo se han acumulado unas gotas de líquido negro, como si viniera de comprar sepia. Julia se acerca a darle un beso y le pregunta qué lleva en la bolsa.
-Un conejo –dice Bernardo.
-¿Y eso? –dice Julia, pero antes de que su padre conteste se da cuenta de que la bolsa de Mercadona está goteando sobre la tarima flotante-. Corre -le dice-, déjalo en la cocina mientras limpio esto.
Bernardo se mete en la cocina y saca un plato de Duralex transparente. Es un plato viejo de borde lanceolado que ya solo se usa para la harina. Allí coloca Bernardo, encima de la tabla de cortar, el conejo desollado que le regaló aquel anciano ruso tan amable.
Julia mira con un poco de aprensión. El conejo no cabe en el plato y hay que ponerlo en posición fetal, sin manos y sin pies, encogido y con el cuello y parte de la cabeza destrozados y sanguinolentos, y no tiene ojos. Su piel es tan sonrosada y tan tersa que, descontando la cabeza, bien podría ser un feto. Se le marcan las costillas y al encogerse se le hunde la parte de las tripas en un gesto que es como el de meter estómago, Julia siente un leve hormigueo en el abdomen cuando se le ocurre la comparación.
Bernardo se lava las manos y sale a cambiarse. Su ropa de cazador huele a recién planchada cuando pasa por delante de su hija. Julia se queda mirando al conejo, sus muslos de atleta, el gesto de los muñones junto a la cara, como cuando los niños se protegen del frío. Pero Bernardo vuelve otra vez a la cocina con la cámara de fotos que le regaló la tía Angelita para Reyes y saca unas cuantas fotos del conejo, unas con flash y otras sin flash. Julia se ofrece.
-¿Quieres que te haga una foto con él?
-No –dice Bernardo, y añade-: ¿qué tal te ha ido?
-Bien –contesta Julia, aliviada porque la conversación no salga de lo habitual-. Las matemáticas ya me las sé –dice-. Esta tarde tengo que estudiar literatura.
-¿Conoces a Antonio López? –dice Bernardo, que ha subido un poco más la persiana de la cocina para retratar al conejo con luz natural.
-No –dice Julia -. ¿Quién es?
-Un pintor –dice Bernardo, y apaga la cámara de fotos. Luego se queda mirando el conejo y dice:- Me lo ha regalado un anciano que me encontré en el monte. Está cazado al diente, sin escopeta. Le ha quitado la piel y me lo ha dado.
Lo ha dicho en un tono neutro, de información sin segundas, puramente denotativa, como dice el de Lengua. Julia no sabe qué pensar, pero en ese momento le viene a la mente como un fogonazo su incredulidad primera. Conoce a su padre, sabe que le está tomando el pelo. Han dado tantas veces por hecho que no es capaz de acertar a una perdiz que él ahora se venga con su incomprensible guasa. A esa conducta la tía Angelita la llama ser un somordo.
-¿No lo has cazado tú? –dice Julia, y finge incredulidad lo mejor que puede, pone todo su corazón en que parezca que cree que su padre puede cazar un conejo con semejante equipo de camuflaje.
-No –contesta Bernardo-, pero a tu madre y a la tía Angelita les voy a decir que sí. De momento, lo hemos despellejado entre los dos y luego hemos tirado la piel al contenedor de San Pablo, ¿entendido?
-Bueno.
Julia piensa un momento.
-¿Y a mamá tampoco le dices la verdad?
-Tu madre no sabe mentir –dice Bernardo, mientras coloca un poco el cráneo, para que no se salga del plato.
A Julia le da un poco de pereza interpretar las palabras de su padre. Puede que sea una broma, un secreto como los de los regalos de Navidad.
-¿Me puedo meter un rato en el ordenador? –dice Julia, que quiere marcharse. Julia tiene quince años para dieciséis y su madre le tasa las horas de ordenador. Le tiene dicho que si alguna vez se la salta, y ella lo ve, se darán de baja en la conexión. Matilde, su madre, tiene miedo de que Julia pierda el tiempo.
El padre asiente con la cabeza sin apartar la mirada del conejo. Julia se mete en su cuarto y conecta la red, y teclea en Google el nombre de Antonio López. La puerta de la entrada vuelve a abrirse y a cerrarse pero desde antes ya se oían en el descansillo las voces de su madre y la tía Angelita, que vienen a comer. La voz de la tía Angelita ya dentro de la casa es como si las dimensiones cambiaran y todo lo anegase un ciclón de voces y de perfumes.
-¡Qué vergüenza!, ¡qué barbaridad!, con dos criaturas y todo. Que te lo tengo dicho, Matilde, que son todos unos perros –es lo primero que oye Julia desde su cuarto mientras mira una reproducción del Conejo desollado de Antonio López, pero la tía cambia de inmediato de conversación:- ¿Aún no se ha levantado Julita?
Julia arrastra la silla de inmediato y ya de pie mata con el ratón todas las ventanas del conejo, y sale a saludar a su tía. Su tía tiene setenta y cinco años y muy buena salud. Lleva vestidos cerrados y abrigos de visón y peinados arriba España. Utiliza un perfume que huele a iglesia. Está gorda. Julia se acerca a besarla y la tía Angelita la abraza y le dirige entre besos y arrumacos y confesiones casi al oído la siguiente alocución:
-Julita, hija mía, seguro que ya estabas otra vez con los auriculares y no nos has oído entrar. Dame un beso. ¿Has dormido bien? Tienes mala cara. Te tenías que haber venido con nosotras. Nos hemos comido una ración de sepia en el bar Pepe con Rodolfo Marqués y su sobrino Pototo. ¿Te acuerdas de Pototo, que ya es fiscal? ¿Cómo van los estudios, hija mía? Te tenías que haber venido porque hoy el sermón de don Mauricio ha sido una cosa fuera de serie, a mí se me arrasaban los ojos, qué razón tiene, hija mía, cuánta maldad y cuanta destrucción, Julia, hija mía, tú estudia mucho que esto se está poniendo feo. Tú sigue siendo siempre una mujer cabal, y no enseñes las bragas por la calle, como esas guarras que veníamos viendo ahora, ¿verdad Matilde?, con el frío que hace. Tú, hija mía, no olvides lo que has aprendido en tu casa, no hagas a un lado tu fe y tus principios, y sé una mujer valiente. Mira Soraya Sáenz de Santa María, anda, jódela, abogada del estado, que más o menos es lo mismo que fiscal.
La tía Angelita suelta la pieza y Julia deja salir la respiración largo tiempo contenida sin que nadie lo note. No le gusta el perfume de su tía. Su madre ha entrado en la cocina sin dejar el abrigo para ver si todo estaba bien. Cuando se fue por la mañana a llevar a la tía Angelita al cementerio e ir después las dos a misa a Santa Emerenciana se dejó sin fregar los platos de anoche, y le dijo a Julia: “Julia, por favor, recógeme la cocina, que si viene la tía y empieza a decir impertinencias me disgustaré”.
Julia había recogido la cocina, es lo primero que hizo, minuciosamente, cuando su madre se marchó de casa. Pero ahí estaba el conejo.
-¿Y este conejo?
Julia ha entrado detrás de su madre en la cocina porque si huía rumbo a su dormitorio corría el riesgo de que su tía la persiguiese. -Lo ha cazado papá.
-¿Y lo ha cazado ya sin piel?
-No. Le hemos quitado la piel y la hemos tirado en el contenedor de San Pablo. Qué asco.
-Ya empezamos.
Matilde se ha puesto nerviosa. Su hija Julia lo ha visto en que después de decir ya empezamos ha expulsado el aire por la nariz, no por la boca, y se ha oído. Los tacones de la tía Angelita se asoman al umbral de la cocina.
-¿Qué tenemos para comeeer? –dice la tía Angelita, en tono cantarín.
Matilde ya está poniéndose un mandil. La tía Angelita, con los brazos levantados para no mancharse, se acerca al banco de la cocina y coge una oliva. Mientras separa con los dientes la carne del hueso, dice:
-¡Uh! –dice la tía Angelita. Es un uh que Julia odia, es el uh que dice Macarena, su compañera de pupitre, que es una maruja y achina los ojos cuando escucha-. Tú, Matide –dice la tía- dirás lo que quieras pero a mí me sirven un conejo así en una carnicería y no me lo llevo. Mira qué deshechura en la cabeza, y toda esta sangre y los pelos y todo, y los huesos, míralos, que parece que los han partido con la mano. Se te clava un huesecico de esos en el esternón y te juegas el hato. Mira lo que le pasó a Luisa Sala.
-Lo he cazado yo –dice Bernardo, desde la puerta. Las tres mujeres se giran a mirarlo. Julia decide que no va a decir nada. Matilde quisiera decir algo pero no se decide. La tía está terminando de chupetear la oliva. El hueso sale pintado de carmín.
-¿Y ya lo has llevado al veterinario? –dice la tía Angelita.
-No, no me ha dado tiempo.
-Te lo digo porque el otro día me contaba Mercedes la viuda de Lorenzo Santamaría que ahora en todo eso de Alfambra y por ahí ya no se comen la caza porque han echado tanto abono que las fuentes donde beben los bichos están envenenadas con sulfato.
-Bueno, pero… -dice Matilde, que no sabe qué decir. No sabe si decir “bueno, pero por un conejo guisado no creo que nos vaya a pasar nada”, o bien “bueno, pero además ahora ya tengo en un taper toda la fritanga de la paella y solo tengo que echar el arroz”. Mariluz le dejó hecho el viernes todo en la nevera con sepia y langostinos y de todo. Tampoco es cuestión de mezclar un conejo de monte con el pescado. Finalmente dice:
-Bueno, pero de todas formas estos conejos de monte tardan en cocerse una barbaridad. Mejor lo guiso esta tarde o lo empiezo a guisar ahora mismo y nos lo comemos esta noche o mañana.
-Tiene razón la tía –dice Bernardo, que se ha puesto la chaqueta de punto estiraceada y las pantuflas de paño escocés-. Lo he traído para hacerle fotos, pero estos bichos son muy jascos. Hay que quitarles bien las vísceras y dejarlos por lo menos una semana que se vayan pudriendo un poco y se les ablanden los nervios. Luego se cuece bien para que se vaya el olor de la putrefacción y están exquisitos. Los franceses comen así. El domingo que viene os haré una receta que he visto en internet. ¿Eh, tía?
-Ah, pues mira –dice la tía, que se ha metido otra oliva en la boca-, mira qué buena idea. Oye, Matilde, esto es un chollo, tienes por la mañana un hombre que sale a cazar y por la tarde un chef francés… -dice, y abre los ojos y cierra la boca para seguir despellejando la oliva.
Matilde ha sacado ya el taper de la paella de marisco que le dejó Mari Luz y lo está echando todo en una sartén.
-¿Abro una botella de vino? –dice Matilde.
-He traído un vinillo de Alfambra estupendo.
-¿En Alfambra hay vino?
-Hay poco, pero hay, claro que hay.
Bernardo saca de la nevera una botella de plástico de litro y medio con algún girón de la etiqueta de agua sin gas que no pudieron quitar del todo. En la botella se notan los dedazos. Dentro hay un líquido como cobrizo, amistelado, avinagrado, pero no rojo.
-Ay, no, yo no, gracias, Bernardo, que enseguida se me sube a la cabeza. Mejor me pones un bitter kas sin alcohol.
-¿Y tú, Julia?
-Nada, no tengo sed. Voy a recoger un poco mi habitación –dice Julia.
Matilde arranca una tira de papel de plata con la que cubre el conejo y remete los bordes de papel bajo los lanceolos de Duralex. Mete el plato en la nevera y, antes de cerrarla, se saca una cerveza para ella.

25.4.08

INGRESANTE


Javier Marías pone como ejemplo de la aportación de un novelista a la Academia la palabra ingresante. Es solo un ejemplo, casi una broma, porque en realidad, dice el novelista, la palabra no existe. En el diccionario de la casa donde va a entrar el domingo no, desde luego, pero casi todas las páginas de Google que he encontrado con esa palabra procedían del Perú.
En todo caso es una palabra bien fea, impropia de un escritor, más aún que de un académico, sobre todo porque es una palabra sin terminar, se le notan las junturas, el apaño, no tiene entidad real, sólo suena a tecnicismo jurídico, incluso en el Perú. Ingresante es como cesante, participios de presente de verbos formados a partir de participios de perfecto, de modo que su significado viene a contradecirse, sería como decir amadante o sumisiente o hechante, un engendro paralizado por las dos fuerzas temporales de sentido contrario que tiran de él. Un sumisiente, o sometidente, es aquel que hace lo que no hace, el sujeto de su condición de objeto, una cosa sin sentido. Yo creo que sólo le sacó partido Galdós, porque su Villamil era un hombre constantemente cesado que luchaba por que la acción de cesar no se consumara del todo.
Sin embargo, si hubiese sido un poco más respetuoso con la formación natural de las palabras, a Marías le habría salido algo más interesante que ingresante. Con sólo partir del infinitivo, y no del participio, algo siempre más lógico, le habría dado ingrediente, que es exactamente lo que será Javier Marías el domingo. Un ingrediente con mucha más literatura que el estólido ingresante.
Los neologismos se hacen solos. Y si alguien lo intenta y lo consigue no es porque lo diga en las actas de la Real Academia sino por la condición fonética de lo que ha inventado y también, según alguna regla que se nos escapa, por no violentar ciertas leyes internas. El ingrediente Javier Marías es, como decía en Vidas escritas, una mezcla sazonada de afecto y guasa, una especie rítmica y sintáctica que quizá devuelva el oído a muchos académicos tenientes. El ingrediente sería ya de alta cocina si Marías se presentase con su corte, todos ataviados con los patrones que publicó en algún tomo de su editorial. Eso sí que sería exquisito, y no ese palabro, ingresante, que huele a colodión desde el pasillo.

23.4.08

SOLLAVIENTOS


Diario de Teruel, 24 de abril de 2008

El Colectivo Sollavientos abre blog en internet, una sabina enorme a cuya sombra duerme un aladro de hierro, con un manifiesto que aprovecho estas líneas para suscribir. Allí se delimita el territorio de las Tierras Altas, “que comprende el Maestrazgo y las cuencas altas de los ríos Guadalope, Mijares, Alfambra, Pancrudo y Martín y constituye una unidad geográfica, paisajística, cultural y humana”, con un sentido de la lógica que va bastante más allá de la arbitrariedad burocrática de las comarcas. Ahora que puede verse todo desde el cielo, llama la atención la homogeneidad de determinados paisajes divididos desde siempre, las líneas razonables de su geografía. Dice el Manifiesto Sollavientos que sus miembros se comprometen a trabajar por el país (en el sentido carobarojiano, antropológico del término) en todas las esferas que reflejan desarrollo, incluidas las artísticas y literarias. Con que aprendiésemos a mirar todo aquello ya tendríamos un buen principio. En más de una ocasión he comentado aquí que la belleza de todas esas tierras no ha tenido quien la peine. El verano pasado se cumplieron 25 años de Muelamujer, de Juan Antonio Usero, pauta brillante de tristes epígonos, los que identifican desde entonces la dureza del paisaje con los bajos instintos pero no llegan a manejar el sabroso idioma que manejaba Usero, más que suficiente para dar por buena su lectura. En aquella época el progresismo era tremendista, más condescendiente que solidario, pero ahora se trata de mirar sin juzgar, a favor del objeto, no para ponerlo como ejemplo de la ruina. Lo poco que estas tierras han tenido en materia literaria es un pintoresquismo irreal o esa imaginación puertourraca tan habitual entre nosotros. Pero nadie nos ha contado simplemente cómo son. Queda la tarea, un poco noventayochesca, de pintarlas, de fotografiarlas, de filmarlas, de narrarlas, de cuadrarlas en su extraordinaria dimensión estética. Se impone una exposición virtual en la Sociedad Fotográfica Turolense para celebrar el Manifiesto. Hay allí unos cuantos buenos paisajistas (Pedro Javier Pascual, recién premiado, uno de ellos) que también renuncian a las monerías turísticas para penetrar la tierra en lo que significa.

21.4.08

FOLKLORE


El jueves pasado publiqué en Diario de Teruel una bernardina sobre la Muestra de Folklore, que la semana pasada cambió de dirección, de objetivos y, a lo que se ve, también de presupuesto. Hoy lunes, en la sección de Cartas al Director, se publicó una que dice muy poco de mi capacidad para expresarme. Copio ambas piezas:

Himno
El verano pasado tuve ocasión de comprobar cómo, tras la muerte de Ramón Calvé, Marisa García y su equipo se batían el cobre para sacar adelante la Muestra de Folklore, no sólo por lo complicado que resulta montar semejante pollo sino porque me dio la sensación de que para las arcas públicas el asunto ya no era prioritario. Ahora Marisa y los suyos lo dejan y es de desear que al cabo del realojo la criatura no encoja ni se esfume y que María José Valero, su nueva directora, se encuentre con las condiciones precisas para evitarlo.
Espero que una de sus primeras decisiones sea quitar el himno que sonaba todos los años en la apertura, una cosa blanda y bienintencionada, tirando a ingenua, que hablaba de la unidad de todos los pueblos y de una sola tierra y una sola raza y yo qué me sé qué más. Lo empezaron a usar en los tiempos en que los únicos extranjeros que se veían por Teruel eran rusos que bailaban en cuclillas y sonrientes caribeñas que hacían olas con sus faldas de colores. Siempre tuve la sensación de que a la Muestra, al principio, venían los equivalentes de los Coros y Danzas de cuando Franco. En septiembre había muchos países del Este, y yo creo que la simpatía que tengo hacia todo lo eslavo nace un poco de ahí. Luego se hizo grande y en la última edición estaba entero el Mediterráneo, pero aún quedaba una de aquellas asociaciones como soviéticas que conocían mundo bailando jotas. Lo supe porque vi aparcar junto al Poli un autobús destartalado, de primeros de los setenta, y a unos jóvenes pálidos que miraban desde dentro.
Estos últimos años resultaba edificante verlos desfilar entre compatriotas afincados entre nosotros que pondrían sus matices a los buenos deseos del himno aquel. De pronto la Muestra no era un catálogo de exotismos sino los bailes regionales de nuestros vecinos invisibles. La inocencia con que está escrito ese himno acaso ya no pegue con los tiempos. Mejor que lo quiten y se lo regalen a Marisa y a todo su grupo, con una felicitación añadida por lo bien que lo hicieron, incluso por haber mantenido el himno todos estos años, por agarrarse siempre a su significado, y que lo sustituyan por una cosa neutra, sin palabras de otra época, algo que no haga sonreír a los extranjeros que lo entiendan.

Y la disgustada lectora escribió lo siguiente:

Disgusto con Castellote
Por Maite Bravo

Leo Bernardinas de Antonio Castellote. Su título Himno. Al terminar su lectura siento disgusto y rechazo. Me pongo a analizar por qué me ha dado este malestar. Es lo primero que veo escrito, sobre La Muestra de Folklore tras el anuncio público, el pasado día 14, por parte de Marisa García de dejar su organización. En el primer párrafo nos dice A. Castellote que el año paso tuvo la sensación de que para el Ayuntamiento La Muestra dejaba de ser prioritaria. (Pero por otra parte desea que la criatura no encoja). Creo que aquí está la explicación de por qué Marisa García y su equipo han abandonado algo tan entrañable para ellos. Se cerró el grifo. La nueva criatura, por muy en forma que esté Mª José Valero, nacerá raquítica.
El segundo párrafo ya es un pim pam pum dirigido a lo que A. Castellote llama Himno. Pues para mi es toda una declaración ideológica del por qué de La Muestra. Más adelante dice que la inocencia con que está escrito el himno ya no pega con nuestros tiempos. Que lo sustituyan por una cosa neutra, sin palabras de otra época. Efectivamente, estas son las dos cosas que más me han molestado (hay otras, pero las dejaré para otra ocasión).
El recorte económico para la cultura. Todo lo que no sea rentable económicamente, fuera. Andamos en tiempos mercantilizados. Qué importa la belleza, las cosas auténticas. Y la segunda cuestión es ¿quién quiere utopías? Ideales ¿para qué? ¿Compromisos? Precisamente esto es lo que hacía especial a La Muestra... la nuestra. Su idea de que el folklore puede ser un instrumento de conocimiento de otros pueblos y así aprender a ser tolerantes y a vivir en paz. En fin, como decía Walt Whitman "No dejes nunca de soñar, porque en sueños es libre el hombre".

No me gusta entrar en estas minipolémicas que para lo único que sirven es para resolverte el artículo del jueves, pero en este caso tengo una duda metódica. ¿Qué habría dicho Maite Bravo si llega a saber que el himno ese del que hablo lo escribí yo?

14.4.08

REY LEAR


Ayer, viendo la versión de Rey Lear que se representa en el Teatro Valle-Inclán, me acordé mucho de Héctor Grillo. En realidad supe que el actor era argentino antes de que hablase o de que se le notara el acento, cosa que sólo sucedió un par de veces, un par de palabras en dos horas y media de verbo divino. Lo supe por sus gestos, que eran los mismos que los de Héctor. Gestos de actor, de hombre que sabe que actuar no es fingir que se es otro sino, como dije a propósito de Héctor, encarnar al otro. Qué hermoso era ver un actor de ochenta años haciendo gestos de anciano que se notaba que no eran los suyos, que estaba actuando.
Hoy me entero de que, en efecto, Alfredo Alcón es argentino y tiene ochenta años, y de que por lo visto es una celebridad en su país. Ayer se comió el no va más de Shakespeare, un anciano sometido a toda clase de desgarros, de cambios de humor, de humillaciones y de revelaciones, que impera y mendiga, que piensa con ingenuidad soberbia y sufre con locura, que cae al suelo y se arrastra y sostiene finalmente unos momentos el cadáver de su hija muerta, el cuerpo de Miryam Gallego, que tampoco es moco de pavo. Rey Lear es obra muy agradecida para los personajes provectos, porque Juli Mira, el conde de Gloucester, también compuso su papel, paralelo al de Lear (los dos son padres equivocados con el amor de sus hijos), con ese patetismo suplementario que nace de ser un vasallo, alguien sin protagonismo último que confunde la bondad con no meterse en complicaciones. El soberbio y el bondadoso sufren semejante descenso a los infiernos, eso es lo que los iguala y lo que quizá los hace ser leales.
Pero alrededor de ellos pulula un enjambre de jóvenes actores que salvo en un par de casos yo creo que no dedicaron mucho tiempo a pensar en su papel, o lo pensaron por ellos demasiado. A todos les falta la otra cara de los personajes de Shakespeare. Las hijas no me gustaron mucho. La mayor es simplemente mala, no extraordinariamente fría, y eso que Carme Elías da el tipo céreo que más ayuda. Pero le pasa un poco como a Edmond, el hijo bastardo de Gloucester, Jesús Noguero, que son más malos que fríos. Edmond no siente, ni alegría siquiera. Edmond es el moderno personaje impávido, el hombre sin sentimientos, y este era, por momentos, hasta simpático. La frialdad de Gonerill, la hija mayor, y la de Edmond son el grado cero del sentir, y aquí la cosa huele a despecho, a mala idea, que es, siempre, otra forma de sentimiento. Uno se imagina un Edmond fantasmal, la representación del hielo, o a una Gonerill hiriente como una estalactita.
Y el problema continúa cuando Gonerill usurpa parte del papel de Regan, la hija mediana, que es mala pero no fría, algo que sólo se acaba notando en el color del pelo. Cristina Marcos está como cohibida, como cuidando de que no se le escapen los gestos, en vez de centrarse en la esencia trágica de su papel, la del volverse malo, no serlo. Su personaje somos cualquiera de nosotros: malos sin querer, egoístas por sentido práctico, apasionados sin remedio, y de perdidos al río. Pero Regan se pasa la obra portándose bien, y eso me imagino que será cosa del director. Por lo demás, me dio la sensación de que Cristina Marcos estaba también más pendiente de una prosodia clásica que de su complicada situación. Esta composición tan apretada es también la culpable de que Cordelia recite su papel con las manos en el regazo, como presentándose a unos desconocidos. Poca pasión en el extremo sur de esas tres hermanas que representan los tres grados del corazón. Por eso la composición de Lear, que va a lo suyo, está en una onda distinta, más libre que la del resto de los personajes, que dan a la pieza una seriedad casi forense.
Pero el caso más evidente es el de Edgar, el hijo legítimo de Gloucester. Dice Harold Bloom, con su proverbial modestia: “Edgar, recalcitrante y reprimido, es en realidad el mayor enigma, y es tan difícil de interpretar, que nunca he visto un Edgar aceptable”. Este, desde luego, tampoco: chilla en vez de subir la voz, no sabe dónde poner las manos, pero todo eso es mal tan frecuente que daría lo mismo si no fuera porque tampoco parece haber entendido el personaje. Su conversión en perro, en amor arrojado al barro del cinismo, queda en una actitud doliente de quien quiere irse a la ducha cuanto antes. Y no deja de chillar.
No, no les han dejado entrar a saco con el personaje. La prueba es ese bufón que parece un inspector de Hacienda, y que, sin embargo, como el actor es bueno, Luis Bermejo, queda de lo más convincente; o ese conde de Kent (Pedro Casablanc, espléndido en Marat-Sade), escondido todo el rato en el sombrero, encogido y servicial. Quiero decir que la parálisis estaba impuesta, pero había un margen de maniobra que no todos los actores supieron gestionar. Todos estaban sometidos al poder caprichoso del director igual que Lear quería someter a quienes le amaban, o le tenían que amar. Salvo Alfredo Alcón, claro, al que contrataron para un rey Lear, no para la versión reprimida de Gerardo Vera.

6.4.08

UN POCO DE SANGRE


Si no se ha curado del todo, piensa Bernardo, mejor no salir. El domingo pasado el podenco se acercó más de lo debido a una cerda con crías. Bernardo se mantuvo a distancia, pero los vientos le venían al perro y tampoco hubo manera de pararlo. El animal se acercó ladrando, apenas pudo esquivar la embestida del jabalí. Bernardo disparó entonces a una de las crías. Marró el tiro, pero la cerda no se cebó con el podenco, y huyó.
Después, en Alfambra, en la casa de sus padres, que ya solo sirve para guardar el perro y curar los jamones, Bernardo cosió al podenco con cuidado, una raja de seis centímetros de larga que por lo menos no había interesado las entrañas. Ya es la tercera dentellada que le tiene que coser. El perro tiene demasiada sangre, si le vienen los vientos no se sabe sujetar.
Bernardo apaga los faros del jeep junto a la puerta de la casa, en lo que durante décadas fue el final del pueblo. Ahora las casas llegan hasta más allá de la piscina y más allá de la estación en ruinas, hasta el silo, en la carretera de Teruel. Cuando Bernardo era niño esa casa era nueva. Oye ladrar al podenco tras la tapia del corral, y a cuatro o cinco perros del contorno que se despiertan. Todavía es de noche. A Bernardo le gusta salir temprano de Teruel, antes de que se haga de día, y preparar el fuego para que cuando vuelva del campo se pueda estar en la cocina.
El podenco rasca con la pata en la puerta del corral. Aunque la casa lleva muchos años deshabitada y daría lo mismo que el perro pudiera entrar, Bernardo suele cerrar mucho siempre todo, como si hubiese algo de valor o una familia errante pudiera instalarse sin su permiso. El perro está despierto y muy nervioso, caracolea entre las piernas de Bernardo mientras él comprueba si ha mermado la tolva del pienso y el agua no está helada. Dentro, en la pocilga donde duerme, encima de algunas pajas, Bernardo enfoca con la linterna y busca rastros de sangre fresca. Pero el perro parece haber cicatrizado bien. Ya sabe lo que le toca si se arranca los puntos, así que la herida está sucia de barro y de paja pero parece que no está infectada. Bernardo vuelve a rociarla con un spray cicatrizante de color violeta.
El perro está bien. Bernardo entra en la cocina para cambiarse. Nadie de su familia va nunca por allí, pero todos le regalan para su cumpleaños alguna prenda de caza que compran en el Corte Inglés cuando bajan a Valencia y de algún modo le exigen que se las ponga. Bernardo sale del jeep disfrazado de cazador, pero entra en la cocina y cambia el Barbour por un tabardo, y las botas Geox por unas chirucas corrientes, y el chaleco enguatado verde por un jersey de lana con cremallera. Bernardo prefiere pasar por el camerino antes que encontrarse a alguien del pueblo mientras caza. Si pudiera cambiar el jeep por el cuatro latas viejo que guarda en el corral, también lo cambiaría.
Bernardo conduce hasta un altozano desde donde se ven las faldas de los Montes de Camañas. El día nace despejado. El terreno avanza en pequeñas lomas, la carretera sube y baja por bancales en barbecho y oteros llenos de piedras. Hasta casi Sierra Palomera no se divisa el gran valle amarillo del Jiloca, todo está lleno de horizontes cercanos que se sobrepasan y se desdibujan. Bernardo conoce el terreno, pero prefiere dejar el jeep donde lo pueda ver. Saca al perro de la jaula rodante y la escopeta de la funda de cuero repujado, que cambia por una de loneta verde. También saca el almuerzo de una especie de neceser de Ralph Lauren y lo mete en el morral de cuero que llevaba su abuelo cuando era pastor, bastante cerca de allí, en las lindes de Camañas con Alfambra. Después comprueba que el jeep queda cerrado y echa a caminar, pronto se oye sólo el crujir de las botas sobre los rastrojos.
Bernardo no espera que la mañana se dé bien o mal. La mañana es escuchar sus pasos sobre los terrones de tierra recién labrada y los cañutos de cebada seca, caminar hasta los pinos de Camañas y allí debajo fumarse un cigarro, recorrer un par de veces una ruta paseable y si sale una perdiz o un conejo apuntar y no darle casi nunca. Bernardo empezó cazando solo porque casi nunca cazaba nada, y luego, cuando aprendió las distancias y apuntaba justo al encuentro, dejó de interesarse por el hecho de cazar, pero no por el de ir de caza. Juzga las piezas antes de dispararles. Aun así, de vez en cuando, caza una perdiz despistada, o el perro le vuela una parva de codornices ante las que lo milagroso habría sido no acertar ninguna.
El podenco suele ir a su lado, aunque a veces se adelanta y corre hasta más allá de la siguiente loma, y por unos momentos desaparece. Cuando Bernardo corona el repecho, el perro ya está allí, avanzando en círculos hasta que llegue su amo. Mientras la mañana se mantiene quieta puede soportarse el frío, pero a eso de las diez se gira un cierzo recio que desviaría los perdigones. Como no remite, y Bernardo empieza a sentir en la cara los alfilerazos de la matacabra, decide volver al pueblo cuanto antes. En vez de jornada de caza, habrá jornada de hogar. Llama al perro pero el viento también se le lleva la voz. Después de silbar en vano varias veces, Bernardo aprieta el paso hasta la siguiente loma, pero salva el repecho y el perro no aparece, ni en esa vaguada ni por las crestas blandas que se dibujan por detrás como los niños dibujan las montañas. Es posible que alguna de esas ráfagas de cierzo le haya llegado con toda la violencia del instinto y haya ido a parar otra vez al amín del jabato. Las cerdas recién paridas son muy peligrosas, aquella vez Bernardo se acercó más de lo debido, más allá de la línea del miedo, en la jurisdicción del bicho, supo el riesgo que corría pero siguió caminando, la carne de los jabatos no es jasca como la de los animales adultos.
Es inútil seguir llamando al animal con esta ventolera. Bernardo se refugia junto a una sabina petrificada, que sin embargo creció hacia el sur, no porque buscara el sol sino empujada casi cada día por el cierzo. Tampoco es bueno que camine mucho. Lo mejor sería quedarse allí hasta que el podenco regresase, con los vientos así de cruzados es fácil que el animal se desoriente. Desde la sabina se ve la masada de Palomera. Son cuatro paredes rellenas con escombros que se hunden del tejado, Bernardo tiene muchas fotos de esa masía, casi todas hechas por la tarde, cuando el sol tiñe de naranja meloso, de un tono amarillo cadmio, tostado de bermellón, los bancales que todavía guardan sin recoger rulos de paja. Lo que más le impresionó de aquella ruina la primera vez que entró fue lo grande que era la casa y lo pequeño que era todo, las ventanas diminutas para protegerse del frío, el hogar estrecho sin respiración, o los cubiles que aún no se han desmoronado del piso de arriba, que Bernardo ve desde la escalera porque piensa que las vigas podridas y el suelo de cañizo y barro ya no podrían soportar el peso de una persona. A veces ha pensado en la posibilidad de alquilar una grúa para meterse sin peligro en aquellos dormitorios diminutos que durante el invierno sólo recibían el abrigo de las cuadras, los vahos de las bestias y de las ovejas que subían por los intersticios de las tablas, el aroma del fiemo.
Bernardo aprieta el paso porque la matacabra está degenerando en ventisquero. Estamos a últimos de octubre. Hay un cobertizo en la pared oeste de la casa levantado con ladrillo y cubierto con vigas de madera reciente y tejas nuevas que no amenaza ruina. Si arrecia la tormenta, se puede refugiar allí sin que le caigan encima los cascotes. Bernardo intenta silbar pero el cierzo suena mucho más potente que su voz.
La masía está en las faldas de la sierra que flanquea el valle del Jiloca, a treinta kilómetros de Teruel, encima de uno de sus últimos montículos, por los que serpentea, de este a sur, el barranco de la Cañada Seca. La sierra dibuja un entrante, una especie de ensenada fluvial en un enorme cauce vacío que sirve como abrigo de los vientos. Está muy bien situada, pero el frío y el viento en esta época del año es igual allí que en Patagallina, en la misma cresta de la sierra.
Bernardo sube la cuesta que separa el camino de la masía. La visión de la casa se esconde y poco a poco reaparece mientras el frío y el sofoco le van cortando la piel. Nota cómo se le secan los labios y le pican y la piel es más tirante, cuando se pasa la lengua por ellos es como pasarla por una herida. Cuando sube al alto, que en realidad es una especie de era, la matacabra es una nube de humo que se arremolina y entra y sale por los muros derruidos del corral y por la puerta oscura. Pero entre el ruido de órgano de la ventisca escucha un ladrido. Bernardo asoma con cuidado la cabeza por la puerta, empieza a llover de firme y el ladrido no parece haber salido desde dentro. Vuelve a escucharse otro ladrido, que Bernardo no sabe si es ladrido o gañido, demasiado agudo, como un brote de aullido, y suena en la parte de atrás de la casa. Bernardo da la vuelta, pasa por delante del cobertizo, que está cerrado con una cadena, y se asoma por el murete del corral. Y allí ve al podenco, clavado a una hermosa perra blanca.
Los perros ya han copulado y miran en sentidos opuestos, pero llevan unidos los cuartos traseros, el tejido cavernoso que los ata no se ha desinflado aún. Pero los perros no pueden moverse coordinadamente y les está cayendo la lluvia encima, un chaparrón con litines que arañan en la cara. La perra es más alta que el podenco y eso hace que esté como encogida, como en la posición de iniciar un salto con los cuartos traseros. Parece una perra de raza, como una galga peluda de hocico largo y acarnerado, más alta y más robusta que los galgos.
Lo primero que siente Bernardo es un fastidio mezclado de temor. Esa perra tan rara es de caza sin ninguna duda y los dueños de las hembras son los que deciden cuándo las quieren montar. No debería representar ningún problema, también el podenco es de raza, pero hablamos de hombres que van armados. Están en mitad de una ventisca, en las faldas de un inmenso valle vacío, escondidos en el esqueleto de una casa. Los perros miran cada uno por su lado, aún están enganchados y miran como cuando saben que por detrás les va a venir un castigo, cuando acude el amo después de haberlos hecho parar con malos modos, con voz demasiado aguda, o demasiado bronca. Miran con ese no mirar al ser temido que se acerca. Y sin embargo el podenco lo llamaba.
Bernardo se está empapando. La gorrilla de la Caja Rural que se puso en lugar del gorro Barbour está calada y el tabardo no lleva capucha. Junto a la pared no les cae toda la lluvia, pero a veces el viento se vuelve contra ellos y la lluvia estalla contra el muro. Sabe que no hay nada que hacer, ni siquiera refugiarse en el cobertizo, y mucho menos dentro de la casa. La lluvia cambia de intensidad por momentos, es una lluvia convulsiva que arrecia con la misma frecuencia que la ventolera. Bernardo decide buscar un abrigo más eficaz y dejar solos los perros, pero entonces es la perra la que ladra, un ladrido que Bernardo no sabe si es ladrido o gañido o brote de aullido, un ladrido raro que se parece a todos los ladridos pero él no ha escuchado jamás, y también aparece, ascendiendo por la cara norte de la loma, un enorme paraguas negro que camina hacia la casa contra el viento y que tapa el torso y la cabeza de la figura pero no las piernas. Son piernas de anciano que caminan firmes pero lentas, como más atentas a no caerse que a caminar deprisa. Las piernas tienen el andar trabajoso de las caderas descoyuntadas. Bernardo no ve colgando junto al muslo la culata de la escopeta.
A pocos metros de los perros, que tirando el uno del otro se han salido hacia la era y la lluvia les está cayendo de lleno, el individuo levanta el paraguas y en efecto ve a un anciano con chaquetón de cuero negro, grandes bigotes de moco y una gorra como de marinero. De la cintura lleva colgada una liebre. Bernardo no ve asomar por ningún hombro el cañón de la escopeta. El viejo sonríe y señala a los perros y se acerca a Bernardo. Gesticula mucho pero no habla nada. Bernardo sabe por su forma de vestir y por sus gestos que es un anciano de pueblo, pero no de este pueblo. Bernardo se queda quieto al arrimo de la tapia, y el anciano hace lo posible por caminar más rápido. Llega a la altura de Bernardo y lo cubre con el paraguas y se ríe. Es una risa como todas las risas pero es una risa en otro idioma. El anciano dice ¡frío! varias veces y se ríe. Por la manera de decir ¡frío! Bernardo deduce que el anciano es eslavo. El anciano, sin dejar de reírse, con esa risa con que nos enfrentamos a la lluvia, como si fuera una tragedia divertida, se aleja de Bernardo y acude al lado de los perros, y llama desde allí a Bernardo con una palabra eslava que entre el viento suena como pishki. Bernardo acude a refugiarse en el paraguas, junto a los perros que no se han terminado de soltar. El anciano acaricia la cara de la perra, la limpia de bolisas, y Bernardo se siente un poco en la obligación de hacer lo mismo, de modo que se vuelve de espaldas al anciano por un momento y se agacha sin salirse del paraguas, y al acariciar al podenco por la barriga nota que la herida está fresca, y al mirarse ve que lleva un poco de sangre en la mano.
El anciano eslavo de largos bigotes de moco se percata. De inmediato le ofrece a Bernardo el mango del paraguas para que lo coja con la mano limpia. Se agacha y acerca sus ojos muy pequeños a la herida, con esa solicitud de las personas que no saben cómo agradar hasta que de pronto sucede algo en lo que son especialistas. Al agacharse se ha salido del paraguas, la lluvia cae sobre su espalda. Bernardo lo cubre y de la vuelta para estar los dos al mismo lado del podenco, y se agacha también un poco, y ve cómo el anciano recoge lluvia con el hueco de la mano para limpiar la sangre de la herida. De vez en cuando levanta la cabeza hacia Bernardo, parece que sonríe. Una de las veces se mete la mano en el bolsillo interior del chaquetón y saca un bote parecido al bote donde se vendía el ungüento Cañizares, de letras negras sobre fondo rojo. Es una especie de pomada marrón brillante que el viejo rebaña con un dedo y aplica en la cicatriz abierta del podenco. El perro acude a lamerse pero el olor de la pomada le repele.
El viejo se incorpora. Quiere decir algo mientras guarda la pomada pero sólo le salen gestos y risas, amén de una palabra que Bernardo identifica como pietsch. Han cedido las ventoleras. Ahora es solo lluvia fina lo que cae. La perra se inquieta y afirma en el suelo las patas traseras. El podenco no colabora, se deja incluso arrastrar y ambos salen fuera del refugio del paraguas. Bernardo y el viejo los miran porque tampoco tienen nada mejor que hacer. A unos metros, en medio de la lluvia, la perra consigue arrancarse y galopa unos metros, como si todavía le quedase viva la intención del susto, o del mismo pudor.
Entonces Bernardo indica con un gesto al viejo que ate a la perra y vayan al coche. El gesto de atar a la perra, el de llevar el volante de un coche. Juntos bajan con sus perros por la vereda. Ya en las inmediaciones del jeep, Bernardo dice Alfambra varias veces. El viejo asiente y sonríe. Pero antes de subirse al coche saca una navaja cabritera de un bolsillo del pantalón y luego descuelga el conejo que lleva en la canana. El cuchillo lo coge por el filo, como cortan el queso los pastores, y de un tajo limpio le abre la piel al conejo. Después, con señas, indica que ese conejo es para Bernardo. El viejo señala a la perra y luego el conejo y finalmente a Bernardo, y sonríe. Bernardo no sabe con qué gestos no aceptar. El viejo lo ha dado por hecho, sería un desaire, hace frío y Bernardo quiere volver a Alfambra cuanto antes. El viejo limpia la sangre en la hierba y le arranca la piel al conejo. Bernardo ve los hilos blancos de las telillas despegarse con la piel. El viejo, con el mismo cuchillo, le saca un ojo al conejo y lo sostiene para que le caigan las últimas gotas de sangre.
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